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La jornada de trabajo es la parte sencilla del día. Me paso las primeras dos horas conociendo a gente, enterándome de dónde están las cosas y haciéndome al proyecto. Va a ser una obra interesante, justo detrás de la Tate Modern: convertiré naves industriales en pisos y en un restaurante. Comienzo con las líneas básicas del proyecto, estudiando cada paso en mi cabeza. Es una zona con elevado nivel freático, gran probabilidad de complicaciones arqueológicas y un movimiento vecinal concienciado y atento a todos nuestros movimientos.

Esto es lo que se me da bien, de modo que me desenvuelvo con facilidad y profesionalidad. A pesar de mi inesperada conversación íntima con Ellen de esta mañana —que me dejó con una ligera sensación de desprotección y de la que me arrepentí nada más terminarla—, o quizá debido a ella, me muestro cordial pero distante con mis nuevos compañeros, la mayoría de los cuales son más jóvenes que yo.

Abandono la oficina a las seis y media, satisfecha conmigo misma.

Luego cruzo Covent Garden en dirección a casa de mi hermana. Vive en una calle que es exasperantemente perfecta, si lo que te gusta es vivir en medio de una gran ciudad. Es media tarde, brilla el sol y las calles están abarrotadas de gente que sale del trabajo, turistas, estudiantes y un variado surtido de personas inclasificables. Siento el runrún en el ambiente, y aunque Falmouth y Cornualles me gustan, sé que, en el fondo de mi corazón, soy londinense. Soy londinense y he vuelto a mi hogar, y ni siquiera el hecho de estar a punto de tener que enfrentarme a Olivia consigue hacer mella en mi arrebato de felicidad.

Por un instante, me imagino que estoy en un libro. Es un libro de ilustraciones para niños y se titula Lara en Londres. Salgo dibujada muy estilizada, como una mujer de un catálogo clásico de moda de los años treinta, con cintura de avispa y moño, y camino resuelta por la ciudad corriendo aventuras. Estas no poseen un ritmo particular porque, más que nada, Lara en Londres es una guía de los lugares emblemáticos de la ciudad. Ahora mismo, mis fabulosos zapatos taconean por el borde del mercado de Covent Garden. Paso por delante de gente que tirita mientras bebe cerveza en las mesas de las terrazas, y de un artista callejero que hace malabares con sillas sobre una alfombra roja ante la atenta mirada de un grupo de personas. Lo saludo al pasar, sintiéndome de pronto tan poderosa que estoy convencida de conseguir que me devuelva el saludo y arruinar su número. Él ni siquiera me ve, por supuesto, pero mi mente al instante lo transforma en su yo ilustrado: su barba incipiente, sombreada; sus redondas mejillas, exageradas.

El supermercado Marks & Spencer, enfrente del metro, es mi primer destino. Compro vino, aceitunas y un tarro de nata que no me preocuparé por fingir que he traído desde Cornualles. Me digo que todo saldrá bien. Me lo digo con tanta convicción que siento que puede ser cierto. Olivia me dijo que podía quedarme con ella durante la semana, indefinidamente. No sería capaz de decírmelo si no tuviera intención de comportarse.

Por desgracia, sí sería capaz, la conozco perfectamente. No veo a mi hermana desde hace año y medio, porque las pasadas Navidades estuvimos en casa de la familia de Sam y para cuando fuimos a casa de mis padres, el 28 de diciembre, Olivia ya se había ido, «por ahí con unas amigas».

Sofoco mis temores con tópicos. Como llevamos tiempo sin vernos, lo más seguro es que no pase nada; un descanso era justamente lo que necesitaba nuestra relación. Nunca fuimos amigas de niñas, ni de adolescentes, y como adultas jóvenes nos llevamos fatal: todo esto es innegable. Olivia no sabe nada del mayor incidente de mi vida, pero mi marido tampoco. Nunca hemos sido amigas, ni siquiera en el sentido más superficial. Mi hermana nació odiándome; supongo que algo debí de hacer desde tan temprana edad para provocar su animadversión, pero no fue a propósito. Su odio es inquebrantable y sincero, y Olivia se comporta de un modo que no me deja más opción que corresponder a su rencor.

Siempre me he mostrado escéptica ante la tan cacareada complicidad entre hermanas que veía en los demás. De hecho, no puedo evitar sospechar que es todo una farsa, que por debajo de cada pareja de queridísimas hermanas se oculta una copia de Olivia y de mí, alimentando constantemente agravios que comenzaron a acumularse desde el día en que la segunda hija fue concebida.

Ahora, sin embargo, podríamos construir una nueva relación. Las dos estamos en la treintena, y podemos hacer que funcione. Hay una oportunidad de que esto ocurra, insisto para mis adentros mientras pago con la tarjeta. Quizá pronto sea capaz de decir las palabras «mi hermana» sin el pinchazo de amargo disgusto que las acompaña siempre. Este pensamiento me hace salir disparada hacia un mostrador a por un ramo de rosas blancas. Las pago por separado, con dinero suelto. Pido disculpas con la mirada al hombre que tengo detrás en la cola, preguntándome si técnicamente debería haber regresado al principio de la fila para hacer una segunda compra. Es un hombre de aspecto nervioso, de unos cuarenta años, que asiente y dice «Bonitas flores» con un acento de las antípodas. Le sonrío agradecida e intento quitarme de encima la súbita sensación de haberlo visto antes. Esto es Londres: por supuesto que no lo he visto.

Olivia solo me ha pedido perdón una vez en su vida. Poco después, retomamos nuestro habitual desprecio mutuo. Se olvidó de su fechoría con bastante rapidez. Fue la única ocasión en que me hizo algo concreto, algo que todo el mundo supo, algo con lo que podía señalarla y decirle: «Has sido tú». Aunque si ahora yo sacara el tema, se reiría de mí.

Encuentro su calle muy cambiada desde la última vez que estuve aquí. Es perpendicular a Long Acre, y se ha vuelto tan moderna que dan ganas de llorar. Hay unos enormes almacenes de ropa vintage, un centro de yoga, la entrada a unas nuevas galerías comerciales llenas de tiendas de lujo. Camino hasta el final y diviso un pub. Parece agradable. La casa de al lado tiene millones de geranios en maceteros, con enredaderas trepando entre ellos. Un chupito rápido de vodka me dará ánimos.

No lo hago, por supuesto, por mucho que me gustaría ser ese tipo de mujer. Regreso al bloque en el que vive Olivia, sintiendo en las mejillas el sol de la tarde despejada, que de repente me resulta fría. Han limpiado la fachada del edificio desde la última vez que estuve, y reluce con sus ladrillos rojos y su estilo clásico. Mi hermana tuvo suerte al comprarse esta casa cuando consiguió su primer trabajo, en una época en que Londres estaba en la cumbre de sus precios prohibitivos.

Unos pájaros pasan volando por encima de mi cabeza con un inesperado graznido. Un hombre camina en mi dirección, y lo miro desesperada, como si pudiera salvarme de tener que apretar el botón del telefonillo. Pasa lentamente por el otro lado de la calle, hablando por teléfono.

—Sí, claro que sí —dice—, pero tendrás que aguantar tú la reacción de Goddard, colega. Yo no me hago responsable.

Me gustaría preguntarle quién es Goddard y cuál va a ser su reacción, pero en vez de eso aprieto el botón y la puerta se abre sin que salga una palabra por el interfono.

Olivia me espera en el descansillo. Han cambiado la moqueta, pero las paredes siguen estando mugrientas.

Respiro hondo.

—¡Olivia! —exclamo con entusiasmo, con cuidado de no fijarme en el desprecio de su mirada pétrea—. ¡Cuánto me alegro de verte! —Me acerco a ella en busca de un abrazo, pero luego me retiro al notar su gesto gélido—. Muchas gracias por dejar que me quede aquí. ¿Cómo estás? Tienes un aspecto estupendo. Toma, te he traído unas cositas. Flores y alguna contribución a la casa.

—Sí —dice—, cómo no. Gracias.

Se pasa los dedos por el pelo, que lleva teñido de negro. Hacía mucho tiempo que no se lo veía tan corto. Le queda bien, con un corte estilo garçon que le da un toque juvenil y francés, un estilo implacable que pocas sabrían llevar.

Su casa es un piso pequeño pero bonito, con ventanas al fondo que inundan de luz todos los rincones del salón y del dormitorio principal durante gran parte del día. La cocina, el cuarto de baño y otra habitación más pequeña son oscuras en comparación con el resto, pero me fijo en que, con su típico toque extravagante y provocador, ha colgado lamparitas de colores por todos lados para contrarrestar la oscuridad.

Olivia deja la bolsa de las compras en la lúgubre cocina sin mirarla, y la sigo al salón, donde observo cómo se derrumba sobre el desvencijado sillón de cuero que forma parte de esta estancia desde que vive aquí, aunque ahora está cubierto de cojines púrpura y plata. Tomo asiento en el sofá de color crema y dirijo una sonrisa falsa y desesperada en su dirección.

—Así que aquí estás —me dice, jugueteando con una uña—. ¿Cómo ha ido tu primer día de regreso a tu gran carrera profesional?

—No ha estado mal —respondo, e inevitablemente, empiezo a balbucear—. La verdad es que ha sido genial. De vuelta al lío. Me he pasado el día repasando los permisos del proyecto, lo que hacía antes. Ha sido todo igual que entonces. Y tú, ¿qué tal, Olivia? ¿Cómo te va en el trabajo? ¿Y en todo lo demás?

—Bueno, lo de siempre, nada interesante. Rutinario.

Me río.

—Tienes la vida menos rutinaria del mundo, y lo sabes.

—Pues no lo parece desde dentro. Pero da igual. Nuestros padres quieren verte. Van a venir a cenar el miércoles. Papá ha reservado mesa en Pizza Express, como era de esperar, como si no existiera otro restaurante en Londres…

—Ah, vale.

Me reclino en el sofá y sonrío nerviosa. Ella levanta los pies para enroscarse en el sillón como una gata. Me fijo en que está muy delgada. Intento calcular cuánto se ofendería si traigo el vino que acabo de comprar, lo abro y sirvo un buen par de copas. Lo ha ignorado a propósito. Me pone una sonrisa sarcástica.

Soy la hermana mayor. Soy, como se ha empeñado en llamarme desde que tengo recuerdos, «la niña de oro». Los niños de oro son los que mandan.

—¿Tienes hambre? —sugiero—. He comprado algo de comer. Puedo prepararlo, si quieres.

Va a decir que no, pero ya tengo una excusa para ir a la cocina.

—La verdad es que voy a salir esta noche.

—¡Ah! Genial.

—¿Genial? Sí, es «genial», ¿verdad? Un bonito piso todo para ti solita.

—No quería decir eso. He dicho genial porque me parece bien. ¿Adónde vas?

—Nada, solo salgo. —Intenta enroscarse un mechón en el dedo, pero no lo tiene lo bastante largo y se ríe por lo bajo.

Me pongo de pie.

—Vale —digo. Este momento nunca tarda en llegar, aunque creo que en esta ocasión hemos batido el récord.

Un enorme reloj de mesa de madera, el típico trasto del que yo me desprendería en un mercadillo por demodé pero que en cierto modo queda bien en este decorado, me dice que son las ocho menos diez. Todavía hay luz en la calle.

—Entonces voy a preparar algo para mí, si no te importa. Y a tomarme un vino. —Respiro hondo y hago un esfuerzo por mostrarme amistosa de nuevo—. ¿Te sirvo una copa antes de que te vayas?

—Claro. —Parece aburrida como una ostra.

Mi dormitorio es el cuarto trastero, también conocido como el estudio. Durante años ha alojado a varios de los súper amigos de Olivia que nunca nos presentaba, y en los períodos entre inquilinos se convierte en un espacio para dejar tirada cualquier cosa que mi hermana no quiera ver.

Abro la puerta, y como tengo tantas ganas de llevarme bien con Olivia, me conmueve sinceramente que lo haya ordenado y limpiado para mí. Me esperaba casi con toda seguridad encontrarme el suelo cubierto de papeles, cajas y trastos preparados para tirarlos a la basura. En vez de eso, el suelo de madera está perfectamente limpio, la cama individual —en esta habitación no cabría una cama de otro tamaño—, cubierta con un edredón blanco bordado y dos almohadas. Hasta hay una toalla rosa claro doblada sobre la cama. También un perchero con perchas para colgar mi ropa y un armario empotrado para el resto de mis cosas.

—¡Gracias por la habitación, Olivia! —grito.

Me gustaría poder llamarla Liv, o Oli, como sus amigas. Algunas la llaman Libby, Libster u Ols, y cuanto más se aleja el apodo de su nombre real, más complicidad implica. Yo nunca he sido capaz de probar otra cosa que no fuese el Olivia completo.

A la inversa, no es un dilema. No existe una apócope obvia para Lara. En toda mi vida, solo una persona intentó ponerme uno. Rachel me llamaba Laz. Trago saliva y aparto de mi mente ese recuerdo.

Incluso mi madre nunca ha ido más allá de La —lo cual, la verdad, suena estúpido—. Tampoco Sam. Soy Lara, la gente me llama Lara, y eso es todo. No soy mi hermana y, al contrario que ella, no puedo usar mi nombre como arma.

—De nada —responde desde alguna parte, justo cuando abro el armario y me cae encima una avalancha de papeles, prendas sueltas, objetos varios y lo que solo se podría describir como «mierdas diversas».

Me pregunto si debería retirar las gracias, pero con el fin de mantener la paz me arrodillo y lo meto todo debajo de la cama.

Un hombre larguirucho con barba y una chaqueta de tweed se asoma a la puerta. Se parece un poco a Jarvis Cocker, y ante su saludo cariñoso me muestro agradecida y algo patética.

—¡Ajá! —dice, apuntándome desde la puerta—. ¡Tú eres la famosa hermana! ¡Dándole al vino! La cornuallesa que se viene a trabajar a la ciudad, ¿no?

—Eso es. —No quiero saber lo que le habrá contado mi hermana sobre mí.

—Encantado de conocerte —dice agachando la cabeza—. Soy Allan.

—Hola, Allan. —Me mira expectante. Es evidente que mi hermana no le ha dicho cómo me llamo—. Soy Lara.

Estira su largo brazo y nos estrechamos la mano con una extraña formalidad.

—Lara. —Da vueltas a la palabra en su boca—. Lara. Siento robarte a tu hermana tu primera noche, Lara. ¿Quieres venirte con nosotros, Lara?

Estoy tentada a aceptar, solo para ver la cara de mi hermana.

—No, pero gracias de todos modos. Tengo un montón de cosas que ordenar. Pasadlo bien.

—Esa es nuestra intención.

Allan me lanza un adiós cortés cuando se marchan. Olivia hace como si yo no estuviera al pasar a mi lado y salir a la moqueta nueva pero sucia del descansillo.

Hablo con Sam durante media hora, fascinada por el hecho de que todavía no llevo ni veinticuatro horas fuera de casa. Mientras conversamos, me paseo por el piso, entrando y saliendo del salón que tiene luz incluso por la noche, pues las farolas de la calle lo iluminan. Entro a la cocinita, donde me como una aceituna y un trozo de pan de pita untado de humus, y luego, tras mi tercera vuelta por el piso, me relleno la copa de vino.

—¿Qué has hecho, entonces? —pregunto, odiando mi tono paternalista. Sam no parece darse cuenta.

—Bueno, ya sabes —dice—. He dormido mal sin ti, la cama es demasiado grande, y no hay nadie que se queje cuando tiro del edredón. No es divertido sin ti.

—Oh, ya lo sé —le digo—. Lo mismo por aquí. Yo también.

—Sin ti soy una basura —empieza a decir muy rápido, libera su frustración contenida que sale como un torrente—. Ojalá no estuviéramos haciendo esto, Lara. Es un error. Ojalá pudiéramos reírnos de ello y considerarlo una idea ridícula. Ojalá estuviéramos, tú y yo, nosotros, por encima del dinero y de todo lo demás. Ojalá estuvieras aquí, a mi lado. Esto no está bien.

—Lo sé.

No lo digo solo para que se sienta mejor. Aunque hoy Londres me ha resultado excitante, y el trabajo es estimulante y me fascina, de repente deseo estar en Falmouth, en nuestra casita con vistas al puerto, junto a Sam. Mi marido me hace sentir segura. Él y nuestra casa de pronto parecen un puerto en muchos sentidos. Podríamos haber salido adelante sin el dinero.

—El sábado estaré allí —le recuerdo.

—¡Pero si solo estamos a lunes!

—A finales del lunes. Y estaré allí a primera hora del sábado. Se pasará rápido. Te acostumbrarás. Puedes ver Man v. Food todo lo que quieras. Puedes dejar la tapa del retrete levantada… —Lo dejo porque sé lo lamentable que suena esto.

—Sí.

Ninguno de los dos hablamos durante varios segundos.

—Bueno —dice él justo al mismo tiempo que yo digo «por».

Nos callamos, incómodos, cada uno esperando a que el otro continúe.

—Adelante —dice Sam.

Los dos nos reímos y se va la tensión.

—Solo iba a decir que por lo menos tú no tienes que vivir con Olivia. Al menos tú estás en casa. Este sábado vamos a salir a comer por ahí. A uno de los pubs buenos.

—Sí. —De repente se le ve decidido. Me gusta cuando pasa eso—. Sí, voy a reservar mesa en el Pandora, o en el Ferryboat.

Son dos pubs con vistas al mar que hay cerca de Falmouth y que nos encantan. El Pandora Inn está a orillas del estuario de Restronguet Creek: un pub que en su día fue una casa de campo, que se quemó y milagrosamente volvió a abrir casi exactamente como estaba al principio. Tiene un embarcadero en donde los días soleados los marineros amarran sus barquitos y piden la comida, y en donde los niños recogen cangrejos y los meten en cubos de plástico.

El Ferryboat, por su parte, está situado en el condado de Frenchman’s Creek, en el estuario de Helford, una playa fluvial de aguas tranquilas y barcos anclados hasta donde alcanza la vista, mientras el ferry que le da nombre lleva y trae a gente. Los dos son remansos de paz: lugares donde nada malo puede pasar. Son mundos ilusorios, pacíficos, poblados exclusivamente por gente con dinero y seguridad. La última vez que fuimos al Ferryboat miré a mi alrededor, a las familias de playeros de clase alta, con sus hijos sanos que pelaban gambas con destreza y bebían limonada orgánica, e intenté pensar que todo el mundo tiene sus penas, que algunos de esos adultos serían terriblemente desgraciados en sus matrimonios, que esas personas tendrían amantes, o beberían demasiado, o andarían enganchados al juego, que sus vidas estarían al borde de descalabrarse, las familias, de romperse, y sus negocios, de caer en bancarrota.

Al final me convencí de ello, sobre todo tras mirarnos a Sam y a mí con los mismos ojos. Para los de fuera, debíamos de parecer perfectos: una pareja en la treintena comiendo en un pub a orillas del mar. Nadie habría supuesto, con esa fachada que mostrábamos, que nuestra tercera ronda de fecundación in vitro acababa de fracasar, que estábamos intentando aceptar que jamás podríamos tener un hijo, que acumulábamos deudas por varios miles de libras, y que uno de nosotros estaba más en paz con la idea de no tener hijos que el otro.

Después, al mirar de nuevo a mi alrededor, capté la desesperación en los rabillos de los ojos de la gente, sus miserias, las sonrisas falsas que intercambiaban. Vi a personas intentando mandar mensajes por debajo de la mesa, a escondidas, frustrados por el hecho de que no se recibían. Me entraron ganas de llorar, y deseé haber mantenido el botón del cinismo apagado.

—Eso será genial —digo—. Al que tú quieras. ¡Qué ganas tengo!

—¿Qué tal te ha ido con Olivia? —pregunta, y me encanta el hecho de que sea la única persona del mundo, aparte quizá de Leon, que se preocupa de verdad por esto—. ¿Te lo está haciendo pasar mal?

Fuerzo una risa.

—Oh, nada que no pueda manejar. Lo superaremos evitándonos. Sí, la reconciliación entre hermanas que me esperaba no va a suceder. Esta noche ha salido con un tipo delgaducho y guapo que ha sido amable conmigo. Está bien.

—No te tragues ninguna de sus mierdas, ¿vale?

—Vale.

—Te amo, Lara. Eso es lo único que cuenta, en serio, ¿verdad? Todo lo demás son detalles sin importancia.

—Sí, lo es.

Cuelgo. Luego me doy una ducha, porque sé que si me meto en la bañera gastaría mucha agua, y si Olivia regresaba a casa, me vería allí y protestaría. Tiro el resto de la copa de vino por el fregadero, la friego con esmero y a continuación me encierro en mi cuartito y duermo bastante mal. Me despierto de golpe en cuanto mi hermana mete la llave en la cerradura. Oigo su estruendo por la casa. Huelo la tostada que se prepara y desearía levantarme y acompañarla.

Solloza, un ruido repentino y desagradable que intenta contener. Oigo su respiración entrecortada. Está intentando no hacer ruido. Compruebo mi reloj: son las tres de la madrugada. No quiero escuchar, quiero volver a dormirme, pero estoy paralizada. Olivia está llorando, cada vez más alto. Es conmovedor, desgarrador.

Mi hermana odiaría que yo acudiese a su lado, así que no lo hago. Me tumbo en la cama, escucho su llanto y finjo que estoy dormida.