12

El vestíbulo de la estación está a rebosar, como siempre. Guy y yo esquivamos a la multitud, caminando pegados, hombro con hombro. Me encanta el hecho de que aquí todo el mundo se encuentre en movimiento, incluso la gente que está parada esperando. La estación de Paddington es un lugar de transición: llegas, aguardas tu tren, o corres hacia él, y a continuación estás en ruta hacia tu auténtico destino. O bien llegas aquí en tren y te vas directamente al metro o a un taxi. Es un lugar de paso. Pienso que debe de ser extraño trabajar aquí, tiene que resultar raro ser uno de los puntos fijos entre el trasiego.

Guy se detiene y posa una mano en mi hombro.

—Eh, Wilberforce. Tengo que hacer una parada ahí. Te veo en la sala de espera.

Guy señala hacia la tienda de postales, el lugar que antes ocupaba la papelería Paperchase. Comprendo que esto significa que tiene un cumpleaños en la familia y decido no hacer más preguntas. Ya no importa. En algún momento conoceré a sus hijos, intentaré construir una relación con ellos. Les compraré tarjetas de felicitación.

—Vale —respondo. Guy se desvía y yo sigo andando.

Debería estar ya acostumbrada a Guy. Deberíamos, a estas alturas, haber rascado la superficie radiante y haber afrontado la sórdida realidad que se esconde debajo. Deberíamos habernos despertado de nuestros sueños y haber salido corriendo, aterrados, hacia nuestras parejas, dando gracias al universo por habernos dejado escapar con vida de esto. Pienso, a sabiendas de que es simplista, que, como eso no ha sucedido, estamos hechos el uno para el otro.

Nuestra relación ha crecido hasta ocupar todo el espacio disponible. Guy prácticamente se ha instalado en mi habitación de hotel y los dos llevamos una doble vida con eficacia. Mi relación con él es lo más grande y fascinante que me ha sucedido nunca.

Jamás debería haberme casado con Sam. Lo hice porque lo que necesitaba en aquel entonces era seguridad, la sensación de estar a salvo y de que nada devastador volvería a sucederme.

Hasta ahora nada me ha salido bien. Cuando intenté vivir aventuras, salieron mal. Probé una vida segura y también me ha salido mal. En ambas ocasiones, he hecho sufrir a alguien cercano. Necesito abandonar a Sam, por su bien, y por el mío.

Sueño con la semana que viene. Este fin de semana haremos lo que tenemos que hacer, pero la semana siguiente los dos miraremos al futuro.

Camino por el andén 1, en dirección a la sala de espera.

En mi mano está dejar libre a Sam para que conozca a otra persona: en mi situación actual, es la manera de proceder menos malvada. Conocerá a alguien al instante. Volverá a asentarse con una mujer que lo aprecie, y esta vez tendrá hijos. No se pasará toda la semana esperando a que yo vuelva, y sin saber lo que realmente soy.

Las perspectivas son desalentadoras: Sam puede acabar deshecho. Solo le contaré lo de Guy si me veo obligada.

Sonrío, con un nudo en el estómago de terror y emoción.

Cuando Guy me toca el hombro, me doy la vuelta, pero no está ahí. No hay nadie. Un tren acaba de llegar al andén, y oleadas de gente se bajan de él y pasan a mi lado. No hay nadie parado ni cerca de mí. Sin embargo, estoy segura de que había una mano en mi hombro. Era cálida, me presionó deliberadamente, y luego se fue.

Una familia con pinta de estar perdidos arrastra unas maletas enormes y tres mujeres jóvenes con grandes mochilas caminan con brío sumidas en una conversación en un idioma (creo) escandinavo. Gente trajeada que viene directamente de la oficina se dirige resuelta hacia la parada de taxis. Nadie se ha detenido. Nadie está interesado en mí.

Decido que simplemente se trata de alguien que me ha rozado al pasar: un accidente. Todavía me persigue aquello de hace años, y me prometo a mí misma contárselo todo a Guy el lunes. Incluso aprovecharé el fin de semana para rescatar mi viejo diario de su escondite, y le dejaré que lo lea. Así podré comenzar con él una relación sin un secreto enorme y absorbente. La idea me resulta maravillosa.

Acelero el paso y entro en la sala de espera de primera clase. Compro dos botellines de agua con gas y un par de paquetes de galletitas y me dejo caer en un sillón.

Una hora después, mientras abandonamos la sala para subirnos en el tren, que nos espera justo a la puerta, en su lugar habitual en el andén 1, oigo a alguien que dice algo desde el extremo del andén. Cuando levanto la vista, hacia el lugar donde termina la estación y arrancan las vías rumbo al oeste, veo una figura.

Durante medio segundo, me quedo helada. La sangre palpita en mis sienes. Mis piernas se tensan, listas para derrumbarse o para salir corriendo. Siento que mi cara se enrojece antes de quedarse sin sangre.

No es nadie que yo conozca, nadie que pueda reconocer. Es solo una persona de pie en una estación. A esta hora de la noche, la estación huele a motores y maquinaria. La temperatura debe de estar por debajo de cero. Tiemblo a pesar de mi abrigo, y cierro los ojos.

Nos sentamos en el tren, en nuestra mesa de siempre, y Guy se acerca a la barra para pedir bebidas y patatas. En la sala de espera, Ellen ha invitado a unirse a nosotros a una mujer, una ilustradora que se llama Kerry y vive en Bodmin. Hago un esfuerzo por resultar animada y simpática, y a Kerry le impresiona lo animado que es el tren nocturno los viernes. Nos cuenta su vida, en la que compagina una joven familia con el trabajo.

—Mis padres tienen que venir y quedarse en casa cuando necesito ir a Londres —dice; se le forman hoyuelos en las mejillas al beber. Lleva un jersey grueso de color mostaza y unas flores blancas en el pelo, lo cual ofrece un aspecto incongruente pero en cierto modo resulta agradable—. Hace falta una organización implacable, pero en cuanto me monto en el tren soy una persona nueva. Me encanta.

—Sí —convengo.

Miro a Guy, que charla con la camarera. El teléfono de Kerry emite un pitido. Ella lo mira y se pone de pie.

—Me piro, vampiro —dice. No sé por qué la gente dice eso, es una frase estúpida—. Tengo que llamar a casa. Vuelvo dentro de un rato, si todo va bien. Guardadme la copa.

Se marcha, apretando un botón de su teléfono y llevándoselo a la oreja. Se porta como una buena esposa.

Guy está recogiendo las bebidas y habla con alguien en la barra. Ellen estira el brazo y posa una mano en mi mejilla.

—¡Eh! —dice—. Lara, ¿qué te pasa?

Doy un respingo. Luego la miro y decido que si hay alguien en quien pueda confiar, es en ella.

—¿A qué te refieres?

—Oh, no me vengas con esas. No eres tú. Estás increíblemente tensa. Venga, cariño, ¿qué pasa?

Me muerdo el labio y contemplo la oscuridad al otro lado de la ventanilla. La estación de Paddington sigue ahí fuera. Solo son las once menos cuarto, el tren no sale hasta dentro de una hora.

—Voy a dejar a Sam —confieso, y se me acelera el corazón al pronunciar esas palabras—. No puedo seguir así. Y Guy va a dejar a Diana. Este fin de semana. Mañana mismo.

Ellen alza las cejas.

—¿Guy? ¿En serio? —Guarda silencio, sopesando sus palabras—. Que no te sorprenda si viene y te dice que no ha podido hacerlo. Buscará una excusa. Que no era el momento, etcétera. Romper una familia es algo muy gordo.

Me avergüenzo de mí misma.

—Lo sé. Puede tomarse el tiempo que necesite, por supuesto, pero yo voy a dejar a Sam de todos modos.

—¿Te mudarás a Londres? ¿Dejaremos de verte en el tren?

—Supongo.

—Pero te seguiremos viendo en Londres. Bueno, Guy seguro, pero espero que yo también.

—Pues claro, Ellen. Siempre. Por cierto, Ellen…

—¿Sí?

—Hay algo más…

Pero me callo, porque Guy vuelve con una copa para cada una. Una botellita de vino blanco para Ellen y un par de gin tonics para nosotros. Aparta a un lado la botellita de vino de Kerry. Hago un gesto a Ellen con los ojos de que no puedo contarle la historia delante de Guy, no ahora, aunque me muero por desahogarme.

—Este es el tuyo —dice Guy, dándome con cuidado el vaso de plástico con el palito negro de remover.

—¿Por qué es este el mío? ¿Cuál es la diferencia?

—Bueno, me tomé la libertad de pedírtelo cargado. El tipo de la barra me comentó que se notaba que necesitabas una buena copa, y cuando te miré me pareció que sí, que te hacía falta un buen reconstituyente para el fin de semana.

Su voz es tan tierna, su preocupación tan sincera, que incluso al recordar que está casado y es un padre que regresa junto a su confiada familia, me siento invadida por el amor. Le deseo con locura. Me muero por estar con él de pleno derecho.

—Gracias —digo—. Le he contado a Ellen nuestros planes. Lo siento, no he podido evitarlo.

—¡Un brindis! —propone Ellen, sirviéndose vino en su vaso de plástico.

Todos alzamos nuestras bebidas.

—Por ti, Lara —dice Ellen, justo cuando voy a dar un sorbo—. Estás haciendo lo correcto. Y por ti, Guy, que tengas suerte y descubras qué es lo correcto.

Oigo que Guy dice: «Buf, y que lo digas», mientras doy un trago a mi copa, y luego otro.

Siento el alcohol recorriendo mi interior, adormeciéndome. Doy otro sorbo. Los bordes de mi campo de visión empiezan a oscurecerse. Estoy más cansada de lo que pensaba.

Me reclinaré y descansaré la cabeza un momento. Sin querer, dejo que mi cabeza caiga a un lado y siento que me deslizo hasta apoyarme en el hombro de Guy.

Casi no oigo sus voces.

—¿Lara? —dicen los dos—. Lara, ¿estás bien?

Oigo a la mujer, Kerry, que ha vuelto, y capto la preocupación en su tono de voz pero no soy capaz de distinguir sus palabras.

—Sí, no es nada —me oigo responder. Abro un poco los ojos—. Estoy bien. Solo cansada.

—Está muy estresada —dice la voz de Ellen, que asume el control de la situación—. Y se ha tomado media copa muy rápido, no me extraña que le haya dado un síncope. Vamos a llevarla a su compartimento y a meterla a la cama. Hoy mejor la dejas sola, ¿vale, colega? La próxima semana será toda tuya, por lo que parece.

—Oh —responde Guy—. Bueno, sí. Vale. Se pondrá bien, ¿verdad? ¿Eh, Wilberforce?

Me cuesta muchísimo lograr que mis piernas caminen, pero hago un esfuerzo, y con uno a cada lado y Kerry rondando cerca nos abrimos paso lentamente hasta mi compartimento, que está en el vagón siguiente al de la cafetería.

Me acuestan. Oigo sus voces, aunque ahora parecen tan lejanas que ni siquiera puedo distinguir palabras sueltas. Alguien me quita los zapatos. Me tapan, apagan la luz y se van.

Siento la oscuridad rompiendo sobre mí como una ola y, mientras el tren rechina sobre los raíles, sucumbo.

El pitido de un mensaje entrante hiere la oscuridad, y me despierto de golpe, como si el ruido hubiera activado mi botón de encendido. Busco mi teléfono sin encender la luz, pero como no me metí en la cama por mi propio pie, el móvil no está en su sitio en la redecilla junto a mi cabeza. Normalmente, lo silencio por la noche aunque lo deje encendido. La luz azulada de la pantalla baña toda la estancia con un ligero brillo mareante, pero no tengo ni idea de dónde puede estar el teléfono.

El tren está en movimiento. No sé cuánto tiempo llevo dormida.

Me siento muy mareada, y me doy cuenta de que necesito darme prisa. Me levanto y llego dando tumbos hasta el lavabo. Forcejeo con la tapa y consigo levantarla justo a tiempo.

Encorvada sobre el lavabo, a la espera de la erupción que no tardará en producirse, oigo un segundo mensaje, y entonces sé que el teléfono está dentro de mi bolso, mientras sigo pegada al grifo, con un mareo tremendo y apremiante que me provoca un vómito de liquido ácido. Confío en que el pequeño lavabo funcione bien. La idea de que no trague me resulta espantosa.

Lo aclaro, me seco la boca con la toallita de la First Great Western y me lavo los dientes, vacilante. Luego hago que mis piernas temblorosas me devuelvan a la cama, donde me siento. Encuentro el bolso y localizo el teléfono en el bolsillo interior delantero.

Entonces me río. Me han despertado dos correos de publicidad, uno de Pizza Express y el otro de www.dotcomgiftshop, a los que compré una lamparita una vez y que ahora me envían más correos que un humano de verdad. Sin embargo, también hay un mensaje de Guy, y veo que llegó hace una hora, cuando estaba comatosa. Apenas he dormido: solo son las doce y media. «Querida Wilberforce —ha escrito—, voy a pasarme toda la noche preocupado por ti, pero sé que Ellen tiene razón y debo dejarte dormir. Si te despiertas y quieres verme, estoy en el 21F. Te amo. De verdad. Haremos que lo nuestro funcione. Bs.»

Me levanto, algo vacilante pero sorprendentemente recuperada, e intento abrir mi puerta, advirtiendo que no está echado el pestillo.

Avanzo a trompicones, feliz, con las palabras de Guy resonando una y otra vez en mi cabeza. Me quiere. Nunca me lo había dicho antes, y yo también me he cuidado de no decírselo. Haremos que lo nuestro funcione. Me quiere. Haremos que lo nuestro funcione.

Recorro el estrecho pasillo, que ya es parte de mi mundo cotidiano, con su olor formal a tren, su reconfortante movimiento constante. En el espacio entre vagón y vagón, me cruzo con un hombre en pantalón de pijama y chanclas que se dirige al baño. Me ofrece una sonrisa de «estamos juntos en esto», y se la devuelvo. Llamo a la puerta de Guy, y como no me responde pruebo con la manija y abro.

Un grito brota de mi garganta. Agarro el marco de la puerta para mantenerme en pie mientras contemplo la escena que tengo delante, una escena que no tiene ningún sentido.

El tren frena, y todo se detiene.