21

Me senté en un banco en St James’s Park y observé mi teléfono. Hacía tanto frío que apenas podía mover los dedos. Nunca, jamás, se me había pasado por la cabeza que acabaría siendo una de esas personas que se sientan en un precioso parque de una gran ciudad, con pelícanos cerca, un palacio a la derecha, Whitehall a la izquierda y gente haciendo cosas interesantes allá donde mirase. Mientras tanto, intentaba comprender cómo funciona Twitter.

Si Lara estaba en Tailandia, tendría que entrar en Internet. Si entraba en Internet, abriría su cuenta de Twitter. Sabía, porque la prensa lo había aireado, que solo había publicado un tuit en su vida, que decía «Intentando aprender a usar Twitter».

Sin embargo, tenía más de veintisiete mil seguidores. Toda esa gente la había buscado y la seguía, solo por si la historia terminaba convirtiéndose en uno de esos dramas que se desarrollan en las redes sociales. El mundo es extraño.

Esta era una forma de llegar a ella. Facebook no me servía, porque no me tenía entre sus «amigos», y su configuración de privacidad no me permitía enviarle un mensaje.

Mi respiración formaba nubes de vaho a mi alrededor. El cielo estaba encapotado y un viento letal anunciaba nieve. Había gente andando apresurada por el parque, dando zancadas con sus botas caras, tiritando con abrigos baratos, dirigiéndose a destinos que tenían paredes y calefacción.

Me abrí una cuenta en Twitter. Mi foto, como la de Lara, era un huevo, y me puse de nombre, al azar, los de mis pobres gatitas: @desi_Ofelia. Para mí era un mundo nuevo: me costó un rato darme cuenta, para mi consternación, de que todavía no podía enviar un mensaje privado a Lara, incluso después de hacerme seguidora de su cuenta, porque ella tenía que seguirme a mí para que eso fuera posible. Obligué a mis dedos semicongelados a redactar algo que no llamara la atención cuando alguien cualquiera lo leyese.

«Hola, Lara», rezaba finalmente mi primer tuit. «Soy Iris. Espero que estés bien, y creo que lo estás. Si ves esto, ¿puedes mandarme un mensaje? Sé que no fuiste tú. Bs.»

Me gustaría haber mencionado Tailandia, pero como, técnicamente, mi tuit era público —aunque no podía imaginarme que nadie mirase mi cuenta, ni leyera el mensaje—, no lo hice. Lo reservaría para cuando hablásemos en privado, en el improbable caso de que eso sucediera.

Me levanté y eché a andar. No iba a salir del parque, pero quedarme sentada no me hacía bien. Tenía los dedos blancos e insensibles. Paseé hasta la mitad del puente y contemplé la capa de hielo que estaba empezando a formarse sobre el agua. Me vino a la cabeza Holden Caulfield preguntándose adónde iban los patos de Central Park cuando se helaba su estanque. Los de aquí usaban, estoicos, las zonas no congeladas, comportándose con normalidad, pero debían de estar pasándolo fatal. Aguantaban poniendo cara de patos aguerridos.

El guardián entre el centeno era el libro favorito de Laurie, y este era su parque favorito. Le gustaba porque era pequeño pero rico: «condensado», decía.

A veces, Laurie subía al puente y daba de comer a los patos. Nunca me dejaba llevar pan. «Eso les sienta fatal. ¿Por qué demonios la gente se piensa que los patos necesitan pan? ¿De qué les sirve una dieta de hidratos procesados a unas criaturas que viven en el agua y comen plantas acuáticas? ¿Por qué a un bicho que se alimenta a base de vegetales y proteínas naturales hay que atiborrarlo de azúcar, sal y conservantes?» Laurie preparaba una elaborada merienda para los patos, a base de trozos de panceta y bolsas de grano rico en nutrientes que adquiría en una tienda de animales cerca de su trabajo. Era uno de los motivos por los que lo quería tanto.

Esa fue nuestra época feliz. Vivíamos en el oeste de Londres, y todo era perfecto. Jamás imaginé que acabaríamos viviendo del modo que hemos pasado los últimos años, escapando del mundo, siendo una sombra de una sombra de lo que fuimos.

Anduve por los senderos y por la hierba, recorriendo el parque sin rumbo fijo. Me gustaba ver a los niños correteando con sus mejillas sonrosadas, excitados ante la posible llegada inminente de muñecos de nieve. También me gustaba mirar a la gente de Whitehall, con sus trajes. Andaban apresurados, todavía con el aura de su trabajo alrededor de sus abrigos caros. Había una burbujita de políticos visitando el parque y resultaba evidente que sentían que el parque debía estarles agradecido.

—Aquí estás —dijo él.

Alcé la vista y ahí estaba, alto y desgarbado, como una torre, sonriendo con un asomo de nerviosismo.

—Aquí estoy —corroboré, apartándome un paso de su lado. Aunque había venido para encontrarme con él, en cierto modo no esperaba que apareciera.

Ninguno de los dos dijo nada. Seguía haciendo un frío helador. Todavía no nevaba.

—Al final has venido —dije al fin, y empecé a caminar.

Él echó a andar a mi lado. Nunca lo había visto tan informal: resultaba que un agente fuera de servicio no se parecía en nada a lo que una podría esperar. De no haber sabido que Alex era policía, habría pensado que se dedicaba a algo mucho menos serio. Llevaba unos vaqueros y un jersey rojo brillante con un dibujo, parecido a un jersey de Navidad pero con más estilo. Su abrigo era de tipo montañero, aterciopelado, uno que yo jamás me compraría pero que al instante me dio envidia pues resultaba evidente que abrigaba mucho.

—Sí —dijo—. Este trayecto cada día dura más, de verdad. Pero no ha estado mal.

—Me gustan tus botas —le dije—. Son como las de los vaqueros, ¿verdad? Como las de las estrellas de rock.

Eso le gustó.

—Me las compré en una tienda de beneficencia —reconoció—. No estaba seguro de que fuera mi estilo, pero me las compré de todas formas, y resulta que son los zapatos más cómodos jamás hechos por mano humana; tuve suerte.

—Pues sí —comenté—. ¿Vamos a algún sitio calentito?

—Me muero de hambre. ¿Ya tienes tu pasaporte?

Me puse a revolver en mi bolso para enseñárselo, pero mis manos no conseguían aferrar bien las cosas, así que me limité a responder que sí.

Cuando llegamos a Trafalgar Square y dejamos atrás los leones, empezaron a caer pequeños copos de nieve.

A ver —dijo, reclinándose en su silla—, esto es lo que he descubierto. Por cierto, están bastante mosqueados conmigo por entrometerme. Esto salió en la investigación cuando desapareció la señora Finch.

—Lara —le corregí, y me comí un trozo de pepino.

—Sí, Lara. Perdona, olvidaba que no estoy de servicio. Siempre procuro no pensar en los casos cuando estoy de vacaciones. Normalmente me dedico a dar paseos por la playa y no leo los periódicos. En fin, a lo que íbamos: Lara. Hace unos doce años, se presentó muy alterada en una comisaría y confesó algo completamente disparatado.

Tomó una patata frita de su plato. Estábamos en una hamburguesería elegante de Charing Cross Road. Yo disfrutaba de lo bien que se come acompañada. Sentarte tú sola en un restaurante a veces puede ser estupendo, pensé, si tienes un libro y el humor adecuado. Sin embargo, nada ganaba a la compañía.

Con gran preocupación, me di cuenta de que no había tenido una amiga, aparte de Lara, durante los últimos cinco años. Eso era extraño. Había algo en mi interior que se estaba despertando, alegre, y apartaba a un lado los asuntos que necesitaba resolver para disfrutar del momento.

—¿Qué era?

—Bueno, la verdad es que algo muy raro. Lara se presentó sola y extremadamente alterada en la comisaría, y declaró que había estado traficando con drogas durante un tiempo, en Asia, y que por su culpa una mujer estaba en la cárcel. Como te puedes imaginar, nadie supo muy bien qué hacer con ella. Al final no hicieron nada. Lara salió corriendo del edificio, y al día siguiente un tipo, supongo que su padre, la llevó a rastras y ella lo retiró todo. El hombre explicó que la muchacha estaba muy estresada y no sabía lo que decía, que se lo había inventado. Pero entre ambas cosas alguien en la comisaría se preocupó de echar un rápido vistazo al asunto y descubrió que Lara había hecho la misma confesión en Singapur, donde la consideraron una pérdida de tiempo y la mandaron en el primer vuelo a casa con instrucciones de no regresar al país.

—¿Dijo que traficaba con drogas? —Fruncí el ceño y di un sorbo a mi vino—. ¿Lara?

—Lo sé, y nadie la creyó. Pero la cuestión es: ¿por qué lo dijo? ¿Estaría protegiendo a alguien? ¿Intentando llamar la atención sobre algo? No tenemos la información de Singapur, pero la he solicitado.

—¿Y todo esto ya había salido en la investigación y lo ignorasteis?

Abrió mucho los ojos.

—La comisaría de Penzance lo ignoró. Yo no llevo el caso. El problema es que su aventura con Guy Thomas eclipsó todo lo demás. No hacía falta rebuscar en su pasado más remoto cuando su pasado más reciente, su presente, en realidad, parecía ofrecer todas las respuestas.

—Ya veo.

—Aunque estoy de permiso, si vas a investigarlo, y sé que vas a hacerlo, te ayudaré.

Le ofrecí una sonrisa y continué comiéndome mi hamburguesa vegetal.

—Gracias.

Paseamos bajo una fina ducha de nieve hasta la National Gallery, y lo conduje a ver mi cuadro favorito, Baco y Ariadna, de Tiziano.

—Es por los azules —dije—. Solía venir a verlo cada vez que necesitaba calmarme. Me gusta que, después de verse abandonada por la persona a la que consideraba el gran amor de su vida, llegue Baco y no solo le ofrezca casarse con ella sino que le dé unas estrellas como regalo de boda. La verdad es que me sorprende llevar tanto tiempo en Londres sin haberme acercado a saludarlo.

En realidad, no me sorprendía. Había estado intentando mantenerme alejada de los lugares que solía frecuentar, hasta hoy.

—Entiendo que te funcionara —convino Alex—. Por curiosidad, ¿al final ella acepta la oferta?

—Eso creo. —La verdad es que estaba segura de que sí, pero por alguna razón no quise decírselo a Alex.

Asintió.

—¿Sabes lo que me funcionaba a mí?

—Dime.

—Simplemente pasear por un museo, como este, mirando todos los cuadros de vírgenes con niños. A veces los niños son tan raros que te entra la risa. Tienen caritas de anciano y extraños cuellos arrugados. Se nota que el artista intentaba hacerlos más serios que un bebé de verdad, por lo de que eran el hijo de Dios y tal. Y eso es algo increíblemente difícil de conseguir.

Lo miré.

—¡Yo hacía lo mismo! La mayoría de los niños Jesús parecen sacados de una película de terror. Pero a veces te encontrabas con uno que era tan hermoso y tierno que te hacía olvidar a todos los demás.

—¡Sí! Pero esos eran los menos…

—¿Te gusta el cartón de Leonardo que hay aquí? ¿El de Santa Ana y San Juan Bautista?

Se rio.

—Creo que no podría haber algo de Da Vinci que no me gustase. ¿Vamos a verlo? Me encanta, de verdad. Es uno de mis niños favoritos. —Me miró con una sonrisa—. ¿Vas a hacer tú la broma de que Da Vinci lo pintó sin trampa ni cartón, o la hago yo?

—Esperaba que la hicieras tú.

—Bueno, considerémosla dicha.

Comprendí, mientras recorríamos la galería, que casi no conocía a Alex y que estaba, de hecho, viendo los cuadros, criticando las excursiones escolares y las manadas de estudiantes y escuchando fragmentos de los comentarios de otros, con un extraño. Hasta hoy, solo habíamos hablado de Lara.

—¿Qué te parece esta selva? —dijo delante de un cuadro titulado ¡Sorprendido!, de Henri Rousseau.

Era una escena de una jungla pintada por alguien que jamás había pisado una, con un tigre enseñando los dientes y vegetación estilizada.

—Me gusta, pero no me quedaría horas delante de ella —decidí—. Aunque es divertido que en una sala en la que también están Los girasoles de Van Gogh y un montón de Cezannes, los dos hayamos venido directamente aquí. Tiene algo de atrayente. Es muy de su época, ¿no es cierto? ¿Rousseau no era agente de aduanas?

—Exacto. Le douanier.

—Hoy sería bastante impensable, ¿verdad? Me refiero a que todo está estratificado: un agente de aduanas, elogiado por el mundo del arte, que lo consideraba un hombrecito adorable que por casualidad hacía estos deliciosos cuadros tan rudimentarios. Y sus pinturas son escenas de la selva, llenas de un trasfondo colonial, empapadas de orientalismo y de «el otro». Aquí dice que para pintar las hojas se inspiró en el jardín botánico de París.

Alex me miraba, con su típica sonrisita.

—Por supuesto. Es una reliquia histórica de su tiempo, más que una obra maestra atemporal. Sin embargo, es fascinante, ¿verdad? Eso de los estratos sociales, las jerarquías, el modo en que todo el mundo se muestra condescendiente con la clase que tiene por debajo.

—Pues sí —comenté—. Veo que conoces este museo tanto como yo. ¿Sabes?, pensaba que iba a tener que ser condescendiente contigo y enseñar al policía de Cornualles algo de la cultura londinense. Pero no es el caso. No sé nada de ti, Alex Zielowski. ¿Has vivido en Londres?

Me miró, divertido.

—El apellido Zielowski debería ser una pista. No soy cornuallés de pura cepa, aunque me crie allí. Pero sí, fui a la universidad en Londres. Viví unos cuantos años aquí, y luego regresé a Cornualles por eso del «estilo de vida», como hace la gente. También porque la consideraba mi tierra y supongo que me hice un poco mayor y aburrido, y me apetecía encontrarme con viejos compañeros de colegio en el pub y esas cosas: hacer surf los domingos, pasear por el sendero de la costa para ir al pub…

—¿Había alguna chica de por medio? Apuesto a que sí.

Se rio.

—¿Verdad que es obvio? Sí que la hubo: Juliet. No funcionó, como era de esperar. Pensé en marcharme de Cornualles cuando nos separamos, pero para entonces descubrí que ya no quería. Ella sigue allí, está casada y tiene un crío. Y lo peor: somos amigos íntimos. Nos llevamos mucho mejor ahora que cuando salíamos juntos.

Estábamos en el vestíbulo del museo, dirigiéndonos a la salida. Me pareció bien que fuera amigo de su ex. Eso solo decía cosas buenas de él. Alex era encantador, y atento. No era impulsivo como Laurie. Era predecible, mientras que Laurie era tempestuoso.

Aparté la idea de mi cabeza.