24

Día 30 de agosto de 1871.

Begoña bajó corriendo las escaleras con el traje de montar. En el comedor ya se encontraban desayunando los hermanos de Juan. Carmela atendía la mesa en ausencia del servicio, que disfrutaba del día libre. Tras el desayuno, también librarían Carmela, Brígida y Puerto, ya que la familia almorzaría en Ramales, bien en el mercado o bien en la posada de Cosme.

La expectativa de un día inolvidable había elevado los ánimos y se mostraban alegres y bromistas. Juan había salido antes que ella, que se había quedado remoloneando en la cama.

—Se te han pegado las sábanas —acusó Francisco malicioso.

—¿Envidia? —bromeó Begoña.

—En absoluto. Me alegro por el gruñón. Te espera en el establo —informó complaciente.

—Carmela, recuerda, a las doce en la iglesia —susurró de pasada.

Salió al exterior y parpadeó ante la intensidad del sol. El aire era caliente, venía del sur, de tierra adentro y traía el calor de la meseta. Cuando soplaba del norte, venía con el aroma a yodo del mar, frío y cortante como el filo de un cuchillo. Además del programa festivo, para ella era un día especial: habían decidido casarse en secreto, es decir, legalizar lo que todo el mundo daba por hecho. No querían causar escándalo ni dar explicaciones complejas sobre el acuerdo con Sagasta, por lo que habían resuelto llevarlo con sigilo.

Los caballos enjaezados aguardaban fuera de la cuadra. Juan agitó la mano para indicarle que se acercara. Estaba ajustando una silla sobre el lomo del potro que ella solía montar.

—¡Qué bonita! —exclamó admirada de la labor del repujado y los detalles de plata—. ¿Lo ha hecho Diego?

—Todo es trabajo de Diego —informó con orgullo—. Es una silla vieja de Guadalupe, pero por el momento te servirá.

—¿Es para mí? No sé si sabré montar en eso.

—Una consumada amazona se encuentra a gusto siempre. Además, ya lo hiciste, aunque de una forma un tanto extraña, a juzgar por la explicación de Cosme —bromeó Juan—. Introduce el pie en el estribo, te mido el largo.

Begoña hizo lo que le indicó y sus cabezas se encontraron muy juntas. Juan no se lo pensó dos veces, entorpecida por la postura no pudo zafarse, la besó con suavidad, recreándose en la suerte, ella no lo rechazó, así que ahondó y recorrió su boca hasta que un carraspeo los devolvió al mundo real. Ignoró la risilla de Francisco, aunque no pudo evitar el sonrojo. Juan no pronunció una palabra pero le rodeó la cintura y la impulsó sobre la silla. Las manos de Juan eran fuertes y morenas, pero delicadas con el violín y cuando la exploraban. Se estremeció al recordar las caricias. Lo deseaba tanto. Se sentía perdida y confusa ante las reacciones de su cuerpo. La visión de Juan desnudo sobre la cama la había aturdido más de lo imaginable y por la noche se había despertado jadeando, asediada por imágenes eróticas que culminaron con el escarceo amoroso de la mañana.

Cuando espabiló de su ensueño, ya habían llegado a la villa. Dejaron los caballos en una calle lateral porque la plaza se hallaba abarrotada de tinglados y carros, desde los cuales los vendedores ofrecían sus mercancías recitándolas de memoria a voz en cuello: desde remedios de procedencia dudosa a cacharros de buhoneros y hortalizas y aves de las aldeas vecinas. Todo se compraba y se vendía. Los ramaliegos evolucionaban curiosos de un puesto a otro y, entre ellos, distinguió al boticario.

—Buenos días, don Matías —saludó Begoña del brazo de Juan.

—Y buenos de verdad —corroboró don Matías—. ¿Ya se han enterado de la noticia? —Ante la muda negativa, el boticario prosiguió—: el gobierno ha concedido una amnistía para todos los carlistas que quieran acogerse. Es una guerra diplomática.

—Es una buena noticia —confirmó Juan—, enfriará durante un tiempo los ánimos de sublevación.

Pasearon por el mercadillo comentando, sonriendo, saludando, engolfándose en el placer de saberse queridos y admirados. Begoña se encontraba en medio de un sueño y temía el instante en que se desvaneciera como tantas otras veces había sucedido. Se aproximaron al prado en el que se realizaba la compra-venta de ganado y saludaron a Nel y a Remigio, quienes les explicaron cómo se realizaban los tratos y los presentaron a algunas personas del mundo ganadero. Begoña comprobó que padre e hijo eran personas entendidas y respetadas en los apretones de mano con los que cerraban los acuerdos.

—Aquí, un acuerdo sellado con un apretón de manos, es ley —aseguró serio Remigio.

El bullicio, los olores del estiércol, los mugidos y los cloqueos de las aves, atentaban contra los sentidos. Desde que había fallecido su padre, no había vuelto a caminar del brazo de un hombre con tanto orgullo como en ese instante, con placer notaba la fuerza y la fibra de Juan, el dulce acento extranjero del californiano la embelesaba cuando le explicaba las características de un animal o cuando cerró el primer trato bajo la supervisión de Nel: habían adquirido un cerdo. El tañido de la campana de la iglesia recordando el Ángelus la puso nerviosa: había llegado el momento.

Honey. —Juan captó su atención para dirigirla una cariñosa mirada bajo el ala del sombrero negro y una sonrisa.

Begoña se la devolvió, azorada como una colegiala.

El joven párroco de Ramales se sentía abrumado ante la evidencia. Al principio creyó que le estaban tomando el pelo pero, después de la conversación que mantuvo con el teniente de la Guardia Civil, quien, amablemente, le ratificó los rumores que corrían por el valle, hubo de admitir a pies juntillas unas historias salidas de mentes demasiado imaginativas. Y si le había quedado alguna duda, allí estaba el diablo, paseándose por la plaza, impune, con la aquiescencia de las autoridades y con el revólver colgado de la cadera.

Se había cruzado con él y lo había saludado amablemente, pero Avelino había sentido cómo lo diseccionaba la mirada clara. Todavía le temblaban las manos y se le cortaba la respiración ante el recuerdo. El señor obispo estaba muy mal informado sobre los feligreses de aquella zona. Así reflexionaba cuando oyó que abrían la puerta de la Iglesia. ¡Por fin, alguien requería de su ejercicio! Se levantó ligero, con el entusiasmo del principiante, se giró y se encontró frente a su pesadilla.

—Buenos días, padre —saludó con el sombrero en la mano y una sonrisa en la boca. Lo acompañaban la condesa, una doncella y uno de los hermanos—. Queremos que nos case ahora mismo.

A Avelino se le atragantaron las objeciones cuando se fijó en el revólver pendiente de la canana.

—Tenía entendido que ya estaban casados —farfulló confuso.

—Bueno, sí. Pero nos gustaría repetir, por si acaso. Una ceremonia íntima, sencilla. ¿No es así, honey?

Avelino carecía de experiencia en amores pero, a juzgar por la sonrisa tonta de los condes, andaban realmente enamorados. Aun así, era una situación muy irregular.

—Le aseguro, excelencia, que no es necesario —dijo condescendiente—, Dios tiene buena memoria.

—Pero los hombres, no, padre. Nosotros lo aguardamos aquí.

La voz del conde, aunque cortés y con un acento foráneo, no admitía réplica. ¿No le habían repetido hasta la saciedad que no era indiano? Se rascó la cabeza desorientado, sin saber cómo lidiar con semejante hombre.

—¿A qué espera, padre? —lo acució el conde, clavándole esa mirada que lo ponía de los nervios—. Francisco, cierra la puerta por dentro, no deseamos curiosos.

Ante lo inevitable, Avelino se encaminó a la sacristía, meneando incrédulo la cabeza. Perplejo revisó el archivo parroquial donde encontró el certificado de matrimonio que había requerido el anterior párroco. A su entender, estaba en orden. Suspiró y se quitó la sotana. Procedió a vestirse el alba, se anudó el cíngulo y se metió la casulla por la cabeza. Salió con la seriedad que requería la circunstancia y se volvió a los contrayentes, que charlaban en voz baja con los testigos. Se armó de valor y se dirigió al conde.

—¿No pretenderá recibir el sacramento del Señor ciñendo el arma del diablo?

Sin embargo, la voz le salió un poco aflautada a causa del desasosiego, pero se creció cuando el conde se sonrojó y se apresuró a dejar el revólver sobre un banco. La condesa le sonrió y Avelino sintió un soplo fresco sobre su confusa alma. Tímidamente forzó una sonrisa que dejó escapar los dos paletos sobre el labio inferior, como si hubiera cometido una travesura.

La ceremonia se realizó con el rigor que había aprendido en el seminario. Luego, en la sacristía, firmaron en el registro parroquial.

—Tenga, padre. Necesitará de algunos recursos para mantener la iglesia y para instalarse. —El conde alargó un bolsillo con algunas monedas—. Y de esto ni una palabra en el pueblo —advirtió con una ceja levantada—. Quería satisfacer un capricho de la condesa.

Avelino inclinó la cabeza a un lado para salvar el cuerpo del conde y alargar la mirada hasta la condesa que lo sonreía feliz. Se le encogió el cuerpo de regusto y aseguró al conde que no había razón para pregonar lo que el pueblo ya conocía.

Salieron los condes y quedó Avelino solo, en medio del pasillo, con la irrealidad de lo sucedido llenándole la cabeza y con la certeza de que el ejercicio del sacerdocio en aquel valle no iba a resultar tan sencillo como le había asegurado el señor obispo.

Begoña y Carmela desmontaron y ataron sus monturas en el exterior del nuevo establo.

—Ha sido una pena que no haya podido celebrar la boda por todo lo alto —comentó afligida Carmela.

—A estas alturas, la boda ha sido lo de menos —respondió Begoña pletórica—. Estoy enamorada de un hombre maravilloso y rodeada de una familia de la que carecía. No siento el peso del mundo sobre mi espalda, no estoy sola. No soy tan ingenua como para pensar que la vida será un lecho de rosas, pero sí más llevadera si la comparto con alguien como Juan.

—¿Ya no es el californiano? —Y las dos se echaron a reír al recordar el día en que lo conocieron.

Habían comido en la posada con los hermanos de Juan tras la secreta ceremonia y ahora se disponían a presenciar, como el resto de los vecinos, la prometida exhibición equina. Se aproximaron a la cerca sobre la que Tomás y sus trabajadores se hallaban sentados como en el palo de un gallinero. Toño había sido readmitido en la cuadrilla después de que la Guardia Civil lo liberara sin cargos de la aventura por el monte. Su padre había sido despedido por Juan y no encontró empleo en el valle, así que había regresado a las Encartaciones después del rechazo de Toño a seguir con él. Begoña no ignoraba lo persuasivo que podía llegar a ser don Evaristo cuando se lo proponía. Los espectadores se distribuyeron buscando el lugar idóneo para disfrutar del espectáculo. Los californianos se adentraron en el vallado. Juan les había explicado que había conseguido permiso del dueño del campo vecino para hacer correr a los caballos a cambio del estiércol. Habían abierto una brecha en medio del murete de piedra para facilitar el paso.

Reunieron las yeguas que pacían diseminadas por el prado y las juntaron con los sementales. Comenzaron calentando con un ligero trote. Los californianos se colocaron en las zonas exteriores, controlando que ninguna perezosa se quedase atrasada. Los seis sementales relinchaban inquietos. Guadalupe se puso a la cabeza y marcaba el paso a la yeguada. Era una delicia verlos montar. Los cuerpos se fundían con el movimiento del animal como si fueran uno. Las riendas iban sujetas al cuerno de la silla y manejaban la montura con las piernas. Begoña apreciaba la habilidad y el entrenamiento que eso requería. Los hermanos habían nacido sobre las sillas. La tensión aumentó cuando del trote pasaron al galope. El retumbar de las pezuñas sobre el suelo transmitió a la concurrencia una vaga sensación de peligro que les encogía el corazón y sonreían nerviosos. Francisco y Diego incrementaron el aliciente de la exhibición. Cada vez que traspasaban las yeguas la tapia de separación de los campos, ellos decidieron saltarla por donde el muro no había sido derruido entre los silbidos y los vítores de los hombres de Tomás. Carmela y ella sonreían como dos tontas ante el juego.

La familia Mazorra y la Abascal se aproximaron para saludarlas. Lipe miraba al prado con la admiración reflejada en la cara.

—Buenas tardes, excelencia —saludó el muchacho, llevaba el brazo en cabestrillo y lo lucía con orgullo, como si fuera la condecoración de un general.

—¿Cómo estás, mi valiente Felipe?

—Muy bien. Ha sido una herida de nada —se chuleó el muchacho—. Lo que siento es no estar montando con ellos. Su excelencia me ha explicado que, cuando empiecen a cubrir a las yeguas con los sementales, habrá que estar pendientes de los embarazos, los partos y todo eso.

—Suena a mucho trabajo —alegó Begoña.

—Es probable que si aumenta mucho la manada haya que contratar a más gente. Por el momento está buscando un veterinario para que se establezca en Ramales.

—Creo que la explotación equina del conde va significar prosperidad para el pueblo —reflexionó Evaristo.

—Es muy emprendedor —observó Begoña con orgullo.

La yeguada había sido conducida de nuevo al trote. Nel, desde por la mañana, estaba excitadísimo. El inesperado giro que había tomado su relación con Guadalupe lo tenía con el alma en vilo. Como una diosa cabalgaba a la cabeza de la manada. El vaivén de su pecho lo había hechizado. Las ropas de hombre no dejaban mucho a la imaginación, a pesar de que con la holgura trataba de evitarlo. Se sonrió al pensar todo lo que mostraban los hombres de su cuerpo a las mujeres. Nunca lo había enfocado desde esa perspectiva.

En cuanto la manada comenzó a mostrar signos de cansancio, la condujeron al vallado. Allí las yeguas se dispersaron y los californianos, ante la admiración de los asistentes, hicieron ondear los lazos sobre las cabezas. Francisco laceó a uno de los sementales, que se dejó guiar obedientemente al redil de al lado. Entre Guadalupe y Diego atraparon a otros dos. El conde observaba a cierta distancia, dejando la gloria a los hermanos. Una vez separados los sementales, que les llevó un rato, regresaron al vallado y tanto Diego como Francisco iniciaron una pugna acrobática a lomos de los caballos para gran regocijo de los espectadores, quienes los vitorearon, aplaudieron y animaron a más locuras.

Nel no perdió de vista a Guadalupe, quien no parecía preocupada ante las bravuconadas de sus hermanos. La devoró con la mirada mientras ella permanecía distraída y relajada, o eso creyó él, hasta que se giró repentinamente y lo atrapó en el encanto de una mirada, entre burlona y satisfecha. No se relajó hasta que comprobó que su boca se transformaba en una sutil sonrisa de aprobación. Seguía sin descubrir qué lo atraía de aquella criatura, pero le calentaba la sangre más de lo que era deseable para una mente cuerda.

Guadalupe condujo la montura hasta el enorme establo. Buscaba un poco de sombra y agua para el animal. Nel se separó de su familia y la siguió al interior. La encontró junto al caño del agua, cogió un cubo y lo abrió. Tomás había hecho maravillas con las tuberías y la extracción de agua. Era un lujo inimaginable disponer del agua de esa forma. Nel llenó el cubo y lo dejó bajo el morro del caballo, que no se hizo de rogar. Ella metió las manos debajo del agua fría, se mojó la nuca y se lavó la cara.

—Ha sido una exhibición ecuestre impresionante.

La muchacha se giró con una sonrisa y a Nel se le desbocaba el corazón y le urgía el deseo de tocarla y descubrir su tacto cálido. Había algo dentro él que lo empujaba a mostrarse desinhibido pero, lejos de asustarlo, lo volvía más audaz. Y ella buscaba esa osadía, por lo que había comprobado cuando lo besó. Estaba seguro de que ella había reparado que lo escandalizaba y ahora aguardaba a que fuera él quien diera el primer paso. Los ojos de Nel se estrecharon y el pecho traicionó su aparente tranquilidad. Guadalupe adivinó su pensamiento porque esbozó una sonrisa para animarlo y no la defraudó. Alargó una mano, la cogió y tiró de ella hasta llevarla al amparo de una cuadra ya terminada, cerró el portillo y la asedió contra la pared. Nel escrutó sus ojos largamente y Guadalupe sostuvo esa mirada entre melosa y apasionada. Agachó la cabeza y los cabellos oscuros y revueltos de él le rozaron la cara. Con labios, fuertes, suaves y decididos, atrapó la ansiedad y el deseo de la nueva experiencia que había en los de ella. La estrechó entre los brazos para disfrutar del cuerpo que llenaba las noches de insomnio. Ya lo tenía, era suyo, el corazón le brincaba desacompasado y loco de felicidad. Nel se separó primero, jadeando, nervioso. La había cogido por los muslos y la había alzado hasta él. Guadalupe aprovechó para soltarse del cuello y pasar sus brazos por debajo de los de él y abrazarse al cálido torso donde residía el causante de tanto amor.

—Si seguimos así, no seré capaz de contenerme. —Nel rompió el silencio y la magia que había surgido. Guadalupe no lo soltó, se resistía a abandonarlo—. Escucha, he hablado con tu hermano.

—¿Con Juan? ¿Qué sabe Juan? ¿Y conmigo no cuentas? —se desasió enfadada y bajó las piernas que lo enlazaban al suelo.

—Desconozco vuestras costumbres y la liberalidad con la que os movéis. No puedes reprocharme que haga lo que me dicta la conciencia. Para mí eres importante y me comporto correctamente.

—¡Ah! ¿Te refieres a enseñarme con antelación lo que me vas a ofrecer? —le provocó con una sonrisa pícara.

Nel se puso rojo como la grana, pero aguantó el envite.

—Espero que sea algo más que mi cuerpo lo que deseas, porque yo te sueño vestida de hombre o de mujer, sonriendo o enfadada, con el pelo recogido o suelto. Quiero compartir mi vida contigo para que mi sueño se haga realidad. No comprendo cómo una mujer como tú con tanto mundo y tan inteligente se ha fijado en un rústico como yo.

—Durante el viaje me he relacionado con muchos hombres que perseguían mejorar su posición o lucirme de su brazo como quien estrena sombrero. Me hacían sentir degradada, no encajaba en su imagen de mujer. Me enamoré de ti en cuanto descubrí que eras un hombre de los pies a la cabeza. Me encantaría formar parte de tu vida si decides contar conmigo y no con mi hermano —asintió Guadalupe emocionada.

El abrazo y los besos, que Nel repartió por la cara y el cuello, la hicieron reír.

—Parece que alguien se lo está pasando en grande por aquí —se oyó la voz de Diego, que había entrado en las cuadras, terminadas las acrobacias.

Juan dejó que sus hermanos se desquitasen la pereza y el ansia de montar. Echaban de menos las inmensas planicies californianas y los días de duro trabajo sobre el caballo. Pasaban días enteros a lomos de ellos hasta el punto de olvidar dónde terminaban sus piernas y dónde comenzaba la grupa del animal, de tan compenetrados como estaban. El sol apretaba pero lo peor era el aire cálido del sur, que resultaba sofocante al no encontrar alivio ni en la sombra. Abandonó el vallado y desmontó. Condujo el caballo de las riendas hasta el abrevadero y, mientras el animal se saciaba, él bombeó agua de la fuente y metió la cabeza bajo el chorro de agua helada.

—Bonita exhibición —dijo Begoña a su espalda.

Él sacudió la cabeza y el agua salió disparada en todas las direcciones. Begoña gritó ante la lluvia inesperada que recibió. Se volvió hacia ella, que sonreía, secándose con la manga la cara.

—Ahora que hemos enterrado el hacha de guerra…

—¿Qué hacha?

—Es una expresión india, de allá —explicó Juan riendo—. El hacha es el símbolo de la guerra, su arma mortífera, así que la entierran o desentierran según la ocasión. Algunos también se pintan.

—Un poco sanguinario ¿no?

Juan se aproximó y ella no retrocedió ni evitó la mirada. La insinuación tácita de Juan fue aceptada por el descenso de los verdes ojos de Begoña hacia su boca. Se unieron suavemente bajo el calor sofocante del verano. Juan se recreó en los labios hasta que sintió que los brazos de ella lo estrechaban y su pasividad tomaba la iniciativa, exigiéndole más. Se dejó arrastrar y la apretó contra el cuerpo.

—Ahora que nosotros hemos terminado la función, ellos han tomado el relevo —se oyó a Francisco.

Se separó de Begoña, que lo siguió con la mirada turbia.

—Creo que tenemos público —informó serio—. Lo mejor sería celebrar una fiesta privada en nuestra habitación.

El calor de Begoña subió unos grados y propagó el incendio por sus mejillas. Juan la encontró arrebatadora. Muy a su pesar se apartó y comprobó que los curiosos, que se alejaban del vallado, los observaban con sonrisas reprimidas.

—Excelencia, creo que ha olvidado que tiene que iniciar el baile de la verbena —recordó Begoña divertida—. El título que tan alegremente aceptó conlleva unas tareas sociales ineludibles: es usted una personalidad en el valle.

—Eso va a ser algo a lo que no me acostumbraré —suspiró Juan.