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Día 21 de agosto de 1871.

Habían transcurrido dos días durante los cuales no se hablaba de otra cosa en los caminos, las posadas y villas: más muertes en los montes. Por la noche, pese a ser verano, la gente se encerraba en sus casas y se mostraba recelosa con los forasteros. En secreto, algunos se armaban y acaparaban víveres por lo que pudiera suceder. La Guardia Civil peinaba las lomas e interrogaba a todo el mundo. Don Matías se negó a abandonar la botica, pues no quería recorrer los montes en plena noche y convertirse en el próximo cadáver.

Don Nicolás, el párroco, se enfrentó a una iglesia vacía: nadie acudió a las misas, ni a confesarse, ni a buscar algún sacramento. Las beatas del lugar se hallaban ocupadas con las faenas del campo, o al menos eso alegaban cuando se cruzaban con él. Con la mosca detrás de la oreja se pasó por la Casa Consistorial para hablar con Evaristo, quien se encogió de hombros y dijo que él resolvía los problemas terrenales y aquello era parcela de Dios.

Nel compartió con sus padres los planes del conde sobre sus hermanos, pero se guardó los propios. No deseaba precipitarse con Guadalupe, la muchacha necesitaba tiempo para adaptarse al valle y desconocía lo que pensaba sobre él, que no había salido del valle y su visión del mundo era bastante limitada. No obstante, le planteó al padre la posibilidad de obtener un terreno bien resguardado de los rigores del invierno, seco y amplio, como inversión del fruto de su trabajo. Remigio le contestó que se lo pensaría y en cuanto salió de la casa, su padre le comentó a su mujer.

—Algo me dice que no sólo vamos a casar a Herminia. Este chico anda muy raro. ¿Cuándo ha hablado de inversiones?

—¿Lo has visto con alguien? —se interesó Lucía esperanzada.

Remigio negó con la cabeza. Lucía alzó los hombros en un gesto de frustración: habría de conformarse con el compromiso de la niña.

Juan había enviado el mensaje del enlace a Madrid, pero no por la vía habitual, sino por la personal y, además, le comunicaba el cese de la red de espionaje: Brezal había sido descubierto. No obstante, aseguraba el cumplimiento del trato: el valle estaba prácticamente bajo su dominio.

Y esa palabra «prácticamente» era la que lo mantenía en vilo. Había postergado la charla con Begoña hasta que ésta recuperase las fuerzas, hasta entonces habían hablado de trivialidades sobre las obras, las yeguas y demás; posponiendo lo que de verdad les inquietaba a ambos. Durante el desayuno, Carmela le notificó el deseo de la condesa de levantarse esa mañana. Se retiró a la biblioteca mientras Begoña se acicalaba, y después subió a la habitación dispuesto a mantener la conversación pendiente.

La encontró sentada en la solana, tomando el sol por prescripción de don Matías, quien aseguró que sería saludable para ganar energía y fortaleza. Las veladuras malva habían desaparecido debajo de los ojos esmeralda, éstos habían recobrado ánimo, aunque persistía un celaje de tristeza en el fondo de las pupilas y en la forma de caída de la mirada, algo que se agarraba al alma de Juan y no lo dejaba respirar, una mala premonición.

—Estás muy guapa —dijo, a la vez que se agachaba y le dejaba un beso de buenos días.

Begoña levantó la mirada sombreándose con una mano y le sonrió. El gesto animó a Juan a seguir adelante con su decisión.

—Tenemos que hablar.

El semblante de Begoña se invistió de la seriedad que requería la propuesta. No estaba sorprendida; es más, lo aguardaba, dedujo Juan.

—Seré yo la que hable. —Juan inició un reproche que ella cortó con un ademán—. Escucha atentamente, porque esto no lo voy a repetir. Cuando nos obligaron a aceptar el matrimonio bajo amenazas, ambos fuimos conscientes del riesgo que corríamos si organizábamos una red de espionaje. Ignoro lo que ocurrió con mi padre, nunca vi su cuerpo; pero no me delató. Su muerte me dejó en libertad para rechazar las atenciones de mi marido, pero él lo comprendió antes que yo. No era tonto y conocía perfectamente mi aversión hacia él. Un día tuvimos una discusión muy fuerte porque me negué a entrar en su cama; ya no me quedaba nada, nadie me obligaba, así que me azotó con un cinturón. Me cogió totalmente de sorpresa y, para cuando quise reaccionar, estaba tendida en el suelo a causa del dolor. Allí mismo me violó. A partir de ahí, entré en una espiral de odio y venganza, no sólo de ideales, eso es demasiado limpio para mí, sino de pasiones más bajas que se desataron hasta el punto de colaborar en el asesinato del causante de toda mi desdicha: mi marido. No soy digna de ti, ya te lo dije, lo nuestro no puede ser. En cuanto deje de dolerme el cuerpo, me trasladaré a Ampuero, será lo mejor para los dos. A los seis meses, el trato quedará roto y nuestro matrimonio anulado: serás libre.

—Así que fue don Matías: odiaba al hermano.

—¿Cómo lo has sabido? Lo odiaba, sí; pero no fue la causa. Carmela lo llamó cuando me encontró destrozada. Don Matías estaba al tanto de la red de espionaje y decidió que ya era tiempo de librarme del viejo. Don Robustiano, el médico, también le tenía ganas, no era muy popular. Nos pusimos de acuerdo.

—Fuenteovejuna, todos a una —recordó Juan la obra de Lope de Vega.

No había lágrimas, sino una tristeza serena que reflejaba la aceptación de lo inevitable. Llevaba días asumiéndolo. A Juan, ese valor extremo, la ansiada confesión y la asunción de los actos, le habló de la nobleza del alma de Begoña. Se apoyó en la veranda de la solana, de espaldas al jardín, cruzó los brazos y comenzó su propia confesión.

—Hubo unos años en que fui una cabeza loca. Nunca me atrajo el negocio de mis padres, el colmado de San Francisco. Me seducía la vida del vaquero, lidiar con vacas y caballos, y, en cuanto terminé mis estudios en la misión, me lancé a la vida disoluta de las praderas, de las pendencias y de las borracheras, hasta que un día, el inglés, amigo de mi padre, me cogió del cogote y me llevó con él. Me mantuvo trabajando de sol a sol con la cría de los caballos, me enseñó pacientemente, me aconsejó, luego se nos unió Francisco. Llevaba meses sin pisar mi casa cuando llegó la noticia del asesinato de mi padre. —Se detuvo con la mirada perdida en el recuerdo—. Dicen que la venganza se sirve en plato frío. Regresé, me hice cargo de la hacienda y del colmado. Diego y Guadalupe estudiaban en la misión. Mi madre se fue apagando poco a poco ante los abusos de los nuevos dueños de California. Paciente y constante, fui investigando hasta que di con los asesinos: gente poderosa, encumbrada, inalcanzable. Cuando mi madre falleció, decidí llevar a cabo mi venganza, cuando los culpables se creían a salvo. A las manos ejecutoras las reté en la calle y las maté a la vista de todos. A los hombres que dieron la orden, los asesiné en sus casas, como cobardes que eran. No puedo regresar a Estados Unidos, me busca la justicia. Mis hermanos no han querido separase de mí. Es curioso, yo debo ser peor que tú porque no me remuerde la conciencia. Lo volvería a hacer, a pesar de lo que opinen los demás de mí.

Ahora sí que se deslizaban silenciosas lágrimas por las mejillas de Begoña. Decidió que, tras abrir sus corazones, sería conveniente dejar un margen para llegar a una paz interior. Se retiró sin volver la vista atrás.

Después de comer estuvo ocupado con la obra de Tomás. Había instalado una bomba junto al lavadero para subir el agua hasta la estancia que se había habilitado como baño oficial. Herminia no hacía otra cosa que revolotear alrededor de su inteligente y eficiente enamorado, pavoneándose de su suerte ante Brígida, la cocinera, y su hija, Puerto. Se puso en marcha la bomba que extrajo el agua del pozo del patio y la bombeó hasta el piso superior. Un grito de alegría de Herminia les comunicó el éxito de la instalación. Subieron expectantes y atendieron las explicaciones de Tomás sobre cómo se abría y cerraba el grifo. Con todo el trajín, nadie se percató de la ausencia de Guadalupe hasta que regresaron del establo Francisco y Diego.

—No la hemos visto desde esta mañana —aseguró Francisco— y, ahora que lo mencionas, es extraño porque no deja de visitarnos siempre que puede. No tiene muchas amistades y se aburre.

—Últimamente se hace la encontradiza con Nel —delató Diego con una sonrisa pícara—, igual se ha entretenido.

—Pues ya estás saliendo para Ramales a buscarla —ordenó Juan.

—Eso por hablar —apuntó Francisco divertido. Esperó a que su hermano pequeño saliera y se dirigió a Juan—: ¿Qué tal van los preparativos para la inauguración? Las cuadras han quedado muy bien, algunos paisanos se han acercado a curiosear.

—Bien, aunque la noticia del día es el agua corriente: llega a la cocina y al baño superior.

—¡Guau! Todo un lujo.

—Excelencia —irrumpió Herminia en el salón—, he encontrado este pliego en el suelo del zaguán.

Juan tomó el papel que le alargó y echó una ojeada. El color lo abandonó y sintió un golpe en el pecho.

—Ochoa ha secuestrado a Guadalupe —informó sin resuello, con incredulidad, con desesperación.

—¡Cómo! —saltó Francisco—. ¿Qué se propone con una maniobra tan absurda? Tal y como están las cosas ¿no pretenderá todavía el condado? ¿Se ha vuelto loco?

—Loco, sí; de codicia, de frustración. Pero Guadalupe está en sus manos.

—¿Dice algo más?

Juan negó con la cabeza. El golpe había sido impredecible por lo ilógico. Se volvió a la puerta cuando oyó las voces de Carmela y Begoña que llegaban avisadas por Herminia.

—¿Es cierto? —demandó Begoña angustiada—. ¡Es culpa mía! ¡Pobre niña!

—¡No es culpa de nadie! —bufó Juan enfadado—. Hacen falta soluciones, no llantos ni escenas dramáticas.

La voz alegre de Diego hablando con Lipe resonó en la entrada de la casa. Llegaba con la despreocupación de los dieciséis años, con la seguridad de que su hermana se hallaría en casa.

—Hay que organizar una partida rápidamente —decidió Juan—. Avisaremos a Nel.

—Voy también. Me oriento perfectamente —se apuntó Begoña.

—De eso nada. No estás bien —rechazó Juan categóricamente.

—Me necesitas —apeló Begoña.

—Lo que de verdad necesito es que me prometas que no vas a salir, que vas a esperar a aquí.

—Eso es absurdo, puedo ayudar. Sé cuidarme sola.

—No me cabe la menor duda —reconoció Juan—, pero ahora estoy yo aquí. Tu promesa. —El tono sonó más a súplica que exigencia—. Por favor, no me pongas en la tesitura de elegir allí arriba entre Guadalupe y tú. No podría vivir con ello.

Begoña se quedó sin argumentos ante la sinceridad de Juan. Desde la confesión en la solana no habían vuelto a hablar; sin embargo, con esas palabras le había manifestado sus sentimientos. Los verdes ojos se anegaron de lágrimas de agradecimiento, de ternura.

—Te lo prometo —musitó, reconciliada con el mundo.

Juan asintió satisfecho con un leve movimiento de cabeza, sin dejar de mirarla.

Al cabo de hora y media, se reunieron en la plaza del pueblo los dos hermanos Martín con Evaristo, Remigio, Nel y don Matías. Iban a pie, con un zurrón al hombro lleno de comida y agua y armados hasta los dientes. Juan había proporcionado fusiles Henry y tres cajas de cartuchos a cada uno. Don Matías llevaba un perro de caza y un pañuelo de Guadalupe.

—Lipe ya habrá dado aviso en el cuartelillo de la Guardia Civil de Gibaja —explicó Juan a los reunidos—. He sugerido al teniente en el aviso que peine la zona desde Gibaja, subiendo por el Carraza hacia las lomas del Moro y del Mazo.

—Vamos allá —apremió Evaristo echando a andar.

Caminaron en silencio hasta Guardamino, cada uno pendiente del terreno y sumido en sus pensamientos. La noche se había cernido sobre el valle y las encrespadas peñas y cada minuto que transcurría suponía una tortura para los hermanos Martín. Juan se obligó a no pensar en Guadalupe, se convenció de que estaba siguiendo la pista de una partida de indios, con la resolución, la paciencia y el tesón necesarios para dar con ellos, tarde o temprano, sin desfallecer. Marcharon en abanico para cubrir la mayor distancia posible. Don Matías no dejaba de agitar el pañuelo de Lupe delante del hocico del perro, pero éste erraba olisqueando sin hallar la pista.

Sobre las crestas rocosas se perfiló la claridad del alba. Agotados, se habían detenido para reponer fuerzas en la torca del Moro, al pie del pico del mismo nombre. Juan rezó para que el teniente hubiera tenido más suerte que ellos. Habían batido las lomas, habían escudriñado las simas, las oquedades y, en todo ese tiempo, el perro no había dado muestras de reconocer el rastro.

—¿No estará constipado el chucho? —elucubró Remigio de mal humor.

—Es un buen perro, nunca me ha fallado —replicó don Matías descorazonado.

—No, no es el perro; somos nosotros —medió Juan—. Hemos equivocado la ruta. Guadalupe es lista y no he encontrado ninguna evidencia de ella.

—¿Qué evidencia? Estará asustada —señaló Evaristo.

—Asustada o no, es valiente. Sabe lo que tiene que hacer —la defendió Francisco—. La enseñamos a dejar pistas. Cuenta con que la buscaremos hasta en el infierno.

—¿Y por qué se enseña a una mujer eso? —indagó Remigio extrañado.

—En California hay indios que raptan mujeres.

Nel escuchaba en silencio. Sus ojos, jóvenes pero conocedores de las brañas, registraban la zona durante el descanso. A la mención de las pistas, su mente comenzó a sopesar las posibilidades: ¿Y si la habían dejado sin conocimiento? ¿Atada? ¿Y si la habían descubierto? También se planteó qué habría hecho él si hubiera raptado a una mujer. El primer problema sería el ruido, el llanto, los gritos de la mujer aunque la amordazaran. La caída de una piedra ya resultaba escandalosa de por sí en medio de la noche. De hecho, se oían los aullidos de los perros que llevaban consigo los guardias civiles por el valle del Carranza. Eso forzaría a la partida a estar en movimiento, los estaban hostigando como en una cacería; sin embargo, no había rastro.

—Las cuevas —dijo en voz alta.

—¿Qué? —preguntó Evaristo despistado.

—Hemos dado por sentado que estarían por donde se han movido todo el verano; pero con una mujer no pueden arriesgarse a que los delatase con gemidos o lloros, ni tampoco trasladarse como una partida normal ya que la muchacha no mantendría el ritmo de zancada de un hombre acostumbrado al monte.

—¿Qué cuevas? —se interesó el conde.

—Las del Camino Real, entre Ramales y el Alto de los Tornos hay un sinfín de cuevas naturales.

—Es verano, el camino está muy transitado —objetó Remigio.

—El plan perfecto —aseveró Juan—. Pueden mantener escondida a Lupe todo el tiempo que necesiten y habrán hecho acopio de provisiones. Es una ruta transitada por lo que buscaremos en sitios apartados. ¿Cuántas cuevas hay?

—Buena pregunta, californiano —contestó don Matías encogiéndose de hombros.

—Si ya está decidido, empecemos ya —propuso Nel nervioso.

Deseaba encontrar a Guadalupe cuanto antes y ya habían perdido un tiempo precioso vagando por el valle equivocado. La muchacha, pese al criterio de sus hermanos, estaría muy asustada y el cómputo de las horas que había pasado en compañía de unos hombres hambrientos de mujer le encogía el estómago.

Dejaron atrás el Moro y se aproximaron a la garganta que había excavado el Calera, que corría parejo al Camino Real. Asomaron al valle más arriba del Salto del Oso, una pared de caída vertical les cortaba el paso. Nel los condujo por el alto en dirección al puerto y, un poco más allá, antes de llegar a El Polvorín, descendieron hasta el río. Enfrente, en la margen izquierda del río según bajaba de los altos, se erguían amenazadores el Pico de San Vicente y, un poco más baja, La Busta, conocida en el pueblo por La Lobera.

El cielo había clareado lo suficiente para que Nel detectara cualquier señal fuera de lo habitual en el monte. Entre dos peñas, había un lecho de hierba bien protegido del aire, se acercó y puso la mano sobre la hierba.

—Alguien ha dormido aquí —informó a los demás.

—La hierba no está aplastada —objetó Francisco.

—La han enderezado —explicó—. Quien ha pasado la noche aquí, sabía lo que se hacía. Es el suelo seco el que lo ha delatado.

—¿Un vigía? —apuntó Juan la posibilidad.

A un gesto de Nel, todos guardaron silencio. Escudriñaba el roquedal que se levantaba a unos pasos. Juan se tensó y prestó atención, pero no divisó nada fuera de lugar. Pasaron segundos que parecieron minutos, quietos, oteando. El perro gruñó con el pelo del cogote erizado. Don Matías lo tenía atado en corto y le agarró con la otra mano el morro para que no los delatase. Nel avanzó al mismo tiempo que hacía una señal para que no se movieran, aunque permanecieron con las armas preparadas para disparar en caso necesario.

Nel lo había vislumbrado, había sido un instante, pero su agudeza visual era infalible. Lo sabía desarmado, de ahí que avanzara confiado. Cuando se aproximó lo suficiente para cazarlo en caso de que saliera huyendo, habló en alto.

—¡Sal de ahí, Toño! Vamos armados, así que no hagas ninguna tontería.

Toño, el hijo de Jandro Cobo, que llevaba desaparecido desde que encontraron los cuerpos sin vida de la cocinera y su sobrino, se incorporó lentamente y, en cuanto se puso de pie, levantó las manos.

—No disparéis ¡por Dios os lo pido! —suplicó el muchacho, de la edad de Francisco—. Os estaba aguardando. Sé dónde esconden a la chica.

—No cuela, estabas vigilándonos y te hemos sorprendido —arguyó Evaristo.

—Si hubiera querido, me habría ido. Mirad dónde estoy y la vista que tengo.

—Es cierto —admitió Nel, girándose hacia la senda por la que habían llegado—. ¿A qué se debe tu interés? ¿Buscas una compensación con la ley?

—Soy inocente. Llegué a buscar a Pepe para acudir al trabajo y los encontré muertos, me entró el miedo y huí. No tengo amigos que me crean y me apoyen, siempre me habéis juzgado como si fuera mi padre.

Nel observó que había adelgazado, lucía una barba crecida, estaba sucio y con la ropa ajada del vagabundeo por los montes.

—Eras amigo de Pepe —acusó Remigio—, quien ha resultado ser un carlista y su tía intentó asesinar al conde.

—Ignoraba el parentesco. Iba con él porque no me quedaba más remedio. Nadie me quería a su lado.

—Eso es cierto —confirmó el boticario—. Sé lo que es que te mantengan alejado de algunos círculos —manifestó maliciosamente, fijando la vista en Remigio y Evaristo.

—Su versión ya la analizaremos más adelante —interrumpió el conde—. ¿Dónde retienen a la chica?

—En La Lobera. —La imprecación de Evaristo y Remigio fue simultánea y sonó como una sola—. Recogí estas tiras de tela antes de que el capitán Ochoa saliera de madrugada.

—¿Qué ocurre con La Lobera? —se interesó Juan preocupado.

—Seguro que es la misma cueva en la que se atrincheraron durante la guerra del treinta y nueve —informó Remigio, señalando la peña al otro lado del Calera—. El asunto pinta feo.

Los ladridos de los perros anunciaron la llegada de los guardias civiles. Los uniformes azules con los cuellos y bocamangas rojos destacaban sobre la hierba y la piedra de la loma. Avanzaban despacio, registraban las peñas metódicos, incansables, a pesar de que el sol se alzaba, revestido de su gloria estival, entre los celajes de la niebla de los ríos.