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Día 7 de julio de 1871.

Juan abarcó con la mirada la cordillera que se erguía ante él. Después de la boda por poderes, el secretario de Sagasta le entregó el nombre de una familia de Ramales en la que podía confiar si las cosas tomaban un cariz demasiado feo. Pasó dos días más en la villa de la Corte para solucionar papeleo y escribir a sus hermanos, comentándoles la nueva situación. En la última carta que había recibido, Francisco le informaba de que habían comprado pasajes para Londres y, una vez allí, buscarían una nave que los dejase en algún punto del litoral cantábrico.

Con ayuda del secretario de Sagasta, se enteró de cuándo llegaba el crucero de Nueva York a Londres y de qué barcos de pasajeros zarparían con destino a España. Encontraron un carguero que recalaba en Santander y, a través de la embajada londinense, le haría llegar a Francisco una carta en la que le instaba a embarcarse y le facilitaba la dirección de la nueva residencia.

Luego se encargó de que los caballos fueran trasladados en barco a Santoña y de que los enseres y muebles de la casa de California, que estaban a punto de llegar a Vigo, fueran entregados en la misma villa marinera cántabra.

Después trazó un plan de actuación. Compró varios trajes en terciopelo y seda, envió el equipaje a través de un servicio específico de postas y adquirió dos caballos con los que se aventuró por la meseta castellana.

Había pasado noche en la villa de Espinosa de los Monteros y se disponía a remontar el Alto de los Tornos. Llevaba comida y lo necesario en el caballo de carga para acampar unos cuantos días al raso. Había decidido explorar los alrededores de Ramales de incógnito; una vez que se identificase como el nuevo señor de la comarca sería muy difícil pasar desapercibido. Al bajar los Tornos, se desvió hacia la izquierda, Veguilla, y exploró la Sierra de Hornijo. Desanduvo el camino y se internó a la derecha, por la loma del Mazo, acompañándole el buen tiempo en todo momento. Evitó a los pastores que cuidaban el ganado que se extendía por las cumbres, huyendo del calor de los valles. Por las mañanas, la niebla se quedaba anclada entre los montes hasta que el sol rompía los blancos celajes y calentaba la tierra.

Estaba acostumbrado a la vida a la intemperie. Desde niño había cuidado caballos y perseguido cuatreros. Los indios que trabajaban en la hacienda le enseñaron a seguir las huellas; según ellos, si sabías observar, la tierra te revelaba sus secretos. Reconoció los senderos más transitados y descubrió algunos refugios que habían sido empleados recientemente a juzgar por los restos de fogatas.

Se asomó al desfiladero del Carraza y contempló el Pico del Carlista frente a él. Iba a ser la última noche que dormiría al raso. Paseó la mano por la tupida barba, miró el cielo cargado de nubes bajas y decidió buscar refugio para no mojarse.

Se encontraba en el camino entre Riancho y Ramales. Era una loma con escaso arbolado y peñas demasiado redondeadas para ofrecer cobijo. Tentó la suerte y se acercó a las escasas cabañas que quedaban en Guardamino. La mayor parte estaban derruidas, a excepción de un par de ellas que habían recompuesto con una precaria techumbre, seguramente para que sirvieran de refugio a los viandantes entre las dos poblaciones. No le quedaba más remedio que arriesgarse.

No cometió la imprudencia de dejar cerca los caballos para que delatasen su presencia. Los escondió en otra cabaña de la que quedaban tres paredes en pie, acaldó el bagaje en una esquina bajo una lona encerada, cogió una manta y desenfundó el fusil. Ya estaba oscuro cuando se encaminó a la techada.

Al filo de la media noche, lo despertó un disparo, se incorporó de un salto y se asomó a la puerta que había dejado abierta para no delatar que había sido ocupada. Como estaba dormido no pudo discernir de dónde venía; además, la reverberación de las peñas lo dificultaba. Aguardó con el fusil preparado hasta que oyó el resuello de una montura que se aproximaba despacio. El jinete, vestido de oscuro, lo llevaba de las riendas mirando a todos los lados, la esbeltez denunciaba la juventud. Buscaba el amparo de los escasos muros que quedaban en pie.

Juan lo vio bajar de un árbol cercano a la espalda del jinete. La silueta levantó el arma y un disparo rasgó de nuevo el silencio de la noche. Juan retiró el fusil de la cara y la amenazante figura se desplomó sobre la hierba sin un quejido. El jinete se lo quedó mirando, paralizado por un segundo, luego reaccionó, montó con gran destreza y salió al galope.

Juan no estaba muy seguro de su intervención, pero le disgustaba la gente que disparaba a traición. Se acercó al herido, le dio una patada antes de acercarse, lo rodeó, se agachó junto a la cabeza, le buscó el pulso en el cuello y no lo halló. El tiro había sido mortal. Era un hombre de mediana edad, vestido de monte, con canana y cuchillo de caza, además del fusil que yacía a medio metro. Nada indicaba su afiliación; sin embargo, tanto el fusil como la mochila que llevaba eran reglamentarios. Había matado al carlista y había salvado al nuevo enlace del espía.

Un relámpago le advirtió de que la tormenta se aproximaba. Finalmente, no le quedaría más remedio que soportarla a la intemperie, pues no podía quedarse en el escenario de los hechos. Suspiró resignado.

Antes de que comenzase a llover rastreó las huellas de la montura del enlace, pero estaba demasiado oscuro para poder examinarlas, así que desistió, recogió la manta de la cabaña y se fue a buscar los caballos.

Estaban inquietos, olían la tormenta. Intentó apaciguarlos canturreando bajo, lo que le impidió prestar atención a los ruidos de la noche.

—No se mueva si no quiere recibir una descarga en el pecho —dijo una voz a su espalda. —Juan maldijo su propia estupidez—. Dese la vuelta y no intente nada extraño, soy nervioso por naturaleza.

Juan obedeció. Sintió las gruesas gotas de lluvia que anunciaban el diluvio y decidió ganar tiempo para que se mojase el arma del adversario.

—Escuche, no sé qué está pasando. He oído disparos y hay un muerto a unos metros de aquí. Me disponía abandonar el lugar para que no me culpasen de algo en lo que no he participado, a pesar de la tormenta que se avecina.

La oscuridad le impedía distinguir el rostro de su contrincante, pero el movimiento del fusil y el cambio de postura delataron la sorpresa del oyente.

—Su acento es el de un extranjero que conoce muy bien mi idioma.

—Soy español, aunque nacido en América —declaró Juan, mientras la lluvia arreciaba por momentos.

—¿No será el indiano que esperan en Ramales?

—He aprendido que indiano es una palabra un tanto despectiva, prefiero el que mi nuevo título me otorga: el conde de Nogales.

El anónimo interlocutor bajó el arma, aunque ya debía estar inservible. La cortina de agua se había vuelto impenetrable.

—Será mejor que nos refugiemos en la cabaña techada. Tengo lo necesario para encender un fuego.

Echó a andar hacia la cabaña y Juan lo siguió con la manta que recogió de nuevo. Al moverse, sintió el peso del revólver sobre el muslo al que se ataba la cartuchera. Cuando no lo llevaba, la sensación de desnudez e indefensión eran muy grandes. Entraron en la cabaña y el nuevo compañero trancó la puerta. Conocía bien el recinto porque a tientas consiguió dar con la chimenea y prender algunas ramas secas que había en un rincón. Una vez conseguido el fuego, echó un buen leño para mantenerlo vivo.

Cuando la estancia se iluminó, apreció la avanzada edad del personaje que se sacudía la lluvia.

—Póngase cómodo, la noche va a ser larga —invitó el desconocido—. No se preocupe por el muerto. No lo echarán en falta hasta el amanecer; pensarán que se ha resguardado de la tormenta.

—Habla como si fuera habitual —comentó Juan, quitándose el sombrero húmedo y dejando caer la manta en un rincón seco.

—No lo es, pero últimamente los seguidores de don Carlos andan un poco revueltos. Nuestro gobierno es inestable.

—Perdone, pero ¿con quién tengo el placer de hablar?

—¡Oh! Discúlpeme, qué cabeza la mía. —Se sentó sobre un leño más grueso de lo usual y extendió las manos hacia el fuego—. Matías Arozamena, soy el boticario de Ramales.

Juan se sentó en el suelo, frente a don Matías, después de quitarse las espuelas.

—Extraño sitio para conocernos —comentó Juan precavido—, aunque me alegro de haberlo encontrado. Me sorprendió la noche y me he perdido.

—Una ruta un poco curiosa para un conde. ¿Cómo es que no emplea la diligencia?

—Llevaba demasiado tiempo en la ciudad, soy más de campo. Por otra parte, se me ocurrió que viajar de esta forma me permitiría tomar contacto con el país. Es muy diferente de California.

—¡Ah! De ahí el acento.

—Desde hace unos años se ha impuesto el inglés. ¿Y usted? ¿Qué se le ha perdido en este descampado una noche como ésta? —Juan no deseaba entrar en los detalles de su vida ante un extraño, así que desvió la atención.

—La obligación. Además de boticario, ejerzo de médico cuando no está disponible el de Gibaja. Es una comarca muy abrupta y resulta difícil estar en varios sitios a la vez. La gente asocia mi profesión con la de la medicina. Me limito a aliviar con mis remedios hasta que acude don Robustiano.

—¿Ramales presenta la misma desolación que esta aldea?

—No, qué va. Ya se ha recuperado del drama que se desarrolló, allá en el treinta y nueve.

—Ya que voy a vivir aquí, me gustaría escuchar la historia de labios de un testigo, a deducir por su edad —lo animó Juan, dispuesto a deleitarse con un buen relato que llenara la noche y lo alejara de cuestiones incómodas—. No acostumbro a disfrutar de una historia de primera mano y la noche será larga.

—Fue en abril del treinta y nueve. —El boticario no se hizo de rogar y perdió la mirada en sus recuerdos—. Yo había regresado durante un descanso en los estudios que realizaba en Madrid. Tenía veinte años, pero lo recuerdo como si hubiera sido ayer. Algo así se queda grabado en el alma. Reconstruí la casa de mis padres y vivo en ella, y en el lugar de la cuadra abrí la botica.

»Los hombres del general Maroto se atrincheraron en las casas fuertes de Ramales y Guardamino, e instalaron una batería, arriba, en el Camino Real, para resguardar el paso al valle. Espartero avanzaba decidido hacia el pico del Moro y la loma del Mazo. Aquello se ponía feo, por más que Maroto arengara a los seguidores carlistas. Algunos vecinos del valle se quedaron, confiando en las dificultades del terreno, los barrancos y las paredes abruptas de los desfiladeros de los ríos.

—Efectivamente, la orografía es espeluznante —convino Juan, subyugado por el relato.

—Mis padres, pese a mis ruegos, se quedaron. Así que yo me quedé también. Las tropas del gobierno llegaron a los altos del Moro y del Mazo. El cortado del Carranza los detuvo hacia el noreste y los cañonazos de los carlistas al suroeste, donde habían situado la batería al resguardo de una cueva, como dije antes. A Espartero y a O´Donnell, quien era por entonces general del Estado Mayor, les costó Dios y ayuda subir los cañones hasta allí. Los ingenieros y los zapadores trabajaron bajo el fuego enemigo para instalar nueve piezas; pero lo lograron y, durante siete horas, escupieron fuego sobre las posiciones carlistas hasta que éstos enmudecieron. Era el día del cumpleaños de la reina gobernadora. La cueva inexpugnable fue ocupada y apresada la guarnición; la pieza de artillería, que aseguraba el camino, quedó neutralizada. Al menos, ese fue el parte oficial.

A Matías le brillaron los ojos a la luz de las llamas y una sonrisa aviesa le indicó a Juan que la versión del testigo era otra.

—¿Qué sucedió realmente? —inquirió subyugado por el relato.

—Espartero se servía de un guía sanrocano, Juan Ruiz Gutiérrez, quien comandaba una partida de ochenta hombres que llamaban «La franca de Pas» o «La partida de Cobanes». Eran hombres duros, arriesgados. Se convirtieron en el quebradero de cabeza de los carlistas a quienes azuzaban y nunca conseguían atraparlos, nacidos en estos montes que conocían como la palma de la mano, cada braña, cada escondrijo. La cueva mostraba un difícil acceso desde el camino, ya que la pendiente era abrupta y la estrechez de la boca obligaba a entrar en menor número, facilitando la muerte de los atacantes. Desde la cima era un despeñadero. —Matías detuvo el relato con una sonrisa divertida—. El muy taimado era astuto —recordó con admiración—. Dejaron caer desde la cima montones de paja que se acumularon en una pequeña explanada frente a la entrada y le prendieron fuego. El humo encubrió la subida de la partida de Cobanes y, sin una baja, apresaron a la guarnición que se ahogaba en el interior, dejando el camino despejado a las tropas de Espartero.

—Es curioso cómo el ingenio allana situaciones imposibles —alegó Juan animado por la historia.

—Eso me lleva a plantear si existen las situaciones imposibles o son resultado de falta de imaginación para resolverlas. —No aguardó contestación y continuó—: Aquel fue el principio del fin. Maroto se mantuvo al abrigo de sus posiciones, en Ramales y en Guardamino. Fueron días inclementes. Las fuerzas de la naturaleza se aliaron con los carlistas y dificultaron el movimiento de las tropas reales. Durante una semana llovió torrencialmente y las operaciones de sitio se complicaron. El uno de mayo se les acabó la buena suerte a los carlistas. Unos cañones en mal estado reventaron aquí, en el fuerte de Guardamino: derrumbaron parte de las defensas y causaron numerosas bajas.

»Maroto envió refuerzos y una velada amenaza a aquellos que tuviesen intención de desertar. El día tres se supo que Diego León se había apoderado del fuerte de Belascoain.

»La constancia de Espartero fue encomiable. El séptimo día del mes, el general trajo de Lanestosa piezas de grueso calibre y, al día siguiente, bajo el fuego carlista, construyeron dos piezas con las que incendiaron Ramales. Destruyeron casas con vecinos dentro, entre ellos mis padres, así como la fortaleza que defendía la villa. Yo me encontraba aliviando a los heridos en la iglesia. Ante el avance de Espartero, los carlistas prendieron fuego al pueblo antes de abandonarlo. Los nuevos señores instalaron el cuartel general en una casa que quedaba en pie, la del conde de Nogales, quien había huido precipitadamente y vivió exiliado en Francia hasta su muerte.

—Tenía entendido que el conde era de mediana edad —interrumpió Juan.

—Era el padre. Perdió todos los derechos, pero el hijo consiguió conservar el título y el mayorazgo porque se proclamó liberal a voz en grito. Una falacia que en el valle nadie se creyó. Han sido bastantes las personalidades facciosas que han morado en esa casa. ¿No ha hablado de esto con su esposa?

—Del pasado, no. Fue un flechazo y nos centramos en nosotros mismos. —Matías asintió, indicando con el gesto que comprendía la pasión—. Pero continúe, sigo en vilo con su relato.

—Debo reconocer que los isabelinos tenían todo en contra: el temporal no cesaba, tampoco el fuego carlista, la orografía tan complicada… Nada de esto hizo desistir a Espartero. El general Castañeda llegó con tropas de refuerzo y Espartero obligó a avanzar a las columnas. Los carlistas no se arredraron ante el aumento del enemigo, sino que cargaron contra él en campo abierto. El encuentro fue sangriento, incluso varios ayudantes de Espartero cayeron. O´Donnell y la división de la Guardia Real rodearon el fuerte de Guardamino por el lado del Carranza de manera que quedaron aislados de Maroto, quien se mantuvo a buen resguardo en el valle de Carranza. El día once de mayo envió una comunicación a Espartero en la que fijaba los términos de la rendición. Eran razonables y éste aceptó. Tras el intercambio de prisioneros, los carlistas abandonaron el valle de Carranza, el fuerte de Molinar, puerta de las Encartaciones, y la fundición de Guriezo.

El silencio anegó la pequeña cabaña cuando la voz de Matías se apagó. Juan se quedó sobrecogido por el cruento relato de unos hechos que habían acaecido hacía treinta años en ese mismo lugar. Observó con respeto las paredes, otrora con vida, que lo rodeaban. Se hallaba en el continente viejo, allí las piedras acumulaban siglos, la tierra había sido hollada por miles de generaciones, cada rincón atesoraba un aliento del pasado.