20
Día 17 de agosto de 1871.
Nel se ofreció sin dudarlo y salió sigilosamente de la habitación. Habían regresado y habían procurado no despertar ni atraer la atención de nadie hasta saber a qué se enfrentaban. Había que llevarlo con discreción, pues ahora la cocinera y su hija dormían en la planta baja. Carmela se retiró para cambiar el agua rojiza de la palangana.
Juan no se separaba del lecho de Begoña, quien había vuelto a desmayarse. Francisco lo observaba en silencio.
—¿En qué piensas? —inquirió Juan desesperado.
—En lo mismo que tú —replicó suavemente—. Nos engañó bien a todos.
—Todavía es pronto para sacar conclusiones.
Francisco no dijo nada, pero Juan lo sentía en el cogote, en el mismo silencio.
—¡Cómo pude estar tan ciego! Su imagen a caballo me ha perseguido y me he negado a reconocerlo.
—Tranquilízate, de nada sirve sentirse culpable si no has atado todos los cabos de esta historia —razonó Francisco.
Como la escalera era de piedra, no oyeron los pasos de los que ascendían hasta que llegaron al rellano. Entraron sin llamar. Don Matías se dirigió a la cama sin levantar la mirada, mientras que Nel y Carmela se quedaron en un segundo plano. Realizó el mismo repaso del cuerpo que Juan, levantó los párpados, tomó el pulso…
—Bueno, parece que sólo ha recibido el golpe de la caída. La debilidad se debe a la pérdida de sangre.
—¿Sólo? ¿Cómo que sólo? —saltó Juan en un arranque de furia—. Usted la ha metido en esto. ¿Cómo consiguió convencerla? ¿Me puede explicar qué juego se trae entre manos?
—Primero, baje la voz —le reprendió don Matías—; segundo, ¿qué sabe sobre lo que ha ocurrido? y tercero, no llevo ningún juego entre manos.
El boticario y Juan se aguantaron las miradas fieras, desafiantes.
—¿Es usted Brezal? —musitó amenazante.
—No. Y usted, ¿por qué sabe tanto? No fue ninguna coincidencia que lo encontrase aquella noche ¿verdad? Estoy casi seguro de que mató al carlista.
—Iba a disparar al enlace. —Juan fue consciente en ese instante de que había salvado la vida a Begoña esa noche. Respiró fuerte y se separó del boticario. Los demás permanecían apartados, presenciando las revelaciones.
—¡Vaya! ¡Esto sí que es una sorpresa! —cedió abrumado don Matías—. La condesa pide ayuda a Sagasta y no se conforma con proporcionar un marido, sino que envía a un hombre de confianza para hacerse con el valle.
—¿Usted de qué lado está? —intervino Nel receloso—. Todos nos conocemos aquí.
—Pues yo creo que no. Ser hermanastro del anterior conde fue suficiente para meterme en el saco equivocado. En cuanto comenzó la guerra civil, mi padre dejó de pagarme los estudios, y después mi hermano me ignoró por completo. De todas formas, no me importó. No compartía sus ideas. Soy liberal, defiendo la ciencia y reniego de las mentes estrechas que obstruyen el avance de la civilización.
—Vaya al grano, ¿por qué reclutó a la condesa cuando asesinaron al anterior enlace? —Juan pensó en el asesinato del conde que los unía, pero calló.
—Pero ¡si fueron ellas las que me reclutaron a mí! —exclamó don Matías ofendido.
—A mí no me miren —dijo Carmela pálida—. No me sacarán una palabra mientras la condesa viva.
Juan se quedó anonadado ante semejante revelación. Un gemido concentró las miradas de los hombres sobre la figura de Begoña, quien los observaba despierta.
—¡Tu padre! —comprendió Juan—. Fue tu padre quien ideó todo esto, por eso lo mataron.
Begoña negó con la cabeza levemente. Se aproximaron a la cama ante un gesto de ella.
—Fui yo. Yo convencí a mi padre. En realidad era un plan muy sencillo, lógico. Conocíamos los montes de tanto recorrerlos, nos relacionábamos con todos, entrábamos en todos los hogares y compartíamos noticias de forma natural. Confiaban en nosotros.
—Pero ahora estás sola. ¿Cómo consigues enterarte de sus planes?
—Nosotros no se refiere a ella y su padre —explicó Carmela más serena—, sino a los médicos y boticarios. Son bien recibidos en los hogares, sean de la causa que sea.
—¡Caray! ¡Qué buen plan y qué sencillo! —se admiró Nel.
Begoña sonrió cansadamente.
—Pero ese plan ha sido descubierto y corren peligro —razonó serio Juan—. Los hechos de esta noche lo prueban. Te esperaban. Alguien se ha ido de la lengua o, sencillamente, lo han averiguado.
—Es un contratiempo —arguyó don Matías.
—Es una matanza, si se sigue con esto adelante —atajó Juan—. Nuestra labor ahora es mantener el valle a salvo, limpiarlo de simpatías carlistas.
—Difícil si don Nicolás controla la villa desde el púlpito —apuntó don Matías.
—Un donativo bien distribuido al obispado y un párroco nuevo.
—Me gustan sus métodos. Contundentes. —Y añadió sarcástico—: ¿y a los demás? Le recuerdo que conserva a Jandro en la vaquería y que la Guardia Civil sigue buscando al hijo.
—Tiempo al tiempo. No se ofusque. Algo más personal requiere mi prioridad.
—Y otra cosa —añadió volviéndose a Carmela, ya que Begoña había cerrado los ojos—: ¿Cómo enviaban los mensajes? La estafeta de Correos estará vigilada.
—Escribo regularmente a mi prima de Burgos y ella me contesta con la misma asiduidad. Desde allí se reenvían a Madrid.
—Está amaneciendo —anunció Francisco y descorrió la cortina de la puerta de la solana para dejar constancia de ello.
—Descanso y carne roja para recuperar la sangre —recetó rápidamente don Matías a Carmela—. El servicio me verá salir, así que corra la voz de que la condesa se halla indispuesta y hemos pasado la noche pendientes de ella.
—Lo acompaño —ofreció Nel.
Carmela, Francisco y Juan se quedaron solos. Begoña había vuelto a perder el conocimiento.
—Usted estaba al tanto de todo y no me advirtió —le reprochó Juan.
—No descargue sobre mí su ira —replicó Carmela—. Llevo con la condesa muchos años y su excelencia es aquí el extraño.
Juan no objetó nada ante la declaración de lealtad de Carmela y la admiró por ello.
Nel salió de allí con la cabeza caliente. Ni en años hubiera descubierto lo que sucedía en su valle. No andaba errado don Matías: ignoraban muchas cosas los unos de los otros. Las tonterías diarias, sí; pero los corazones y las razones, no. Dejó a don Matías en su casa y pasó por la de Evaristo, a quien conminó a que se acercase a la suya en el menor tiempo posible. Encontró a su padre ocupado con el ordeño y lo ayudó para que quedara libre cuando llegara Evaristo. Se reunieron a puerta cerrada en el ático de la casa, fuera de los oídos de las mujeres, y los dos amigos no cabían en sus camisas de ansiedad.
—¡Qué prisas! —resopló Remigio—. ¿Ha estallado la guerra?
—Todavía, no —negó Nel con los ojos brillantes—, pero algo parecido. Desconocemos los intereses que envuelven el pueblo. Nos hemos convertido en un enclave estratégico tanto para el gobierno como para los facciosos seguidores de don Carlos.
—¿De qué hablas? —preguntó Evaristo tenso, como representante legal.
—Me he enterado de todo. Bueno, de casi todo, faltan algunos datos que ya iré reuniendo.
—Vamos, chico, no lo prolongues más. ¡Suéltalo! —exigió su padre.
—La condesa es Brezal, es la mente que ha organizado…
Durante un buen rato, Nel relató y los mayores escucharon con la paciencia y el regusto que conceden los años, Remigio de cuarenta y seis y Evaristo con sus cuarenta y cinco, a los que el sol, el trabajo, una guerra y las dificultades habían cargado de arrugas, de recelos y prudencia.
—Así que el conde es un hombre peligroso —terminó Nel—. Hace falta mucho valor para cercenar una garganta fríamente.
—En absoluto —contradijo Evaristo enérgicamente—. El Cielo nos ha regalado otro Cobanes. —El alcalde rememoró tiempos pasados—. Mi padre, Manuel Abascal, era un reconocido liberal de San Roque de Riomiera. Un día, estando ausente, llegaron unos fugitivos facciosos, amenazaron de muerte a mi abuelo y le exigieron cuatro mil reales para liberarlo. Cobanes gozaba de un largo historial persiguiendo partidas faccistas por Soba, Carranza y Ruesga. Mi padre acudió a él para liberar a la familia. Sin dudarlo, Cobanes entró en la casa, le dispararon un tiro a quemarropa que no lo acertó de milagro y se echó encima de uno de ellos, que fue apresado. El otro escapó y Juan Ruiz lo persiguió durante la noche, solo y sin arma alguna, pero el fugitivo logró salvarse gracias a la oscuridad. Esos son hombres, Nel, hechos y derechos. Eso es lo que necesitamos en estos momentos en el valle, un Cobanes que nos saque del aprieto.
—Estás muy tranquilo. ¿Mataste? —le sondeó su padre preocupado.
—Sí. Fue fácil a causa de la oscuridad. Cuando reconocimos a los muertos, no me acerqué a él, se lo dejé a Francisco, el hermano del conde; otro que no se queda atrás. No sé de qué están hechos.
—Hiciste bien, así no tendrás pesadillas. No conocemos California, ni siquiera las colonias. Tierras que moldean gente dura, siempre y cuando respeten los valores del alma.
—Es un hombre inteligente —evaluó Evaristo—. Habrá que echarle una mano. Mañana, tú que tienes más confianza con él —propuso Evaristo, fijándose intencionadamente en el fusil Henry— le dirás que la gente del pueblo es cosa mía. Yo me encargaré de que, discretamente, se vean obligados a abandonar el valle las personas que no son bien recibidas. Hay medios más sutiles dentro de la legalidad. Que se guarde del Obispado, nunca se sabe de qué mano comen, yo me ocuparé de don Nicolás.
—¿Y qué pasará con la red de espionaje? —planteó Remigio.
—El conde dice que ha sido descubierta, que se ha acabado —dijo Nel con desaliento.
—Y no le falta razón —ratificó Evaristo.
—Y Remi metido hasta el cuello. ¿Por qué no confió en nosotros? Y ahora Lipe, tan callado el muy tunante.
—No querían que se extendiera. La condesa fue muy lista y valiente. ¿Quién lo iba a decir? Cada vez que la veíamos cabalgando perezosamente por el monte… ¡Qué poco sabemos los unos de los otros, Remi! —se condolió Evaristo.
Las voces que daba Lucía, la mujer de Remigio, interrumpieron la reunión. El día había comenzado y había tareas que requerían la atención de los hombres.
La casa había recuperado la actividad diaria y Juan seguía sin moverse de la habitación de Begoña, velaba su descanso, la contemplaba y volvía a observarla para asegurarse de que era ella, la cara familiar, la nariz de punta cortada; sin embargo, tan extraña, tan alejada. Desde la solana asistió al nacimiento del sol y a la llegada de Tomás con sus hombres para continuar con la red de tuberías. Francisco, Diego y Lipe habían partido hacia el establo de las yeguas. Su hermana se encontraba en el jardín delantero de la casa, ya que la parte trasera estaba impracticable con la obra. Le sorprendió distinguir en el camino a Nel, pues era día de diligencia. Cuando llegó a la portalada de la finca, Guadalupe corrió a su encuentro. Nel parecía nervioso ante el asalto de la muchacha, aunque no mostró prisa por deshacerse de su compañía. Conocía a Lupe y era la primera vez que la veía acorralar a un joven; por lo general, eran ellos los que la asediaban. Juan evaluó la posibilidad de un enlace: era una familia trabajadora, los Mazorra eran gente de peso en el valle, los hermanos agradables y Nel le caía bien. No obstante, se encontraban en el viejo continente, donde los aspectos sociales pesaban como una losa. Herminia y Lipe trabajaban para él. Si iban a asentarse en el valle, tendría que allanarle el camino a su hermana.
La suave llamada en la puerta dejó paso a Carmela.
—Nel solicita una entrevista con usted. Yo me quedaré con la condesa. Después, debería descansar —recomendó la mujer.
Juan bajó a la biblioteca sin afeitar, el pelo revuelto de la incursión nocturna y las ojeras delatoras de la vigilia. El bajo de la casa había recuperado el orden y estaba limpio de los restos de los embalajes. Allí por donde pasaba reconocía los muebles familiares con los que había crecido y sintió que había recuperado un hogar. Aquí, los gobernantes se inclinaban de su parte, habían contraído una deuda con él; el titulo les había otorgado una posición social preferente en la comarca que les permitiría vivir a su aire, sin la persecución a la que habían sido sometidos en California. Ese pensamiento, esa realidad, lo animaba a seguir adelante.
Nel acusaba los estragos de la noche, aunque no tanto como él. Escuchó el mensaje de Evaristo y lo consideró más acertado que su primera decisión.
—Sí, estoy de acuerdo en que él manejará mejor que yo a la gente del valle. Te ha faltado tiempo para acudir a tu padre. —No quiso sonar a reproche, pero así lo tomó Nel, quien se removió inquieto en la silla.
—Remi no contó con nadie y está muerto. Esto ya ha estallado, el pueblo está inquieto, muestran preocupación por lo que ocurre en los montes y la Guardia Civil ha pedido refuerzos. Ahora debe de andar el teniente por las brañas buscando el resultado de la noche. Evaristo y mi padre recorren, como dos niños, las lomas detrás de la venganza de Remi. Y Lipe también está involucrado encubriendo a la condesa. Todos actuando por su cuenta, sin una organización. No podía callarme.
—No, es cierto. No podías ni debías.
—¿Y ahora, qué va a suceder? Estoy a su disposición.
Juan sostuvo la mirada de Nel, franca, decidida. Le gustó lo que vio, se recostó cansado en el respaldo de la silla y exhaló un suspiro.
—Necesito gente para el servicio de la casa, gente de confianza que tu familia podrá recomendarme.
—¿Está a disgusto con Herminia? —se envaró Nel.
—En absoluto, es encantadora. La condesa está encariñada con ella y creo que mi hermana también, a pesar del poco tiempo que llevan juntas. No he dejado de observar que últimamente Tomás y ella pasan muchos ratos juntos. Creo que tu familia estará de acuerdo en que es un buen partido y, si el asunto llega a buen término, Tomás no permitirá que siga trabajando. Busco una sustituta para fin de verano.
Nel se relajó y en su semblante asomó una sonrisa.
—Mi madre anda encendiendo velas a todos los santos para que eso suceda. Se lo comentaré, es asunto de mujeres. Ella sabrá quién.
—También necesitaré mozos de cuadra. Lipe es espabilado y le gusta el trabajo. No sé lo que tu padre habrá reservado para él, pero creo que aprendería mucho aquí. Comenzaría como capataz de los mozos, lo que nos permitiría a Francisco y a mí desocuparnos de las tareas más pesadas y dedicarnos al cruce y venta.
—Se lo comunicaré a mi padre.
—Y por último, el asunto de mi hermana —notó cómo Nel palidecía.
—Nunca me atrevería a sobrepasar mis límites —pronunció con voz grave, y molesto por el toque de atención.
—¿Y qué límites son ésos? —preguntó Juan, con una chispa de diversión en los ojos.
—Las diferencias entre la señorita y yo —respondió Nel, como si fuera de lo más obvio.
—Sabes tan bien como yo que soy conde por accidente. No entiendo sobre las complejidades sociales que os traéis por aquí. Si te ganas la vida honestamente y puedes mantener a mi hermana con dignidad, yo no te pondré ninguna traba; eso sí, sin su beneplácito, yo no la entregaré a nadie.
—¿Qué caudal considera usted digno para mantenerla, excelencia? —inquirió Nel con un atisbo de esperanza.
—Un buen prado donde edificar una casa. Me he dado cuenta de que es muy difícil conseguir un prado, la ganadería depende de ellos y están muy solicitados. Llevo un par de semanas intentando ampliar mis tierras y es casi imposible. El tamaño es asunto tuyo, yo pondré los materiales para construirla como regalo de boda y tú la mano de obra. Pero recuerda: ella es quien decide.
—Esa parte la he comprendido muy bien —asintió Nel más tranquilo.
Nel abandonó la finca con la cabeza llena de locas visiones: su vida, monótona y sin expectativas, había dado un giro agradable. Había despertado en él un espíritu de lucha insospechado, se había sacudido la pereza a la que conduce el hastío. El mismo sol que lo calentaba cada día era diferente, más brillante, más poderoso. Caminaba a buen paso, ligero a causa de los pensamientos que lo elevaban, tan abstraído que no se percató de que Guadalupe lo había alcanzado a caballo.
—¿A dónde va tan corriendo? —le interpeló—. Ya sé que no soy de su agrado, pero…
—¿Por qué ha llegado a esa conclusión? —preguntó Nel, quien se volvió, sujetó las riendas y alzó la mirada hacia ella—. ¿Tiene acompañante para la verbena del día de la inauguración?
—Pues, no —respondió, sorprendida por el cambio de actitud de Nel.
—A partir de ahora, seré yo. Vendré a buscarla. —Soltó las riendas para que ella siguiera su camino y él continuó hacia Ramales, al puesto de la diligencia.