15
Día 29 de julio de 1871.
Antes del amanecer desayunaban en silencio en la taberna vacía de clientes. Begoña y Guadalupe se compenetraron a la perfección y se encargaron de contratar a la cocinera y de adquirir las provisiones para el resto del verano, mientras ellos cargaban los muebles embalados en los carros.
Trabajaron duro hasta entrada la mañana. Juan indicó a Francisco que conservaran las sillas de montar y las armas. No había surgido la ocasión de hablar a solas con él, pero Francisco era inteligente y nunca había cuestionado sus decisiones, aunque desde que había llegado, lo observaba intentando contestarse un sinfín de interrogantes ante lo que estaba presenciando. Partieron seis carros camino de Ramales, donde los ayudarían a descargar los hombres de Tomás.
El resto del día lo pasaron entre las yeguas y escogieron las que emplearían para montar en el viaje de retorno a Ramales. Tomás y Diego guiarían los carros de las provisiones y el material que había adquirido para realizar la obra del agua corriente.
Aprovechó mientras se lavaban antes de la cena para ponerlo en antecedentes. Juan le narró su periplo, la extraña boda, el acuerdo, el valor de las tierras y de la yeguada andaluza.
—Así que el matrimonio es de pega —resumió Francisco—, ¿y me lo tengo que creer?
—Francisco, ya te he explicado que las razones de Begoña son suyas y no de tu incumbencia. Lo importante de todo esto es que la casa y las tierras son nuestras sin haber desembolsado un real, que ya he comenzado a invertir para adecuarlas a la cría de caballos, y que nadie conoce cómo las hemos adquirido. Tomás es quien está realizando la obra, es muy bueno en su trabajo; Lipe es el mozo de cuadras y hermano de Nel. Este último no trabaja para mí, es un asalariado del servicio de diligencias y trabaja con su padre. Son ganaderos acomodados y emprendedores. Necesitaba ayuda con los caballos y lo contraté sólo para este servicio. Ignoran la verdadera naturaleza del matrimonio. Somos una pareja real a la vista de todos, así que la tratarás como si fuera tu cuñada.
—En eso no hay problema —respondió Francisco satisfecho—. Si eso incluye que la podamos abrazar y besar.
—Ni se te ocurra molestarla —advirtió Juan endureciendo la mirada.
—Ya me extrañaba a mí —añadió enigmático Francisco.
—De momento, mantendremos al margen a Guadalupe y a Diego. Bastante han sufrido por mi causa.
—Comprenden perfectamente lo que ha sucedido y están orgullosos de ti. Te aseguro que ninguno nos arrepentimos de nada y ellos, aunque jóvenes, son capaces de asumir las consecuencias.
Nel se encaminó a los establos en los que se encontraban los carros bien custodiados. El mozo de la cuadra había aparejado los animales de tiro y se disponía a sacar los carros al exterior. Lipe ensillaba los caballos de los californianos.
—¡Vaya sillas! —exclamó Tomás, que llegaba con dos mujeres que había contratado la condesa.
—Son enormes —afirmó Lipe—, y mira qué cuerno más curioso tienen aquí.
—No me refería a eso. Los remaches son de plata, el repujado del cuero es propio de un artista. Deben de costar una fortuna.
—No has visto las bridas: sin testera y con tiras trenzadas. Labor fina de curtidor. He oído hablar de que en Méjico hay mucho artesano del cuero y de la plata al padre de un amigo que sirvió a un indiano, allá en Asturias.
La llegada de los californianos interrumpió la charla. Tomás ayudó a Brígida, la cocinera, a subir al pescante del primer carro, Diego se encargó del otro y lo acompañaba Puerto, la hija de Brígida, y aguardaron la señal del mozo para guiarlos fuera. Nel observó en silencio cómo cada uno se dirigía a la montura asignada y se quedó de piedra cuando descubrió a Guadalupe vestida de hombre, mostrando todas las curvas sin ningún pudor. Un chaleco de cuero sobre una amplia camisa ocultaba la forma del pecho. La muchacha se había trenzado el pelo como los indígenas y sobre la espalda pendía el sombrero. Parecía uno más de los hermanos si no la delatase el cabello. Se extrañó cuando el mayor de los Martín distribuyó los rifles.
—No creo que sean necesarios, pero prefiero prevenir —adujo Juan.
Nadie rebatió su decisión. Guadalupe tomó el que se le ofreció, comprobó que estaba cargado y lo metió en la funda que colgaba del costado de la silla.
—¿No hay látigos? —preguntó a su hermano.
Francisco le ofreció uno y la muchacha lo colgó enrollado del cuerno de la silla y, tirando de las riendas, animó al caballo a seguirla al exterior, detrás de la carreta de Tomás.
Sobre el mar comenzaba a clarear el cielo, pero todavía reinaba la oscuridad. Los caballos abandonaron el cobijo del establo de la mano de los jinetes. Guadalupe montó sin ayuda de nadie, con la soltura propia de alguien que ha crecido entre equinos.
—Poneos en marcha —ordenó Juan a Tomás y Diego—. Nosotros vamos a por la yeguada y os alcanzaremos más adelante.
Partieron en cabeza con las provisiones y el equipaje de los hermanos; en los pescantes los acompañaban las dos mujeres: la cocinera y su hija, esta última contratada como criada. Ellos montaron y se perdieron entre el caserío, camino del prado en el que se hallaban las yeguas.
Se sentía molesto consigo mismo porque la muchacha californiana había acaparado su mente. Era consciente de que les separaba posición social y educación. No comprendía la causa de la atracción que experimentaba hacia una persona tan lejana a sus gustos. En la familia lo consideraban una persona razonable, ecuánime, trabajadora, emprendedora. El ideal de mujer que se había forjado, además de agradable a la vista, encerraba cualidades que brillaban por su ausencia en Guadalupe, como la docilidad, la fragilidad, la ternura, la discreción. Por el contrario, la californiana vestía de hombre, conocía el manejo de las armas, participaba en las conversaciones con soltura y los hermanos le permitían una libertad de movimientos fuera de lo común para una doncella, como habían dejado constancia en la anécdota del hombre del barco, al que dejó fuera de combate de un rodillazo en sus partes. ¿Qué mujer se movía o hablaba con esa liberalidad?
No obstante, lo tenía hechizado. El mullido retumbar de los cascos de los caballos sobre la tierra reclamó su atención. El sol había despuntado cuando dieron alcance a las carretas. Los hermanos y la condesa llevaban los rostros cubiertos con pañuelos para protegerse del polvo que levantaban a su paso. Nel y Lipe lo echaron en falta cuando sintieron cómo se les adhería a la garganta. Con gritos y silbidos, guiaron por un campo lateral a los animales y rebasaron los pesados carruajes. Una vez delante, redujeron la marcha para no dejarlos atrás, tampoco querían convertirlo en una carrera y que algún animal se lastimase.
La jornada se prolongó hasta que llegaron a Ampuero, ni siquiera comieron por el camino. Llegaron a primera hora de la tarde y guiaron la yeguada al prado que habían apalabrado. Fue todo un espectáculo y los lugareños se acercaron a disfrutarlo. Guadalupe con Begoña abrían la marcha y los hermanos junto con él y Lipe se preocupaban de que ningún animal se extraviase por el camino. Uno de los vecinos indicó un establo que se haría cargo del cuidado de los carros y Tomás se dirigió allí seguido de Diego.
Llenos de polvo, sudados y cansados, entraron en la modesta casa de Begoña. El equipaje se limitaba a lo que llevaban puesto, así que organizaron el baño en la cocina para las mujeres y ellos se acercaron a la posada a por la cena y a remojar el gaznate mientras aguardaban la olla.
Begoña estaba encantada con Guadalupe. Era dos años menor que ella y la chica mostraba más mundo y desenvoltura. Le agradó lo parecidos que eran los hermanos, Guadalupe y Juan compartían los mismos ojos color avellana, aunque la constitución de la muchacha era afín a la de Francisco y Diego, más esbelta y proporcionada, mientras que Juan era ancho y alto.
—Echaba de menos un poco de acción —comentaba Guadalupe mientras vaciaba un cubo de agua en la pila de lavar ropa—. Hacía meses que no montaba, aunque también ha sido divertido viajar y visitar lugares diferentes.
—Admiro tu entusiasmo. Tiene que ser doloroso dejar atrás el lugar en el que has nacido. Desnúdate, mientras te lavas sacudo la ropa.
—Llevo mi hogar conmigo. No íbamos a dejar solo a Juan.
—¿Era Juan el que quería venir a España?
—Más que querer, yo diría que no le quedó más remedio si no quería terminar como mi padre.
Begoña recordó que Juan había mencionado que su padre había muerto asesinado y que habían vendido la hacienda ante la presión de los americanos.
—Siento lo de tu padre.
—Gracias. Juan hizo lo correcto, no se iban a quedar sin castigo los asesinos.
Las palabras de Guadalupe la intrigaron.
—¿Lo correcto?
—Por supuesto —afirmó vehementemente—. Los buscó, los retó en plena calle y los mató. No hay nadie más rápido que él —declaró Guadalupe orgullosa.
A Begoña se le contrajo el estómago, lo buscaban por asesinato. ¿Sería esa la razón por la que Sagasta contó con él? ¿Cómo sería buscar a una persona con la intención de arrebatarle la vida? Requería mucha sangre fría. Y su hermana lo admiraba. ¿De qué barro estaba hecha esa gente? ¿Tan dura era la vida allí? ¿No había leyes? Luego se reprochó esos pensamientos. ¿Acaso su padre no había sido asesinado? ¿Y Remi? No podía presumir de vivir en una tierra tranquila.
La casa se quedaba pequeña para recibir a todos. Juan lamentó la modestia del conjunto. Muy alto era el precio que Begoña iba a pagar para obtener la libertad. Imaginó el matrimonio que habría soportado para llegar a asesinar al marido, ¿un marido sádico y lujurioso? Había llegado a la conclusión de que ella había sido la mano ejecutora: motivo y oportunidad. Negó con la cabeza para rechazar las ideas que surgían en la mente.
Había sido el último en lavarse y sacudir la ropa del polvo del camino, aunque perduraba el olor del caballo. Brígida entró con las jarras de agua en la estancia y la siguió. Se habían sentado apretujados alrededor de una miniatura de mesa en el comedor y aguardaban hambrientos al cabeza de familia para dar cuenta del cocido que les habían proporcionado los de la taberna vecina.
—Francisco, ¿todo en orden en el prado?
—He contratado tres hombres para vigilar la yeguada durante la noche, y el mozo del establo dormirá junto a las carretas —informó el interpelado mientras partía y distribuía el pan.
Se sentó, rezó una oración y se abalanzaron sobre el queso y el jamón. Brígida se encargó de repartir las alubias con la berza. Durante un rato, sólo se oyó el ruido de los cubiertos al chocar con el plato y las escasas frases de cortesía para que les alcanzaran el agua o esto o aquello.
—La jornada de mañana será similar a ésta. Desayunaremos fuerte —anunció Juan en los postres.
—¿Cómo nos organizamos para dormir? —planteó Francisco.
—Las damas arriba, Brígida y su hija en el ático, los demás abajo —dijo Juan.
—¡Me pido el sillón doble! —exclamó Diego.
Se levantaron para que las dos mujeres recogieran la cocina. Tomás se ofreció a devolver la olla a los taberneros. Begoña facilitó mantas y cojines para que estuvieran más cómodos y se retiró a su habitación.
Juan decidió arriesgarse y le siguió los pasos en cuanto se aseguró de que todo estaba en orden. Llamó a la puerta y se coló dentro sin aguardar contestación. La encontró ya en la cama y se incorporó sorprendida por la intrusión.
—¿Sucede algo?
—Nada, tranquila. Duérmete —ordenó él y, como si fuera lo usual, procedió a desnudarse.
—¿Qué haces? —La voz delató su inquietud.
—Acostarme. Somos matrimonio. Ya hemos representado la misma pantomima con tu cuñada, la marquesa. No te preocupes, sólo pretendo dormir; mañana nos espera otro día difícil.
—Pero… —se quedó muda cuando él se quitó el pantalón—. ¡Estás desnudo!
—Ya me has visto así, además, ¿de qué te extrañas? Tú también estás desnuda —dijo, señalándole los hombros delatores.
—Creí que iba a dormir sola, en caso contrario me hubiera dejado la camisa. Alcánzamela.
—No es necesario —rechazó y se metió entre las sábanas junto a ella.
Begoña se situó al borde del colchón y puso la almohada entre los dos con una rapidez que no le dio lugar a Juan de impedírselo.
—¿Voy a dormir sin almohada?
—O esto o el suelo. Sinceramente preferiría que fuera el suelo —propuso, alzando la nariz con toda la dignidad que se permitió.
—Prefiero el colchón —escogió Juan. Se puso de lado, de espaldas a ella, ignoró la expresión de furia y empleó los propios brazos de almohada.
Begoña estaba incómoda en la estrecha cama. Maldijo al californiano que le impedía dormirse cuando cada hueso del cuerpo clamaba por el merecido descanso. Al cabo de un rato, escuchó la respiración lenta y pausada del hombre dormido. Suspiró resignada. Intentó relajarse, pero el hecho de estar desnuda en el mismo lecho que Juan no contribuía mucho. La imagen del trasero musculoso y las espaldas bien formadas no la dejaban reposar. La mente saltaba alocadamente entre besos, camisas mojadas y adheridas al cuerpo y sonrisas sesgadas y retadoras.
La despertó el calor. Se había dormido finalmente. El aroma de otro cuerpo le invadió la nariz y sintió que la mejilla descansaba sobre una piel mullida. Se espabiló bruscamente y levantó la cabeza: estaba sobre Juan. ¿Cómo había sucedido esto? Recordó la almohada y la buscó. ¿A dónde había ido a parar? Con mucho cuidado para no despertarlo, intentó retirarse hacia el borde de la cama, pero el peso de él hundía de tal manera el colchón que lo convirtió en una empresa irrealizable. Vencida, aceptó la situación y se colocó de espaldas a él. El silencio era absoluto. Trató de relajarse, cerró los ojos e intentó ralentizar la respiración. Era demasiado consciente de la desnudez de ambos como para dormirse. Si no fuera tan cobarde… Un brazo de él se deslizó reptando por su cuerpo y sintió la cara sin afeitar pegada a la espalda. La respiración sobre la columna le provocó un estremecimiento. A partir de ahí, comenzó una auténtica tortura, pues no se atrevió a moverse y tampoco durmió el resto de la noche.