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Día 22 de julio de 1871.
Ya habían concluido con la pintura de la casa. Era cierto que había más luz en el interior, a pesar del zócalo de madera oscura y los artesonados. Los suelos de la planta baja eran de mosaicos hidráulicos, un invento francés que mandó instalar el anterior conde. Llamaba la atención de los visitantes y no se cansaba de explicar cómo lo descubrió en uno de los viajes para visitar a su padre, que se había instalado en Bayona en su exilio.
Esa mañana había decidido visitar el campo sobre el que estaban levantando el enorme establo y el picadero para albergar las yeguas. El día anterior, el californiano desapareció de madrugada y regresó al caer el sol. Según el informe de Carmela durante el desayuno, repetía la rutina esa mañana.
Se vistió el atuendo de amazona y se trenzó el pelo, como lo hacían las mujeres de los indianos cuando no estaban en sociedad. Reconocía que era mucho más sencillo y cómodo para cabalgar. Era muy difícil mantener cualquier recogido en su sitio pues había que afianzarlo con múltiples horquillas.
Bajó despacio la escalera, recreándose en la amplitud que proporcionaba el color blanco y la ausencia de horribles retratos de gente que no le importaba. Al pie, la aguardaba Carmela con una bolsa.
—Necesitará esto, si quiere resultar convincente a los ojos de los vecinos. —Ante la mirada interrogativa de Begoña, se explicó—: queso, cecina, pan y fruta. Se supone que están enamorados.
—Gracias, Carmela, siempre con los detalles.
—Son los detalles los que nos pierden —sentenció Carmela.
Lipe había enjaezado el caballo de paseo. Colgó la bolsa con el almuerzo, arrastró el animal, cogido por las riendas, al exterior y Lipe la ayudó a montar.
Los prados no eran muy buenos para cultivar, pero sí para el ganado. Se situaban en la margen izquierda del Asón según bajaba de la montaña, en un meandro que dibujaba el río al confluir con el Gándara. Cruzó por el puente antes de entrar en el pueblo.
El ruido de las sierras y de los martillos repiqueteaba en el valle. Las enhiestas peñas que los rodeaban intensificaban el sonido y lo devolvían multiplicado. Ni siquiera se oía el escandaloso caudal del Asón. Las órdenes de Tomás a los trabajadores llegaron antes que la visión. Las ansiadas carretas con el material acababan de detenerse delante del campo y acudían los hombres para descargarlas. Sudorosos y sucios, formaron dos hileras, una de ida y otra de vuelta, como si fueran hormigas. Los observó mientras se acercaba, más interesada en la organización que en otra cosa. Resultaba fascinante la rapidez y la destreza con la que manejaban las maderas, cómo las apilaban según las formas y los largos. Para los bloques de piedra emplearon carretillas, amontonaron cuerdas, clavos de todos los tamaños… De pronto, abrió desmesuradamente los ojos cuando descubrió entre aquellos hombres al californiano, trabajando como uno más. Se encontraba en el mismo estado lamentable y acataba las indicaciones de Tomás sin rechistar.
Respiró hondo ante la sorpresa y la incomprensión de la conducta tan impropia de una persona de su posición. Desmontó y se quedó allí, con las riendas en la mano, bajo la fascinación de lo que veía. Destacaba por la altura junto a los muchachos, con el sombrero vaquero calado sobre los ojos, la camisa sucia y mojada, tanto por el sudor como por el agua que se echaban por encima para paliar el calor veraniego. No se había afeitado y la sombra de la incipiente barba le endurecía las facciones y lo volvía más atractivo, si cabía. Se demoró en la observación, aprovechando que se hallaba enfrascado en una explicación. Era un hombre que recreaba la vista, como quien disfruta con la visión de un buen caballo, se dijo, y al momento esbozó una sonrisa por lo atrevido de la comparación.
—¿Qué te hace tanta gracia?
Se sobresaltó al descubrirlo tan cerca. Se había distraído y no se había percatado de su llegada. Se sonrojó como una niña pillada en una falta y no encontró qué contestar sin desvelar la verdad. Los ojos de Juan brillaron divertidos bajo el ala del sombrero, como si compartieran el secreto de sus divagaciones. Ladeó la cabeza y se apoderó de su boca. Se puso rígida ante el contacto y apretó los labios, el brazo enlazado en la cintura le impedía alejarse. Con la lengua, Juan perfiló cada labio pacientemente y desató una sensibilidad que la estremeció y la enfureció porque fue consciente de su vulnerabilidad. Intentó abofetearlo, pero con la mano libre retuvo el ademán. Se produjo un forcejeo entre ambos brazos, Begoña aguantó la presión que ejercía Juan: ni loca iba dejar que se saliera con la suya. Él, aparentemente ajeno al pulso entre los brazos, continuó mordisqueándole los labios como si fueran un manjar y ella sentía cómo la tensión del cuerpo cedía a las cosquillas que le producían las atenciones del hombre.
—Será mejor que te comportes como una esposa —recomendó Juan a la vez que se separaba con cuidado de ella—, nos están mirando.
—Eres… eres… —susurró, tan indignada que no hallaba la palabra—. Esto no ha tenido nada que ver con ser cariñoso, ha sido un abuso.
—Si vas a mencionar el trato, te recordaré que debemos convencer a todos de que el matrimonio es real —atajó Juan satisfecho. Begoña resopló ante la evidencia de que había perdido esa mano.
Se había expuesto a una situación embarazosa y ahora no sabía cómo salir del aprieto. Aunque no lo pareciera, los hombres estaban pendientes de sus evoluciones y lo que allí sucediera sería del dominio público a mediodía, durante el descanso de media jornada. Confundida y arrebolada, se apartó de su abrazo pero, antes de que ella llegase a decir nada, él se adelantó.
—Ha sido un detalle de tu parte interesarte por las mejoras que estamos introduciendo en nuestras posesiones.
Tomás se acercaba a grandes trancos para presentar sus respetos, así que Begoña siguió la pantomima.
—Explícame cómo va a quedar esto.
—El establo lo hemos situado en la zona más alta y alejada del río —comenzó Juan.
—Será un establo impresionante por las dimensiones que me ha facilitado su excelencia —corroboró Tomás incorporándose a la conversación, pero los aspavientos de uno de los hombres le advirtieron de que lo llamaban y los dejó otra vez solos.
—¿Qué has hecho con la vaquería? —indagó Begoña.
—La vaquería ha sido trasladada a un prado que poseemos cerca del Salto del Oso —informó Juan solícito—. Parece que al viejo vaquero no le ha hecho mucha gracia el cambio. Procuraré compensarlo.
—No te molestes. —Begoña obligó al caballo a seguirla, pues habían iniciado un paseo hacia el río con la intención de apartarse de los oídos de los trabajadores—. No se adapta, Jandro estaba muy apegado al viejo conde. —La voz sonó desfallecida—. Tendrás problemas con él, aunque la edad no lo descarta como peligroso.
Era la primera vez que Begoña demostraba flaqueza.
—No te preocupes, honey.
No pudo evitar que el californiano alargara la mano y le acariciase suavemente la mejilla. La ternura del gesto la conmovió como a una adolescente, sólo que ya no lo era. Nadie le había mostrado ternura, aparte de Carmela, desde que su padre había muerto. Se recobró en seguida, ningún hombre volvería a arrebatarle su libertad.
—Cumpliré con mi parte, pero yo no soy eso: «jonei».
El hombre esbozó una sonrisa ladeada que lo hizo más atractivo a pesar de la suciedad.
—Significa miel. Es un apelativo cariñoso entre los americanos.
—Pues eso, que no soy tu miel.
—Ni yo he pretendido que lo seas —replicó Juan, con la mirada acerada—. Era meramente una cortesía, cualquiera puede apreciar el regusto del limón en tu trato.
La inseguridad se estaba convirtiendo en algo habitual en Begoña desde que había conocido al californiano. Esa mezcla de familiaridad y cortesía innatas en él a ella la desconcertaban, desdibujaban los límites de la relación entre ellos y temía mostrarse remilgada en lugar de una mujer de mundo con posición y educación. Prefería el reproche. Juan se movía con confianza y exponía unas ideas muy claras sobre lo que pretendía. No llevaba un mes y ya había puesto patas arriba una explotación agraria que llevaba años funcionando sola, sin apenas esfuerzo. Y ahora se atrevía a ponerla en su sitio.
Sonó un cencerro y las voces y risas de los hombres llegaron hasta ellos.
—Hora del almuerzo —señaló Juan.
—He traído algo para compartir —recordó Begoña—. Se giró y descolgó la bolsa.
—Voy a asearme en el río.
Con la bolsa en la mano buscó un sitio propicio; descubrió un amplio tocón cerca de la orilla. Se dirigió allí mientras no quitaba ojo al californiano, quien se sacó la camisa por la cabeza y dejó un torso musculado al aire. Se agachó sobre una piedra y se echó agua por el pecho y la espalda, frotándose para retirar el polvo. La proximidad de voces la sacó de la contemplación y apresuró el paso hasta el tocón. Abrió la bolsa y extrajo un paño que extendió a modo de mantel sobre la madera cuarteada y verdosa. Sentía que se le había arrebolado la cara y procuraba distraerse ocupándose de algo; todavía el corazón latía desacompasado ante el recuerdo del beso.
—¿Has traído un cuchillo? —preguntó Juan a su espalda.
Begoña rebuscó en la bolsa sin volverse, pero él siguió andando hasta situarse enfrente de ella, al otro lado del tocón. Levantó la cabeza y sólo distinguió el torso desnudo y moreno, fuerte y atractivo.
—Pues no. Se ha debido de olvidar la cocinera —respondió desviando la mirada.
Juan se sentó sobre la hierba y sacó un cuchillo de una de las botas que calzaba. Begoña no disimuló su extrañeza.
—Nunca voy desarmado —contestó a la muda pregunta—. Es difícil trabajar con el revólver sobre el muslo.
—Ahora que lo mencionas, te diré que no es correcto ir armado. Es como si amenazases a la gente.
—Es una costumbre que me ha mantenido con vida y no voy a cambiar ahora —concluyó sin dejar margen para la discusión. Le pasó un trozo de queso tierno que había cortado junto con una rebanada de pan.
Comieron en silencio, disfrutando del sol y de la tranquilidad del campo. Algunos hombres se sentaron a la orilla del río, un poco más alejados, para comer lo que les habían preparado en casa. Los ojos de Begoña se rebelaron contra la orden de su dueña y escapaban furtivos para resbalar sobre el desnudo cuerpo del californiano. La piel ofrecía una apariencia cálida y se preguntaba cómo sería el tacto. La respiración le daba vida y el vello rizado brillaba con algunas gotas de agua prendidas. Apartó renuente la mirada y suspiró. Un movimiento brusco por parte de él captó su atención.
—Tenemos visita —anunció Juan.
Distinguió al teniente de la Guardia Civil que se aproximaba. Juan se levantó y acudió a su encuentro. No le llegó lo que hablaban, así que se entretuvo con el paisaje. Distinguió a Toño y a Pepe que dormitaban a la sombra de un arbusto, cerca del lugar donde charlaban Juan y el teniente. No le dio ninguna importancia, ya que se trataba de una conversación social, aunque no le gustaban esos dos. Se despidieron los dos hombres y Juan regresó a su lado.
—Nada importante, ¿verdad?
—No. Curiosidad, como todos.
—No me gustan los dos hombres que teníais cerca.
—¿Qué hombres? —El californiano frunció el ceño al tiempo que echaba la vista atrás y distinguía a los jóvenes sobre la hierba—. ¿Quiénes son?
—Toño es hijo de Jandro, el vaquero con el que quieres congraciarte por trasladar la vaquería de lugar, y a su vez primo de los terribles Cobo que asolaron la región. Te dije que estaba muy apegado al anterior conde.
—Cierto —asintió Juan incómodo y preocupado—. ¿Y el otro?
—Pepe Martínez, no se sabe mucho de él, excepto que es un buen trabajador para que Tomás lo mantenga en la cuadrilla. Ha despedido a varios que no daban la talla, es muy exigente, por eso tiene buena fama.
—¿Por qué no es de fiar?
—Porque es la sombra de Toño. Siempre se mueven en solitario.
El cencerro repicó y movilizó a los hombres tendidos a lo largo de la ribera. Begoña se apresuró a recoger los restos del almuerzo. Juan le quitó la bolsa de la mano y la colgó de la silla, se volvió y le pasó un brazo por la cintura y con la otra mano le sujetó la cabeza por la nuca. De esta forma no pudo evitar el beso, tierno y suave sobre sus labios, luego más apremiante y exigente que la obligó a abrir la boca para recibirlo juguetón y seductor. Begoña había interpuesto las manos entre ellos, pero el tacto del torso que la había embelesado durante la comida la distrajo, cálido y sedoso, como había imaginado.
Juan se apartó con la mirada brillante. Begoña tardó unos segundos en recuperar el resuello y en decidir si debía abofetearlo; pero se quedó en una idea frustrada cuando oyó los silbidos y las risas de los trabajadores alrededor de ellos. El californiano intuyó la indecisión y en el rostro se manifestó una sonrisa burlona.
—Al público le ha gustado, honey. Relájate y disfruta de lo que has deseado durante la comida.
Begoña, sofocada, aceptó la ayuda que le ofreció para montar y espoleó la montura para alejarse de allí y del hombre que la había sorprendido en algo tan íntimo. Sin embargo, durante el camino no consiguió normalizar el ritmo del corazón, el sabor de los besos persistía, y en la retina llevaba grabado el cuerpo del californiano, de manera que se encontró frente a la casa sin recordar el camino. Dejó el caballo en manos de Lipe y entró en el edificio. Se cruzó con Carmela en la escalera, quien se interesó por la obra.
—¿La obra? Bien —respondió Begoña despistada.
—Le recuerdo que rectificar es de sabios —lanzó Carmela.
—¿Rectificar?
—Es un hombre de los pies a la cabeza. Yo me lo pensaría dos veces antes de hacer las maletas para trasladarme a Ampuero.
—Carmela, sabes tan bien como yo que no puede ser —dijo Begoña, apretando los labios y endureciendo la expresión. No permitiría que sueños estúpidos la alteraran. Había tomado una decisión y debía ser consecuente con ella; demasiada gente dependía de su resolución.