5
Día 10 de julio de 1871.
Begoña aguardaba en el salón a que bajase Carmela. Todavía se encontraba bajo los efectos de la impresión y no razonaba con claridad. Nunca albergó alguna esperanza sobre el indiano, pero lo que acababa de presenciar ni se le pasó por la mente. ¡Un desarrapado! ¡Un mendigo! ¿En qué estaría pensando Sagasta? Había conocido indianos, indianos ricos, con mal gusto e incultos, pero que, al menos, se lavaban. ¿Cómo iba a justificar semejante matrimonio?
Begoña se movía sin control por la habitación, incapaz de serenarse ante el desastre que se avecinaba. Carmela entró como un ciclón e interrumpió sus pensamientos junto con las idas y venidas.
—¡Dios mío! ¡Qué desastre! —exclamó Begoña incontenible.
—Es pronto para arrojar la toalla. Démosle una oportunidad. Veremos cómo queda después de un baño y un buen afeitado.
—Necesitaría un milagro. ¿Después del baño? ¿No recuerdas la ropa que envió? —Begoña retomó los paseos inquietos por el salón.
—Es joven y no ha abierto la boca. No sea derrotista. Igual nos sorprende —contemporizó Carmela.
—¿Más? Bastante sorprendida estoy ya.
—Sea como sea, tendremos que echar hacia delante. A estas alturas ¿qué le importa todo esto? Podría representar un bonito quebradero de cabeza para quien ya sabemos.
—Si no se lo merienda en un decir Jesús.
—Le aconsejo que se tome las cosas con un poco más de optimismo y que trate de sacar el mejor partido de las cartas que ocupan su mano. Usted lleva las riendas de esta baza, no deje que los imponderables se las arrebaten. Es inteligente, transforme la adversidad en un aliado.
—Sabio consejo, Carmela, me he dejado llevar por el disgusto —se avergonzó Begoña, deteniéndose en medio del salón—. Durante el almuerzo estudiaré al sujeto y veré qué se puede hacer con él. Enseguida correrá la voz de que ha llegado el nuevo conde y todos querrán conocerlo.
—Los que le deben preocupar son los únicos importantes. ¿Cómo reaccionará Ochoa?
—Es cierto. Ese pobre hombre tiene los días contados si no lo vigilamos.
—Si lo asesinan, no permitirán que se vuelva casar. Es impensable el fracaso.
—Estamos en un buen lío.
Begoña se encerró en el despacho que se ubicaba en la base de la torre contigua al salón. Era una estancia cuadrada de amplias dimensiones con una única puerta de acceso y dos ventanas cuadradas de medio metro de profundidad con sendas rejas en el exterior. Una mesa enorme de roble llenaba el centro junto a un sillón de brazos de aspecto bastante incómodo a pesar de los cojines. Altas estanterías tapizaban las paredes repletas de libros y legajos, y en el muro libre de vanos se abría el hueco de la chimenea, vacía y limpia, esperando el regreso del invierno. Tanto en la mesa como en el suelo se desparramaban los papeles. Desde hacía días, buscaba los partes del administrador para estudiar la situación monetaria y el rendimiento de las tierras antes de que llegase el nuevo conde. No había contado con la desidia de su anterior marido. Al menos, había encontrado las escrituras de la finca y de la casa de Ampuero.
El reloj del salón anunció la hora del almuerzo. Suspiró agradecida de dejar ese entuerto y preocupada por el hombre que iba a conocer en el comedor. Al salir, miró hacia la ventana: había dejado de llover, aunque el día permanecía gris.
Entró resueltamente y se fijó en la mesa dispuesta para dos. Carmela había desertado, bien porque había vuelto a cambiar su condición y se había casado de nuevo, bien porque quería dejarles un poco de intimidad para que resolvieran sus asuntos. Dirigió la vista hacia la ventana para cerciorarse de que habían descorrido los visillos y lo descubrió allí, de pie, observándola en silencio.
El cabello, moreno y abundante, caía, ondulado y húmedo, a ambos lados de la cara recién afeitada. Lo llevaba más largo de lo usual y le confería un aire más relajado que contrastaba con la seriedad de la expresión. Los ojos color avellana la escrutaban implacables. La barbilla cuadrada estaba partida por un hoyuelo. La nariz recta conducía a unos labios carnosos que se curvaban en una sonrisa pensativa. Vestía mal, con una americana de terciopelo azul que llevaba desabrochada y dejaba entrever la blanca camisa. Un pañuelo, anudado al cuello, impedía que se le viera el pecho y le daba un aire paleto al conjunto. Si se obviaba la vestimenta, no estaba mal el indiano, incluso resultaba turbador tanto por la altura y el cuerpo bien formado como por la mirada penetrante. Distaba mucho de cómo se lo había imaginado tras la breve presentación en el vestíbulo; aun así, habría que desenvolver el regalo.
—Señor —e inclinó la cabeza levemente como saludo—, debería haberme hecho notar su presencia —le reprochó.
—Creo que llamarnos por el nombre sería lo apropiado entre esposos —indicó cauto—. Mi nombre es Juan. Y es cierto, mi comportamiento es imperdonable; sin embargo, cuento como excusa que tu aparición me dejó sin palabras, aunque lo que me gusta, sobre todo, es la nariz.
—Vaya, dominas las artes de salón. Has convertido una disculpa en un halago —respondió Begoña, incómoda por el tuteo con un desconocido.
El hombre se movió hacia ella y la mesa sirvió de salvaguarda. Mejor así, pensó Begoña, había perdido la seguridad que la caracterizaba. Le agradó el cálido acento de la pronunciación, pero le desconcertaba la mirada inquisitiva y burlona.
—San Francisco se ha convertido en pocos años en una ciudad como pueda ser Madrid de grande. Seguramente, algunas de nuestras costumbres resulten chocantes aquí, pero la educación es universal, como he podido constatar en los lugares que he visitado.
—Lo siento, no he querido parecer descortés. Me he dejado llevar por los tópicos —se disculpó sonrojada.
—Bonita forma de llamar a los prejuicios —acusó Juan.
—¿Llevas mucho tiempo en España?
Begoña se sentó a la mesa según formulaba la pregunta, sin darle lugar a que la ayudara con la silla. No se explicaba el porqué, pero deseaba que se mantuviera lo más alejado de ella, bastante le costaba mantener el tuteo. Antes de responder, él la imitó y se sentó a la cabecera. Begoña intuyó que estaba acostumbrado a ocupar ese sitio. Toda su persona exudaba masculinidad y autoridad. La conversación la obligaba a mirarlo a la cara, así descubrió que se hallaba ante un hombre joven, a pesar de los labios agrietados y el color moreno de la piel a causa de los días que había vivido a la intemperie.
—Desembarqué en Cádiz hace dos meses, en abril. Sinceramente, han sucedido tantas cosas que me parece muy lejano ese día.
—Como casarse. ¿Quién se lo iba a decir? —Begoña cerró los ojos, lo había vuelto a hacer—. Lo siento.
Herminia llegó con la ensalada y la conversación quedó interrumpida. Lara escanció el vino en las copas y se retiraron juntas.
—Antes mencionaste las costumbres chocantes. ¿Qué te resulta extraño de las nuestras? —retomó la conversación Begoña.
—La comida.
—Comprendo que no es mucho para un hombre, pero nos ha cogido desprevenidas tu llegada. Mañana te ofreceremos algo más apropiado.
—Hablaba en general. En California se come mucha carne a la brasa: conejo, vaca, cordero. Aquí todo es guisado o hervido con legumbres y verduras.
—¿Cómo es aquello? Me comentaste que San Francisco es una ciudad como Madrid —animó Begoña a que siguiera, de esta forma lo observaba discretamente.
—¿Te has asomado al mar? Así es el estado de California. Las praderas son inmensas, los montes altísimos, los desiertos inabarcables, bosques extraordinarios con árboles de muchos metros de circunferencia en sus troncos, los llaman secuoyas. Todo lo que imagines, hiperbolizado.
—¡Increíble! —exclamó Begoña impresionada. Percibió que hablar de su tierra lo había relajado.
—Me recuerdas a mi hermana.
—¿Tienes una hermana?
—Tengo hermanos, a los que espero dentro de un mes o así.
Begoña se irguió alarmada.
—¿Van a vivir aquí? ¿Con nosotros?
—No lo había hablado, pero Sagasta conocía mis intenciones de asentarme con la familia.
—¡Sí, sí, claro! —corrigió precipitadamente Begoña.
—Lamento el malentendido, pero no puedo enviarlos de vuelta a Nueva York.
—¿Cuántos son?
—Tres: Francisco, de veintitrés años; Guadalupe de dieciocho y Diego de dieciséis —enumeró Juan.
—Habrá sitio para todos —decidió, aunque era un serio inconveniente con el que no contaba.
Begoña se centró en la comida para evitar la mirada de él. No había sonreído una sola vez y, sin dejar de ser amable, se había limitado a responder sin añadir nada personal. Un hombre extraño.
—Me alegro. Necesitaré las escrituras de la casa en las que se especifican las tierras, las medidas y dónde se encuentran situadas.
—¡Ajá! Se terminaron las cortesías y dejamos sitio a la codicia —atacó Begoña, entrecerrando los ojos.
—Confundes codicia con pragmatismo —sentenció el californiano, y se apoyó en la mesa—. Yo vine a España a instalarme con mi familia. Estaba dispuesto a comprar casa y tierras para dedicarnos a la cría de caballos. Sagasta se enteró y me ofreció una vía más rápida para lograr mis intereses. Fin de la historia. Por esta farsa de matrimonio, me pertenece todo esto y tengo derecho a saber exactamente lo que he adquirido.
—Rápido y directo. Son mucho mejores de lo que habrías podido adquirir con tus medios.
—Eso es una cuestión que no voy a discutir.
—He revuelto la biblioteca buscando las cuentas del anterior conde y ha sido imposible sacar algo en limpio. Cuento con un administrador. Habrá que preguntarle a él.
—Tengo entendido que tu marido no falleció ayer.
Begoña frunció el ceño y se removió inquieta.
—¿Qué quieres decir con eso? ¿Que soy una despreocupada? Otros problemas más acuciantes han acaparado mi atención.
—Como por ejemplo planificar esta farsa y perder todos los derechos sobre el condado. Además, acabo de comprobar que no te entusiasma la palabra marido.
Begoña se irguió todo lo que le permitieron el cuerpo y el corsé, levantó la cabeza orgullosa y contraatacó.
—No te atrevas a juzgarme por ser mujer. Juego una partida que otros comenzaron por mí. Me defiendo a mi manera.
—Al contrario que tú, yo no albergo prejuicios, me he limitado a constatar un hecho.
Begoña observó al californiano que se mantenía impasible y relajado. Su cuerpo emanaba fuerza, su mirada, desconfianza. De cualquier forma, seguía siendo un desconocido. Aparte de que tenía hermanos y de que California era muy grande, no había obtenido mucha más información. Espiró agotada por los nervios y por el esfuerzo de mantener una fachada pero, si pensaba que los problemas de ese día habían concluido, el anuncio de Carmela que llegaba con el café lo desmintió.
—El capitán Ochoa y dos asistentes están desmontando en el establo. ¿Debo traer más café?
—No, los recibiré en el vestíbulo.
—Sí, acompáñalos hasta aquí —contradijo Juan con voz autoritaria—. Ahora soy yo quien lleva la iniciativa.
—No sabes a quién te enfrentas y desconoces los problemas políticos que acechan el valle —refutó airada Begoña.
Carmela se quedó indecisa.
—Los recibiremos aquí —repitió Juan, con la mirada y un movimiento de cabeza envió a Carmela a la cocina a cumplir con la orden—. Y si quieres resultar convincente, alegra esa cara de enfado. Se supone que nos encontramos en las mieles del matrimonio.
Begoña se apresuró a fingir una sonrisa en cuanto oyó la voz grave del capitán Ochoa que requería ser recibido por la condesa. Herminia se presentó en el umbral de la puerta y lo anunció. La voz de Begoña se quedó en su garganta, cuando la fuerte mano del californiano se apoyó en la suya y le tomó la delantera.
—Hazlo pasar, por favor, Herminia.
Entró un hombre uniformado, de mediana estatura y ancho de espaldas, era guapo y las mujeres se lo habían hecho saber por cómo se movía, con aire de seguridad y poder. Begoña captó la ausencia de una expresión de sorpresa, los partidarios del pueblo le habían informado de los cambios en la casa. El capitán apenas la miró y se dirigió al californiano.
—Caballero, nos sorprende en la sobremesa. Tenga la bondad de compartirla con nosotros —invitó el indiano—. Es la primera visita social que atendemos desde mi llegada. En realidad, todavía no es oficial.
—Soy el capitán Ochoa, mi compañía está acuartelada en Bilbao, aunque ahora se encuentra de maniobras en las Encartaciones. He aprovechado la proximidad para visitar a la condesa en el convencimiento de que se hallaba sola.
Cuando pronunció las últimas palabras, dirigió una mirada de reproche a Begoña.
—Le agradezco su preocupación por la comodidad de la condesa. —Juan se deshizo en una sonrisa y habló en un tono suave y laxo que dejó a Begoña extrañada ante el cambio que se había producido en el hombre con el que hasta ese instante había compartido la mesa—. Conocí a la condesa en Santander, donde coincidimos en el hotel. Su hermosura y su gracia me cautivaron en cuanto la vi.
Begoña sintió que los dedos fuertes se desplazaban de su mano a su barbilla y la obligaban a girar la cabeza hacia el supuesto enamorado. La sonrisa y los ojos avellana inundados de ternura la atraparon y la arrastraron hacia el hombre impenetrable con el que había almorzado.
El carraspeo de un contenido Ochoa los devolvió a la realidad de la que, por unos instantes, se habían evadido.
—Estará de acuerdo en que es imposible no enamorarse de una mujer así.
Begoña se asombró del aplomo del californiano que ahondaba en la herida del pretendiente desdeñado. ¿No le había informado Sagasta de la situación?
—Efectivamente, es una mujer muy hermosa —corroboró Ochoa, concentrándose en el petimetre que se sentaba a la cabecera de la mesa.
Entró Herminia con un nuevo servicio de café. Mientras lo desplegaba ante el capitán, el californiano se volvió más imprudente.
—Y dígame, capitán, ¿cuál es la situación política? Como recién llegado, estoy hecho un lío. Mis noticias eran que el carlismo había desaparecido, pero me han informado de que es un partido que está en alza.
—¿Cuáles son sus preferencias? —preguntó a su vez Ochoa.
—Aquellas que mantengan el orden. La guerra me produce escalofríos. He regresado a España para descansar y vivir en paz.
Ochoa sonrió sesgadamente.
—Eso dependerá del bando que escoja.
—El que tenga más posibilidades de ganar, obviamente; lo contrario sería ridículo —movió una mano indolentemente.
—Me complace que sea una persona abierta y sin prejuicios —se bebió el café de un trago—. Con esa filosofía vivirá más años.
Sin embargo, a Begoña, esas palabras le sonaron a toque fúnebre.
—Esa es la filosofía que me ha encumbrado —sonrió el californiano petulante.
Begoña se concentró en la taza de café que sostenía para que el capitán no advirtiera su vergüenza.
—Debo regresar antes de que caiga la noche. Les agradezco el recibimiento que me han dispensado y les expreso mis más sinceras felicitaciones por el enlace —dijo el capitán al mismo tiempo que se ponía de pie.
—Lo acompañamos hasta la puerta —se apresuró Juan a levantarse y se dirigió a Begoña—, ¿o eso no es correcto en un hombre de mi posición, honey?
Begoña deseó que la tierra se la tragara. No podía ir peor la entrevista. La expresión seria de Ochoa se había transformado en divertida. No hacía falta ser adivina para conocer los pensamientos que albergaba. La cuestión era ¿cuánto tiempo le concedía al indiano?
—No hace falta que le inquiete la etiqueta conmigo, excelencia —disculpó enfatizando el tratamiento—, soy un simple militar.
En cuanto escuchó cómo el capitán Ochoa dejaba la casa, Begoña se volvió lívida hacia su recién estrenado marido.
—¿Así que con el bando ganador? ¿Te gusta jugar con fuego? Porque eso es lo que llevaba en la mente ese hombre.
—Exageras. Sin embargo, tú necesitas unas clases de interpretación. Eres demasiado transparente. ¿Crees que el capitán se ha creído tu incondicional rendición a mis encantos?
Begoña entrecerró los ojos y observó el semblante serio de Juan. No, no bromeaba. Le desconcertaban esos cambios de actitud. Ese hombre tenía más pliegues que un acordeón.