7
Día 12 de julio, por la noche.
Begoña había pasado la mayor parte de la mañana cabalgando. Se había acercado a Gibaja, donde se tropezó con la Guardia Civil que bajaba de Guardamino con el muerto. Había comprado un par de tonterías en el mercado de la plaza y había compartido chismorreos de la comarca con la esposa del alcalde, una mujer que estaba al tanto de todo lo que sucedía. Incluso se atrevió a preguntar por su nuevo marido. Con una sonrisa cómplice y los ojos en blanco aseguró que le habían susurrado que el conde era un joven muy bien parecido, a pesar de la peculiar forma de hablar.
—Pronuncia correctamente —lo defendió Begoña—. Es el acento de alguien con costumbre de conversar en otro idioma.
—¿Otro idioma? ¿No es indiano?
—De California. Allí ahora hablan el inglés.
Begoña abandonó Gibaja sulfurada. El dichoso indiano le iba a causar más de un quebradero de cabeza. En sus planes se figuró que todo resultaría más sencillo. Había conocido indianos y era gente dicharachera, muy de contar su vida al otro lado del Atlántico, de dar órdenes y de sentirse superiores a los demás mortales por el hecho de regresar podridos de dinero.
Su indiano no se parecía en nada a ésos. Llevaba tres días en Ramales y, aparte del nombre, no sabía mucho más de él. Intuía algo extraño y se preguntaba qué ocultaba. Cada vez tenía más claro que el hombre que se presentó ante Ochoa no era el hombre que se mostraba a ella. Si hubiera sido un peninsular, podría pensar que Sagasta se la había jugado, pero eran demasiadas cosas las que lo denunciaban como colonial. Tampoco rezumaba dinero, ni siquiera lo había nombrado.
—Hoy ha sido un día caluroso ¿preparo el baño? —Carmela la abordó al principio de la escalera de piedra.
—Sí, será una forma relajante de terminar el día. Me han calentado la cabeza. Sólo se habla del muerto de Guardamino y del nuevo conde.
—El nuevo conde lleva ausente todo el día, aunque no anda muy lejos. ¿No debería acompañarlo para que no lo maten tan pronto? —apuntó sarcástica.
—Son capaces de hacerlo delante de mí para restregármelo por la cara. ¡Ay, Carmela! ¿Sabes lo que más siento? Que tenga hermanos, una familia. No había previsto eso.
—Es tarde para arrepentirse. Después del baño, se encontrará mejor.
Begoña pasó un rato estupendo en el agua y recuperó el buen humor. Herminia había recogido las ropas, así que se envolvió en uno de los lienzos de lino que empleaba para secarse. Escurrió y desenredó el pelo con brío. Era una delicia bañarse con calor, no como en invierno, bajo una fuerte tiritona y con las uñas azules, con el placer añadido de estar desnuda y recorrer descalza la distancia hasta la habitación. Abrió la puerta y salió al corredor justo en el momento en que asomaba su flamante marido en lo alto de la escalera.
Se quedó paralizada por la sorpresa, sus ojos se encontraron con la mirada avellana de Juan, quien la recorrió de arriba abajo sin consideración. Instintivamente, retorció la esquina del lienzo para asegurarse de que no se le caía y lo único que consiguió fue que se ciñera más al cuerpo y no dejase nada a la imaginación, acentuando la silueta de las curvas. Cuando logró reponerse, el primer impulso fue el de echar a correr; sin embargo, el orgullo se lo impidió. Con paso lento y comedido se encaminó al cuarto y cerró la puerta, como si se hallara sola. Una vez al resguardo de su escrutinio, se apresuró a tomar asiento pues sentía las piernas flojas. Nunca olvidaría la mirada del californiano: admirativa, divertida, hambrienta. ¿Hambrienta?
Los indianos presumían de las mujeres melosas y voluptuosas de las colonias. Hablaban de sus deleites y ardientes amores en voz baja, con éxtasis. ¿No había retozado con esas hembras apasionadas?
Le oyó trastear en la habitación de al lado. Luego, las voces de Herminia y Lara que acondicionaban el baño para el caballero. Después, nada. Suspiró y emprendió la tarea de vestirse. Decidió dejar de lado el color de alivio, había vuelto a casarse y no estaría bien visto que guardase respeto al anterior marido. Se asomó a la ventana que daba a la solana: el valle se había entregado a las sombras que proyectaban las altas montañas que lo rodeaban, mientras que las cumbres resplandecían con el brillo de los postreros rayos de sol. Los ganaderos habían asegurado una semana de calor. Eligió el vestido de acuerdo con el estado de ánimo, en ese instante, soleado y alegre: uno en tonos crema.
Solía vestirse sin ayuda desde el día en que discutió con Carmela a causa del apretado corsé. Ahora lo hacía ella misma y el corsé quedaba más suelto y menos agobiante. Se ató el polisón en la cintura y abrochó la falda. Carmela la reprendía porque eso requería emplear una talla mayor de blusa, pero a ella no le preocupaba. Necesitaba sentirse cómoda y libre. Suficiente tortura era ya soportar aquella carga de telas y perifollos que le impedían libertad de movimientos y las convertían en víctimas fáciles y frágiles a las persecuciones de los hombres. Si por cualquier avatar del destino necesitara correr para salvar la vida con esa indumentaria, podía darse por muerta. Esa idea se le antojó premonitoria y un escalofrío recorrió su cuerpo.
Se sentó ante la mesa del espejo y probó varios recogidos. Carmela llamó a la puerta y entró.
—Llego a tiempo. El conde se está vistiendo. ¿Qué recogido prefiere hoy?
—¿Qué horrible chaqueta se pondrá esta noche?
—Es cierto que no destaca por el buen gusto en el vestir, pero es bien parecido.
Begoña suspiró. Recordó el encuentro en el pasillo y se ruborizó. No se sentía con ánimo para hacerle frente, pero no le quedaba más remedio; en caso contrario, le dejaría ganar terreno sobre ella.
—Usted también se ha percatado de su planta. Ha puesto mayor empeño en arreglarse que otras veces.
—No digas tonterías. Estoy cansada de colores tristes, me ha inspirado el día.
Bajó directamente al comedor, donde Juan la aguardaba de pie, junto a la ventana, como el día en que lo conoció. Había dejado las chaquetas de terciopelo de colores brillantes y había optado por un traje de lino en color beige que marcaba el cuerpo bien formado. La camisa blanca y la corbata de lazo del mismo color realzaban el color tostado de la piel. El cabello largo, casi seco, se ondulaba sedoso enmarcando el rostro. Los ojos avellana la examinaron con la misma intensidad que ella lo había hecho a su vez, sólo que no necesitaba su aprobación.
—No hace falta que me mires así. Es la primera vez que vistes con cierto estilo. —Detuvo con un gesto de la mano un amago de respuesta de parte del californiano—. No lo digo por mí, es algo que no me incumbe ni me incomoda. Si quieres moverte en sociedad en un futuro, tendrás que aprender las costumbres y la moda de aquí.
—Gracias por el interés tan desinteresado que muestras —contestó Juan serio mientras retiraba la silla para que tomase asiento. El gesto le permitió situarse a la espalda de Begoña y acercarse lo suficiente para que le llegara a ella el olor penetrante del sándalo, una especia muy cara que se empleaba en perfumería—. Para mí es imposible ignorarte, cuando persiste en mi retina la visión de una Venus recién salida de las aguas. Lástima que Botticelli no se encuentre ya en este mundo para plasmarte en un lienzo.
Embriagada por el perfume, con el aliento de él sobre el cuello y la sugerencia de sus palabras, sintió cómo respondía el cuerpo. Tomó asiento para disimular la lasitud que la envolvió en un segundo y se ocupó con la servilleta para encubrir lo mucho que la había afectado.
—¿Botticelli? Nunca lo hubiera sospechado en tus labios. —La alusión a su desnudez la dejaba inerme y la necesidad de hacerle daño se volvió inevitable.
Sin contestarle, se recostó en la silla y se dedicó a contemplarla mientras esperaban a que los sirvieran.
—¿Nadie te dijo que es de mala educación mirar tan fijamente?
—Estás mucho mejor sin esos colores tan tristes. Rebosas juventud, salud.
—También es una falta de cortesía hacer referencia a un momento comprometido.
—El pelo suelto o arreglado de una forma más natural trastornaría a cualquier caballero. Nunca he comprendido por qué las mujeres se castigan de ese modo con esos peinados tan retorcidos.
—¿Has escuchado algo de lo que he dicho? —Begoña elevó la voz, ya que comenzaba a perder la paciencia.
Por fortuna, entraron Lara y Herminia con el vino y la fuente de la comida. Intercalaron las palabras justas y apropiadas al servicio de la mesa y, durante esa tregua, Begoña recompuso los nervios que la habían traicionado.
El californiano permaneció impasible, no manifestó ni júbilo ni sarcasmo. Comenzó a comer lentamente, como hacía todo: las maneras eran suaves, los pasos precisos pero sin prisas, la forma de hablar. Se tomaba tiempo, aunque eso no era sinónimo de pereza. Había comprobado que el californiano madrugaba, había organizado la biblioteca y los papeles en una mañana. Carmela le había comentado que se había entrevistado con las personalidades de la villa y había puesto al corriente su situación como nuevo vecino en la Casa Consistorial. No, la pereza no era uno de sus defectos. En realidad, desconocía cuáles eran porque seguía sin saber más de él que el primer día.
—¿A qué te dedicabas en California? —contemporizó.
—Regentábamos un gran almacén en San Francisco que abastecía toda la ciudad y los alrededores. ¿A qué se dedicaba tu padre?
El hombre establecía sus reglas en el interrogatorio, dedujo Begoña.
—Era médico. Tal y como lo explicas debió de ganar mucho dinero.
—Humm, sí, aunque Francisco y yo preferimos la cría de caballos. ¿Cómo permitió que su hija contrajera matrimonio con un hombre que le triplicaba la edad?
A Begoña se le encogió el estómago al rememorar aquel año; lívida, se volvió al californiano.
—Mi padre dio la vida por mí —susurró entre dientes.
Le invadieron de pronto unas ganas incontenibles de llorar, pero no quería darle esa satisfacción a un desconocido, así que se levantó violentamente y salió del comedor sin volver la vista atrás. Se cruzó en el vestíbulo con Carmela y, con la mirada fija en la escalera, comenzó a ascenderla. Ansiaba refugiarse en el cuarto, llorar su dolor a solas, hundirse en la autocompasión, en la culpabilidad.
Allí, echada sobre la cama, lloró desconsoladamente hasta que el cansancio la venció. El abrir y cerrar de puertas en la habitación de al lado la espabiló. Ignoraba cuánto tiempo había transcurrido. El cuarto se encontraba en la penumbra, iluminado tan solo por la luz de la luna que entraba por la puerta de la solana que permanecía abierta.
Se sobresaltó al oír unos ruidos estridentes, parecían notas desafinadas. Todavía se encontraba alterada. Las maderas de la solana crujieron al recibir el peso de un cuerpo. Se incorporó y se tensó, aguardando a que el californiano se asomase a la puerta.
Ahora las oyó con claridad: eran las notas de un violín. Se acercó a la puerta y salió al exterior. Juan se encontraba de espaldas, en mangas de camisa y con el chaleco del traje. La impresionó con el instrumento instalado en el cuello, al que arrancaba una melodía con el arco que manejaba delicadamente con las grandes manos. Se volvió y la inundó de su pasión sin dejar de tocar, la acariciaba con los ojos avellana, con las notas, con la suavidad de movimientos de las manos rudas y acostumbradas al caballo y que ahora bailaban al compás de la exigencia de la música. La camisa abierta ofrecía la visión del pecho oscurecido por una suave mata de vello. La melodía era pegadiza, llena de sentimiento. Begoña se sumergió en el placer, cerró los ojos, notó cómo le calaban las notas y su cuerpo se meció lentamente, casi podía tararearla, la hacía olvidar y a la vez despertaba algo dormido en lo profundo del alma. Los aromas dulzones de las plantas en verano saturaban el aire cálido. Que no acabase nunca, deseó, pero terminó. Y unos labios, cálidos y tiernos, rozaron los suyos y la trajeron al presente de golpe.
—No he podido evitarlo —se disculpó él—. Estabas preciosa con los ojos cerrados y la felicidad instalada en tu cara. Me alegro de que disfrutes con la música. Al menos, compartimos algo más que un matrimonio ficticio.
—No necesitamos nada en común, excepto el acuerdo —le recordó, frustrada porque había regresado a la realidad, porque había arrastrado a un inocente a su particular guerra, porque nada salía como había planeado y allí tenía, delante de ella, al causante de todos sus males.
—Acuerdo que consiste en no consumar el matrimonio, pero no leí nada acerca de besos y abrazos —sonrió con descaro.
—Se sobreentiende —explicó recelosa.
—No. En eso te equivocas. Yo beso y abrazo a mi hermana y no lo considero consumar nada. Se llama muestra de cariño.
—Pues no quiero muestras de cariño entre nosotros.
—No sé si podré hacer algo al respecto. Soy muy cariñoso y acostumbro a demostrarlo. —Begoña iba a replicar, pero Juan no se lo permitió—. Me escucharás tocar muchas cosas. Si quieres volver a oír la pieza de esta noche no tienes nada más que pedirme la «Serenata» de Schubert.
Se dio media vuelta y entró en su aposento silbando la pegadiza melodía. Begoña se quedó de pie, con la mirada colgada en los montes, aunque sin apreciar las formas oscuras que se recortaban contra el cielo del anochecer. Los labios palpitaban con vida propia, con el recuerdo del calor de unos labios masculinos, sedosos y tiernos. Los rozó con las yemas de los dedos para asegurarse de que había sido real. Sólo habían conocido el dolor y la exigencia de otros más torpes y secos. Notó humedad en ellos y reparó en que eran lágrimas que habían brotado de nuevo sin ser solicitadas. Se las limpió con el dorso de la mano y entró en la habitación. Todavía oía a su vecino que tarareaba la «Serenata». No la olvidaría nunca, ni el momento vivido en la solana. Lo guardaría como un tesoro en la memoria.
Juan había mantenido una pequeña charla con la renuente Carmela cuando Begoña abandonó el comedor. La condesa era una mujer imponente: inteligente, hermosa, de carácter. Acostumbraba a acompañar a su padre por los montes de las Encartaciones, atendiendo a los enfermos y parturientas, hasta que un día lo reclamaron para atender a un noble de Ramales, herido durante una cacería. A partir de entonces, la vida se convirtió en un infierno y los carlistas amenazaron al padre con la vida de la hija y a la hija con la vida del padre para complacer el capricho de un noble que poseía las llaves de la comarca. Habían quebrado su espíritu, la habían humillado y el padre fue asesinado a los tres meses en pleno monte, sin testigos. Él conocía en primera persona lo que era la impotencia y también lo que generaba: el resentimiento, el odio, la venganza. No eran pasiones que recomendase a nadie. Llevaba muchos días sin ensayar, así que abrió el armario y sacó el estuche de un violín.
Siendo un niño, conoció a un violinista irlandés que alegraba las reuniones de los colonos tocando bailes y baladas. Quedó prendado de la magia que salía del instrumento y se empecinó en aprender a tocar. Él también quería hacer magia y sus padres se lo permitieron. En la misión de San Rafael, donde había estudiado desde niño, aprendió el solfeo y dio los primeros pasos. Después, un viajero polaco le enseñó durante un invierno para pagarse la manutención. No era un virtuoso, pero sí lo suficientemente diestro como para disfrutar con el instrumento. Había adquirido en Madrid las últimas composiciones de Liszt y de Schubert que habían llegado de Centroeuropa, recién estrenadas según el librero. Eran unas composiciones muy bellas y muy acordes con el estado de su ánimo. Lo afinó, abrió la puerta que daba a la solana y comprobó si estaba abierta la puerta de la habitación de Begoña. Volvió a entrar, se quitó la chaqueta y el pañuelo para estar cómodo, cogió el violín y regresó a la solana.
Lo que sucedió después ya era historia. No pudo sustraerse a la belleza que se le ofrecía. Juan se metió desnudo en la cama con la pistola debajo de la almohada, un hábito que no había abandonado. Se quedó contemplando la puerta abierta del balcón. Una vez que se acostumbró a la penumbra, apreció la escasa luz de una luna creciente. Había dormido frecuentemente al raso, allá en California, y le gustaba sentir el aire fresco. No conseguía borrar de la mente el beso que le había dado a Begoña. Había sido un impulso que le podría haber costado caro pero, por primera vez, la había sorprendido con la guardia baja. Estaba relajada, confiada, entregada a la música. No pudo resistirse. Demasiado tiempo sin una mujer entre los brazos. Desde el fallecimiento de sus padres no había descansado ni un minuto. Las decisiones, la responsabilidad al convertirse en la cabeza de familia, la venganza y la venta de las posesiones habían absorbido toda su vitalidad. Luego el viaje, los negocios y la búsqueda de un nuevo hogar. Después de todo, no había tanta diferencia entre San Francisco y España; al final, los asuntos se resolvían a tiro limpio.