2

Día 3 de julio de 1871.

La tenue luz de un gris amanecer iluminó la estancia. Desde que contrajo matrimonio por poderes en una iglesia de Santander, a medida que transcurrían los días sin noticias de su nuevo marido, dormía peor. La incertidumbre le estaba pasando factura.

Confiaba en que el acuerdo se respetara; aun así, hasta que concluyeran los seis meses, no descansaría. Luego sería libre, libre de verdad. Se estiró bajo las sábanas de lino con complacencia.

Una discreta llamada en la puerta anunció la entrada de Carmela. Desde que su madre falleció a causa de unas fiebres y su padre la contrató como señorita de compañía, no se había separado de su lado. Carmela tenía treinta y seis años, vestía sobria pero elegante, bien parecida, de rasgos finos y cabello castaño, los ademanes y los gestos transmitían confianza y seriedad. Cuando fue obligada a contraer matrimonio, se prestó a seguirla en su calvario. Todavía se estremecía de repulsa al recordar al viejo carcamal, los babeantes besos, las lujuriosas manos sobándola. Apartó los desagradables recuerdos del difunto marido con un suspiro y se incorporó en la cama.

—El buen tiempo se ha cansado y ha decidido inaugurar el mes de julio con lluvia —anunció Carmela. Se dirigió con paso resuelto hacia la ventana.

—Para el campo será una bendición —replicó Begoña.

—¿Cómo es que no le han dado una descripción del hombre?

—Déjalo ya, Carmela. Ignoraban quién se prestaría. Carece de importancia. No podrá tocarme o se romperá el acuerdo. Lo dejé muy claro.

La posibilidad de que otro hombre dispusiera de ella como lo había hecho el difunto Miguel, conde de Nogales, la enfermaba. En el mismo entierro, no habían terminado de echar tierra sobre el finado cuando don Nicolás, apelando a los designios del Señor, le anunció su próximo enlace, una vez cumplido el luto de rigor. Por esa razón había decidido adelantarse a los acontecimientos y trazar su propio destino.

—Sin embargo, no pega ojo —recriminó Carmela.

—Mi vida vuelve a dar un giro. Estoy inquieta ante la reacción de Ochoa y los suyos. No hay que subestimarlos.

—El plan es bueno —admitió Carmela—, a pesar de que haya sacrificado el título y parte del patrimonio que tenía bien merecidos.

—Si me permite ser dueña de mi persona, bienvenido sea.

—¿La única referencia que se hacía en el mensaje era el origen californiano?

—Será un patán enriquecido ante el que Sagasta ha agitado hábilmente el título y las tierras y ha aceptado lleno de codicia.

—Fácil para manejarlo.

—Ojalá que don Nicolás caiga fulminado de un ataque de apoplejía cuando reciba la noticia —soñó Begoña.

Begoña abandonó las cálidas sábanas, se sentó en la mesa tocador y se quedó mirando la imagen que le devolvía el espejo.

—Se ha quedado muy pensativa —observó Carmela, mientras le desenredaba el pelo con un cepillo de plata.

—¿Qué cara pondrá Iñaki Ochoa?

—¿Ese descarado, engreído y ambicioso? Cada uno consigue lo que se merece —sentenció Carmela—, aunque no hay que olvidar que es peligroso. Dios quiera que el indiano tenga suficiente hígado para mantenerlo a raya.

—No me preocupa. Por la cuenta que le trae, Sagasta no me dejará desamparada. Al menos, concedámosle el beneficio de la duda.

Abrió un cajoncito del pequeño bargueño que descansaba sobre la mesa en la que se acicalaba y sacó un pliego. Era una misiva en la que Sagasta informaba de que el acuerdo había sido aceptado y la inminente celebración de la boda en Santander, lejos de los tentáculos de don Nicolás. Aseguraba que el novio superaría sus expectativas con creces y, añadía, que no hacía falta que se lo agradeciera.

Las últimas palabras no sabía cómo interpretarlas, si de forma sincera o irónica. Sólo quedaba aguardar para averiguarlo.

Durante el desayuno organizaron el día. La semana anterior, de regreso de Santander, habían visitado la casa de Ampuero en la que residirían en cuanto consiguiese la anulación del matrimonio. Habían trasladado algunos muebles de la casa solariega, aquellos que deseaba conservar, bien por su valor o por su utilidad, antes de que el nuevo propietario los viera y los echara en falta más adelante. También habían trasladado una docena de vacas a los establos de Ampuero.

—No hay mucho que hacer si no puedo montar a caballo —comentó Begoña con el aburrimiento dibujado en la cara.

—Debería guardarse su excelencia —recomendó Carmela—. En cuanto corra la voz del nuevo matrimonio, su vida puede peligrar.

—La mía no, Carmela. Yo soy imprescindible. La del indiano: a rey muerto, rey puesto.

—¡Santo Dios! No lo había pensado. Hemos condenado a un buen hombre a la muerte.

—¿Desde cuándo los hombres son buenos? Éste acude al olor del dinero y del título. No seas necia —refutó Begoña, lejos de sentir ningún arrepentimiento.

Begoña no estaba dispuesta a perdonar. Creció junto a su padre, un médico rural de las Encartaciones, una comarca de Vizcaya entre montes. Era un hombre liberal en medio de un ambiente aferrado a las costumbres ancestrales y fiel al absolutismo; no era gente que aceptase plácidamente los cambios. A causa de su profesión se movía libremente y era respetado por el pueblo; o al menos, eso pensaba él. Como se encontraba muy solo, la llevaba en todos sus desplazamientos, por lo que aprendió a cabalgar y a orientarse por los montes. Su padre le enseñó a disparar la escopeta para defenderse de las alimañas o de algún desaprensivo refugiado en las alturas, aprendió a leer, a escribir, a calcular, anatomía y química para ayudarle a confeccionar ungüentos y jarabes, pues no siempre disponían de un boticario a mano, mientras velaban a los enfermos o aguardaban un parto.

Un mal día su padre fue reclamado para atender a un herido en casa de los Baigorri. Habían organizado una cacería por los montes y uno de los invitados había sufrido un accidente. Era un hombre mayor, vecino de Ramales, un pueblo de la provincia de Santander que lindaba con Vizcaya. Begoña no le prestó mayor atención, entre otras cosas, porque un joven capitán, Ignacio Ochoa, se ocupó de captar la suya. Era un hombre recio, guapo a su manera, de facciones correctas y mirada cariñosa. La embelesó con palabras agradables y atenciones inusuales durante los tres días que permanecieron alojados allí para que su padre se ocupase del paciente.

Esos tres días quedaron grabados en su ingenuo cerebro como un acontecimiento especial. Era la primera vez que conversaba con un joven que despertase sus sentimientos de mujer, acostumbrada a que los mozos del pueblo se mantuvieran apartados ante la incomprensión de una educación tan liberal. Ella tampoco contribuyó a un acercamiento con elementos tan cerriles. Su mente mariposeaba con otras ideas cargadas de ideales y de romanticismo que el apuesto capitán había conseguido que brotaran con fuerza.

Un día, al regresar de un recorrido por varios caseríos del monte, encontraron la casa ocupada por varios militares. Su padre desmontó visiblemente cansado y le ordenó que le alcanzase el maletín con el instrumental. No era la primera vez que vivían esa situación. De todos era conocido que el carlismo seguía latente en los montes y, de vez en cuando, entrecruzaban unos tiros.

Cuando descubrió al capitán Ochoa entre los que aguardaban fuera, el día cambió para ella. Se ocupó de las monturas con la esperanza de que el muchacho le ofreciese su ayuda; sin embargo, no sucedió nada. Condujo a los animales al establo y, mientras los liberaba de las sillas, oyó las caballerías y las voces de los militares que se marchaban. Ella se asomó corriendo para verlos alejarse. Ni una palabra, ni un adiós.

Terminó de almohazar los caballos y se dirigió a la casa. Halló a su padre sentado con la cabeza hundida entre los brazos, que apoyaba sobre la mesa camilla. Ella creyó que estaba abatido porque no había servido de gran ayuda al herido.

No le ocultó nada. Quería que supiera hasta el más nimio detalle de las razones que la obligaban a aceptar un matrimonio tan inconveniente como indeseado. Si no consentía, sus vidas no valdrían ni una blanca, entre otras amenazas veladas sobre ella que su padre no omitió. Nunca lo había visto tan triste ni tan impotente.

Durante los días siguientes, en su cabeza de mujer comenzó a germinar una idea. Los hombres pueden batirse, luchar frente a frente; pero las mujeres también cuentan con sus armas, otras más finas, más sibilinas y, con el tiempo, más perniciosas.

No inició ningún preparativo para la boda que se celebraría en Carranza. Que los hiciera el conde si tanto interés tenía. No permitió que su padre gastara en ajuar o en el traje para la ceremonia, sería una forma de manifestarle al conde su desprecio, porque era lo único que le suscitaba un hombre que recurría a la presión para obtener lo que deseaba.

Le participó a su padre parte del plan que había pergeñado y, ante el brillo joven que inundó la vista cansada del anciano, supo que la apoyaría. El conde se presentó en Carranza el día antes de la ceremonia, la colmó de obsequios caros y le regaló el vestido para la iglesia. Por indicación de su padre, se mostró complacida y sumisa, aunque sin falso apasionamiento ni muestras de afecto. Acompañaron al conde varios generales, coroneles o lo que fueran, reconocidos simpatizantes del carlismo; por su parte, asistieron su padre y Carmela. Distinguió entre tanto galón al capitán Ochoa, quien se mantuvo discretamente al margen. Ese mismo día por la tarde partieron hacia Ramales. Fue la última vez que vio a su padre. Tres meses después falleció de un disparo en el monte. Nunca se supo quién fue el autor. Eran tiempos revueltos y peligrosos para desplazarse de caserío en caserío sin escolta, adujeron las autoridades competentes. Sin embargo, a ella le constaba que había sido asesinado por los carlistas, sorprendido, probablemente, en una actividad que no habría sido de su agrado.

Unos meses después el conde fue hallado muerto en su despacho, un infarto dictaminó el galeno del pueblo. Fue enterrado diligentemente en el panteón de la familia, pese a las protestas del párroco don Nicolás, quien requería la opinión de otro médico más competente y que se aguardara a las amistades militares de Vizcaya. Por ventura, fueron unos días especialmente calurosos, por lo que el boticario se unió al parecer del galeno y de la joven viuda, y se dio tierra al conde.

Si Begoña en algún momento se hizo ilusiones sobre su libertad, se lo dejaron muy claro los militares con medallas que acudieron a darle el pésame, acompañados por don Nicolás. El título y la posición de las tierras eran fundamentales para la causa y no podían quedar en manos de cualquiera. Ahora era ella quien llevaba las riendas y decidieron edulcorarle la situación: el capitán Ochoa sería el afortunado.

La bienhadada fue la propia Begoña por el luto de rigor que había que guardar, una espera que le proporcionó el tiempo suficiente para planificar el próximo movimiento.

Ahora que había dado ese paso, le agobiaba la ansiedad, la incertidumbre de las consecuencias que podía acarrear tan audaz decisión. Aunque en lo más íntimo estuviese convencida de que había actuado bien, siempre quedaba una sombra, no había plan perfecto, dependía de la agilidad mental de cada contendiente para jugar la mano una vez echadas las cartas.

Carmela había terminado con el peinado cuando entró Herminia, después de llamar suavemente a la puerta.

—Cosme, el tabernero, ha enviado un muchacho para comunicarnos que la diligencia de la mañana ha dejado un equipaje para esta casa.

—¿Un equipaje? —preguntaron al unísono Begoña y Carmela.

—Eso ha dicho, excelencia —ratificó Herminia.

—Envía a Felipe a recogerlo y que procure enterarse de algo más —ordenó Begoña.

—¿Tendrá algo que ver con su nuevo marido? —elucubró Carmela.

—Lo lógico es que llegara con el equipaje —razonó Begoña.

—A no ser que sea mucho o que haya perdido la diligencia por alguna causa.

—Es igual, ya nos enteraremos. Mira, ya tenemos ocupación por la mañana. Si es realmente el equipaje del indiano, podremos curiosear a nuestras anchas —concluyó satisfecha.