14
Día 28 de julio de 1871.
A pesar de la noche movidita, Nel madrugó. Sacó el cajetín de hierro de la cocina, lo llenó de carbón y lo prendió. Todavía tardaría un rato en calentarse la plancha. Abrió la puerta del lavadero y en la pila se lavó el cuerpo con ayuda de un lienzo y jabón que encontró.
Le gustaban los caballos, pero había sido otra la razón por la que había aceptado ese trabajo. El asesinato de su hermano Remi le cambió la vida. En la familia siempre habían estado claras las tendencias, pero de ahí a ejercer como espía había un trecho. Su padre y Evaristo, el alcalde, comenzaron a vigilar el monte en busca de los asesinos. Al principio los acompañó, pensando que eran dos maduros tontos que recreaban tiempos pasados. Pronto se convenció de que algo grave se estaba gestando en torno a Ramales y el valle. Prestó atención a las historias de los mayores, de los que vivieron la primera guerra carlista. Se le pusieron los pelos de punta. Su padre había conseguido librarlos, a Lipe y a él, de partir a la guerra de Cuba, no para que cayesen en otra peor, una civil.
La muerte del conde de Nogales fue festejada a puertas cerradas en su casa. La aparición del capitán Ochoa y el entrometido párroco don Nicolás pusieron nerviosos a los liberales del valle. La impresión fue de que habían salido de la olla para caer en las brasas. La inesperada noticia de la boda de la condesa viuda con un indiano cayó como un jarro de agua fría sobre los carlistas.
La primera aparición en público del indiano en la posada dejó a todos en suspenso: era demasiado joven para ser tan rico, y un petimetre para hacer frente a los problemas políticos y de la explotación de la finca. Pero aquello fue la primera impresión. La bomba estalló después, aunque en privado, en casa de su padre.
Una noche Herminia compartió su extrañeza sobre los acontecimientos de la casa. Los condes no compartían la habitación y casi podría asegurar que no se acostaban; además, el indiano trabajaba bajo las órdenes de Tomás como un peón cualquiera. Luego corrió la voz de que se había extraviado por el monte el día de su llegada, la misma noche que cayó muerto un carlista que perseguía al espía.
Su padre lo animó a aceptar el trabajo, así habría ocasión de estudiar más de cerca al extraño y enigmático conde, quien de conde tenía poco, como dejó constancia la noche anterior con la actuación ante la marquesa. Se sonrió al recordarla. La había conocido de pequeño, estirada, despótica. Sólo por el placer de asustarla había valido la pena el viaje, aunque no resolviera sus dudas. La historia correría como la yesca por el valle, de lumbre en lumbre durante las largas noches invernales.
Llenó la cafetera y apareció Tomás. Arriba oyó ruido.
—Habrá que conseguir pan —le dijo al rubiales—. Voy arriba, a ver qué órdenes nos reservan hoy.
—Cualquier cosa que no sea con roedores: encontré los cadáveres en los escalones de la entrada. Se le da bien la caza —bromeó Tomás.
Nel subió con la sonrisa en la boca. Llegó en el momento en que el indiano salía de la habitación que había ocupado la marquesa: al parecer, se le daba mejor la caza de roedores que de mujeres.
—¿A qué hora debemos estar listos? El desayuno estará en cuanto compremos pan.
—Sin prisa pero sin pausa. En cuanto estemos, salimos.
Nel bajó y se tropezó con Lipe que llegaba de la calle con una hogaza.
—¡Vaya! Qué madrugador y ocurrente has estado, hermanito.
Lipe sonrió con satisfacción.
—Desayunamos y nos vamos por los caballos —propuso Lipe.
Cuando regresaron con las monturas, se tropezaron las sillas y las bolsas de viaje acumuladas en la entrada. Se oía trajinar en la cocina. Nel descubrió el moderno rifle del indiano junto a la canana, apoyado en la pared. Rebuscó en sus bolsillos y localizó la bala que había encontrado en el sitio donde habían herido a uno de los carlistas.
Como era más joven, se adelantó a su padre y a Evaristo, que resoplaban por la empinada subida. Llegó a tiempo de ver cómo se retiraban abatidos por un fusil desconocido que disparaba con una rapidez inusitada. La herida era leve, así que extrajeron la bala en la oscuridad, de lo que dedujo que debía de asomar de alguna forma, y realizaron un torniquete en el brazo. La llegada de Remigio y Evaristo fue oída y los carlistas se dieron a la fuga ante posibles complicaciones. Recogió la bala abandonada por la precipitación y se mantuvo vigilante hasta que aparecieron los dos amigos. No había visto al francotirador, pero el instinto de supervivencia le decía que los estaba observando. Metió prisa a la pareja y se la llevó de allí.
Para no llamar la atención, indicó a Lipe que ellos ensillarían los caballos para ganar tiempo. Lipe fue directo a la silla del conde, pero Nel lo interceptó y le señaló la de la condesa.
—De ésta me ocupo yo —dijo en un tono que no admitía réplica.
La silla era llamativa, no sólo por el repujado y los adornos de plata, sino también por la forma: más grande y alta de lo habitual, en la que destacaba el enorme cuerno en la parte delantera. La sacó fuera junto con el rifle y la canana, colocó la manta sobre el lomo del caballo al tiempo que le hablaba en un susurro. Se requería fuerza para colocar la silla y ajustar la cincha; disponía de ganchos para las alforjas, para la funda del rifle y la cuerda: era como llevar la casa a cuestas. Enfundó el rifle, cogió la canana, sacó la bala que llevaba en el bolsillo y comparó el calibre con las balas del cinto. Aunque estaba achatada, apreció otras particularidades.
Oyó la tierra al ser pisada a su espalda y escondió la bala en el bolsillo disimuladamente.
—¿Te gustan las armas? —preguntó el indiano.
Nel colgó la canana y se volvió.
—Voy de caza con mi padre, pero no tiene nada que ver mi escopeta con esto.
—No, no lo creo.
El indiano contestó escuetamente, a la vez que lo escrutaba con la seriedad grabada en la cara de piedra. Nel había observado la facilidad con la que pasaba de un estado a otro, de forma que era casi imposible adivinar qué pensaba.
Afortunadamente, los condes abrieron la marcha. Ambos montaban bien, se los veía sueltos y confiados, aunque la forma de montar del indiano era distinta. Dejó a Tomás y a Lipe charlando y él se quedó rezagado, cerrando la columna.
Estaba inquieto ante el descubrimiento. ¿Realmente era el indiano el francotirador? ¿Qué le importaba todo aquello? ¿Y si la condesa lo había contratado? Eso era una tontería pues Tomás y Herminia habían comentado que se instalaba con sus hermanos. Pero era un hecho probado con testigos que se encontraba cerca del cadáver la noche que coincidió con don Matías. Y ahora la bala. Con la guerra civil, mucha gente emigró ¿y si procedía de allí? Ellos sólo conocían lo que él había querido contar. ¿Y si venía dispuesto a vengarse? ¿Pero en qué bando militaba? Aparentemente en el de los liberales ya que los muertos eran del otro. Sacudió la cabeza abrumado por las numerosas preguntas que se le planteaban. El hombre que cabalgaba unos metros por delante de él era peligroso y letal.
La salida del sol los sorprendió en ruta, le había costado abrirse paso entre las nubes. Rodear la ría, atravesar las marismas y llegar a Santoña les llevó el resto del día.
Tomás los condujo a la posada del puerto, la única que había en una población de pescadores. Ocuparon tres habitaciones y él se retiró a casa de su familia. El conde aprovechó para visitar al banquero y echar un vistazo a los caballos; la condesa prefirió la intimidad de un baño y salir de compras. Así que él y Lipe pasearían por la villa que recordaban de una ocasión en la que acompañaron a su padre cuando eran pequeños.
Nel se informó por la posadera de una tienda de telas. Su padre le había encargado una pieza de algodón para regalar a su madre en el aniversario, a ser posible floreada, alegre, para presumir delante de las amigas. Nel, a los veintisiete años no se había casado. Soñaba con el amor, como el que había aprendido de sus padres, pero éste se había mostrado esquivo. Remi tampoco lo encontró y ya no lo encontraría, a no ser que el Cielo existiera y se tropezase con la mujer adecuada. Su madre se lamentaba de que ninguno de los hijos se mostrara proclive al matrimonio, suspiraba por una casa colmada de nietos. Ahora parecía que Herminia y Tomás se movían en la misma dirección. Se alegraba por su hermana, Tomás era un partidazo en el valle y muchas habían intentado cazarlo. Desde que había iniciado el conde las obras en la casa y después la del establo, se les había visto en más de una ocasión de conversación relajada. Herminia era guapa, plantada, sensata y estaba al filo de la edad de quedarse para vestir santos, como decían las comadres del lugar, veinticinco años, uno más que Tomás. Pero, quizá por eso, porque no era una aventada adolescente había atraído a un joven serio y reposado. Su madre había iniciado la cruzada de encender velas a los santos.
—Oye, Lipe, ¿Y si le regalamos a Herminia otra pieza de tela?
—¡Ja! Pensando como mamá —atacó Lipe—. Estoy bien de dinero. Me paga extra por los trabajos que estoy realizando fuera de mis funciones. Hace falta personal, no entiendo por qué no contrata más gente y ahora, con el nuevo establo, será mucha responsabilidad para mí.
—Es una chica y está en edad de presumir —se justificó Nel—. ¿No le vas a coger una cinta o algo a esa novia que te has echado?
—Demasiado personal y no quiero implicarme. Había pensado en algún dulce.
Compraron los calicós bajo las indicaciones de la vendedora, más habituada que ellos a tal menester. Cuando salieron de la tienda, el sol se hundía en el horizonte, pero aún disfrutarían de una hora de luz. Estaban en la costa, no en el valle, donde los montes ensombrecían antes de lo previsto. Enfilaron el puerto, esquivando las redes tendidas y a las mujeres que, aguja en mano, las repasaban. Hablaban a gritos entre ellas y bromeaban en franca camaradería. Les silbaron y requebraron con descaro entre risas y frases picantes. Él les sonrió, la soledad comenzaba a pesarle.
Se detuvieron ante una tienda de ultramarinos, de ésas que vendían productos coloniales, y entraron. Era el típico colmado presidido por un largo mostrador de madera maciza y de altas paredes ocultas por anaqueles desde el suelo hasta al techo. El efecto de abigarramiento achicaba y oscurecía la amplia estancia. Sacos de legumbres al pie de las estanterías completaban el panorama. Una mujer entrada en años, con el pelo blanco recogido en un estirado moño y la cara surcada por infinidad de arrugas, observaba con interés a la condesa.
—¿Qué se le ofrece, doña?
—Cinco kilos de alubia negra, ron y azúcar de caña.
—Frijoles, querrá decir —confirmó la mujer, que abandonó el puesto para servirla.
Lipe buscó las golosinas y Nel permaneció apartado, investigando los anaqueles. Dos jóvenes acompañados por una muchacha accedieron al colmado. En silencio revisaron los estantes y se acercaron al mostrador sobre el que se apilaban los botes de golosinas. Lipe aguardaba a que la condesa terminara con la demanda y Nel se distrajo observándolos mientras decidían en voz baja la compra. Uno de ellos era claramente más joven; los otros dos rondaban la edad de la condesa. Vestían trajes de paño fino y el vestido de la chica era de seda. Gente de posición que llamaba la atención en un puerto pesquero como Santoña. Viajeros, decidió Nel. La vieja regresó con el ron y el azúcar.
—Los frijoles se los pongo ya mismito.
—¿Me lo pueden llevar a la posada? Estoy alojada allí.
—Lo siento, doña, mi hijo está en la mar y yo estoy vieja para esos menesteres.
—Nosotros nos alojamos en la posada —informó el joven de más edad—. No nos importa acercárselo.
Nel lo miró con más detenimiento. El acento era idéntico al del conde, un castellano pronunciado por alguien acostumbrado a otro idioma. Era alto, moreno, de sonrisa fácil y de mirada oscura, franca y cálida. La muchacha era una delicia y el más joven quedaba en promesa, un adolescente con granos y extremidades demasiado largas, muy parecido a Lipe.
—Muy amable, muchas gracias —contestó la condesa.
—Las que usted tiene. Con esos ojos y esa boca estará acostumbrada a que los hombres se pongan a sus pies, yo prefiero ponerme a su servicio. —Terminó la frase con un significativo alzamiento de cejas que hizo sonreír a Begoña.
—Perdone —intervino Nel—, ese requiebro a una mujer casada está fuera de lugar.
La chica se dio la vuelta y clavó los ojos en él.
—No parece su marido a juzgar por las ropas.
—Ni yo lo he dicho —respondió con el resquemor de la diferencia de clase.
—Con ese cuerpo y esa labia, estará acostumbrado a que las mujeres se le echen al cuello, Francisco, pero le sugiero que utilice sus artes con otra —contemporizó Begoña, apaciguando el cruce dialéctico.
Francisco se envaró y los otros dos jóvenes la escrutaron curiosos.
—Tiene un oído muy fino —comentó el adolescente.
—No sé por qué lo dice, Diego, habéis estado murmurando desde que habéis entrado. Por cierto, Guadalupe, me encanta su vestido.
Los muchachos la miraban como si le hubiera crecido un morro de cerdo en lugar de nariz. Ella se rió ante el pasmo que mostraban.
—Será mejor que compréis lo que deseáis y regresemos a la posada. Hemos quedado para cenar. Nel, hágame el favor —y le indicó los paquetes.
De pronto se vio rodeada y acosada a preguntas.
—¿Está aquí?
—¿Cómo se encuentra?
—¿De qué lo conoce? ¿Quién es usted?
—¡Calma, por favor, calma! Uno a uno, aunque creo que es mejor que esas preguntas las responda vuestro hermano.
—¿Cómo nos ha reconocido? —preguntó Diego, ya de camino.
Begoña, flanqueada por los muchachos, fingió recapacitar.
—¿Por el acento, quizá? —Les hizo reír, nerviosos y felices ante el inminente encuentro con el hermano.
Nel y Lipe los seguían. Nel no perdía palabra de lo que hablaban al tiempo que los examinaba. Parecían joviales y abiertos en el trato, aunque todavía le quemaba la observación de la joven. Entre tanto hombre, sería la niña mimada. Ellos siempre habían cuidado de Herminia. Esa misma observación encendió una luz en el cerebro: el conde no vestía con la misma pulcritud que ellos, resultaba más torpe, ¿sería también fingido?
—Ha estado muy inquieto por vuestro viaje y la falta de noticias. Os ha echado mucho de menos. No ha dejado de contar cosas de vosotros y de California —les confió la condesa.
—Nosotros también nos preocupamos hasta que recibimos su carta en Nueva York —confesó Guadalupe arrebolada.
Llegaron a la posada y Francisco subió detrás de ella con la compra que le entregó Nel. Begoña abrió la puerta de la habitación y lo dejó pasar. Le habían producido muy buena impresión los chicos. No eran tan sombríos como el hermano mayor. Ahora que se habían reunido, ella sobraba. Incluso se replanteó el trasladarse a Ampuero al final del verano.
—Déjelo encima de la mesa —ordenó, mientras se quitaba el sombrero para cenar más cómoda.
—Haz el favor de no dejar pasar a desconocidos —oyó la voz de Juan enojado—. Estamos en el puerto.
—Gracias por la poca confianza que te inspiro —respondió Francisco, volviéndose hacia su hermano.
La expresión de asombro de Juan fue de regocijo para Begoña. Los dos hermanos se abrazaron, se palmearon y se remiraron. No cruzaron una palabra, tampoco hizo falta.
—¿Y los chicos? —preguntó al fin Juan.
—Abajo.
A un gesto de Juan con la cabeza, Francisco salió el primero. Luego alargó la mano en muda invitación a Begoña, quien se apresuró a obedecerlo.
—Ven aquí —dijo acercándola, levantó las manos y las puso abiertas enmarcando el rostro y con los pulgares le secó las lágrimas—. Las mujeres sois muy emotivas.
El gesto tan íntimo y tan natural la enterneció y la desconcertó a la vez. No estaba acostumbrada y la actitud de Juan hacia ella había cambiado, era más tierno, menos exigente, menos irónico.
—Será porque a los hombres os encanta consolarnos. No te demores, abajo te espera otra mujer emotiva.
—¿Les has contado algo?
—¿Sobre qué?
—Sobre el acuerdo. Sólo les relaté la boda, el asunto de las tierras y el título que trajo aparejadas. Era un tema un poco delicado para confiarlo a una carta.
—No hemos hablado. Ni siquiera saben que soy tu esposa.
—Ahora te presentaré.
Begoña asintió con un nudo en el estómago. Eso del acuerdo se iba complicando cada vez más.
Juan salió al corredor con Begoña de la mano. Al llegar al vestíbulo de la posada, se vio arrollado por su hermana.
—¡Juan! —exclamó ya colgada del cuello y apretándose contra él—. ¡Cuánto te he echado de menos! No quiero que volvamos a separarnos.
—Darling, ya estamos juntos, ya pasó todo —la tranquilizó, abrazando el menudo cuerpo y repartiendo besos entre el pelo, la sien y la mejilla.
Begoña permaneció un poco apartada presenciando el dulce reencuentro.
—Déjame que te vea —exigió Juan a Guadalupe y la empujó hacia atrás—. Te pierdo de vista unos meses y te conviertes en toda una mujer.
—¡A mí no me dices nada! —exigió impaciente Diego.
—Como sigas creciendo, nos vas a dejar a todos enanos, muchacho —dijo, y le revolvió el pelo—. Dame un abrazo.
Diego se abalanzó sobre él con una sonrisa radiante.
—Y ahora dejadme que os presente a mi esposa. —Se aproximó a Begoña y la pasó el brazo por los hombros—: Begoña, condesa de Nogales.
Los tres hermanos se quedaron callados, examinándola de arriba abajo. Juan acusó la rigidez y el nerviosismo de ella a través del brazo extendido.
—¿Qué modales son éstos? —reprendió Juan.
—Encantada. —Guadalupe se aproximó y le dio un par de besos en las mejillas—. No ha sido descortesía —se defendió—, ha sido sorpresa.
Diego murmuró algo ininteligible y, cohibido, le dio un beso. No estaba cómodo con el protocolo social.
—Mucho gusto. —Francisco le estampó los besos de rigor—. No le cuente a mi hermano mis aires en el colmado —le susurró, pero el fino oído de Juan lo captó.
—¿Qué pasó en el colmado?
—Fue muy amable y se ofreció a traerme la compra —se adelantó Begoña con un breve guiño a Francisco que Juan captó, pero guardó silencio—. Deberíamos pasar al comedor, la mesa está dispuesta —sugirió Begoña.
La cena transcurrió rápidamente. Francisco contó el viaje de Nueva York a Londres, interrumpido constantemente por Diego y Guadalupe, quienes salpicaban el relato con numerosas anécdotas. El viaje en el vapor por mar, los salones de baile londinenses, las tiendas. Juan se dio cuenta de que los ramaliegos permanecían callados, algo cohibidos ante la algarabía y la confianza que flotaba en la mesa, aunque atentos al relato de otras ciudades y formas de vida.
Tomás fue el encargado de interrumpir la velada con su llegada y los planes del día siguiente: había reunido las carretas para el traslado de los cajones con el mobiliario, tendrían que cargarlas cuanto antes para que partieran, ya que cobraban por días y peso, así que no debían demorarse. Begoña se encargaría de hablar con las mujeres que le iba a presentar Tomás para escoger a la cocinera y se reservarían dos carros para las provisiones y el equipaje de los hermanos, que viajarían con ellos y con la yeguada.
—Otra cosa más: ¿quiere agua corriente en la casa?
—¿Es eso posible? —preguntó Juan interesado.
—Nunca lo he hecho, pero he leído un artículo en el que mencionaban un mecanismo de rosca para regular el flujo del agua. Lo inventó un tal Gryll a principios de siglo. Si construimos un pozo, por medio de tuberías y una bomba, podríamos abastecer el establo de la finca y la casa a la vez.