17

Día 31 de julio de 1871.

Por la mañana se enfrentaron a los enormes cajones que habían dejado a la buena de Dios en la parte baja, incluso había varios en el zaguán de fuera.

—Tardaremos días en acomodar todo esto —dijo Begoña desconcertada, con el vestíbulo atestado de cajas, cajones y paquetes de todos los tamaños.

Juan la contempló allí, en medio, remangada y con los brazos en jarras. No dijo nada para no romper el encanto, pero se percató de que se había incluido en el trabajo venidero por lo que dio por sentado que, por el momento, había relegado las ansias de salir corriendo hacia Ampuero.

—Las cajas tienen el nombre de lo que nos pertenece a cada uno —informó Francisco—. Empecemos por la dama: buscad todas aquellas donde ponga Guadalupe.

—Perdone, ¿me mandó llamar? —preguntó Nel desde la puerta de entrada que habían dejado abierta—. ¿Cómo se encuentra de su herida?

—Mejor, gracias —contestó Juan extrañado—. Sólo fue la pérdida de sangre lo que me dejó inconsciente.

Un gesto de Lupe atrajo su atención: la llamada había partido de ella. ¿Qué se traía entre manos esa niña? Nel era un hombre hecho y derecho para andar jugando con él. Tendría que hablar con ella.

—Sí —la encubrió—. Me preguntaba si nos echaría una mano con todo esto. Con el brazo en cabestrillo me siento un poco inútil. Los hombres de Tomás están muy atareados.

—Hoy no hay diligencia. Estoy libre —asintió Nel.

Juan distribuyó la labor e indicó la torre en la que se alojaría Guadalupe. Al cabo de media hora habían reunido lo que buscaban y se dispusieron a desembalarlo.

Begoña estaba intrigada. ¿Qué sería tan importante como para traerlo a través de medio mundo? Ella nunca había tenido nada propio. Vivían en casas arrendadas porque su padre cambiaba de destino frecuentemente. Se había desenvuelto con lo justo, por eso mismo no le costaba desprenderse del título y de la casa.

—¡Oh! ¡Qué maravilla! —exclamó Carmela emocionada.

Habían desenclavado una de las tapas de madera rústica de uno de los cajones y habían sacado un bargueño. Nel lo inspeccionaba admirado al mismo tiempo que seguía cortando cuerdas y apartando las telas que lo envolvían. Begoña se llevó la mano al pecho. Era de caoba y marfil. Entre Francisco y Juan descubrían un escritorio de palosanto.

—Había un ebanista muy bueno en la misión —explicó Juan orgulloso—. Unos fueron adquiridos y la mayor parte salieron de sus prodigiosas manos.

Se pasaron parte de la mañana acondicionando la torre de Guadalupe. El resultado fue extraño para lo que Begoña estaba acostumbrada: los muebles clásicos de maderas nobles se mezclaban con elementos artesanales. De una de las paredes colgaba un tapiz de lana de colores muy vivos y dibujos de niños. Guadalupe les explicó que narraba su alumbramiento.

—Los indios cristianos que trabajan en las misiones son muy laboriosos. Una de las mujeres inició una amistad con mi madre y le regaló el tapiz cuando me dio a luz. Esta colcha —mostró en alto otra ropa que había desempaquetado— es lo que los americanos llaman «patchwork». Sirve para taparse ante la chimenea o de adorno sobre la cama. A cada uno nos tejieron una en particular. Mi madre era una devota del trabajo artesanal porque ella era incapaz de crear algo tan bello, según decía.

Begoña respetó la alegría que destilaban los hermanos en todo lo que narraban según iban sacando y colocando cosas. Los demás, sin dejar de moverse, escuchaban extasiados las peculiaridades de una colonia que habían perdido. Cuando terminaron de colocar las figuras indígenas de barro coloreado y de guardar sábanas de fino hilo con complejas puntillas y lienzos para secarse en un bonito arcón, ya no le pareció tan extraño porque cada pieza guardaba una historia, una razón de estar que proporcionaba personalidad a la estancia.

Cuando continuaron con las cosas de los chicos, Begoña quedó fascinada ante el tocado indio de plumas de águila que colgaba de una pared. Juan no perdió la ocasión de narrarle cómo lo había conseguido Francisco.

—También hemos traído camisas y pantalones de gamuza indios en los baúles que restan por abrir. Son muy cómodos —confesó orgulloso a la concurrencia—. Es difícil conseguir que los confeccionen para blancos, pero mi madre era muy buena comerciante.

—Echas de menos a tu madre —constató Begoña melancólica—, la mencionas frecuentemente.

—Me parece que fue ayer cuando nos dejó. No quiero olvidarla. Fue una mujer excepcional. Como lo serías tú, si abandonaras la idea de enterrarte en Ampuero.

Las palabras de Juan la cogieron desprevenida. El corazón se le alborotó ante la posibilidad, pero el recuerdo de sus actos lo nubló de nuevo. En cuanto tomó conciencia de su expresión, cerró la boca de golpe y añadió torpemente:

—Es hora de almorzar.

A pesar de estar charlando por los codos, Juan no perdía de vista a Nel. Buscaba la oportunidad de hablar a solas con él, ya que en el viaje no fue posible. Lo sabía atento a lo que se decía allí y también que había reaccionado con extrañeza ante las palabras que había cruzado con la condesa. Sus hermanos estaban tan entregados a los recuerdos, que no prestaban atención a lo demás.

La ocasión se presentó en la sobremesa cuando el teniente, Eusebio Martínez, llegó con la noticia.

—Lamento interrumpirlos —se disculpó el teniente por la intrusión—. Compruebo que andan de mudanza; sin embargo, noticias inquietantes me traen hasta aquí. Esta mañana, Tomás echó de menos a dos trabajadores: Toño y Pepe. En el domicilio de Pepe Martínez hemos hallado asesinados a Pepe y a la cocinera Benita. Por la documentación que encontramos en la casa hemos averiguado que Benita Calderón era hija de un carlista y que fue afectada por el decretazo de Espartero, privándola de sus bienes, además de tía de Pepe Calderón. Martínez era un apellido falso.

—¿Y Toño? —preguntó Nel inexpresivo.

—Desaparecido.

—El teniente y yo nos retiraremos a charlar un momento —decidió Juan—. Vosotros seguid con los muebles y la instalación. Nel, hágame el favor de acompañarnos.

Atravesaron el vestíbulo y el salón hasta la biblioteca sorteando cajas, arcones y paquetes. Juan entró el primero e indicó los asientos a los huéspedes. Cerró la puerta y tomó asiento al otro lado de la mesa.

—Los acontecimientos se están precipitando. Ya son muchas las muertes como para seguir ignorando lo que está ocurriendo en el valle. Ha llegado el momento de poner las cartas boca arriba. Debemos trabajar juntos y no cada uno por nuestra cuenta si queremos salir con bien de esto.

—No sé qué pinto yo aquí —objetó Nel entrecerrando los ojos.

—No se haga el tonto. Se dedica a pasear por las noches por el monte en compañía de su padre y del alcalde. Me ha descubierto como el francotirador nocturno el otro día en Ampuero.

—Así que no me contrató por casualidad para el viaje a Santoña.

—Ni usted aceptó sin otra razón que corroborar la procedencia de la bala. ¿Cómo la obtuvo? Creí que había herido a uno de ellos.

—Y lo hirió. —Nel suspiró ante lo inevitable, aunque Juan detectó cierta reticencia ante lo desconocido.

—Estoy aquí para evitar que los carlistas se hagan con el valle. Sagasta me proporcionó el nombre de su padre en caso de que necesitase ayuda. La Guardia Civil colabora extraoficialmente; el teniente negará todo lo que se diga aquí, aunque sospecho que todo esto ya estaba tomando forma en su mente.

—Cierto, pero me desconcertaba su papel. Es un indiano, ¿qué le va en esto?

—Eso es asunto mío y de Sagasta. ¿Quién es el enlace? Me sería más sencillo protegerlo si pudiera conocer la ruta de antemano.

—No lo sabemos.

Juan y el teniente cruzaron una mirada de sorpresa.

—¡Vamos! El conde ha puesto las cartas sobre la mesa. Su hermano fue asesinado, ¿de verdad quiere que nos creamos que desconocen su identidad? —se molestó el teniente.

—Es la verdad. Ignorábamos que Remi estuviera metido en el asunto, ni siquiera lo sospechaba mi padre. Cuando lo asesinaron, Evaristo y mi padre comenzaron a patrullar por los montes para dar con los asesinos; pero desconocemos quiénes mueven la red de espionaje. Sólo conseguimos un nombre: Brezal. Me uní a ellos porque están un poco locos, quiero decir, para controlarlos; reviven la guerra carlista y creen que será otra vez lo mismo. Me intranquiliza que vayan pegando tiros sin ton ni son.

—¡Pues qué bien! Todavía saben menos que nosotros —comentó enojado el teniente.

Juan reflexionó con los brazos apoyados en la mesa y cruzando los dedos delante del rostro, rozando los labios.

—¿Qué pinta el boticario? Casi me sorprende apretando el gatillo. Hay demasiadas casualidades. ¿También busca venganza?

—Tiene una buena excusa —justificó el teniente.

—¡Imposible! —exclamó Nel—. Es hijo natural del conde de Nogales, es decir, hermanastro del anterior.

—¿Cómo se me ha escapado algo así? —se extrañó el teniente.

—¿Es carlista? —indagó Juan—. No me lo pareció por cómo me relató la guerra en el valle. Tampoco mostró mucho interés por el muerto si es que iban juntos. —Se calló la participación en la muerte del hermanastro.

—Disimuló. Había un testigo —analizó el teniente.

—Podía haberme liquidado —puntualizó Juan.

—¿De verdad? Es un viejo —rechazó el teniente.

—No sabe disparar —desveló Nel—. Puede que sea carlista, que pase información, pero no es de acción.

—Sólo queda Lipe —dijo Juan.

—¿Lipe? ¿Por qué él? En ese caso, hubiera sido yo —protestó Nel.

—En el establo faltaba un caballo cuando salí y Lipe no apareció. Cuando regresé el caballo se encontraba en la cuadra y Lipe durmiendo en el altillo.

—Lipe es mi hermano y carece de madurez para arriesgar la vida así. Está enamorado de la hija de Terio. Se habrán visto a escondidas. Es una coincidencia. Aun así, indagaré.

—A mí también me pareció extraño y demasiado joven, pero como están sucediendo cosas raras…

—Ésa es una incógnita —resumió el teniente—. La otra: ¿quién ha quitado de en medio al sobrino y a la tía? Todo apunta a Toño, siempre y cuando éste no aparezca también cadáver.

—Sabían demasiado —concluyó Juan—. Nos escucharon lo que hablamos en el prado y la posibilidad de que el enlace actuara esa noche, como así fue. Seguramente por eso acudieron varios. Fue una noche muy movida. Los muy necios habrían solicitado ayuda o amenazado a quien no debían. Se habían descubierto. Sobraban.

—Pues si siguen así, nos van a realizar la labor —sopesó el teniente.

—¡Eso es! —exclamó Juan—. Nada de todo esto me cuadra con la estrategia de un levantamiento. Más parece que alguien se está sirviendo del miedo y de los seguidores del carlismo para conseguir unos fines personales: Ochoa. Benita representaba un problema tanto si la cogía la Guardia Civil, como si llegaba a tierra carlista con el cuento de los sueños de uno de sus capitanes: ser conde.

—O desear a la condesa —admitió el teniente—. Que la red de espionaje, Brezal, existe es un hecho.

Las voces de sus hermanos en el salón desviaron la atención de los tres reunidos.

—Creo que debemos dar por concluida esta reunión. No comente nada con su padre y Evaristo, no nos interesa que haya más gente metida en el asunto. Yo he sufrido dos atentados, pero se mantendrá alerta y nos informará de aquello que crea importante. —Nel asintió con la cabeza—. Ahora pasemos a una actividad más placentera.

En el salón habían abierto una serie de cajas en las que se amontonaban rifles y pistolas perfectamente engrasadas y envueltas en mantas de lana. Juan flexionó una rodilla sobre la que se apoyó para coger un rifle.

—Un fusil Henry de repetición fabricado en América —explicó Juan, entregó uno al teniente y cogió otro para Nel. Francisco le alargó una caja de munición.

—Es más sofisticado que los nuestros —evaluó el teniente con admiración mientras lo observaba—. En febrero de este año se ha aprobado el fusil Remington de retrocarga. Se está fabricando en Oviedo, aunque todavía no me ha llegado ninguno.

Mientras tanto se habían acercado Guadalupe y Begoña, atentas a lo que hablaban los hombres.

—Posee una buena armería —comentó el teniente echando una mirada admirativa a las cajas abiertas—. Creí que era ganadero.

—California es una tierra vasta y agreste. A veces pasas días sin ver a nadie, o bien te cruzas con indios renegados o bandoleros, cuando no con coyotes o serpientes. Allí un arma puede significar la diferencia entre la vida y la muerte.

—Una vida muy dura —comentó Nel impresionado.

—Por eso, entre otras razones, he decidido instalarme en España, aunque aquí no andáis escasos de riesgos.

—No siempre es así —negó Nel con tristeza—. Aquí son los políticos y los militares quienes remueven la violencia.

—Estos fusiles pueden disparar cinco balas —siguió explicando Juan. Les ofreció la caja de proyectiles, al teniente y a Nel—. Son cartuchos 44Henry de latón de punta alargada. Francisco, prepara una diana en el jardín. Creo que nos merecemos un descanso.

No tuvo que repetirlo dos veces. Cargaron con los rifles, los revólveres y munición para todos, pues las mujeres también quisieron participar. En el fondo del jardín improvisaron la zona de tiro. Apoyaron un armario ropero que habían desechado contra el muro de piedra que cercaba la finca. Un colchón de lana en el interior amortiguaría las balas y, en las puertas, el guasón de Francisco había clavado el retrato de cuerpo entero del anterior conde.

—¡Ah! ¿De dónde lo has sacado? —inquirió Begoña sorprendida.

—Estaba entre unos bártulos en el ático —contestó Francisco solícito—. Espero que no te importe.

—Vamos a ello —animó Begoña—. Será divertido. Elige la distancia.

—¿Has disparado una pistola? —preguntó Juan curioso.

—Me enseñó mi padre. Por el monte hay lobos y osos.

Begoña se fue alejando del blanco hasta donde creyó prudente. Juan lo señaló con un madero.

—Bien. Lo intentaremos así. —Le entregó el Colt y se situó detrás de ella—. Antes de disparar, acostúmbrate al peso. Te recomendaría que el primer disparo lo hicieras sujetándolo con las dos manos. Veamos, levántalo y apunta. Repítelo sin disparar.

Observó cómo la muchacha obedecía. Abrió ligeramente las piernas y se asentó, levantó el revólver y apuntó sin amartillarlo. Realizó el ejercicio varias veces.

—Cuando creas que te has acostumbrado, dispara. Es de mayor calibre que la pistola que habrás utilizado, cuidado con el retroceso —advirtió a su espalda.

Begoña no se hizo de rogar y disparó. El arma se le elevó un poco y la espalda chocó con el pecho de Juan, quien la sujetó por la cintura. Antes de que pudiera corregirla, Begoña había recuperado la postura y disparaba cuatro veces seguidas, aguantando el retroceso con un pie ligeramente retrasado.

—Te has precipitado. No has dado ni una en el blanco. Te gusta darle al gatillo ¿eh?

—Te equivocas, están todas en el blanco —refutó, con los ojos brillantes por la emoción y por algo más, ¿satisfacción por el desahogo?

—¿Tienes algún problema de visión? La cabeza permanece incólume. Con el tamaño de estas balas, estaría destrozada.

—¿Y quién te ha dicho que yo he disparado a la cabeza?

Aturdido, Juan se acercó para examinar mejor la pintura. Había un boquete en la oscura entrepierna del conde. Juan no pudo contener una carcajada. Regresó a la línea en la que aguardaban los demás el turno y descubrió los labios de Begoña curvados hacia arriba, como una niña traviesa que acaba de cometer una fechoría.

—Carga y dispara —dijo Juan, al mismo tiempo que le alargaba la caja de municiones a Nel—. Todo tuyo.

Los primeros disparos se desviaron, pero enseguida le cogió el temple al revólver y resultó un buen tirador.

—¿Quiere probarla? —ofreció Juan al teniente

Eusebio se volvió hacia el blanco, levantó el arma y disparó.

—¡Magnífico! No desvía un ápice —dijo entusiasmado y acarició el Colt.

Begoña se dejó caer sobre la hierba junto a Guadalupe, mientras los hombres discutían cuestiones técnicas y probaban los rifles. Finalmente, Francisco propuso un duelo.

—Se trata de sacar más rápido, acertar y guardar el arma. Es una práctica común allí —comentó orgulloso.

—¿Cansada, honey? No deberías haber disparado tan rápido, te dolerán los brazos —la regañó Juan, aunque su tono era más festivo que de enfado.

Los hombres se situaron nerviosos frente a la diana, dispuestos a deslumbrar al contrario. Juan tensó el cuerpo y dejó la mano próxima al revólver que pendía de la cartuchera. Francisco lo imitaba; sin embargo, el teniente y Nel llevaban ventaja al empuñarla desde el principio, aunque apuntase hacia abajo.

—Ustedes a las rodillas —ofreció Juan—. Nosotros a los codos. Cuenta tres en alto, Lupe.

Guadalupe contó en alto. Sonaron cinco tiros casi al unísono. Juan había flexionado ligeramente las piernas, había sacado y disparado dos veces en el tiempo en que los ramaliegos habían disparado una con el arma ya en la mano. Francisco le había seguido de cerca con un solo disparo.

—¡Asombroso! —exclamó el teniente Martínez maravillado.

A la misma conclusión llegó Nel. No había conocido a nadie que pudiese disparar con esa rapidez y precisión. En ese instante comprendió que, cara a cara, el conde era mortal.

—Estás demasiado rígido cuando disparas —criticó Guadalupe—. Francisco, enséñale.

Nel seguía descolocado con esa mujer. Había disparado el rifle como si fuera una prolongación del brazo. Durante todo el día había seguido sus pasos, había escuchado las historias sobre el país lejano del que venía, había desembalado y colocado los maravillosos muebles de la habitación. Se sentía transportado a un mundo imaginario, fuera de su órbita y necesitaba recuperar su mundo, la cordura, la realidad.

Pronto caería la noche. El teniente fue el primero en plantear la retirada y Nel lo secundó.

—Tengo una deuda con usted por acompañarme en el viaje a Santoña —dijo Juan en un aparte—. Llévese el rifle y una caja de municiones.

—Es demasiado —rechazó Nel.

—Depende. Si va a seguir trotando por el monte con los dos amigos, lo necesitará.

Nel sopesó el razonamiento, recordó la capacidad de disparo y aceptó.

—Lo tomaré como un préstamo.