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Día 10 de julio de 1871.

Una lluvia fina y pertinaz los recibió al amanecer. Entumecidos, recogieron las mantas y apagaron los rescoldos de la fogata. Al salir de la cabaña, Juan buscó con la mirada el cadáver empapado del carlista.

—Daré parte a la Guardia Civil —contestó don Matías a la pregunta no pronunciada—. Usted ocúpese de sus asuntos y no deje que lo envuelvan problemas que no son suyos.

Aunque en California llovía, Juan no estaba acostumbrado a tanta humedad. El día era de un gris plomizo que lo llevó a elucubrar cómo sería el invierno. Una vez ensillados los caballos, montaron y se dirigieron en silencio hacia Ramales. En cuanto distinguieron el caserío, el boticario se detuvo.

—La población recibe el nombre de Ramales a causa de la confluencia de varios ríos. Bajando de los puertos de montaña, el Calera y el Gándara se unen antes de llegar al pueblo. Ya en la villa, el Gándara desemboca en el Asón que llega desde el oeste, después de rodear la sierra de Hornijo. Más allá, en Gibaja, se suma el Carranza que fluye del este.

—El agua es abundante y el valle muy verde.

—Si lo que busca es agua, la ha encontrado. Todas estas montañas son de caliza y el agua horada simas y cuevas. La disfrutará en el exterior, como en este momento —y se sonrió de su propio chiste—, y en el interior en forma de ríos subterráneos y acuíferos.

—No parece muy grande Ramales —comentó Juan, apoyándose en el cuerno de la silla.

—La guerra se llevó la juventud. Los carlistas reclutaron a muchos mozos a punta de bayoneta y con amenazas a las familias. Con ellos formaron dos compañías que llamaron «Batallones Cántabros». Y al final, incendiaron el pueblo. Cuando nos acerquemos se dará cuenta de que las casas son de nueva fábrica, aunque de aquello ya han transcurrido treinta años. Lo material se repone, las vidas cuestan un poco más. Tiene suerte. El palacio de Revillagigedo fue destruido, pero el suyo no. Se encuentra en las afueras, hacia Gibaja.

Juan observó la pequeña villa que se extendía frente a él. El Camino Real la dividía en dos, el este quedaba al pie de la loma por la que él llegaba, y el oeste limitaba con el curso del Asón, fortalecido el caudal por las incorporaciones de los otros ríos. El Asón corría parejo al Camino Real hacia Gibaja. Y hacia allí, en las afueras del pueblo, se encontraba su destino.

Había tomado una decisión precipitada y a ciegas. Una actuación impropia de él que, por lo general, era reflexivo, y mucho más cauto cuando de su criterio dependía el futuro de sus hermanos. Sin embargo, confió en Sagasta, un desconocido. Algo en su interior le compelió a aceptar, algo tan arraigado que formaba parte de él, tan antiguo como el instinto. Por su sangre corría la herencia del espíritu aventurero y colonizador de sus padres y de sus abuelos. Eran nómadas, descubridores que no se arrugaban ante el riesgo y para quienes lo desconocido representaba un reto. Esa vena familiar lo empujó a firmar. Ahora, ante ese paisaje, se convenció de que había acertado.

Iniciaron el descenso hacia Ramales y se internaron entre las casas. Se despidió de don Matías en la puerta de la botica, que se ubicaba en la plaza, y continuó el camino hacia Gibaja.

Enfiló el desvío que conducía a la casa solariega de los condes de Nogales. Ahora, el conde de Nogales era él, se recordó. A causa de la lluvia y de la temprana hora, no se tropezó con ningún aldeano. Se detuvo a contemplar la construcción alargada de dos alturas que constituía el cuerpo principal; éste unía dos torres cuadradas de tres pisos, que sobresalían orgullosas del conjunto. Una doble arcada daba paso al zaguán sobre el que se situaba la solana, un balcón corrido de madera que se empotraba en la construcción y quedaba orientado hacia el sol, de ahí el nombre. La fábrica era de piedra, con grandes sillares de refuerzo en las esquinas y en los vanos. En seis meses la casa sería suya, aunque antes debería solventar el asunto carlista y enfrentarse a la extraña condesa que había ofrecido tan extravagante acuerdo a Sagasta.

Azuzó los caballos y se aproximó al portalón del muro que acotaba la finca: la casa solariega y una gran extensión de jardín con árboles. Lo encontró abierto y lo cruzó. Localizó el establo a su derecha, se dirigió allí y descabalgó. Con todavía un pie en el estribo sintió algo punzante en los riñones.

—¡Váyase por donde ha venido! —dijo una voz juvenil.

—Para dar una orden así, antes hay que averiguar quién es el forastero —contestó Juan, sacando el pie y bajándolo, pero sin darse la vuelta para que el muchacho no se pusiera nervioso.

—¿Quién es y qué busca aquí? —preguntó con brusquedad.

—Soy el nuevo conde de Nogales. ¿Y tú?

—¿Con esas pintas de mendigo? A otro perro con ese hueso.

—¿Por qué no dejas que la condesa decida quién soy?

—Lleva demasiada artillería encima para que le permita acercarse a la casa.

—Pues no pienso confiártela, así que tendrás que acompañarme si no te fías.

Juan se dio media vuelta despacio y el muchacho alejó la horquilla de la paja, pero sin bajarla. La duda y la irresolución se reflejaban en el rostro del joven, así que Juan decidió dar el primer paso.

—Vamos a entrar los caballos, están cansados. —Hizo caso omiso del arma del chico y tomó las riendas de las monturas—. No son muy grandes estas cuadras. Espero treinta yeguas y necesitarán espacio. Ayúdame a desensillarlos.

El muchacho dejó la horquilla contra la pared y se aprestó a obedecer la orden.

—¿Va a traer más caballos? —indagó ingenuamente.

—¿Te gustan?

—¡Caray! ¡Sí! —exclamó entusiasmado, sin el recelo con el que lo recibió—. Todavía no entiendo por qué viaja así, lo esperábamos en la diligencia.

—¿Cómo te llamas?

—Felipe, pero todos me dicen Lipe.

—Bien, Lipe, yo cargo con el equipaje hasta la casa y tú almohazas los animales y les das de comer.

—Sí, excelencia.

—¿Por qué me crees ahora?

—Me dijeron que era usted indiano y su extraño acento lo confirma.

Juan meneó la cabeza. Terminaría acostumbrándose a ese apelativo. Salió al exterior y cruzó la distancia que había hasta la casa. Las grandes espuelas californianas tintinearon al chocar sobre las enormes lajas de piedra que cubrían el zaguán. Cogió la aldaba y la dejó caer un par de veces.

Una mujer de treinta y tantos años, morena, de facciones correctas y vestida de oscuro abrió la puerta. No parecía del servicio, así que preguntó de forma ambigua.

—¿La condesa de Nogales? —solicitó.

Al inclinar la cabeza para descubrirse, por el ala del sombrero vaquero escurrió un chorrito de agua que salpicó los pies de la señora. No pareció notarlo porque, con los ojos entrecerrados, lo examinaba descaradamente.

—No recibe. ¿Quién se interesa por ella?

—Su marido —respondió lacónicamente, sin perder detalle de la expresión de sorpresa.

Aguardó unos segundos a que la mujer reaccionara. Sin pronunciar una palabra, la mujer se hizo a un lado y lo dejó pasar. En ese momento, una criada cruzaba el amplio vestíbulo.

—Herminia, avisa a la condesa de que un hombre desea una entrevista.

Juan no contestó a la provocación que implicaban las palabras de la mujer. Comprendía que no iba vestido como era de esperar y que tanto la barba de días como el olor a monte no ayudaban mucho. Aguantó una vez más el escrutinio de la mujer, quien se mantenía a una distancia prudencial, mientras se formaba un charco a sus pies a causa del agua que escurría del capote encerado.

Unos pies ligeros que descendían por la escalera anunciaron la llegada de la condesa. Asomó al rellano que se divisaba desde el vestíbulo y el descenso adquirió un sonido más lento y compuesto.

Era una mujer alta, esbelta, con el pelo recogido en un recatado moño bajo. El vestido era sencillo, cerrado al cuello y de un color gris oscuro, lo que llamaban de alivio después del luto.

Cuando se aproximó apreció sus facciones hermosas, excepto la nariz. No era la proporción, que era correcta, lo que atrajo su atención; sino la forma cortada a bisel de la punta, sin afectar a las fosas nasales, estrictamente la punta, que se quedó mirando como un tonto hasta que se fijó en los ojos verdes que lo observaban incrédulos.

—¿Quién es? ¿Qué desea de mí?

—Dice que es su marido —intervino la mujer que lo había recibido.

La condesa acusó la información porque se le abrió la boca. Tras un instante de vacilación, se hizo cargo de la situación.

—Tendrá algún documento que lo acredite ¿verdad?

Juan no respondió, abrió el capote, rebuscó en el bolsillo interior de la chaqueta que llevaba y extrajo un papel que alargó. La condesa lo cogió ansiosa y lo desplegó delante de él sin ningún falso rubor.

—¡Oh, Dios mío! Es él —corroboró, bajando el pliego y repasando con la mirada, lentamente, la figura que se hallaba ante ella.

—Si ya ha comprobado mi identidad, me gustaría tomar un baño y adecentarme —sugirió Juan.

—Acompáñalo, Carmela. Cuando haya descansado, hablaremos.

Juan no discutió el tono autoritario de la condesa. No era el momento ni el lugar para establecer los límites del acuerdo. Además, estaba deseando el baño y quitarse las ropas mojadas.

Siguió los pasos de Carmela con el escaso equipaje, ascendieron al piso superior y la mujer se dirigió a una de las puertas orientadas al sur.

—La habitación está dispuesta —informó Carmela entrando delante de él, abrió las contraventanas y se iluminó la estancia—. El equipaje que llegó en la diligencia ya está a su disposición en el armario. La habitación del baño se encuentra al otro lado del pasillo, enfrente de esta puerta. En cuanto suban el agua, le avisaremos.

—Gracias. ¿Y usted es…?

—Carmela de la Nava, la señora de compañía de la condesa con funciones de ama de llaves.

—Gracias de nuevo.

Carmela se retiró con más prisa de lo que se podía considerar educado. Juan se imaginó el parloteo de las dos mujeres intercambiando opiniones respecto a él.

Dejó el equipaje en el suelo e inspeccionó la habitación. A su izquierda, en la misma pared que la puerta de entrada, se alzaba el armario ropero; en el fondo una chimenea apagada presidía la estancia con dos sillones orejeros y un velador entre ambos. A un costado, junto a la ventana, un escritorio con su silla. Entre las dos ventanas que llegaban hasta el suelo destacaba el mueble con espejo y aguamanil; a su derecha, completaba la habitación una cama de madera de roble macizo con un banco tapizado a los pies para sentarse, un par de mesillas de noche y otra puerta que, por la situación, debía comunicar con la estancia contigua. Era amplia, luminosa pese al oscuro entelado y al zócalo de paños de madera hasta la cintura. El suelo de madera de calidad había sido bruñido con ceras y trapos. Por lo poco que había apreciado en el vestíbulo y en el ascenso por la escalera de piedra, la construcción era buena y sólida, aunque la decoración resultaba agobiante para una persona acostumbrada a la luz y al calor.

Se desvistió y dejó en el suelo las ropas sucias y húmedas. Del armario sacó un batín y unas zapatillas. Después procedió a deshacer el equipaje que había llevado con él. Cuando acabó, oyó una suave llamada en la puerta y la voz de una de las criadas le anunció que el baño estaba dispuesto.