10

Día 22 de julio, por la noche.

Juan regresó temprano. Deseaba bañarse y descansar un rato antes de la cena. A juzgar por las palabras del teniente, esa noche esperaban movimiento en el monte. El levantamiento carlista, convocado para el día diecinueve, no se había producido, así que se aguardaban noticias del espía que les informaran sobre lo que estaba sucediendo entre sus filas.

Mientras tomaba el baño, rememoró el beso de la condesa. Su cuerpo reaccionó antes de que se impusiese la razón y el impulso de alejarlo. Se quedó con las ganas de mordisquear la curiosa nariz; ella de abofetearlo. Estaban en público y debían representar sus papeles. ¿Qué habría sucedido si hubieran estado solos? Era hermosa, pero lo atraía algo más sutil, todavía indefinido. Alguna vez había intentado imaginarse cómo sería la mujer de la que se enamorara y no había llegado a una conclusión, excepto de que no fuera una arpía. La condesa era un enigma: sí, sabía besar, pero no fue dulce, sino tenso, aunque se abochornó cuando mencionó que, además del queso y la fruta, se lo había comido a él con la mirada. Se sonrió ante el recuerdo. En el fondo, igual sí era una mujer apasionada. Entonces ¿qué la contenía? Vivía sobre un volcán que podía entrar en erupción en cualquier momento, pero eso no tendría que interferir en los sentimientos. No debía precipitarse en su juicio.

Se echó un sueño antes de vestirse para cenar. Aún hacía calor, aunque las sombras comenzaban a adueñarse del valle. Decidió prescindir de la chaqueta y quedarse en mangas de camisa, solo con el chaleco. Se anudó la corbata, que prendió con un alfiler de oro en forma de herradura, y ocultó el cuchillo en la bota. No esperaba visitas, pero convenía ser precavido.

Por primera vez, la condesa se le había adelantado y lo aguardaba sentada a la mesa.

—Lo siento, me he quedado dormido —se disculpó tomando asiento.

—No es de extrañar. ¿Por qué trabajas con ellos?

—Son mis asuntos, mis intereses. Me gusta estar al tanto, no desentenderme de ellos. Aunque Tomás es un hombre muy capaz y los muchachos lo respetan.

—Llegó al valle unos meses antes que yo. Su seriedad, su capacidad de trabajo y su discreción ganaron a la buena gente que, en un principio, receló de él, tanto por el origen como por no ser vecino.

—¿De dónde es? Me dijo que venía de Santoña.

—Su madre era de allí, falleció a causa del parto. Era madre soltera, se rumoreaba que se había encaprichado de un capitán holandés que recalaba con cierta asiduidad en el puerto. Quedó embarazada, pero el capitán no regresó. La familia de ella se hizo cargo del niño con la esperanza de que el capitán apareciera, pero no fue así. Finalmente, creció entre tíos y primos, quienes lo aceptaron como uno más y le dieron el apellido.

—Y en cuanto pudo, se instaló por su cuenta.

—No por la familia, como pareces sugerir. He sido testigo de cómo lo reciben, con los brazos abiertos cada vez que va por allí. Y las mujeres, no digamos. Languidecen a su paso.

—¿No tiene novia?

—Conocida, no. Se le arriman, se deja querer, pero nunca con la misma.

Cenaron en silencio tras la conversación intrascendental. Juan agradeció el mutismo que le permitía concentrarse en los planes nocturnos. Ella no pareció notarlo sumergida en sus pensamientos. Como dos extraños que eran, compartieron la mesa. Cuando terminaron, la condesa se excusó y Juan se apresuró a retirarle la silla. Le ofreció la mano para acompañarla hasta la escalera y, en cuanto entraron en contacto, sus ojos se buscaron. Eran de un verde brillante, intenso, moteados de marrón. Apretó la delicada mano entre sus dedos fuertes y ásperos por el trabajo. En ese instante Juan se preguntó cómo habría sido compartir el lecho con un hombre que podía ser su padre. Giró la cabeza y rompió el hechizo verdemar. La condujo a través del vestíbulo y ascendió con ella la escalera. Arriba, en el último escalón, tropezó con el vestido y él la sostuvo, aguantando el tirón.

Le rodeó el talle con un brazo y la atrajo hacia sí sin dejar de sostenerle la mirada con una pregunta implícita. Al no obtener respuesta, se abatió como un halcón sobre sus labios, primero suavemente y después más atrevido, exigiendo la boca que se abrió como una granada madura. Se colgó de él con un gemido y, al sentir que le confiaba su peso, la levantó en brazos y la llevó hasta la puerta de la habitación, pero no llegó a traspasar el umbral, algo se lo impedía. Levantó la cabeza de la maravillosa criatura y percibió que, con los pies, entorpecía el paso.

—Hay un acuerdo que respetar si no quieres perderlo todo.

—Hace un momento no parecía importante el acuerdo —reprochó Juan en voz baja y contenida por la frustración. Todavía la sostenía en brazos y notó el estremecimiento. Se apresuró a dejarla con los pies en el suelo—. Ignoro cómo habrá sido tu matrimonio, tampoco me explicaste por qué accediste a casarte, pero recuerda que no todos los hombres somos iguales.

Juan se retiró a su habitación con el entrecejo fruncido y el deseo insatisfecho. Se cambió de ropa por una más adecuada para montar, repasó el Colt, se ciñó la cartuchera que ató a medio muslo, sacó el rifle que había escondido encima del armario y apagó el quinqué del escritorio. La oscuridad era completa, la luna se hallaba en creciente, pero no disipaba las tinieblas porque se hallaba baja. El silencio era absoluto en el cuarto de la condesa. Suspiró, no debía distraerse, bastante turbia estaba la situación de por sí sola. Con el rifle en una mano y las espuelas en otra, abandonó la habitación y descendió las escaleras sigilosamente. Salió al exterior sin dificultad, pues ya se había cerciorado de que no echaban la tranca por la noche. El servicio dormía en el pueblo con sus familias, sólo Carmela y Lipe se quedaban. Evitó las lastras de piedra para no hacer ruido y llegó al establo. Lipe dormía en un altillo, pero no asomó la cabeza. Juan ensilló el caballo y, al cabo de un rato, le extrañó que Lipe no se hubiera despertado con el ruido. Advirtió que faltaba un caballo, un potro joven, con nervio. Llamó a Lipe, pero no obtuvo respuesta. En otro momento averiguaría dónde se metía el chico durante la noche, ahora apremiaba el compromiso con el teniente y con Sagasta.

Sacó el caballo de las riendas y, hasta que no salió por el portón de la finca, no montó. Recorrió el camino hacia Ramales y tomó el desvío hacia el alto de Guardamino. Según ascendía la luna y su vista se habituaba, el camino era más visible. Se preguntó por dónde llegaría el enlace. Las dos únicas vías posibles eran la garganta del Carranza o las lomas del Mazo y del Moro. La alternativa era el Alto de los Tornos, pero le sorprendería el día. El desfiladero del Carranza era una trampa mortal; sin embargo, las brañas ofrecían una posibilidad de escape. Se dirigió hacia allí. A mitad del ascenso, descubrió unos arbustos grandes que podían encubrir el caballo. Lo dejó atado y siguió a pie, de esa forma reducía el blanco y pasaría más desapercibida su llegada.

Agotado, se dejó caer junto a un peñasco que le serviría de parapeto en caso de necesidad. Comprobó el rifle que había cargado y se arrellanó sobre la hierba, dispuesto a pasar una fría e incómoda vigilia.

Comenzaba a palidecer la luna y Juan a desesperar cuando oyó el ruido metálico de una herradura contra una piedra. Arrebujado en el chaquetón grueso de piel de borrego, pues por la noche refrescaba en las alturas, se espabiló y aguzó la vista y el oído. A unos metros de distancia asomó por la pendiente irregular una figura oscura con las riendas de la montura en la mano y concentrada en el suelo, escogiendo el terreno por el que pisaba el caballo. Juan lo observó esta vez sin prisa: era menudo, ágil, se movía con resolución y apaciguando al animal, para que no alertara a los enemigos.

Pasó frente a él sin percatarse de su presencia y se detuvo al principio del descenso hacia Guardamino. Dudaba sobre la ruta a escoger o trataba de averiguar dónde lo aguardaban. Surgieron a su espalda. Esta vez no era uno, sino varios. Juan se echó a la cara el rifle y apuntó. Algo atrajo la atención del espía, que levantó la cabeza. Sonó el disparo y uno de ellos cayó, casi simultáneamente sonó otro y otro. Reverberaron en la noche y entre las peñas, como si se hubiera desatado el infierno. El enlace montó sobre el caballo con una soltura pasmosa. Juan abandonó el escondite consciente de que el enlace se despeñaría por la ladera si pretendía bajarla a caballo. Una bala rebotó cerca de él, respondió sobre el lugar de donde partió el fuego, pero ese segundo de distracción le impidió llegar hasta el intrépido jinete, que emprendió la huida ladera abajo.

Agachado, presenció el descenso, guiaba la montura con temple, echado sobre el lomo para no destacar, aferrado a la silla y a las crines del bruto que obedecía sin desmandarse. Hasta que no llegó abajo, Juan no fue consciente de la angustia que había pasado. Se volvió hacia los enemigos, pero el silencio era lo único que lo esperaba. No había persecución, se habían retirado. Oyó voces y comprendió la razón de la huida. No le convenía que lo encontraran allí. Buscó desesperadamente un lugar en el que cobijarse y se lo ofreció el suelo. Entre unas rocas se abría una sima por la que se introdujo con precaución. La noche le impedía ver la profundidad y un saliente le ofreció un punto de apoyo seguro.

No supo que los tenía encima hasta que escuchó el resuello de uno de ellos.

—¡Evaristo! —llamó en un susurro una de las voces—. Aquí hay un muerto. Estamos en el lugar del tiroteo.

—¡Mal rayo le parta! Es Ramón, el pastor de los condes —maldijo el alcalde—. Se va a montar un revuelo en Ramales en cuanto se sepa.

—Ojo por ojo —sentenció una voz grave que no pudo reconocer Juan.

—No sabemos si fue él —replicó la voz más joven.

—Del chivatazo, estoy seguro; de quién apretó el gatillo, nunca lo sabremos —sentenció la voz grave.

—Con esta muerte, considero que mi hermano está vengado —informó la voz juvenil.

—Eres joven, la venganza no es una buena compañera en la vida. Déjasela a los mayores.

—Espero que el espía haya llegado con bien. Esto se está complicando. ¡Vámonos! No podemos hacer nada aquí —apremió Nel.

Juan aguardó a que desaparecieran. Cogió una piedra del tamaño de un melocotón y la dejó caer. Golpeó repetidas veces durante la caída y un sonido sordo marcó el final del trayecto. Era profunda. Salió del escondrijo y buscó al muerto. No sabía cuántas balas habían impactado en el cuerpo, pero la advertencia del teniente había sido clara. El cielo comenzaba a clarear con la luz del amanecer. Se acercó al muerto y reconoció al hombre de la barra, el que estaba a continuación del padre de Nel y de Lipe. Así que ese hombre trabajaba para él. Poner orden entre sus trabajadores sería su primera obligación durante el día. Lo cogió de los sobacos y lo arrastró hasta la sima, le dio un empujón con el pie y cayó por la brecha. El cuerpo arrastró algunas piedras en la caída y luego se hizo el silencio. Se dirigió al sitio desde el que disparó el rifle y recogió los casquillos. Los contó, luego otro de los asaltantes se había llevado lo suyo y, cuando le extrajeran la bala, conocerían la procedencia.

Llegó al establo con luz del día, aunque era temprano para que los vecinos se incorporaran a los campos. Primero ordeñarían y atenderían los establos antes de salir, así que no se encontró con nadie. Descubrió el caballo que faltaba y se acercó a él. Lo habían atendido recientemente, estaba caliente y el morro húmedo de haber bebido. Se quitó las espuelas y se acercó a la escalera del altillo, subió algunos peldaños y asomó la cabeza: Lipe dormía con el pelo revuelto. ¿Sería el muchacho el enlace? ¿Habría ocupado el puesto del hermano? ¿Por eso la familia del muchacho era de fiar para Sagasta? Le pareció cruel que un padre, después de perder un hijo, expusiera a otro al mismo peligro. Sería dos años mayor que su hermano Diego. Algo no le cuadraba. Nel era uno de los acompañantes del alcalde, luego estaba en el ajo, ¿por qué no era él el enlace?

Desensilló el caballo y, despertado por el ruido, Lipe asomó somnoliento.

—Sigue durmiendo —recomendó Juan—. Acaba de amanecer. No podía dormir y salí temprano —justificó su ausencia.

Entró en la casa y subió a la habitación, se quitó las ropas húmedas del rocío de la noche, se descalzó, se lavó en la palangana, abrió la cama y se echó con la intención de deshacerla un poco, pero se quedó dormido hasta que el ajetreo del servicio por la casa lo despertó. Se levantó más animado, se estiró y salió a la solana. El sol brillaba en lo alto, aunque no era mediodía todavía. El rumor de las aguas del río refrescaba la visión verde de los prados y de las laderas bajas de los montes que rodeaban el valle. Comenzaba a identificarse con el paisaje agreste y ceñudo del alto Asón. Se apoyó sobre la veranda de madera y dejó que el sol acariciase la piel desnuda. Se permitió unos minutos de holgazanería mientras trazaba el plan del día. Lo primero era acercarse a la posada y escuchar qué se decía allí sobre los acontecimientos nocturnos, después había que resolver lo de los trabajadores. No podía pasarse la vida mirando sobre el hombro, temiendo una traición, necesitaba estar seguro de la gente que le servía. Volvió la cabeza hacia la puerta de la habitación de Begoña que se hallaba entreabierta. El sol penetraba un trecho, iluminando el suelo y dejando lo demás en la penumbra. No se sentía culpable, el beso fue aceptado y compartido, eran adultos; pero había vislumbrado el temor en sus ojos, por esa razón no insistió y dejó que se saliese con la suya. El acuerdo, en un principio normal entre dos desconocidos, ahora se volvía más intrigante. Un acuerdo era una forma de resguardarse en caso de que las cosas no salieran como se habían planeado, pero siempre podía modificarse si las partes así lo decidían. Sin embargo, ella se había atrincherado detrás de él, era su salvoconducto.

Entró y se vistió. El ruido del estómago le recordó que estaba hambriento, se aproximaba la hora del almuerzo. Decidió tomar un tentempié rápido mientras bajaba la escalera. Carmela le salió al paso.

—Se le han pegado las sábanas esta mañana. ¿Va a desayunar?

—Sólo un café. ¿La condesa se encuentra en casa?

—Sí, todavía no se ha levantado. Ha pasado mala noche. —Juan hizo un gesto de preocupación—. Nada que no sea propio de mujeres —matizó Carmela sonrojada.

—¡Ah! Bien —contestó Juan. Había asuntos sobre los que no se podía hablar abiertamente en la península—. Estaré en el despacho. Que Lipe me ensille un caballo.

En la biblioteca buscó la relación de trabajadores contratados. Necesitaba conocer los nombres para indagar sobre ellos. Le sorprendió encontrar el nombre de Mazorra dos veces: Felipe y Herminia. Así que había una hermana. Encontró el de Ramón, se apellidaba Solana y tenía treinta y cinco años, era el pastor del rebaño de ovejas. El encargado de la vaquería era Alejandro Cobo, el padre del chico que trabajaba para Tomás y que le disgustaba a la condesa.

Carmela interrumpió sus reflexiones cuando entró con una bandeja en la que, además del café, habían añadido un zumo y un plato de setas con jamón.

—¿Quién trabaja dentro de la casa?

—Aparte de mí, Lara y Herminia como criadas, Benita, la cocinera, Jacinta es la lavandera que viene tres días a la semana. Herminia es la encargada de la planta de arriba. Es la única con permiso. Los demás lo tienen prohibido desde que murió el anterior conde, don Miguel.

Juan arqueó una ceja.

—La gente es muy chismosa —concluyó Carmela; sin embargo, algo le dijo a Juan que había una razón más relacionada con la seguridad, pero no quiso profundizar en ello mientras no estuviera seguro del terreno que pisaba.

Se tomó el plato de setas y se bebió el café. Se levantó de la silla y se encaminó en busca del caballo. En diez minutos se encontró en el centro del pueblo. Ató la montura a la arandela de la botica y se dirigió a la posada. El teniente de la Guardia Civil le salió al paso desde la Casa Consistorial donde charlaba con Evaristo, el alcalde. ¿Quién se encontraba con él anoche? Era evidente que estaban al tanto del asunto.

—Buenos días, excelencia. ¿Qué le parece la comarca? —preguntó en alto para que lo oyeran los de alrededor. Una vez a su lado, murmuró entre dientes—: ¿Qué pasó anoche? Se oyeron tiros pero nadie sabe nada. Sin embargo, al alcalde le ha cogido de sorpresa que le haya comunicado que arriba no hemos encontrado ningún cuerpo.

—Se quejó la primera vez de que había dejado demasiadas pistas. Eché el muerto a una sima. Trabajaba para mí, Ramón Solana.

Juan comenzó a sentirse mal.

—¡Vaya! Lo tenía en la lista, pero no había certeza. Está muy pálido, ¿se encuentra bien?

—Buenos días, excelencia —saludó Evaristo, que se había acercado para sumarse a la tertulia; sin embargo, Juan fue incapaz de articular palabra. Un dolor agudo le atravesó el vientre y se nubló el día.