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Día 12 de julio de 1871.
El día anterior lo pasó encerrado en la biblioteca solucionando el desaguisado causado por la condesa, aunque no fue tan significativo como el del propio conde, quien no había llevado control sobre la producción y gasto del patrimonio. Al final, no le había quedado más remedio que acudir al administrador, quien le proporcionó unas cuentas bien maquilladas. Aun así, había sido muy chapucero.
Se vistió de la forma llamativa que acostumbraba últimamente, aunque su instinto le decía que no engañaría a nadie, y dedicó un rato a reconocer la casa. Era amplia, cuatro habitaciones en el cuerpo principal y dos más en cada torre, ocho en total. En la planta baja, el comedor con la sala de sobremesa anexa en la base de la torre y el salón principal y la biblioteca en la base de la otra torre. En la zona trasera se ubicaban la cocina, la despensa, el lavadero y dos cuartos para el servicio que ocupaban la cocinera y Carmela. Los defectos que encontraba eran la oscuridad, la seriedad de los entelados de las paredes y los horribles e inquietantes retratos de la escalera que conferían un aire lóbrego al interior.
Lucía el sol y había decidido recorrer el pueblo para confraternizar con los vecinos. Salió muy ufano a enfrentarse con el mundo exterior, pues el interior andaba muy revuelto desde la visita del capitán Ochoa. A juzgar por la postura desairada de la condesa, la mujer había dado por perdida su posición de ventaja. Los engranajes de su cerebro podía oírlos: otra vez viuda y en la palestra, aguardando al mejor postor. Pero él no había aceptado para dejarse matar. Por el momento no representaba un problema para los carlistas que, confiados en su estupidez, aguardarían tiempos propicios. La condesa había dejado al descubierto su juego y ellos le dejarían creer que había ganado. Siempre y cuando el capitán Ochoa, al margen del partido y de los ideales, no ansiara el título y el hermoso cuerpo de la condesa, como le había parecido advertir.
Distaba mucho de ser la mujer que se había imaginado; por el contrario, de belleza singular, no ocultaba un carácter autoritario e independiente aunque las cuentas no eran su fuerte, tal y como había comprobado. ¿Qué sabía hacer la condesa? La pregunta fue respondida cuando entró en el establo y descubrió la ausencia de un caballo.
—La condesa sale a cabalgar siempre que el tiempo lo permite y no regresa hasta entrada la mañana —respondió Lipe mientras ensillaba el suyo—. Es una incansable amazona.
—Le propondré salir juntos la próxima vez. Hoy quiero conocer el pueblo.
—No hay mucho que ver —informó solícito el mozo—, aparte de la posada de Cosme.
—Cuando he dicho el pueblo, me refería a sus habitantes. ¿Qué me puedes decir de la gente de por aquí? ¿Alguna recomendación?
—Yo de eso no sé nada, excelencia —eludió Lipe—. Me dedico a los caballos.
Juan se dirigió hacia la villa, que se extendía al pie del pico San Vicente, siguiendo la ribera el Asón. A los cinco minutos de marcha quedó a la vista. Las casas se alineaban a ambos lados del Camino Real que comunicaba la villa de Laredo en la costa con la meseta burgalesa. El núcleo urbano se reducía a una pequeña plaza delante de la iglesia, en la que se ubicaban la Casa Consistorial con la oficina de correos y telégrafos, la botica y un almacén en el que se vendía de todo. Al otro lado del Camino se hallaba la amplia posada de Cosme, en la que se alquilaban habitaciones. Era la última posibilidad de pernoctar bajo techo antes de subir el alto de los Tornos; la siguiente venta se hallaba en Espinosa de los Monteros.
Desmontó en la plaza y pasó la brida por una argolla de hierro que había a ese propósito en la fachada de la botica. Cruzó la explanada y se internó en el Ayuntamiento. Lo recibió un joven escribano, se identificó y solicitó una entrevista con el alcalde. No había terminado de hablar cuando se abrió la puerta de la habitación contigua y asomó el alcalde en persona.
—Entre, excelencia. Siempre dispongo de tiempo para conocer a los nuevos vecinos.
Era un hombre recio, de mediana edad, expresión seria y moreno. Los rasgos eran comunes y ninguno característico, excepto un ligero tic en un ojo. Juan enfatizó el acento y el movimiento de las manos y le expuso sus problemas con los mojones de las lindes de los terrenos.
—¿Quién es su administrador?
—López.
—¡Humm! Es un hombre sin iniciativa. Será alguno de los clientes y vecino vuestro quien haya querido aprovecharse de la inexperiencia de la condesa viuda.
—Viene de lejos —refutó Juan.
—El anterior conde no destacaba por cumplir con sus obligaciones. No está en mi ánimo la crítica, sólo constato un hecho —matizó prudentemente Evaristo.
—Usted es muy joven para recordar la guerra que se desarrolló aquí.
—Había cumplido ya los trece años, pero mi familia es de San Roque. Al terminar la guerra, hizo falta repoblar esta zona. Muchos de nosotros somos de valles vecinos. ¿Qué interés le suscita la guerra?
—Curiosidad. Pasé la noche en Guardamino con el boticario.
—Eso tengo entendido. No es saludable perderse en el monte, a pesar de la Guardia Civil no son seguras las alturas. Me puso al corriente del asesinato. ¿No vio algo sospechoso o se cruzó con alguien?
—No, aunque lo cierto es que iba preocupado buscando dónde refugiarme de la tormenta. Los disparos me cogieron por sorpresa, pero lo primero que me vino a la mente fue un cazador. No imaginé un asesinato. San Roque fue una población muy castigada por los carlistas, por lo que me relató don Matías. Me cautivó la historia de Juan Ruiz Gutiérrez. ¿Llegó a conocerlo?
El alcalde entrecerró los ojos y lo miró fijamente. Tras reflexionar un instante, respondió:
—Es usted de fuera, pero yo le recomendaría que, si quiere vivir en paz y armonía con los vecinos del pueblo, se abstuviera de mencionar una guerra que todos deseamos olvidar.
—Discúlpeme, no era mi intención remover dolorosos recuerdos. Como don Matías se mostró tan solícito en ilustrarme sobre la historia de la villa…
—Don Matías cada vez está más viejo y más hablador.
A partir de ahí, el alcalde abandonó el tema y se ciñó a los problemas de cambio de titularidad de la finca y a la inscripción de un nuevo vecino. Juan mantuvo la postura de nuevo rentista hasta el umbral de la Casa Consistorial. En la misma puerta le abordó un hombre con el uniforme de la Guardia Civil: azul con abotonadura a los lados, cuello y puños rojos, espada colgando a un costado y tricornio algo levantado por detrás. Ese mismo año, por lo que había sabido Juan a través de Sagasta, una reforma orgánica había distribuido los efectivos del cuerpo, creado por el duque de Ahumada en 1844, de una forma más eficaz por el país.
—Excelencia, se presenta el teniente de la Guardia Civil, Eusebio Rodríguez, del cuartel de Gibaja.
—Teniente. —Juan inclinó la cabeza a modo de saludo—. Imagino que querrá interrogarme sobre el incidente del monte.
—No es necesario. Don Matías fue prolijo en los detalles. —Mientras hablaba, el teniente echó una mirada en derredor para asegurarse de que no había nadie al alcance de lo que decían—. Esto creo que es suyo —dejó un cartucho de latón en su mano—. No está fabricado en España. La próxima vez sea más cuidadoso, ya me he deshecho de la bala alojada en el cuerpo. No es conveniente dejar pistas a los militares, aunque nadie ha reclamado el cuerpo por el momento.
—No tuve tiempo, casi me sorprende don Matías. No me pareció militar.
—Visten de pastores o cazadores. ¿Le amenazó el muerto?
—No. Casi se carga al espía.
—¿Lo vio? —El teniente respiró con ansiedad.
—No, demasiado oscuro. Espero que tampoco me haya reconocido.
—Poco probable. Don Matías tampoco andaba muy convencido de su identidad. ¿Acostumbra a vestir así? —Juan sonrió torcido y no contestó—. Será difícil que lo asocien con la figura del vagabundo de Guardamino.
—No estoy muy seguro, las noticias corren por estos parajes. Creo que ya está en boca de todos que me perdí por el monte. Ya he recibido la visita del capitán Ochoa y al alcalde no le caigo bien.
—Si ha llegado a sus oídos que Ochoa ha estado en su casa, es natural. Su padre es el famoso licenciado don Manuel Abascal, perteneció a la partida de Cobanes. Su cabeza será una de las primeras que rueden si se acercan por aquí los carlistas. El mensaje de la otra noche era vital: Rada y Amador se hallan en Laredo y Santoña para anunciar el levantamiento del general Elio el diecinueve de julio. La Guardia Civil se encuentra en estado de alerta.
—¿Por qué arriesga tanto don Evaristo?
—Tiene un hijo y no quiere que caiga en manos de los facciosos. San Roque de Riomiera sufrió sus levas forzosas. No debemos permitir que se repita la situación de los años treinta. Si seguimos hablando en público más tiempo de lo necesario para conocernos, llamaremos la atención. Le recomiendo la posada como fuente de información.
Se despidió del teniente, echó un vistazo a la montura que se encontraba rodeada de algunos vecinos y se encaminó hacia la posada. La mañana estaba resultando provechosa, aunque todavía no había localizado el apellido que le había indicado el secretario de Sagasta. No quería preguntar por él ni siquiera al teniente, pues ignoraba hasta qué punto conocería los antecedentes de los vecinos. Así que estaban al borde del abismo, a punto para la sublevación. No era de extrañar que la pasada noche intentasen interceptar al espía.
La «Posada del Asón» era una venta con dos entradas: una independiente para los que se alojaban y otra de acceso directo a la taberna. A la derecha, hacia la salida del pueblo en dirección a los Tornos, se levantaba un amplio establo con corral que contaba con caballos de refresco para los carreteros y la diligencia.
Entró en la taberna y se hizo el silencio. Tardó en habituar la vista a la oscuridad de la estancia. Era el mediodía y el lugar estaba abarrotado de lugareños y viajeros que se disponían a almorzar. Se acercó a la barra y pidió un vino. En un tono más bajo, se restablecieron las charlas paulatinamente.
Cosme era un hombre joven, corpulento, moreno, de grandes manos y sonrisa amable. Atendía la barra y las mesas incansable pero sin agobio. Era un negocio próspero, siempre y cuando no hubiera guerra.
Juan aguardó con el vino en la mano a que se le concediera al posadero un pequeño respiro. Mientras tanto observó a la clientela. En una mesa comían dos hombres junto a una mujer que, por las trazas, eran los pasajeros de la diligencia que se encontraba fuera. En otra mesa, tres hombres almorzaban con fruición y escasas palabras, uno de ellos descollaba por ser rubio y de ojos claros entre la marea de morenos del valle.
Apoyados en la barra, había otros dos hombres que lo escrutaban disimuladamente. Uno, vestido con ropas de monte y un morral al hombro; el otro, un labriego de posición a juzgar por la calidad del paño. No cruzaron una palabra entre ellos.
—Disculpe, excelencia —lo abordó Cosme un poco cohibido—, el encargado del establo que trabaja para la línea de diligencias está interesado en su silla de montar. Dice que es un gran trabajo.
Juan sonrió al comprobar que esa había sido la causa del revuelo alrededor del caballo.
—Mi hermano pequeño es un artista del repujado sobre cuero.
—Y los remaches de plata lo realzan —aprobó Cosme, sin ocultar su complacencia de que el conde se dignara a conversar con él—, pero las bridas son extrañas.
En ese momento entró un hombre que se dirigió directamente hacia el labriego acomodado de la barra.
—¿Qué hay, padre?
—Nel —llamó Cosme—, hablábamos de las bridas del caballo con su excelencia. —Y dirigiéndose a Juan—: es el encargado de las recuas de la diligencia. Ha terminado, así que partirán enseguida los viajeros para llegar al anochecer a Espinosa.
A Juan le resultaron familiares los rasgos del hombre, a pesar de que estaba seguro de que no se había tropezado con él. Era alto para la zona, en la que la media no superaba el metro setenta, el pelo de color castaño claro, a juego con los ojos, de facciones correctas y mirada franca, directa. Nel se aproximó sin recatar el largo vistazo que le echó. Juan calculó la edad, unos veintisiete años, como él.
—Son bridas californianas —explicó Juan—. El trenzado de finas tiras de cuero crudo se considera un arte. Según los cabos que se empleen son más finas o gruesas y también más complejas.
—¡California! —exclamó Cosme y lanzó un silbido admirativo que captó la atención de los parroquianos, sobre todo del rubio y los dos jóvenes que se sentaban con él—. Pensamos que venía de Méjico o de Cuba.
—Las suyas son gruesas —constató Nel.
—De doce cabos. El entrelazado es complejo —aseveró Juan, marcando el acento y cierto amaneramiento.
—¿Y el cabezal? Lipe me contó que es más sencillo de poner y quitar que los nuestros.
—Os une la pasión por los caballos. —Juan sonrió tratando caer simpático.
—Los caballos y la sangre —corrigió Nel—; es mi hermano.
Ahora Juan comprendió por qué le había resultado familiar. Mientras les hablaba sobre el cabezal de oreja, se fijó en el padre de los chicos, erguido y bien plantado, como los hijos, y en cómo el pastor se mantenía con el oído alerta pero sin relacionarse con nadie. Los hombres de la mesa se acercaron para pagar la cuenta y remolonearon mientras escuchaban sus explicaciones. Ponderó que había una buena audiencia para soltar la noticia.
—Me alegro de que el tema de los equinos suscite tanto interés. Mi intención es dedicarme a la cría de caballos para montar. A finales de mes llegará una yeguada que he adquirido en Cádiz, potras andaluzas, jóvenes de largas crines y esbeltas patas. Y seis pura sangres para cubrirlas.
Hubo silbidos y risas.
—Parece que va a haber movimiento en el valle. No será de esos nobles acomodaticios que se dedican a percibir las rentas —se atrevió a comentar Cosme.
—No. Por cierto, necesitaré construir un establo. ¿Sabrían indicarme quién realiza labores de ese tipo?
—Lo tiene delante. Le presento a Tomás —respondió Cosme, señalando con la cabeza al hombre rubio—. Es un hombre emprendedor y serio, con una buena reputación en el valle.
El mentado Tomás irguió la cabeza al ser nombrado. Era un hombre alto y de complexión ancha, los brazos, que dejaban al descubierto las mangas remangadas, eran fuertes y morenos, y se contradecían con el cabello rubio y los ojos azules. De la edad de su hermano Francisco, calculó Juan. Miraba de frente, consciente de que había trabajo de por medio si llegaban a un acuerdo.
—Tomás Madariaga, excelencia —se presentó con una inclinación de cabeza.
—Juan Martín. Eres demasiado joven para acometer la construcción de un gran establo. ¿Trabajas solo? Me urge que esté terminado para final de mes.
—Soy de Santoña. Mi familia lleva a la espalda una larga tradición como carpinteros de ribera. Aprendí el oficio, pero prefiero la construcción de casas. He reunido un equipo a mi cargo: dos canteros, un fundidor y varios carpinteros. Nos unen lazos familiares. En la costa no hay trabajo para todos y decidimos probar fortuna de esta otra forma. Vivo en Gibaja la mayor parte del año. Es increíble la cantidad de trabajo que nos ocupa. Además de la construcción, los fuertes vientos invernales obligan a constantes reparaciones de los tejados y a desatascar las chimeneas.
Durante un rato estuvieron inmersos en los detalles del trabajo, la adquisición de los materiales y los plazos. Finalmente, se estrecharon las manos y cerraron el trato.
—Cobra, charlatán —dijo Tomás a Cosme, dejando unas monedas sobre la barra—. Mañana por la mañana me paso por su casa, excelencia. Ahora llevo prisa, estamos a punto de concluir una obra que lleva retraso a causa de la lluvia que nos ha tenido parados.
Juan asintió y la taberna se fue despejando con la partida de los viajeros y de Tomás con sus hombres. Cuando quedó todo tranquilo, se percató de que el pastor había desaparecido. Quedaron el labrador y él mano a mano, pues Cosme se perdió en la cocina con la vajilla sucia que había recogido.
—Nos hemos quedado solos de pronto —rompió el hielo Juan.
—Nunca he hablado con un conde —dijo el labriego, tieso y digno.
—Entonces, ya compartimos algo: yo tampoco he hablado con un conde —respondió Juan serio.
El labriego, de cabellos grises y unas facciones que habían heredado Lipe y Nel, no se inmutó, aunque sus ojos se achinaron con el destello de una sonrisa. Dejó un real junto a su vaso y se retiró con una inclinación de cabeza.
Cosme regresó con una bandeja de vasos limpios.
—Mi compañero de barra, ¿quién era?
—Mazorra, buena gente, honrado y trabajador. Cuando encontraron al hijo mayor asesinado en el Pico del Carlista, los ramaliegos nos volcamos con ellos.
Juan pagó y salió de la taberna con una sonrisa, había localizado la familia que le habían recomendado. La montura aguardaba sola. Había pasado la hora de descanso y todos habían regresado a sus quehaceres. Del atrio de la iglesia surgió una sotana negra como el ala de un cuervo. El párroco alzó un brazo y Juan se detuvo.
—¿No piensa conocer la parroquia? Sin embargo, ha tenido tiempo para pasarse por la taberna. —Las palabras del obeso sacerdote destilaban reproche.
—No se ofenda, padre. Necesitaba contactar con la gente de la villa. —Juan se mostró conciliador y le dedicó una sonrisa de bienvenida.
—¿Y quién mejor que el pastor para informarle de su rebaño? —insistió el cura.
—Prefiero juzgar a las personas por mí mismo —replicó Juan escocido.
—Lo que yo sospechaba: del otro lado del mar sólo pueden llegar rebeldes y ateos.
—Me parece muy bien que Jesús predique la sinceridad ¿pero nadie le ha hablado de la diplomacia, padre? ¿Es así como consigue aumentar su rebaño?
—En el correo que ha traído la diligencia ha llegado su certificado de matrimonio, celebrado en una iglesia de Santander, para que quede registrado en la iglesia parroquial de Ramales. De esta forma, podrán acceder a los demás sacramentos sin necesidad de papeleo con la capital.
—Muy eficiente, padre. Le agradezco su entusiasmo por nuestro bienestar.