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Día 29 de agosto de 1871.

Juan se encerró en la biblioteca esa mañana. Se planteó el escribir una larga misiva a Sagasta relatándole los hechos en primera persona. No quería que llegaran tergiversados, como ya los estaba escuchado en la posada. Había transcurrido una semana desde que los acontecimientos se precipitaron y sacudieron los cimientos del pueblo. No se hablaba de otra cosa y cada versión mejoraba, se adornaba, se inventaba, se superaba. Así se originaban las leyendas, pensó Juan, sólo que el epicentro de ésta eran él y Begoña. La prensa había propagado los hechos y habían llegado a Madrid de cualquier manera. En cuanto pasara la fiesta, que el valle aguardaba con mayor expectación si cabía, se pondría a la faena.

Se sentó a la mesa para afrontar la organización de la inauguración del día siguiente. Las circunstancias habían obligado a posponerla una semana para dar lugar a que las mujeres se recuperasen de las heridas y ahora coincidía con la feria de ganado de final de verano, así que la fiesta se había complicado por el aluvión de gente que estaba llegando desde hacía un par de días. La semana había pasado en un suspiro con los inconvenientes burocráticos que se generaron en el cuartelillo de la Guardia Civil, incluso un magistrado, que se acercó desde Santander, tomó declaraciones a todos los afectados. Y por todas esas razones, el asunto más importante de su vida había quedado pospuesto una y otra vez: debía coger el toro por los cuernos.

A mediodía, la posada de Cosme se llenaba más de lo que era habitual entre lugareños y foráneos que se acercaban a causa de la feria de ganado. Se había convertido en el mentidero de noticias, de relatos y de tertulias a punto de finalizar la canícula. El colofón de los sucesos, que se mantendrían vivos junto a las lumbres en las aburridas tardes de invierno, era la inauguración del establo del conde de Nogales.

Por la mañana se celebraría la feria ganadera junto con el mercado habitual, más amplio por la afluencia de gente, que aprovecharía para vender sus productos y abastecerse de otros de cara al invierno; por la tarde presenciarían la exhibición de las yeguas del conde; y al atardecer, una verbena, ofrecida por el ayuntamiento de Ramales, cerraría el festejo. Cosme, deseoso de participar, serviría un chocolate con churros a los asistentes cerca de la madrugada. Llegaban de valles aledaños, como Ruesga, La Gándara y Carranza.

—¡Llegas tarde, Remigio! —reprendió en voz alta Evaristo, ya acodado en la barra y departiendo con unos señoritos muy trajeados—. Éste es mi compadre, el que ahumó la cueva de los secuestradores conmigo —explicó, a la vez que palmeaba la espalda de Remigio—. Sí, señor. ¡Qué día aquel! Día de hombres —agregó sin modestia.

—¡Tiempo de Cobanes! —intervino Cosme sonriente desde el otro lado de la barra y alargó un chato a Remigio.

—Nos interesa el duelo —apretó uno de los oyentes—. ¿Quién es ese conde?

—¡Un hombre como quedan pocos! —metió baza Remigio—. ¡Qué temple! ¡Cómo retó al cobarde capitán! Solo, en la explanada frente a la iglesia, con el revólver enfundado y el sombrero negro sobre los ojos, para que no lo deslumbrara el sol, desafió al infame que se escondía en la iglesia con una mujer, un cura y unos niños de rehenes.

—El párroco tuvo que arrastrarlo fuera, yo lo vi —añadió Cosme de pasada, quien no quitaba oído de todo lo que se hablaba en su local.

—Salió el traidor con el arma desenfundada y preparada para disparar —siguió el relato Evaristo, ralentizando la voz y bajándola a un tono más grave, de acuerdo con los acontecimientos que se avecinaban—; pero el conde, frío y despectivo, disparó primero.

—¡¿Cómo que disparó?! —preguntó uno de los señoritos sorprendido—. Tenía enfundada el arma.

—Ésa es la cuestión —apuntó Remigio—. Los que estábamos allí no dábamos crédito a nuestros ojos. Salió el vil capitán, levantó la pistola y el fogonazo fue el del conde: desenfundó y enfundó de nuevo en lo que el otro tardó en alzar el arma. ¡Un prodigio! El médico dijo que la bala le partió el corazón.

—¡Vaya puntería! —se asombró otro de los oyentes.

La puerta del establecimiento se abrió y dejó paso a los viajeros de la diligencia que acababa de llegar. Cosme se precipitó a conducirlos a la mesa que reservaba para ellos. Un muchacho, de unos veintidós años, con alzacuello y una sotana negra hasta los pies, se desmarcó del grupo, recorrió con la mirada el local y se detuvo en la figura de Evaristo.

—Buenos días nos dé Dios —saludó afable.

—La paz sea con todos —respondió Evaristo intrigado.

El muchacho parecía un sarmiento de lo delgado y huesudo que estaba. Las orejas se le despegaban de la cabeza proporcionándole un rasgo caricaturesco. Sonrió afable y mostró una boca en la que destacaban dos enormes paletos.

—El hombre de fuera me indicó que encontraría al alcalde rodeado de gente —explicó tímido.

—Ése soy yo. ¿Qué se le ofrece, padre?

—Soy el nuevo párroco de Ramales. Me envía el obispado para cubrir la ausencia de don Nicolás.

Evaristo y Remigio intercambiaron una mirada interrogativa.

—¿Temporal? —indagó Evaristo.

—No, permanente —aclaró el muchacho.

—¿Y no eres demasiado joven para tanta responsabilidad? —medió Remigio.

—Señores, esto es una villa muy pequeña y tranquila. El señor obispo me ha explicado que es ideal como mi primer destino para comenzar mi carrera en la Iglesia. Me apuntó —sacó un papel del bolsillo— que contaba la villa con un alcalde, un boticario y un indiano.

—¿Un indiano? —se extrañó Evaristo—. ¿De dónde ha sacado que hay un indiano en Ramales?

Tomás, que se había acercado a pagar y conocía a los dos amigos, les siguió la chanza.

—No conozco ningún indiano; pero sí tenemos conde.

—¡Y vaya conde! —se animó uno de los señoritos—, de los que desenfundan, se cargan a un tipo y nadie le tose. ¡Vaya reguero de sangre que ha dejado!

El nuevo párroco, lívido, atendía las explicaciones de aquellos hombres que sonrían satisfechos ante semejantes atrocidades.

—Entierros que oficiar no le van a faltar, padre —se jactó Remigio.

—Ha venido al lugar correcto —confirmó Evaristo—. Haremos un hombre de usted.

En cuanto partió la diligencia, Nel dio por concluido su trabajo allí. Se había sincerado con su padre y le había revelado sus pretensiones con la hermana del conde. Al principio, intentó quitarle la idea de la cabeza, hasta que le explicó que contaba con el beneplácito del californiano. Desde entonces, Remigio se había mostrado muy sociable con la nobleza y hablaba en otros términos de ella. Lo ayudaría a adquirir un buen prado, soleado y seco, para construir una casa, aunque todavía no había hablado de eso con Tomás; no hasta que estuviera seguro de los sentimientos de Guadalupe.

Se encaminó a casa para continuar con el ganado de la familia cuando divisó a Guadalupe que llegaba al trote por el camino de Gibaja. Observó la gracia con la que se movía al unísono con la montura. La falda pantalón era su traje habitual, junto con el largo pelo trenzado y un amplio sombrero calado hasta las cejas. No quedaba muy femenino, pero a él lo trastornaba. Cuando llegó a su altura, sujetó las riendas para facilitarle el descenso. El morado de la mandíbula se había tornado en un amarillo vahído y la brecha en una raya rojiza, pero lucía una sonrisa pícara que denunciaba su buen humor y rezumaba salud por los cuatro costados.

—Me aburría en casa. Los chicos están ocupados en los establos —dijo ella, a modo de saludo y explicación.

—Te ha mejorado el mentón, casi no se nota. —Alargó la mano y le acarició suavemente la zona contusionada.

—¿Ah, no? ¡Qué desilusión! Guardaba la esperanza de que me durase hasta la inauguración.

—¿No quieres lucir perfecta ese día? —se extrañó Nel.

—Y sería perfecta con la muestra de mi valentía. No veas cómo hablan las mujeres del servicio y Herminia no hace más que pedirme que le relate cómo le pegué al mequetrefe.

—Te defendiste —corrigió Nel, caminando al lado de Lupe con el caballo siguiéndolos.

—Le pegué como dijo Francisco, sólo que no me explicó lo que molesta a los hombres que les toquen sus partes —confesó desenvuelta—. La próxima vez me cubriré.

Lo último que hubiera imaginado Nel es que conversaría en semejantes términos con una mujer. No conseguía acostumbrarse a la liberalidad de los californianos.

—No habrá próxima vez si permaneces a mi lado —murmuró Nel con el rostro encendido.

Guadalupe lo miró con los ojos entrecerrados, midiéndolo.

—Francisco me dijo que te ofreciste a entrar en la cueva a pecho descubierto —soltó de corrido—. Hay que ser necio o estar muy desesperado.

—Preocupado —matizó sincero.

—Y loco —añadió Guadalupe con una sonrisa—. Nunca me han besado.

Nel quedó al borde de un ataque de apoplejía. Como no reaccionaba, la muchacha lo hizo por él, se puso de puntillas y le dio un beso rápido en los labios. Una sacudida le trajo de regreso al mundo de los vivos, la cogió de la cintura y la atrajo hacia sí. Saboreó los labios y ella se animó ofreciéndole el néctar de su sonrosada boca. Se separaron con los corazones latiendo alborotados, temblando del valor que les había invadido. Se miraron expectantes, aguardando una palabra del otro, que no llegó. En silencio volvieron a sus pasos, al camino, soñando sin cruzar palabra y con las manos enlazadas. Era demasiado nuevo, demasiado íntimo para romperlo con una trivialidad.

Juan acompañó a su habitación a Begoña después de la cena, como había venido haciendo a lo largo de la semana. No la había molestado en el lecho ni había dormido con ella. La dejaba a su aire, que recuperara el cuerpo molido y que tomara la decisión que fuera, aunque él sólo deseaba una. A medida que pasaba el tiempo y ella no se manifestaba, más crecía la angustia, la indecisión, la duda de la elección. Según subían la escalera, decidió abordarla esa misma noche, al menos, sondear qué ocupaba su mente.

Esta vez no se despidió en el rellano, sino que entró en la estancia detrás de ella. Begoña no mostró sorpresa, así que aguardaba, igual que él, una conversación. Se dirigió a la chimenea apagada y se sentó en uno de los sillones que la custodiaban. Juan siguió su ejemplo en el de enfrente.

—Con la fiesta termina prácticamente el verano —comenzó Begoña—. Septiembre es un buen mes para trasladarme.

—¿No lo dirás en serio? Es la idea más ridícula que he oído —dijo Juan molesto.

—No soy buena para ti, Juan. La gente acabará murmurando, esto es un pueblo.

—¿Y de qué van a hablar? Del valor de una condesa, de una mujer que hizo frente a los carlistas, que creó una red de espionaje para salvar el valle. Y porque no has oído los comentarios de la posada, cómo narra Cosme la cabalgada colgada del costado del caballo por el pueblo. Eres su heroína. Nadie se atreverá a cuestionarte.

—¡Qué bonito suena en tus labios! —suspiró Begoña—. Hasta yo me lo creo.

—Porque es la verdad —aseveró Juan.

Se levantó del sillón y se deshizo del lazo de la corbata. A continuación se quitó la chaqueta y comenzó a desabrocharse la camisa, de la que tironeó hasta que salió el faldón del pantalón.

—¿Qué haces?

—Me parece obvio. Te voy a hacer el amor hasta que me supliques que me case contigo.

El ensanchamiento de aquella nariz que lo traía loco desde que la había conocido, le desveló que había logrado excitarla. Su pecho se alzaba agitado ante la agradable amenaza. La cogió de una mano y tiró hasta que la puso de pie y, muy lentamente, mirándola a los ojos en una especie de reto, comenzó a desvestirla. Fue fácil, no llevaba corsé, ni volvería a llevarlo tras las laceraciones que le había causado. Dejó caer la falda y desabrochó el polisón. Vestida con la camisa y el calzón, la levantó en brazos y la dejó sobre la cama, mientras él continuaba desnudándose delante de ella. Intentaba desenterrar el recuerdo de otra noche compartida, de un amor que quedó en espera, de algo inconcluso. Rastreaba las huellas de ese deseo interrumpido en su corazón para alimentarlo de nuevo, para inflamarla. Se tumbó junto a su cuerpo y recorrió la blancura de la piel con la mirada de lava, para abrasarla, para someterla. Con lengua ardiente recorrió el cuerpo, abriéndole la camisa para llegar a los anhelados, turgentes y enhiestos pechos. Se demoró en ellos hasta que gimió de placer, una canción para sus oídos. Ascendió por el cuello rindiendo con caricias hasta asediar la boca, donde se libró una batalla de voluntades por verterse el uno en el otro. Correspondido, se creció en su demanda y deslizó la mano para retirarle el calzón que lo apartaba de la tentación húmeda, del oscuro placer. Avanzó los dedos ladrones entre los pliegues guardianes del pozo del deseo y los coló furtivos, provocando que el cuerpo se entregara arqueado, se abriera a su pasión. Arremetió y la llenó, con movimiento lento le arrancó la promesa de su claudicación. El vencedor se vació satisfecho, enfebrecido de su victoria, sin dejar nada por entregar, generoso con el vencido.

Begoña se despertó con la claridad del amanecer que invadía el cuarto. Bajo la nariz, el cálido aroma del cuerpo de Juan. Se removió y levantó la vista hasta su rostro para fundirse en la mirada de color avellana del californiano que la contemplaba absorto.

—Atrévete a decirme que te vas —retó ronco, pasándole la mano por la desnuda espalda.

—Atrévete a decirme una palabra de amor —replicó Begoña, desafiante.

La boca del californiano se curvó en un gesto muy suyo, cuando algo le divertía.

—No soy hombre de palabras, sino de acción —amenazó con el brillo del deseo asomando a los ojos; brillo que se ensombreció con la determinación de calmar ese sentimiento que lo embargaba.

Begoña no escuchó palabras de amor, pero sintió sus labios, sus caricias, sus manos, su calor, su necesidad de amar, su urgencia, su ansiedad, todo derramado sobre el cuerpo de mujer que lo recibió sedienta, anhelante, vacía, con la esperanza de que lo llenase, lo satisficiera, lo elevase hasta que perdiera su forma y se fundieran en un ser, en un único cuerpo.

Habían descubierto el lenguaje secreto de la carne deseosa y ávida de besos; el arrebato apasionado de la vida; el jadeo entrecortado que emitían, roto por el placer y convertido en suspiro agotado de pasión; los pechos henchidos y entregados a la boca que los degustaba; la lengua avariciosa que inflamaba, inclemente, la piel; las sabias y generosas manos que conducían el cuerpo al éxtasis. Derrotados por la necesidad de aplacar su fuego, él se enterraba en la humedad palpitante y ella se ofrecía rendida a la exigencia más antigua. Y así, lasos y sudorosos, recibieron el día, amándose, sonriéndose cómplices del momento compartido, con la promesa de nuevos encuentros colgando de la mirada.