13
Día 27 de julio de 1871.
La bruma se asentaba baja, sobre el lecho del río. El cielo comenzaba a clarear por el este, aunque el sol tardaría en presentarse a causa de la altura de los riscos que lo impedían. A pesar del tiempo veraniego, la humedad entraba hasta el hueso. El clima de California era más seco y a Juan le costaba acostumbrarse. Si así era el verano, no concebía el invierno. Había imaginado España con un clima templado y amable, pero había escogido la zona septentrional y la vertiente atlántica, es decir, lo más alejado a su idea. Confiaba en que sus hermanos no se lo tuviesen en cuenta. Rebasaron Gibaja, con el sol rompiendo el celaje y secando el ambiente, y continuaron hacia Rasines.
Se había vestido al modo californiano, que era como más cómodo se encontraba: pantalón de algodón grueso, camisa blanca holgada, chaleco de piel bien curtida y chaquetón de piel de borrego. Colgado del cuello llevaba el consabido pañuelo para cubrirse la cara en caso de exceso de polvo en el camino; el sombrero de fieltro negro, con una banda adornada de remaches de plata, caía sobre el rostro para protegerlo del sol y la canana con la cartuchera y el Colt se ceñía a la cadera.
Además de Tomás, los acompañaban Nel y Lipe. La tarde anterior se había acercado a la posada en busca de ayuda. Necesitaba gente que entendiera de caballos y supiera montar para que lo ayudaran a traer a la yeguada. Lipe era muy voluntarioso pero demasiado joven. Así se lo explicó a Nel y convinieron en un pago por el servicio. De esta forma, se le presentaba la oportunidad de conocer al mayor de los Mazorra.
Begoña se desenvolvía sin esfuerzo sobre la montura. Era evidente que acostumbraba a montar y que disfrutaba con ello. Ella también había optado por un traje cómodo que le permitía montar a horcajadas y había prescindido del corsé. Esa idea permitió a su febril mente recrearse en cómo sería sentir su cuerpo sin tanta tela de por medio. Llevaba un sombrerito negro con un velo que le resguardaba el rostro de los rayos solares y que le impedía su contemplación.
Se trataba de un viaje, no de una excursión, por lo que hablaron poco por el camino, más pendientes del caballo que de mantener una conversación. Llegaron a media tarde a Ampuero y, con ayuda de Begoña, alquilaron un prado por el que discurría un pequeño arroyo, ideal para el descanso de los animales. Lo apalabraron para el viaje de regreso y especificaron que habría más caballos y alguna carreta. Cada uno cargó con su silla de montar y la bolsa con la muda y se encaminaron a la casa, donde Begoña viviría dentro de cinco meses. Tomás, Nel y Lipe decidieron entrar en un bar a refrescarse y, de paso, encargarían algo para comer mientras Begoña y él abrían la casa.
Era mucho más modesta que la de Ramales, pero acogedora y abrigada para el invierno. Construida en medio de la villa, contaba con tres alturas, la primera se correspondía con la de la entrada a la que se accedía por unos peldaños flanqueados por dos columnas que sujetaban el mirador de la segunda planta, la tercera, la más cercana al tejado, era de menor altura. Un modesto jardín rodeaba la edificación y la aislaba del bullicio de la población.
Traspasaron la verja abierta y Begoña le explicó que había contratado un jardinero al que había confiado las llaves.
—Seguramente esté trabajando detrás de la casa. Voy a buscarlo.
Dejó en el suelo la silla y la bolsa y marchó con paso decidido. Juan, mientras tanto, probó a abrir la puerta principal y ésta cedió. La entrada era estrecha y a ambas manos había habitaciones, enfrente una escalera conducía a los pisos superiores y un estrecho pasillo llevaba a la cocina en la parte posterior. En un par de pasos se situó en el umbral de una de las estancias y descubrió a una mujer madura, ricamente vestida y arreglada, que leía una hoja de «El Esperanza», un periódico reconocidamente carlista. La mujer levantó la vista de la lectura y lo observó con el ceño fruncido.
—¿Qué haces aquí, gandul? Di orden de que no se me molestase. Informa a quien tengas que informar de mi presencia, mientras tanto tu sitio está en el jardín.
—Los señores no aguardan visitas —respondió Juan, preguntándose quién sería, pero sin moverse del umbral. Begoña no había mencionado nada al respecto.
—No me repliques, mequetrefe —se volvió airada la señora—. Esa dichosa Internacional os ha vuelto arrogantes y provocativos a los jornaleros, pero ya veremos cuando cambien los tiempos. Sal de mi presencia.
—Desconozco su nombre.
La mujer entrecerró los ojos y apretó los finos labios.
—Soy la marquesa de Santurce —anunció con un gesto altivo.
—Encantado —respondió al saludo—. Soy Juan Martín y…
—¡¿Cómo te atreves?! —gritó furiosa.
—¿Qué ocurre? —preguntó Begoña, que acababa de entrar y el alarido de la mujer la había asustado.
Juan no le dio ocasión de preguntar nada más, la enlazó por la cintura, la atrajo hacia él y la besó con el mayor descaro. Se jugó mucho, aparte de los besos nocturnos, desconocía cómo andaban las cosas entre ellos y, por tanto, cómo se tomaría Begoña esa intromisión, pero la presencia de una marquesa requería dejar bien claro cuál era el puesto de cada uno.
A Begoña le cogió desprevenida tanto el beso de Juan como la llegada de su ex cuñada. ¿Qué hacía ella aquí? No pudo enfadarse con Juan porque se dio la media vuelta y se retiró para dejarla pasar, aunque vislumbró la sonrisa guasona que transformó su rostro antes de desaparecer escalera arriba. Por otro lado, el exabrupto de Berta reclamó su atención.
—¡¿Cómo se atreve?! —repitió casi sin voz la marquesa, ahogada en el enojo—. ¡¿Cómo te permites tales licencias delante de todos?! ¿Y tu marido?
—¿Mi marido? —Begoña se encogió de hombros. No comprendía el escándalo de la tonta de Berta—. Evidentemente es el que más disfruta.
El pasmo de la marquesa no tuvo límites. Abrió y cerró la boca como un pez varias veces, hasta que recuperó la voz.
—¿Pero qué clase de pervertido es?
—Perdona, querida —replicó Begoña con sarcasmo—, el pervertido y libidinoso era tu hermano.
Begoña no iba a consentir que insultasen a Juan de esa forma. Ella conservaba sus prevenciones respecto a él, pero hasta el presente había demostrado que era un hombre íntegro y considerado.
—¡Esto es peor de lo que me temía! ¿Con qué clase de hombre te has casado?
—Lo elegí yo y estoy muy orgullosa de él. Además de insultarme, ¿puedo conocer el motivo por el que te has alojado aquí?
—¡Oh! He venido a verte, querida. Me dirigía a Ramales y decidí descansar para continuar mañana con el viaje. —Sonrió afectuosa—. Estoy sorprendida de que hayamos coincidido en Ampuero.
—¿Y quién te ha invitado? —bufó Begoña indignada.
—¿Acaso hace falta invitación entre parientes?
Begoña representó la pantomima de hacer memoria.
—¿Parientes? Con la muerte de tu hermano creo que se terminó el parentesco.
—¡Oh, Begoña! No seas absurda. Aunque por ley te pertenezca la casa solariega, yo he nacido allí. ¿No irás a negarme una habitación cuando sienta nostalgia de mis raíces?
—No recuerdo que la echaras de menos durante la vida de Miguel. Tampoco después de su muerte.
—Vamos, Begoña, no seas rencorosa. Me he enterado de tu matrimonio y sentí curiosidad.
—Honey, no seas maleducada. —La voz de Juan a su espalda la pilló desprevenida—. Una doncella muy guapa le está acondicionando una habitación.
Begoña se envaró, temiendo que fuese a besarla de nuevo. Se había lavado y cambiado de ropa. Al pasar junto a Begoña, le guiñó un ojo con una sonrisa ladeada, señal inequívoca de que estaba disfrutando con la confusión que había creado. Su cuñada Berta lo miraba con los ojos desorbitados.
—Creo que ya has tenido el placer de conocer al pervertido de mi marido —se despachó a gusto.
—¿Éste es el nuevo conde? Nadie me comentó que fuera tan joven.
El marido de Berta era dieciséis años mayor. Fue ella una de las que la animaron durante la ceremonia y aseguró que no era tan duro estar casada con un hombre mayor; al contrario, eran hombres hechos y derechos, con más experiencia, y no recordaba cuántas tonterías más salieron de aquella cabeza hueca.
—¿Nadie? ¿Quién te habló sobre mi marido? —inquirió Begoña intrigada.
—¡Oh! Pues ahora no recuerdo. Estoy tan cansada —eludió con mala fortuna.
Begoña, enfadada ante el abuso de la situación y la mentira, se volvió hacia Juan.
—Estoy siendo grosera adrede, no le debo nada y desconfío de sus intenciones —susurró.
Subió las escaleras sin mirar atrás, sin cruzar una palabra más con su querida ex cuñada.
—Buenos tardes, excelencia —deseó Juan a la marquesa y siguió a Begoña en el ascenso.
—¡Por fin alguien amable! —oyó exclamar a Berta con tono ofendido.
—No comprendo cómo esperabas que te recibiría, vieja arpía —murmuró entre dientes Begoña.
Se asomó a la habitación en la que una doncella deshacía el equipaje de Berta. Juan la agarró de un brazo y la condujo a otra donde tropezó con las sillas de montar en el suelo. Las bolsas de viaje habían sido arrojadas sobre la única cama.
—¿Qué haces? —inquirió enojada, mientras él cerraba la puerta tras de sí.
—Se aloja una espía muy especial en la casa. Husmeará por todos los rincones y en nuestra vida marital para relatárselo a quien la haya enviado. El matrimonio debe ser más que una apariencia. ¿A qué deducción llegaría si descubriera que no dormimos juntos? No tiene muchas luces, pero tampoco hacen falta para atar cabos ante lo obvio.
Juan hablaba a la vez que mezclaba los objetos personales y alguna ropa de las bolsas por el cuarto.
Begoña cerró la boca y se cruzó de brazos, mostrando así su frustración. Era de ella misma de la que no se fiaba. El beso de la entrada le había revuelto el cuerpo, lo había echado de menos, aunque se negaba a reconocerlo. Era brusco cuando la retenía para que no se escapase, pero suave y dulce cuando sus labios se unían. Se los lamió y se sonrojó sin darse cuenta hasta que se percató de que Juan estaba parado enfrente de ella y la miraba con sorna.
—Si cambias de opinión en algo, ponme al corriente.
—De eso nada —negó enfadada porque la había sorprendido en un momento de debilidad—. Quiero mi libertad.
—De acuerdo —aceptó Juan—, pero no olvides que se puede amar y ser libre.
La molesta visitante irritó a Juan, que estaba ideando un plan para deshacerse de ella. Bajó justo en el momento en que entraban Tomás, Nel y Lipe.
—Traemos un guiso de conejo —informó Tomás.
—Perfecto. Déjalo en la cocina y ocupad las habitaciones que encontréis libres en la última planta. Tenemos visita, pero vosotros actuad como si fuera vuestra casa —les indicó que se acercasen y en voz baja les confió—: habrá recompensa para el que consiga echarla. Por de pronto, seguidme la corriente durante la cena.
Begoña se entretuvo hablando con el jardinero sobre los preparativos para el invierno, quería la leñera llena para cuando se trasladase definitivamente, entre otras cosas. Dispusieron la cena en la mesa de la cocina por resultar más cómodo para todos, ya que no había servicio. Dejaron una silla para la marquesa a la izquierda de Juan que, prácticamente, ya había decidido cómo hacer frente a la intrusa.
A Begoña le costaba disimular su mal humor. Bajó a cenar resignada a soportar una tirante conversación con su ex cuñada. Juan se encontraba en el salón amenizando a Berta con relatos sobre California. Los observó desde la puerta. Se había esmerado en arreglarse, pese a que no llevaba traje, y estaba realmente atractivo, parecía relajado con la sonrisa social en los labios. Sintió un resquemor interior al constatar que desplegaba todas las artes de seducción con una traidora.
—Honey, estás preciosa —halagó meloso el californiano en cuanto la vio. Se adelantó hacia ella con el brazo extendido y Begoña adelantó a su vez la mano en la creencia de que se agarraría a él. Sin embargo, Juan volvió a atraparla, algo que ya se estaba convirtiendo en una costumbre, y la atrajo hasta sus labios.
El beso fue más largo de lo habitual, ella abrió la boca para protestar, pues estaban en público, y él aprovechó para introducirse y saborearla a placer. Se tensó, nerviosa, pero el sabor al vino dulce que Juan estaba compartiendo con la marquesa ganó la partida. Esa imagen fue suficiente para que se abandonara. La idiota de Berta no se merecía la atención del californiano. Un sentido de propiedad la invadió, levantó el brazo libre y le acarició la nuca al mismo tiempo que le exigía más. Descubrió que el beso, que había asociado al asco en su anterior marido, podía ser sumamente dulce y tierno. En algún momento algo cambió, el californiano besaba sus labios delicadamente, degustándolos, despacio, como si estuvieran solos. Fue él quien terminó la mágica unión, retiró la cabeza y la miró con sorpresa y admiración. Ella sintió que se sonrojaba. En otra ocasión le bajaría los humos, pensó. Que la volviera a abrazar y le diera un casto beso en la frente, la dejó estupefacta. En esta ocasión no vislumbró la expresión de él puesto que se volvió rápidamente hacia la marquesa quien, asombrada, los miraba con gesto de desaprobación.
—Es de un gusto pésimo dejarse arrastrar por las bajas pasiones.
—¿A qué llama baja pasión? ¿A estar enamorado de mi mujer? ¿No es preciosa? —preguntó Juan, volviéndose a Begoña.
Lejos de sentirse avergonzada por semejante comportamiento, se irguió y adelantó la nariz desafiante hacia su ex cuñada. En realidad, le hubiera encantado que las palabras del californiano fueran sinceras y no parte de una representación. A medida que pasaba el tiempo junto a él, los sentimientos se volvían más confusos.
La cena resultó un desastre y la situación incomprensible para Begoña. Juan se mostró falto de modales en la mesa cuando le constaba que era muy educado. De los otros tres hombres no le extrañaba, pues no los conocía. De no ser por el hambre que tenía, no lo hubiera soportado. Quien se levantó sin terminar de cenar fue la marquesa, que se retiró encarnada, ruborizada sería decir poco, a dormir. Nada más desaparecer la envarada dama por la puerta, los modales retornaron a lo habitual en gente educada.
—¿Me podéis explicar qué ha ocurrido aquí? ¿Desde cuándo comes con los dedos y eructas escandalosamente? —demandó a Juan con el entrecejo fruncido—. No me extraña que haya salido colorada. ¡Qué vergüenza!
—Bueno, el color grana no creo que haya sido por nuestros modales —contradijo Juan, con un brillo divertido en los ojos—. Como lleva viuda unos cuantos años, intenté proporcionarle un poco de alegría bajo la mesa.
Begoña abrió los ojos de sopetón, notó el golpe de calor en el rostro y se le quedó boca de pez por el asombro. Advirtió cómo se movían los hombros de Tomás y de Nel que, sin levantar la vista de los platos, contenían la risa a duras penas, mientras que el pobre Lipe no comprendía lo que había sucedido.
—¿Pero qué os habéis propuesto? Va a salir corriendo aterrorizada.
—Honey, ésa es la idea —corroboró Juan sonriendo.
Terminaron de cenar y recogieron la cocina entre Tomás, Juan y ella, mientras que los dos hermanos devolvían la olla a la posadera. Begoña subió a la habitación mientras los hombres realizaban una ronda y cerraban la casa. Puso una silla junto a la puerta para que la avisara de la llegada de Juan y se quitó el traje de montar, lo sacudió con ayuda de un cepillo, se lavó en el palanganero y rebuscó en la bolsa un camisón. No lo encontró. Ella misma había hecho el equipaje para no molestar a Carmela y ahora pagaba la falta de previsión. Se mordió el labio inferior desolada, pues la camisola que llevaba debajo del traje era de verano, escotada y sin mangas. Hurgó en la bolsa de Juan y encontró varias camisas, además de calzoncillos. Era un hombre preparado. Sin dudarlo se la puso y se metió en la cama.
Al cabo de un rato, el ruido de la silla al desplazarse por el suelo, la despertó. Juan asomó la cabeza y un hombro. Una vez localizado el obstáculo, alargó la mano y lo apartó.
—¿Me tienes miedo? —preguntó inseguro.
—No. Se me olvidó retirarla después de cambiarme. ¿Cómo has tardado tanto?
—Hemos preparado la estrategia.
—¿Qué estrategia?
—Shhh, preguntas demasiado, honey —respondió mientras se desnudaba.
—¿Dónde vas a dormir?
Juan la miró extrañado, luego suspiró y señaló la silla.
—Espero que no sea por mucho tiempo. Duérmete ya.
Begoña soñó que se hundía, que se caía. Se despertó de golpe. No era un sueño, era real. El colchón cedía ante el peso de otra persona. Alarmada, se giró dispuesta a gritar. Una mano le tapó la boca y ella se debatió con el corazón desbocado.
—¡Shhh! Soy yo. Estate quieta. La marquesa viene de visita. Finge que duermes.
La calidez del extraño acento del californiano la reconfortó, aunque el cuerpo no perdió el envaramiento que le causaba saberlo dentro de la cama. Sentía el calor de otro cuerpo en contacto con la espalda. La respiración ajena junto a la oreja no le permitía oír nada más. La figura de Berta entró en el campo visual, vio cómo se acercaba a las bolsas y rebuscaba a tientas. El brazo de Juan pasó por encima de la cabeza y la cegó. Oyó un chasquido y se hizo la luz del quinqué de la mesita junto a la cama.
—¡Oh!
—¡Vaya! Imaginé que había entrado un ladrón.
Begoña parpadeó hasta que consiguió habituarse a la luz. Juan apuntaba a Berta con un arma que bajó en cuanto la identificó. Era tan buen comediante como desastrosa lo era Berta.
—Buscaba un remedio de Begoña, no podía dormir —se excusó, pálida como el pliego que aferraba entre sus manos. Cuando se dio cuenta, lo dejó sobre la bolsa.
—¿Un remedio? —indagó Juan desorientado.
—¿Ya no llevas las hierbas contigo? —preguntó Berta a Begoña.
—No sé cómo te atreves a pedirme remedios cuando me acusaste de envenenar a tu hermano —replicó mordaz la interpelada.
—Bueno, bueno, una charla nocturna entre viejas amigas. Por mí no hay inconveniente —aprobó Juan. A Begoña le extrañó que no exigiera una explicación más convincente—. Honey, os dejo el campo libre.
Apartó las sábanas y salió de la cama completamente desnudo. El grito de Berta la llevó a fijarse en lo que tanto horror causaba a su ex cuñada. Se quedó sin habla en cuanto localizó el culo firme y redondo del californiano. Lejos de avergonzarse, Juan echó a andar sin prisa, como algo natural, hacia la marquesa que obstruía el paso. No llegó a dar dos pasos cuando la mujer abandonó el cuarto como una exhalación, con la expresión desencajada y congestionada.
—Creí que la visión de un cuerpo joven le alegraría la vida, pero está claro que los prefiere más vetustos —bromeó Juan, mirándola con picardía.
Begoña se escondió bajo la sábana avergonzada. Lo había repasado de todas las formas posibles mientras Berta captaba su atención. Ahora no quería que la sorprendiera fisgando como una cualquiera. Sin embargo, no pudo evitar el sonreírse, que pasó a ser una risa que desembocó en carcajada. El sentido del humor del californiano era fantástico. La carcajada se le cortó cuando sintió que el colchón cedía nuevamente. Se bajó el embozo hasta la nariz para echar un vistazo y se quedó prendida de unos ojos avellana que la escrutaban desenfadados.
—Es agradable oírte reír. Normalmente estás muy seria y tensa. En la cena tus ojos despedían fuego verde.
—¿Tuviste tiempo de fijarte en mis ojos? —le reprochó al recordar que había intentado meter mano a Berta.
—Siempre encuentro tiempo para ti.
—Me da igual lo que hagas con tu tiempo, no es asunto mío —aseveró molesta.
—Ya vuelve la seriedad, qué poco dura la risa en tus labios.
—Deja la seducción para la tonta de Berta. Yo quiero dormir —dijo, y tiró de la sábana para echarlo. Se sonrojó de nuevo ante la visión del cuerpo desnudo sobre la colcha. Se acomodó para dormir, fingiendo que no le afectaba cómo estuviera él. No quería proporcionarle la ocasión de reírse de ella también.
—Debes distinguir entre una broma y una seducción. Yo no emplearía ninguna de las dos contigo. Te respeto demasiado como para permitírmelo.
Un nuevo grito de Berta la sentó en la cama, Juan permaneció impasible.
—¿Y ahora qué pasa?
Oyeron voces y portazos. Berta llamaba a su doncella entre insultos e improperios. Ante el silencio de Juan, Begoña se levantó de la cama para salir a averiguarlo, pero no llegó muy lejos. El brazo desnudo y fuerte del californiano rodeó su cintura y la sentó de nuevo en la cama.
—Cuando te desperté, te asustaste. Los latidos del corazón me revelaron tu miedo. Me disgusta la violencia. Si me dejas llegar a ti, te haré sentir mucho más de lo que hayas alcanzado a imaginar durante el beso del salón y no hará falta que duermas con mi ropa, me tendrás a mí —le susurró al oído y se estremeció al notar su cuerpo pegado a la espalda, y el saberlo desnudo le produjo un hormigueo muy placentero y el estómago se le contrajo de deseo.
En ese momento olvidó los gritos de la marquesa que retumbaban por la casa y todos los sentidos se centraron en la persona con la que compartía el colchón.
—No sabes nada sobre mí. ¿Qué he hecho para merecer tu respeto? Te he arrastrado a un peligro cierto. —Algo en su interior se sobrecogió—. Tus hermanos dependen de ti. Mi capricho se ha convertido en letal. Reconozco que lo he iniciado yo, pero no imaginé el alcance ni las consecuencias que desencadenaría para las personas de mi alrededor. Todo por una venganza y por un sueño. ¿Podré disfrutarlos con el peso de los muertos sobre la conciencia?
—Tú no comenzaste nada. Te limitas a defenderte. Eres fuerte, decidida, valiente, como las pioneras americanas. No te arredras ante las dificultades y tampoco lo harás por mí. No soy un ingenuo, todo tiene un precio. Les debo a mis hermanos un sitio en el que echar raíces y se me ha ofrecido una oportunidad. Allá, en California, no podía ser. Aunque no lo creas, somos más parecidos de lo que piensas.
La humedad de los labios de Juan en el hueco del cuello con el hombro le arrancó un gemido. Las manos fuertes acariciaron leves los pechos erguidos bajo la camisa. Se apoyó en el pecho masculino entregada a las caricias, a sus besos. ¿Cuándo la habían querido así? Un portazo le devolvió la cordura y se separó bruscamente. Y, de pronto, comprendió lo que era la soledad cuando dejó de sentir el calor que le transmitía Juan.
Una llamada suave a la puerta obligó a Juan a levantarse de la cama, aguardó a que ella se cubriera y abrió la puerta.
—Ya se ha marchado —informó Nel—. Tomás fue a buscar al cochero.
—¿Dónde conseguisteis las ratas? —preguntó Juan con una sonrisa.
—¡¿Qué?! —gritó Begoña escandalizada— ¡Sois unos degenerados!
—Bueno, creo que eso fue lo más suave que le oí a la marquesa. Pero salió de la casa que era de lo que se trataba. Lipe localizó una pequeña familia en la leñera —dijo Nel satisfecho.
—Por supuesto, y no importaban los medios —aseguró Juan—. Tratemos de dormir un poco.
Cerró la puerta y se volvió. Begoña estaba sentada en medio de la cama, abrazándose las piernas, perdida dentro de la camisa. Había tenido ese cuerpo esbelto y cálido entre sus manos, con tan solo una tela entremedias, y deseaba más.
—Ha quedado una cama libre en la habitación de al lado. Será más cómoda que la silla.
—Si lo dices por el acuerdo, no se lo contamos a Sagasta y ya está.
—El acuerdo lo impuse yo y estoy segura de que me enteraría si paso la noche con un hombre.
—Si es una cuestión de momento del día, puedo esperar al amanecer.
La mirada de Begoña declaraba la falta de humor y el cansancio, así que recogió el calzoncillo del suelo y se retiró tras murmurar un buenas noches, sin dejar de ofrecer adrede una visión completa por delante y por detrás de sus atributos.
En el cuarto de la marquesa había de todo esparcido por el suelo a causa de la precipitada fuga de la inquilina. Se tiró sobre la cama tratando de no pensar en las razones de Begoña para rechazarlo, cuando su cuerpo, manifiestamente, mendigaba cariño y se prendía a la menor caricia. El ruido de unas patitas sobre la madera, le recordó que había un par de roedores que expulsar antes de que se afincasen en el interior de la casa, así que se dejó caer de la cama y comenzó la cacería.