2
Así comenzó la guerra
de los hijos de la luz
contra los hijos de las tinieblas.
Los hijos de las tinieblas eran
los profesores de fe,
los fomentadores de reglas,
de preceptos y de mandamientos,
los doctores de la interpretación escrita y oral,
los separados, los escrupulosos,
los fariseos.
También ellos creían en la inmortalidad,
en el paraíso y en el infierno,
en la resurrección de los muertos
y en el reino mesiánico.
Los hijos de las tinieblas estaban
bajo el altivo estandarte de la casa de los macabeos,
detestaban a los fariseos,
privilegiaban la casa real,
eran vencedores de las guerras civiles
que les oponían a los fariseos.
Ocupaban orgullosamente el Templo de Jerusalén
para mejor influir en los responsables del país,
los saduceos,
que negaban la tradición oral
y que se burlaban de la fe popular en la vida eterna,
que decían que nada podía ser dicho,
que nada podía ser conocido,
y como los griegos creían en el libre albedrío.
Y el Maestro,
al que no eran indiferentes las muchedumbres,
debía minar sus esfuerzos,
sacudir el yugo de los mandamientos
que tanto les había costado definir,
comer con los publicanos
y con los pecadores.
Para que quisieran librarse de él.
Para que los hijos de las tinieblas
hicieran venir de Jerusalén
escribas eruditos
que anunciaran a todos
que estaba poseído por el demonio.
Así decía el plan:
Que los doctores del Templo
y los jefes de los dirigentes,
que todos le odien.
¡Que comience la guerra!
Pues el fin de los tiempos se acerca.
Entonces odiaron a los fariseos,
a los que llamaron
intérpretes falaces,
hipócritas de mentirosa lengua
y falsos labios
que conseguían seducir a todo el pueblo.
«Seguid pues —exhortaban—,
observad todo lo que pueden deciros;
pero no imitéis sus actos,
pues dicen y no hacen.
Ay de vosotros —decían—,
escribas y fariseos hipócritas
que erigís los sepulcros de los profetas
y decoráis las tumbas de los justos.
Si hubiéramos vivido en tiempos de nuestros padres,
no nos habríamos unido a ellos
para derramar la sangre de los profetas.
Testimoniáis así contra vosotros mismos,
sois los hijos de quienes asesinaron a los profetas.
Sois los hijos de las tinieblas».
Y los esenios
detestaban a los saduceos,
pues habían abandonado su Templo
y se habían llevado su tesoro,
el tesoro del rey Salomón.
En el desierto habían edificado
un nuevo Templo
que sustituía al antiguo,
una nueva alianza entre Dios y su pueblo,
por otro éxodo
y, otra conquista
de las aldeas y las ciudades
donde se establecieron
con mujeres y niños
en la pureza,
lejos del antiguo Templo mancillado
por la impureza,
donde reinaban los saduceos
y su impío sacerdote.
Le dijeron que era preciso combatir,
él que nunca había gobernado,
él que nunca había ejercido un poder,
él que sólo conocía a los aldeanos
y a los pobres de espíritu,
a los humildes, los suyos,
la campiña de Galilea,
sus flores y sus árboles,
sus campos y sus vergeles.
Le enseñaron
a ofrecer la mejilla izquierda
cuando le golpearan la derecha.
A caminar tres kilómetros
cuando los Kittim obligaban a la angaria.
A no recurrir a la violencia,
que sólo apartaba del camino
que Dios había trazado.
A lanzar su llamada,
no a las demás naciones,
sino a las ovejas descarriadas de la casa de Israel.
«En todo —profesaban—,
hay que amar al prójimo,
ejercer con él la misericordia,
de este modo
se imita la acción de Dios.
Pues la justicia de Dios
es su misericordia,
y Dios se entrega ante todo
a los pobres y a los oprimidos,
y más allá de la confianza en la fuerza
y en el poder del hombre,
está el temor del Señor».
Le enseñaron
a los hombres justos y los pecadores,
a los hijos de la luz y los hijos de las tinieblas,
los justos a un lado, los pecadores al otro.
Le enseñaron
que la falta del hombre para con su prójimo
sólo se redimirá el día de la reconciliación.
Antes de apaciguar al prójimo,
hay que ser misericordioso,
como Dios es misericordioso.
Si se les perdona a los hombres sus faltas,
también el Padre celestial absolverá.
Pero si no se perdona a los hombres,
tampoco el Padre excusará.
En un mundo mejor, le será dado
al justo en la medida de su justicia,
y al pecador en la medida de su pecado.
Pero en este mundo,
sólo el amor del prójimo merece el favor de Dios;
y el odio del prójimo atrae la cólera divina.
«No juzguéis y no seréis juzgados,
no condenéis y no seréis condenados,
entregad y os será entregado,
dad y os darán.
Amarás a tu prójimo como a ti mismo,
temerás a Dios como Job,
amarás a Dios como Abraham.
El amor está por encima del temor.
«Más vale el servicio de Dios por amor sin condiciones
que el servilismo por temor al castigo divino».
Huye del mal y de lo que se le asemeja,
sigue los mandamientos fáciles,
pues son tan importantes como los grandes.
Como dice el sabio Hillel,
ama a Dios más de lo que le temes».
Así hablaban los esenios.
«Preservaos de la mancilla de la historia,
que es la idolatría,
que es el adulterio,
por respeto a la ley, que es protección y barrera,
diferencia y separación.
¿No ascendió Noé a su arca
para no corromperse?».
Así hablaban los esenios.
«Sed santos,
pues así Dios es vuestro aliado,
sed el resto divino retirado al desierto,
que mantiene solo la alianza.
Sed los llamados por su nombre,
instruidos por los ungidos del Espíritu Santo,
como Moisés y como Aarón,
los ungidos de Dios.
Israel es el resto de las naciones,
somos el resto de Israel
en la alianza nueva,
apartados entre los separados
por la perpetua Gracia divina.
Las cosas ocultas desde la fundación del mundo
han sido hoy reveladas a los santos y los perfectos.
Vivimos aquí ahora el cumplimiento
de la profecía y de las justas ordenanzas.
Nuestro corazón es nuevo,
nuestro espíritu liberado de las tinieblas de la materia
nos une a los santos de arriba y a los ángeles.
Los cielos cuentan la gloria de Dios
y cantamos con ellos cada día.
El presente es ya futuro,
el más allá está aquí ahora.
Se ha hecho la voluntad de Dios
en la tierra llegada al cielo.
El Mesías viene ahora
a nuestra mesa común
en la que compartimos la palabra divina,
alianza eterna y definitiva,
Dios está con nosotros».
Así hablaban los esenios.
Le enseñaron la pobreza,
pues los verdaderos hijos de la luz
son los pobres elegidos por Dios.
Así hablaban los esenios.
Y creían que el Mesías
establecería un orden nuevo.
Miraban hacia atrás,
leían las Sagradas Escrituras de Israel.
Las fuerzas de las tinieblas eran los Kittim
y sus agentes de Judea.
La eliminación de la maldad
llegaría por una sangrienta guerra de religión.
Vendría luego un período de renovación,
de paz,
de armonía.
La victoria final,
la destrucción del mal,
serían obra de la predestinación divina.
Entonces transmitieron a Jesús su secreto,
el arma infalible de la victoria.
Durante una larga noche
leyeron,
«No vengaré el mal de nadie,
perseguiré al hombre
haciendo por él sólo lo que es bueno,
pues Dios es juez de todo lo que vive,
y a él le corresponde distribuir.
La guerra con los hombres de perdición,
no la emprenderé antes del día de la venganza,
pero mi cólera,
no la apartaré de los hombres de maldad,
y no viviré en paz
antes del día del juicio fijado por Él».
Vencer a los malvados haciendo el bien:
ésa era el arma secreta,
poderosa por su extrema debilidad,
que transmitieron a Jesús.
«El hombre bueno no tiene maligna la mirada,
es misericordioso para con todos,
aunque haya pecadores,
y aunque se pongan de acuerdo para hacer contra él el mal.
—Así —proclamaron—, el que hace el bien
será más fuerte que el malvado,
porque estará protegido por el bien.
Si tu intención es buena,
los propios hombres malvados vivirán en paz contigo,
los libertinos te seguirán
y se convertirán a lo que es bueno,
los avaros no sólo renunciarán a su pasión por el dinero,
sino que entregarán su bien
a quienes hayan despojado.
La buena intención no tiene doble lengua
para bendecir por un lado
y maldecir por el otro,
para envilecer
y para honrar,
para afligir
y para alegrar,
para pacificar
y para turbar,
para la hipocresía
y para la verdad,
para la pobreza
y la riqueza.
Sólo tiene un único
y leal sentimiento para con todos.
No tiene dos modos de ver ni oír,
mientras que la obra de Belial es ambigua
y no hay sencillez en él».
Así hablaban los esenios.
Y Jesús respondió:
«Hemos sabido que alguien dijo:
“Ojo por ojo,
diente por diente,
mano por mano,
pie por pie,
quemadura por quemadura,
magulladura por magulladura,
herida por herida”.
Pero yo
diré
que no se plante cara al malvado,
y si alguien te da un bofetón en la mejilla derecha
ofrécele también la otra,
y si quiere tomar tu túnica,
dale otra todavía,
y partir para un recorrido de tres kilómetros,
si exige uno.
Y entregar
a quien solicita,
y dar
a quien toma lo tuyo,
y no pedir nunca que lo devuelva».
Y Jesús propagó su palabra.
Denunció el peligro de los bienes terrenales.
«Los primeros serán los últimos,
los últimos serán los primeros,
los afligidos serán consolados».
A quienes tengan quebrantado el espíritu,
se les promete la alegría eterna.
Bienaventurados los humildes de corazón,
los pobres de espíritu, los afligidos,
tenían un consolador.
«El reino de los cielos les pertenece».
Como Eliseo al alimentar a una muchedumbre,
dio de comer al pueblo.
Como Jonás al dominar la tormenta,
cuando Dios provocó una gran ventolera en el mar,
él calmó la tormenta.
Se dirigió entonces a una sinagoga de Galilea,
era el santo día del Sabbath,
le dieron el pergamino de Isaías
y lo desenrolló
y descubrió:
«El espíritu del Señor está en mí,
porque me ha conferido la unción
para anunciar la buena nueva
a los pobres.
Me ha enviado a proclamar a los cautivos
la liberación».
Tras concluir la lectura,
enrolló el pergamino y se sentó.
Se ha dicho:
«Hoy, esta escritura se ha cumplido
para los que la oís».
Pero eran escépticos:
«Nadie es profeta en su país».
Evocó el largo linaje
de los profetas rechazados y perseguidos,
Elias y Eliseo
mejor recibidos entre los paganos
que en su tierra natal.
Todos se llenaron de cólera,
le arrojaron fuera de la ciudad.
«Palabra del Eterno a mi Señor,
siéntate a mi diestra,
hasta que yo convierta a tus enemigos
en tu estribo».
Entonces designaron como enviados
a dos de sus discípulos más cercanos,
que debían recorrer el país en su nombre,
pues habían recibido de él instrucciones precisas.
Sólo debían hablar a los judíos,
no a los gentiles
ni a los samaritanos.
Como los esenios,
no tomaban para sus viajes ni equipaje ni dinero.
Si una casa o una ciudad no quería recibirles,
no se quedaban allí.
Pero a nadie conmovía la llamada al arrepentimiento.
Galilea, su propia región, su país natal,
rechazaba a su profeta.
Cuando Jonás,
el profeta de Galilea,
declaró que tras cuarenta días
Nínive sería destruida,
el pueblo se había arrepentido
había renunciado a su impiedad.
Si Dios hubiera aceptado sus sufrimientos,
si su pueblo hubiera prestado oídos,
Jesús habría dado la vida.
«Todos errábamos como ovejas,
cada cual seguía su propio camino,
y el Señor ha hecho caer sobre él
la iniquidad de todos».
«Raza de víboras —dijo—,
¿Cómo podríais decir cosas buenas,
si sois malvados?».
Entonces se fue.
«Quien pone la mano en el arado
y mira hacia atrás,
no está dispuesto para el reino de Dios».
Y el malvado rey, Herodes,
tetrarca de Galilea y de Perea,
vigiló las actividades de Jesús,
cuando supo que un predicador
anunciaba en Galilea el advenimiento del reino de los cielos
y atraía grandes multitudes,
como Juan antaño,
como Juan resucitado.
Eso formaba también parte del plan.
Pero algunos fariseos,
de la casa de Hillel,
que querían salvar la vida de Jesús,
que sabían lo que se tramaba,
fueron a decirle que debía marcharse,
pues Herodes quería matarle.
«Id —respondió—, y decidle a ese zorro:
He aquí que expulso los demonios
y hago curaciones hoy
y mañana
y al tercer día habré terminado.
Pero tengo que caminar hoy,
y mañana
y al siguiente día.
Pues no es adecuado que un profeta perezca fuera de Jerusalén».
Y también eso formaba parte del plan.
Se retiró entonces al norte del mar de Galilea
en la región de Cesárea.
Preguntó a sus discípulos
lo que sobre él decía la gente.
«Algunos piensan que eres Juan Bautista, Elias y Jeremías».
«¿Y qué decís vosotros?».
«Tú eres el Mesías».
«Tú lo has dicho —confirmó—,
pero no debes repetirlo.
Os digo a todos
que guardéis el secreto,
pues es muy pronto todavía para revelarlo.
Mi hora no ha llegado aún.
Llegará el momento en el que iré,
en el que me dirigiré a Jerusalén».
Ese era su designio.
Luego Jesús le dijo a Pedro:
«Eres afortunado, Simón, hijo de Jonás,
pues esta revelación ha venido a ti,
no de la carne y de la sangre,
sino de mi Padre que está en los cielos».
Pues Pedro era distinto,
había tenido una revelación
distinta a la de los esenios,
no estaba influido por ellos,
y por eso podía ser afortunado
y distinto.
Entonces comenzaron a decirle
que el Hijo del Hombre sufriría mucho,
que lo rechazarían los ancianos,
los sacrificadores, los escribas,
los Kittim,
que sería ejecutado
que resucitaría.
Pues en el salmo se decía:
«Protege lo que ha plantado tu diestra,
y el hijo que has elegido.
Sea tu mano sobre el hombre de tu diestra,
sobre el Hijo del Hombre que has elegido».
Y así Dios no le abandonaría.
«Conozco —dijo—,
a quienes actuarán contra mí,
los ancianos, los sacrificadores, los escribas,
y los Kittim.
Pero no quiero combatirles.
Quiero —afirmó—, entenderme con mi adversario,
mientras estoy
con él todavía en el camino,
por miedo a que el adversario me entregue al juez,
y el juez al guarda,
y me arrojen en prisión.
No quiero, como los zelotes,
resistir a los Kittim.
Por el Espíritu Santo
quiero liberar ese mundo de todas las sujeciones.
Por esperar esperaré
hasta que se revele a nosotros.
Pero no iré solo
pues mi alma tiene sed de Dios,
pero del Dios de la vida».
Entonces respondieron:
«¡No tengas miedo!
¿Acaso tu nombre no es Yeoshua?
«Dios salva».
Pues por el Espíritu Santo
serás salvado,
como Isaac
serás atado,
como Isaac
serás salvado,
en el postrer instante
no serás abandonado.
Y así sabrán todos
quién eres,
el Maestro de Justicia
como un hijo de hombre.
No, créelo,
Dios no te abandonará».
Entonces creyó.
Entonces se fue
junto al mar de Galilea en la Decápolis,
en las regiones de Galaad y del Basan,
así como hacia el Líbano y Damasco
donde están los rekabitas y los qemitas,
entre los galileos,
como los esenios que habían salido del país de Judá
y se habían exiliado al país de Damasco,
así querían contraer la nueva alianza
de la que hablaba el profeta Jeremías,
se comprometieron a preservarse de toda iniquidad,
a no robar al pobre, la viuda y el huérfano,
a distinguir lo puro de lo impuro,
a observar el Sabbath,
así como las fiestas y los días de ayuno,
a amar a sus hermanos como a sí mismos,
a ayudar al desgraciado, el indigente y el extranjero.
Le enseñaron
que la comunidad era un árbol
cuyo verde follaje
era el alimento de todas las bestias de la selva,
cuyas ramas albergaban a todos los pájaros.
Pero era superado por los árboles acuáticos
que representaban el malvado mundo circundante.
Y el árbol de la vida permanecía oculto por ellos,
sin consideración
sin reconocimiento.
Dios mismo protegía,
ocultaba su propio misterio,
mientras que el extranjero veía sin conocer,
mientras que pensaba sin creer en la fuente de vida.
Pues el reino de los cielos no era sólo
el del reino de Dios que irrumpe,
sino también un movimiento querido por Dios,
que se extendería por la tierra
entre los hombres.
No era sólo una realeza,
sino un reino de Dios,
una región que se extiende,
que conquista tierras y hombres,
en la que la herencia
va a los grandes y a los pequeños.
Por eso Jesús había llamado a los Doce,
para que fuesen pescadores de hombres,
para sanar,
para anunciar la salvación
para el pobre, el indigente y el extranjero.
Entonces Pilatos, el gobernador de Judea,
pensó que era preciso ejecutarle,
pues tenía miedo
de la nueva alianza,
del advenimiento del reino de Dios
que pondría fin a la ocupación romana.
Sabía cuántos le escuchaban,
cuántos odiaban a los Kittim.
Algunos de sus discípulos eran zelotes
que sembraban disturbios en todo el país,
que creían en el reino único de Dios,
que deseaban ardientemente la liberación final
de los invasores.
Entonces Jesús tomó el camino de Jerusalén,
abandonó Galilea,
recorrió Samaría,
se detuvo en el monte Gerizim,
donde le esperaba el samaritano.
Depositó parte del precioso tesoro de los esenios,
el antiguo tesoro
de los sacerdotes del Templo,
el magnífico tesoro de Salomón,
en aquel lugar
donde no lo buscarían,
donde estaba seguro
entre los escribas samaritanos,
amigos de los escribas esenios.
Así durante la guerra
de los hijos de la luz contra los hijos de las tinieblas,
el tesoro no sería robado.
Así en la era mesiánica,
lo recuperarían para tomar el poder.
Y prosiguió su camino.
Y en su camino
ocultó las demás partes
del tesoro.
Luego fue a Jerusalén,
ciudad santa donde se elevaba la morada de Dios,
centro predestinado del reino,
de donde debían extenderse la redención y la bendición
a todas las naciones.
Jerusalén en desgracia,
Jerusalén de los paganos
injuriada por los Kittim,
profanada, manchada
por quienes vigilaban sin cesar el atrio del Templo.
Era preciso arrepentirse,
o de lo contrario
la ciudad, del mayor al más pequeño,
perecería en el dolor.
Se dirigió a Jerusalén
durante la fiesta de Pascua.
Se detuvo en Betania,
lo recibieron Marta y su hermana María.
Entonces se dirigió a Jerusalén,
donde sabía lo que le aguardaba.
No estaba ya entre los galileos de su casa,
sino en Judea donde los peligros eran grandes,
donde debía enfrentarse a los hijos de las tinieblas,
las supremas autoridades judías y romanas,
el gobernador romano, Poncio Pilatos,
y el sacerdote impío, Caifas,
que detentaba la sagrada carga
de sumo sacerdote,
adquirida con el oro de sus repletos cofres.
La Pascua se celebraba el primer mes
para conmemorar los milagros realizados antaño en Egipto,
cuando Dios había liberado a su pueblo de la servidumbre,
se comía el cordero pascual
que aquella noche fue Jesús.
Y el pan sin levadura de su cuerpo
y las amargas hierbas de la humillación,
pues el sacrificio de Pascua se cumplió según las Escrituras,
la sangre de Jesús debía ser derramada
como el vino de las celebraciones.
Y luego sería glorificado,
pues los primeros frutos de la cebada se consagraban a Dios
al día siguiente del Sabbath pascual,
cuando se oraba por el rocío.
Estaba así escrito:
«¡Que revivan tus muertos!
¡Que se levanten mis cadáveres!
Despertad y temblad de júbilo,
habitantes del polvo,
pues tu rocío es un rocío vivificante
y la tierra devolverá la luz a las sombras.
Yo repararé su infidelidad.
Seré como el rocío para Israel».
Pues Dios no le abandonaría.
Entonces se dirigió a Jerusalén,
pues debía revelarse públicamente a Israel
con el nombre de Mesías.
Entonces habría llegado su hora.
La hora del advenimiento del reino de los cielos,
la hora final muy hermosa
y el tiempo era para él
dueño de las profundidades y de las tinieblas.
No, Dios no le abandonaría.
Entonces en Jerusalén,
el Sanedrín convocó una sesión extraordinaria.
El sumo sacerdote Caifas habló de este modo:
«¿No habéis comprendido que en vuestro interés
mejor es ver morir a un solo hombre por el pueblo
que a toda la nación?».
Y el Consejo decidió condenar a Jesús.
Y eso lo sabía,
pues, su amigo Juan,
el discípulo al que amaba entre todos,
su amigo y su anfitrión,
su aliado secreto, su espía.
Juan era sacerdote en el Sanedrín,
sabía todo lo que allí ocurría
y todo lo repetía a Jesús, su maestro.
Entonces Jesús abandonó Betania
y se retiró a la ciudad de Efraím,
a orillas del desierto.
Luego regresó a Galilea,
para hacer la peregrinación de Pascua
con los galileos.
Entonces llegó a las cercanías de Jerusalén,
a Betfage.
Se le había confiado a Lázaro el cuidado
de actuar de acuerdo con el plan preparado
por los esenios.
El asno debía estar atado
a la entrada del pueblo de Betania.
Pero ninguno de los Doce estaba al corriente.
Se había dado la consigna
de dejarle partir con unos mensajeros que dirían:
«El maestro lo necesita».
Los mensajeros regresaron con el asno,
se maravillaron,
pues el Mesías debía llegar en un pollino,
según la profecía.
A su paso, arrojaban ropas,
cortaban juncos para alfombrar el camino.
En Betania, Marta había preparado la cena.
Puso en sus pies un precioso aceite de nardo
que enjugó luego con su cabellera.
Así embalsamaba ya
a su hermano esenio.
Jesús le había pedido
que trajera el óleo santo,
sin explicar por qué,
para que exasperado uno de sus discípulos le traicionara.
Y se cumplió la profecía.
«Aquel con quien estaba en paz,
que tenía mi confianza
y comía mi pan,
levanta contra mí el talón».
Pues era el signo:
riqueza y muerte,
ése era el plan de los esenios.
Entonces se dirigió a Jerusalén
como un rey.
Entonaron el Hallel,
y dijeron «¡Hosanna!
¡Bendito el que viene en nombre del Señor!».
Algunos fariseos escandalizados
le pidieron que les hiciera callar,
para que no le mataran,
para salvarle.
Pero respondió:
«Os digo que si callan, gritarán las piedras».
Consintió en que la multitud judía le aclamara,
signo de provocación,
signo de traición al César.
Iba acompañado
por la multitud de peregrinos galileos.
Y los Kittim tenían la consigna de permitir que esos judíos
que cantaban
se aproximaran al centro de su culto.
En el patio de los gentiles,
la parte del Templo accesible a todos,
Jesús lanzó un ataque contra los mercaderes.
Con un azote hecho de cuerdas rotas
que servían para atar a los animales vendidos como víctimas
de los sacrificios,
repartió golpes,
derribó las mesas de los cambistas,
los puestos de los vendedores de palomas,
no en el lugar sagrado,
justo delante,
en el atrio de los gentiles
donde se cambiaban las monedas
para comprar las víctimas del sacrificio.
Les dijo que estaba escrito:
«Mi casa será llamada casa de oración.
Y la habéis convertido en guarida de bandoleros».
Y añadió:
«Destruiré este Templo hecho por la mano del hombre
y, después de tres días, construiré otro
que no estará hecho por la mano del hombre».
Era una profecía de la destrucción del Templo.
Así lo quería el plan,
para que la catástrofe fuera inevitable,
pues los saduceos no tenían más refugio que el Templo.
Y he aquí que anunciaba el fin de los sacerdotes saduceos,
y el fin de su Templo.
Pues el Templo estaba mancillado
por el sacerdocio ilegítimo,
por su calendario ilegal.
Que fijaba los tiempos sagrados y los tiempos profanos
a su modo.
Era la guerra, la revancha,
de los hijos de luz contra los hijos de las tinieblas,
de los hijos de Levi,
de los hijos de Judá,
de los hijos de Benjamín,
de los exiliados del desierto
contra los ejércitos de Belial,
los habitantes de Filistia,
las pandillas de Kittim de Assur
y quienes les ayudaban, los traidores.
Entonces los hijos de las tinieblas le hicieron preguntas
para que cayera en la trampa.
«¿Con qué autoridad hablas?», preguntaron.
«El bautismo de Juan, a vuestro entender,
fue divinamente inspirado o no?», repuso.
«No lo sabemos».
«En ese caso —contestó—,
no tengo por qué deciros en virtud de qué autoridad
actúo como lo hago».
Personas dispersas entre la multitud
debían hacerle preguntas
para que cayera en la trampa.
Pero era demasiado listo
para caer en ella.
«¿Debemos pagar el tributo al César?», dijeron.
Pues el impuesto fijado sobre un censo
transgredía la ley que prohibía
empadronar a la población.
«¿Por qué me tendéis una celada?
Mostradme un denario».
Entonces se lo mostraron,
pero se negó a tocarlo
para no ofender a los zelotes
que estaban con él.
«¿De quién son esta efigie y esta inscripción?».
«De César».
«Dad pues al César lo que es del César
y a Dios lo que es de Dios.
Pues Dios es el único Señor», proclamó.
Entonces Jesús celebró la fiesta de Pascua
el martes, de acuerdo con el calendario solar de Qumrán,
y no según el calendario del Templo impuro,
como solía hacerlo,
con los miembros de la comunidad.
Al finalizar la jornada,
abandonó el Templo por última vez,
pasó el cuarto día en Betania,
y la velada en casa de Simón el leproso.
El quinto día comenzaba la fiesta de los Matzot,
cuando se sacrificaba el cordero pascual
que aquella noche era Jesús.