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Al día siguiente, tomamos el tren para dirigirnos a la Universidad de Yale, que está a una hora y media de Nueva York.
Vimos allí a varios arqueólogos con los que mi padre reanudó el hilo de viejas controversias iniciadas años antes. Sus colegas se extrañaban a menudo de verme a su espalda, vestido de negro, con mis tirabuzones que sobresalían del gran sombrero oscuro de ala ancha, y mi tímido aspecto, casi huraño. No comprendían cómo un hijo podía ser tan distinto de su padre, sin saber que, en el fondo, era idéntico a él, aun pareciéndome a todo lo que él no era. Con mi sombrero y mi pequeño salterio, del que nunca me separaba, llenaba todos los vacíos de mi padre. Era su complemento perfecto; era los vestidos que había dejado tras él al quitárselos. O tal vez, incluso, era su verdadera piel y él se había llevado sólo las ropas olvidando tomar su propio cuerpo. Siendo un hijo, yo era su pasado aun siendo su futuro. Mi padre no llevaba barba ni sombrero, y vestía pantalones ordinarios y camisas a cuadros. Pero no se sentía molesto al presentarme, a mí, su hijo, un hasid, un ortodoxo. Los profesores parecían preguntarse quién era la tapadera del otro, y debían de pensar que éramos una curiosa pareja.
Finalmente, nos recibió Paul Johnson en persona. Aquel sabio, reputado por su gran conocimiento de los padres de la Iglesia y de la teología medieval, era un hombrecillo que parecía joven a sus setenta años. Sus cabellos pelirrojos, que se habían aclarado con la edad, tenían reflejos de cobre rubio y apagado. Sus ojos verdes, que conservaban un fulgor de juventud, daban cierta calidez a su rostro. Contrastaban con su piel extremadamente pálida y arrugada, con las mejillas rojizas y los pequeños granitos rojos a uno y otro lado de la nariz, cuyas alas se veían estriadas por finísimas venillas sabiamente entrelazadas. Entorné los ojos para intentar captar el dibujo que formaban; distinguí tres letras hebraicas, q, d y h que podían formar la palabra qarat, «cortar».
Su escritorio estaba lleno de revistas, de trabajos históricos y biblias en una cantidad impresionante. Un pequeño lector de microfichas, colocado en una de las esquinas, le permitía visionar las fotografías de antiguos pergaminos.
Mi padre le pidió que nos hablara del equipo internacional.
—Yo lo fundé, con Pierre Michel —respondió—. Comencé a trabajar un poco antes que él, durante el verano de 1952. Al principio sólo limpiaba, preparaba e identificaba todos los rollos que se habían descubierto en las grutas. El material no era enorme: tal vez había unos quince. Abría una caja, tomaba un fragmento, lo metía en un pote para humedecerlo y, luego, lo colocaba entre dos cristales para enderezarlo. A menudo era preciso lavarlo: lo oscurecían cristales de orina, probablemente de las cabras extraviadas en las grutas. Lavaba los fragmentos más sucios con aceite de castor. Pero, pese a todos nuestros cuidados, cometimos un terrible fallo: utilizamos cinta adhesiva para hacer las uniones.
—Ahora los investigadores pasan horas y horas quitando los residuos de cinta adhesiva, pegajosa y endurecida, de los fragmentos —corroboró mi padre.
—Por aquel entonces no sabíamos que era un error grave; estábamos menos informados de las técnicas de restauración. Para nosotros, durante los tres primeros años, lo esencial era ante todo descifrar e identificar. Comencé a trabajar, bastante pronto, con Pierre Michel. Tenía un increíble talento para leer lo que parecía ilegible. Palabras muy raras de hebreo o de arameo le eran familiares. Tenía una total confianza en la precisión del análisis paleográfico aplicado al estudio de los manuscritos antiguos. Convencido de que las escrituras evolucionaban uniformemente a lo largo de los siglos, intentó establecer entre ellas una secuencia cronológica. Pudo así discernir en los fragmentos de Qumrán tres escrituras hebraicas distintas y sucesivas: la arcaica, entre el año 200 y el 150 antes de Cristo, la hasmonea, entre el año 150 y el 30 antes de Cristo, y la herodiana, entre el año 30 antes de Cristo y el 70 después de Cristo. Abarcaban períodos esenciales de la historia de Judea, desde la conquista seleúcida, hasta la destrucción de Jerusalén por los romanos. Eso nos permitió afirmar que los pergaminos pertenecían a la secta de los esenios, descrita por Filón, Flavio y Plinio el Viejo. Pero ustedes no ignoran todo eso. Díganme más bien en qué puedo serles útil.
—Querríamos saber cómo obtuvo usted el manuscrito que entregó a Pierre Michel, aquel que fue tema de su conferencia de 1987 —contestó mi padre abruptamente.
Johnson, algo sorprendido, respondió:
—Por el obispo Oseas. Era nuestro proveedor habitual, salvo cuando nosotros mismos íbamos a recuperar los fragmentos en el interior de las grutas. Pero ¿por qué quieren saberlo?
—Porque el manuscrito pertenece al Museo de Jerusalén; e intentamos recuperarlo. ¿Ignoraba usted que se trataba del mismo pergamino que había sido adquirido por Matti, depositado en el museo y robado poco después?
—Por aquel entonces, sí. No había tenido tiempo de mirar el pergamino comprado por Matti, a quien había ayudado en sus complicados tratos con Oseas. ¿Cómo podía saber que era el mismo que Oseas quiso venderme más tarde? Sólo me enteré tras la conferencia de Pierre Michel, por boca de Matti, que me explicó que quería recuperarlo. Pero el manuscrito en cierto modo, se había volatilizado… con Pierre Michel.
—¿Y lo leyó usted después de haberlo comprado?
—Lamentablemente, no. Los caracteres estaban invertidos, como en un espejo, y era difícil llevar a cabo una lectura. Lo confié primero al investigador polaco del equipo, Andrej Lirnov. Él se lo entregó a Pierre Michel antes de suicidarse.
—¿Cree que su suicidio tuvo relación con lo que había leído?
—Es posible. No lo sé. Me hubiera gustado leerlo tanto como a usted, por interés científico y también teológico. Aunque me inclino a pensar que tal vez sea mejor así —añadió con cierta vacilación.
—¿Cómo es eso?
—La conferencia de Pierre Michel me sorprendió mucho. Hacía ya cierto tiempo que no me comunicaba los resultados de sus investigaciones, pese a que antes solía hacerlo. Me hice ciertas preguntas sobre su salud… mental. No sería sorprendente… con todos aquellos acontecimientos…
—¿Qué acontecimientos? —preguntó mi padre, obstinado.
Johnson nos miró con ira y replicó con brusquedad:
—Esos manuscritos están embrujados. Desde el asunto Shapira, todos los que se han acercado a ellos han sido maldecidos. Se suicidan. Mueren violentamente. Como Lirnov. Como Oseas. Se dice que murió apuñalado, pero es falso.
—¿Cómo murió a su entender? —pregunté yo.
—Le crucificaron.
—¿Cómo lo sabe? —insistió mi padre.
—Tengo mis fuentes de información.
Lancé a mi padre una mirada interrogativa y él me hizo un inequívoco signo que me heló la sangre en las venas.
—No sólo no sé nada del manuscrito que falta —prosiguió Johnson—, sino que tampoco pienso que sea importante. Diez años después de los primeros descubrimientos, nació una nueva ciencia, la qumranología, con una bibliografía de dos mil títulos. En todas partes del mundo hay revistas y estudios qumránicos, institutos de investigación, innumerables libros. De modo que ese último manuscrito es una gota de agua en el océano qumránico, de la que no me preocupo. Y dudo que aporte algo nuevo en relación con los demás manuscritos que, por su parte, no hacían ninguna revelación notable referente al cristianismo o al judaismo antiguos.
—Muy al contrario, si tanta gente se apasiona por esos textos, un manuscrito perdido resulta de un interés considerable —repliqué.
—¿Considerable para quién? La relación entre el esenismo y el primer cristianismo fue observada ya por los filósofos del siglo XVIII, que afirmaban que el cristianismo era un aspecto del esenismo. El rey Federico II escribió a D’Alembert, en 1790: «Jesús era exactamente un esenio». Corría el Siglo de las Luces. Se deseaba desmitificar, derribar los fundamentos de la religión. ¿Quieren ustedes hacer lo mismo? ¿No es éste un combate de otro siglo?
—Queremos llegar a donde la verdad nos lleve —respondió mi padre.
—¿Y creen que les lleva a una revolución? La religión ha pasado por muchas, y siempre ha vuelto a levantarse. —Se incorporó de pronto, con el rostro contraído por la cólera—. ¿Qué desean en el fondo? ¿Poner en cuestión la originalidad del mensaje cristiano? ¿Remover los fundamentos del dogma?
—La Iglesia no puede ya negar la importancia de las revelaciones proporcionadas por los manuscritos —contestó mi padre pausadamente—. Por ejemplo, la del Maestro de Justicia de nombre desconocido, que había roto evidentemente con el judaismo oficial y el culto del Templo, y que al parecer fue perseguido por un «sacerdote impío». ¿Quién era? ¿Fue ejecutado o crucificado, incluso, como sugiere la expresión de los pergaminos «colgado vivo de la madera»? ¿Tiene relación con Jesús? ¿Es una blasfemia decir que, tal vez, el Maestro de Justicia y Jesús sean una misma persona? ¿Y qué decir, así mismo, de Juan Bautista? No cabe ya duda de que el profeta del desierto, que bautizó a Cristo, estuvo al menos en relación con los esenios que también vivían en el desierto y predicaban el bautismo.
—Pero Juan pudo ser perfectamente un anacoreta, un eremita solitario y no el miembro de una comunidad. Y no olvide que Jesús predicaba la buena nueva, mientras que los esenios tenían una doctrina esotérica. Por mi parte, diría que los documentos de Qumrán no ilustran el cristianismo sino el medio donde nació, es decir el judaismo del siglo I. Por lo que respecta a la doctrina esenia, nadie la conoce, desapareció con sus últimos fieles tras la revuelta de los judíos contra los romanos, cuando Qumrán fue destruido por un terremoto.
—Los esenios decidieron vivir al margen porque sentían una declarada hostilidad hacia el Templo. Además, esperaban el fin del mundo y estudiaban con ardor la literatura apocalíptica.
—El cristianismo nació, efectivamente, en una atmósfera de espera mesiánica.
—Necesitamos saber más y por eso queremos el pergamino que falta —prosiguió mi padre—. Que se confiscaran algunos documentos descubiertos en 1947 y que ninguna publicación permita tener conocimiento de ellos es un escándalo.
—¿Qué más quieren? —repuso Johnson, cada vez más furioso—. Tienen ustedes los manuscritos de las grutas una a once; en 1951, los americanos habían editado ya tres de los cuatro manuscritos del convento de San Marcos: un primer Pergamino de Isaías, el Comentario de Habacuc y el Manual de disciplina. A ello puede añadirse la edición postuma de los textos sobre los que había trabajado Ferenkz: el segundo Pergamino de Isaías, el de La guerra de los hijos de la luz contra los hijos de las tinieblas, y los Himnos. Cuatro manuscritos del convento de San Marcos, transferidos a Estados Unidos en 1948, fueron luego adquiridos por Israel que les construyó, incluso, una especie de templo del libro en su museo nacional, en Jerusalén.
—Lo que queremos es ese manuscrito, no los que ya tenemos —respondió mi padre con sequedad. Reflexionó un instante y luego añadió en tono más suave—: Pero sin duda temen ustedes por su fe. ¿Es la Comisión Bíblica Pontificia la que les ordena actuar así? Me refiero a la Congregación para la Doctrina de la Fe, para la que usted trabaja.
—Ciertamente —contestó Johnson enseguida—. Sus manejos no me engañan; quiere usted quebrantar siglos de fe en nuestro Señor. Es con usted con quien llega el escándalo.
Diciendo estas palabras, nos señaló la puerta con gesto amenazador, indicando con ello que la entrevista había terminado. Salimos, medio despechados, medio asustados.
Mi padre parecía abatido. Rendía culto a las antigüedades y, de pronto, veía que los pergaminos estaban dispersos por el mundo, entre cuatro investigadores; y todos parecían llevar la turbación y el terror en el alma. Unos hombres habían muerto, salvajemente asesinados, otros se volvían locos, se suicidaban. Aun siendo un científico de método riguroso, ateo y racional, mi padre creía sin embargo en las señales del cielo, de modo casi supersticioso. Eso era algo que siempre me había parecido curioso: aquel hombre desprendido de cualquier religión se empeñaba en no contrariar lo que denominaba el orden de las cosas que, para mí, no era más que el orden divino. Su desaliento me asombraba. Conocía su interés por la investigación y los descubrimientos, y no comprendía por qué pensaba, sin haberlo intentado realmente, que nunca podríamos encontrar el manuscrito y que si por casualidad lo conseguíamos, sólo lo haríamos para nuestra mayor desgracia. De hecho —más tarde lo comprendí— mi padre había conservado de su infancia el temor al demonio que le habían inculcado, y que permanecía arraigado en él, como una escoria en su desencantado universo científico: temía que los pergaminos estuvieran habitados por Satán.
—Muy al contrario —le dije—. Al contrario de lo que el padre Johnson afirmó, esos manuscritos deben de tener un contenido precioso, y creo incluso que él debe de saberlo. Es una señal de que debemos proseguir.
—No lo sé. No sé ya por dónde comenzar.
—¿Qué es ese asunto Shapira, al que aludió Johnson? —pregunté.
—El asunto Shapira… Durante el verano de 1883, en Londres sólo se hablaba del descubrimiento de dos manuscritos antiguos, hebreos, del Deuteronomio, escritos en cursiva hebraico-fenicia, la escritura que se conocía por la famosa estela moabita de Mesa y que se hace remontar a los alrededores del siglo IX antes de Cristo. Se trataba de quince o dieciséis largas franjas de cuero, primitivamente dobladas, que Shapira se había traído de Palestina. Se las ofrecía al British Museum por un millón de libras. Durante varias semanas, la prensa inglesa consagró al acontecimiento artículos casi cotidianos y publicó incluso la traducción de los textos. Los curiosos acudían en masa al museo, donde se exponían algunos fragmentos. El primer ministro Gladstone, gran aficionado a las antigüedades, acudió también allí y se encontró con Shapira.
»Moisés Wilhelm Shapira, judío polaco convertido al cristianismo, había practicado durante largo tiempo el comercio de antigüedades y manuscritos en Jerusalén. Había abastecido las bibliotecas de Berlín y Londres de textos hebreos, la mayoría originarios de Yemen. Había descubierto incluso un comentario sobre el Midrash de Maimónides.
»Pues bien, por las circunstancias de su descubrimiento, los pergaminos de Shapira recuerdan extrañamente los del mar Muerto. Durante una visita al jeque Mahmud el-Arakat, en julio de 1878, Shapira había sabido que los árabes, refugiados en las grutas del Usadi el-Mujin, cerca de la orilla oriental del mar Muerto, en el antiguo territorio de la tribu de Rubén, habían descubierto allí unos escritos sobre nigromancia. Éstos, como los de Qumrán, estaban protegidos por varias vueltas de tela, a todas luces muy antigua. En resumen, pidió al jeque tener acceso a los manuscritos y descubrió una transcripción de las últimas palabras pronunciadas por Moisés en la llanura de Moab. Shapira explicaba el sorprendente estado de conservación de los textos por la notable sequedad de las grutas, bien conocida por los beduinos.
»Sin embargo, su reputación se vio manchada por la venta al Museo Real de Berlín de ídolos moabitas que un comité de expertos consideró falsos. Inquietos, los ingleses decidieron convocar una reunión de especialistas para examinar de nuevo los pergaminos. El primero que negó la autenticidad de los manuscritos fue Adolf Neubauer, que estaba en contacto con los expertos berlineses. El golpe de gracia fue propinado por Clermont Ganneau, un arqueólogo francés antisemita. Finalmente, se condenaron los fragmentos en un informe oficial que precisaba que el compilador del texto hebreo debía de ser un judío. Poco después, Shapira se suicidó en Holanda, en un sórdido hotel de Rotterdam.
—Un nuevo muerto a causa de los manuscritos… —comenté.
—Sí, el primero sin duda. Y tal vez no el último. El hecho más turbador es que nunca se han encontrado los manuscritos. Parecen haber desaparecido en Holanda, con Shapira. Mira, es idiota —añadió—, pero a mi entender eso da miedo.
—¿Por qué? ¿Johnson y la Congregación para la Doctrina de la Fe te han convencido de que los pergaminos están embrujados? ¿Crees que los manuscritos son el origen de una nueva herejía?
—Tal vez. Esa crucifixión me da miedo. ¿Quién puede haberla cometido? Los cristianos, no tendría sentido. ¿Los judíos? El Comentario de Nahúm alude a hombres colgados vivos, es decir crucificados. Aunque este suplicio esté prohibido por la ley judía, sabemos sin embargo que Alejandro Janneo lo utilizaba bastante. También es posible que los judíos, crucificados en gran número por Antioco IV Epifanes, hayan imitado a sus perseguidores durante las guerras macabeas y más tarde; pero es una hipótesis que no se ha verificado… La hipótesis más verosímil siguen siendo los romanos…
—Pero ya no hay romanos —exclamé—; eso fue hace miles de años. Hoy no es lo mismo. Puede haber sido un loco cualquiera… Creo que deberíamos pedir consejo al rabí de Williamsburg. Él podrá decirnos si debemos proseguir o detenernos.
En realidad, no sé lo que me impulsó a hacerle esta proposición. Tal vez fue verle en semejante perplejidad. Tal vez por un simple reflejo hasídico. Me miró con una expresión de sorpresa mezclada con interés.
—¿El viejo rabí al que vimos el último Sabbath?
Parecía tan desamparado que no pudo resistir mucho tiempo mis esfuerzos por convencerle.
«Dos valen más que uno. Pues tienen más recompensa por su trabajo. Pues si uno cae, el otro levantará a su compañero; pero ay de quien esté solo pues, si cae, no habrá nadie para levantarle. Pues si alguien es más fuerte que el uno o el otro, los dos podrán resistírsele, y no es fácil que se rompa la cuerda de tres cordones».
Como mencioné al rabí, a mi rabí de Israel, obtuvimos enseguida la audiencia que habíamos solicitado. Entramos en la pequeña casa de Williamsburg donde se reunía el tribunal. En la habitación donde el rabí pronunciaba los veredictos, los discípulos estaban sentados en el suelo, con el sombrero echado hacia la nuca, atentos a la menor palabra del maestro. El gabbai, el ayudante del rabí, iba y venía entregándole, de vez en cuando, un kvtitl, una petición escrita. El rabí podía dar consejos tanto sobre un asunto comercial, una terapia médica o un eventual matrimonio que, si no le parecía oportuno, tenía todas las posibilidades de ser anulado. El rabí no había visto antes a las partes presentes, que podían proceder del mundo entero; era posible, incluso, que las peticiones se hicieran por teléfono, desde Europa o Israel, cuando las personas no podían desplazarse. Y el rabí, que no conocía a nadie, pero sabía muchas cosas, tenía siempre respuesta para todo.
El gabbai nos introdujo en calidad de solicitantes. Expliqué brevemente el motivo de nuestra visita, sin dar detalles precisos, como mi padre había pedido, y pregunté al rabí si debíamos proseguir nuestra búsqueda o abandonarla. Se retiró unos momentos para reflexionar, regresó luego, murmuró algo al oído de su ayudante y acabó inclinando la cabeza y diciéndonos:
—Deben continuar la búsqueda. Es peligrosa, pero prosigan.
Antes de despedirnos, nos dio su bendición posando sus manos en nuestras cabezas.
—Dios te ayudará —añadió dirigiéndose a mí.
Levanté la cabeza y encontré su mirada, penetrante bajo las espesas cejas que se unían a la imponente barba blanca.
Inmediatamente, como en un impulso de pudor, bajé los ojos. Entonces, acercándose a mi oído, agregó una frase que me heló la sangre en las venas:
—Cuida de tu padre; corre un grave peligro.
Antes de partir, depositamos el pidion, la retribución del consejo, en la cajita prevista al efecto.
A nuestras espaldas comenzaron a resonar unos cantos endiablados: las decisiones hasídicas terminan siempre con himnos y bailes de los discípulos, preferibles a las oraciones, pues son más alegres y más favorables a la realización de la devequt. Lancé una última mirada a mi espalda. A medida que nos alejábamos, percibíamos los «ah, oy, hey, bam, ya» repetidos con creciente intensidad. Se desprendía de aquel júbilo una especie de fuerza y de invencible solidaridad: yo sabía que, en aquel momento, los discípulos del rabí se sujetaban por los hombros o la cintura y comenzaban una danza que les llevaría hasta el trance. Me era fácil imaginar lo que en aquel momento ocurría en el patio hasídico: se formaban círculos mágicos de bailarines que no tenían comienzo ni fin, con el primer eslabón unido al último. Se entusiasmaban progresivamente con un ritmo cada vez más vivo. El calor se incrementaría y, muy pronto, tendrían que quitarse los pesados abrigos negros para quedar en mangas de camisa y realizar contorsiones cada vez más complejas. Los más ágiles formarían un pequeño corro en medio del gran círculo y los demás les verían danzar, como alucinados, y palmearían. En semejante ocasión, el ritmo, como el diablo en persona, no dejaría ningún cuerpo inerte y todos sucumbirían pronto a su magia negra.
Proseguimos nuestro camino hasta el hotel, sin volvernos más. Mi padre parecía tranquilizado por el consejo del rabí. Mientras que él había recobrado la voluntad de proseguir la misión que nos incumbía, yo estaba desesperado, sin ni siquiera poder decírselo: si hubiera querido que mi padre lo supiese, el rabí habría formulado en voz alta su advertencia. Además, nos incitaba a continuar. Por primera vez me sentía víctima de la angustia, que me ponía un nudo en la garganta y un peso en el estómago. Me encontraba, una vez más, traicionando a uno para no traicionar a otro. Mi padre acabó advirtiendo mi aspecto preocupado y me preguntó:
—¿Qué te ha dicho el rabí cuando te ha hablado al oído?
—Un secreto —le contesté—, de lo contrario, ¿por qué me habría hablado en voz baja?
Sumidos en nuestros pensamientos, no podíamos advertir que una extraña silueta vestida de negro nos seguía con discreción.
Permanecimos unos días más en Nueva York, recorriendo bibliotecas y universidades para hablar con sabios y arqueólogos. En todas partes nos decían que nuestra búsqueda era tan vana para la fe como peligrosa para nuestra vida.
Poco a poco, mi inquietud se disipó como se había desvanecido la de mi padre. Ahora me parece que, una vez desaparecidas las dudas y vencidas las cobardías, hay momentos en los que actuamos sin saber por qué, como por una necesidad interior, imperiosa e indefinida. Aunque una amenaza planeara en torno a los manuscritos, yo seguía sintiéndome invencible. Estaba orgulloso de mi padre y de mí mismo. Estaba convencido de que esta alianza de las generaciones era el secreto del poder y del éxito. Y, a diferencia de mi padre, aunque siendo más fervoroso que él, yo no creía en el demonio. No creía tampoco en el mal, pues creemos lo que vemos; y no lo había visto todavía con mis propios ojos. Estaba seguro de que la muerte formaba parte de esos mitos inventados por el hombre para dar miedo al hombre y someterle a los acontecimientos. El hombre, ese animal que necesita un dueño, había hallado en la muerte un dueño absoluto. Para él, era una ganga: nunca podría consolarse de aquel descubrimiento.
Yo no creía en la muerte, pues pensaba que el hombre era dueño de su destino.
Los acontecimientos, cuya malignidad no tiene igual, no tardarían en desengañarme y abrirme los ojos ante la abominación.
«Todo va al mismo lugar, todo ha sido hecho del polvo y todo vuelve a ser polvo».
Finalmente decidimos marcharnos a Londres, para hablar con el investigador inglés Thomas Almond, uno de los cuatro miembros del equipo que poseía manuscritos, y el más accesible de ellos, ya que era agnóstico.
La mañana de nuestra partida, el recepcionista del hotel nos entregó un paquete que acababan de dejar. Contenía un pequeño fragmento de pergamino, de color muy oscuro. En aquel momento, no comprendimos quién nos lo había enviado. Era demasiado pronto para que se tratara del que Matti nos había prometido. Además, él nos habría hecho llegar una copia, no un original, puesto que no lo tenía. Debíamos también ocuparnos de mandar a Londres el revólver, antes de dirigirnos al aeropuerto. Decidimos pues dejar el examen para más tarde.
Aguardamos a que el avión hubiese despegado para sacar de nuevo el pergamino de su paquete. Mi padre lo abrió con precaución.
—Es extraño —dijo—, no veo de qué cuero de animal puede tratarse. Es demasiado oscuro para ser cordero o borrego. Nunca he visto un pergamino semejante.
En efecto, el pergamino, grueso y liso, apenas estriado, era blando, como si no se hubiera secado. Al contrario que los manuscritos de Qumrán, no era frágil ni estaba a punto de hacerse mil pedazos. El cuero en el que lo habían recortado, aunque curtido, era muy tierno, maleable, y se enrollaba con facilidad. Tenía un aspecto sorprendentemente fresco, como si el animal acabara de morir o lo hubieran matado hacía poco tiempo.
Desciframos las palabras inscritas en arameo. La tinta con que las habían trazado se corría de vez en cuando y adoptaba a veces el camino tenue, apenas discernible, de algunas arruguitas de la piel, subrayado por minúsculas estrías rojas que parecían sangre. Las palabras que descubrimos no nos eran desconocidas:
Este es mi cuerpo,
ésta es mi sangre,
la sangre de la alianza derramada para la multitud.
—Se trata de la eucaristía, cuando, en los Evangelios, Jesús se identifica con el pan y el vino de la Pascua, y anuncia su calvario —explicó mi padre.
—¿Pero cuál es su interés? ¿Quién puede habernos enviado esto? ¿Y por qué razón?
—No lo sé. Si formara parte de los rollos de Qumrán, sería una prueba definitiva del vínculo entre los Evangelios y los pergaminos. Pero a éste ni siquiera le calculo seis meses de edad…
—¿Crees que alguien intenta burlarse de nosotros?
—O darnos miedo… Hacernos saber que nos vigilan.
Intrigados, nos inclinamos de nuevo sobre el pergamino para examinarlo. Decididamente, no se parecía a los que conocíamos. Diríase que las palabras habían sido grabadas por un buen escriba, pues las letras estaban bien formadas, aunque apresuradamente, sin haber tomado tiempo para trazar líneas. La textura, mucho más suave que la de los antiguos rollos, tenía algo turbador, familiar. Cuanto más la contemplaba más tenía la extraña sensación de haberla visto ya en alguna parte. ¿Pero dónde? ¿Había sido en un museo, en una reproducción, en casa de mi padre, en Israel? Sin poder explicarme el porqué, tenía la impresión de haberla visto recientemente. De pronto, interrumpiendo mis reflexiones, mi padre lanzó un grito de horror. Durante unos instantes, gotas de sudor frío corrieron por su frente sin que pudiera pronunciar una palabra.
—No es un pergamino… Ary… Es una piel —acabó diciendo.
—Claro que sí, una piel —respondí sin comprender.
—No, me refiero a… una piel humana.
Bajé de nuevo los ojos hacia aquel fragmento que mi padre sujetaba temblando. Y entonces comprendí. Un estremecimiento de terror me recorrió el espinazo. Reconocí la piel tostada, tan característica, de Matti.