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Al día siguiente salimos hacia Qumrán. Alquilamos un coche, que conducía Jane. Aunque Kair nos precedía, parecía seguirnos sin que tuviéramos que obligarle a ello. Esperábamos descubrir el famoso tesoro y la perspectiva de obtener ganancias le llenaba de impaciencia.
Volví a ver el paisaje del mar Muerto con una extraña sensación de temor y tristeza. A lo lejos, las montañas blancas de Qumrán, polvorientas, sin sombra ni árboles, sin hierba ni musgo, tenían como único horizonte el mar de sal, su lodo seco y sus arenas movedizas, más amenazadoras que nunca. Enclenques arbustos crecían a duras penas en aquella tierra privada de vida. Hojas cubiertas de minerales se inclinaban, abrumadas. El mar no brillaba: las ciudades culpables que ocultaba en su seno lo habían apagado; se hundía poco a poco en abismos solitarios incapaces de alimentar a ningún ser vivo. Sus playas sin pájaros ni árboles ni verdor, su agua amarga y pesada que ningún viento levantaba expresaban toda la desolación del mundo. El mar Muerto, sin puertos ni velas, me pareció un mar desierto rodeado de desiertos. Te acercabas a él por instinto, como a una fuente vital, y sin cesar te engañaba su ausencia de agua, insondable vacío.
Llegamos al desierto. El suelo, entre las playas áridas de las riberas del mar y las rocas que albergaban Qumrán, se hizo arenoso y roqueño. Estábamos solos en medio de espacios vacíos y opacos. El viento soplaba cada vez con más fuerza. Sobre el capó del coche se oían chasquidos de velas, como colgaduras que un ser diabólico agitara con fuerza sobre nuestras cabezas. El sol ascendía, abrasando con su implacable fuego. En el suelo brillaba oscura la mica. No había una sola planta, nada ya.
Llegamos así al paraje de Ain Feshka donde se encontraban los vestigios de las construcciones esenias. Los barrios residenciales eran tiendas, chozas y grutas. Entre Ain Feshka y Qumrán se extendía una llanura cultivada de varios kilómetros de largo, con instalaciones agrícolas. En aquel lugar bastaba con inclinarse, rascar un poco el suelo y se encontraban huesos de dátiles: los esenios vivían entre palmeras. Ahora, las ruinas estaban rodeadas de algunos ejemplares enclenques y esparcidos de esos árboles, regados por los manantiales que brotaban de las grietas de la masa montañosa, y que demostraban que el lugar, abandonado a los tamariscos y las cañas, podía ser de nuevo un paraje de fértil vegetación.
En las ruinas, las construcciones mostraban sus sólidos cimientos. Un largo muro de un metro de grosor que rodeaba todas las zonas irrigables formaba unos amplios cimientos, sin duda destinados a soportar una torre alta. Era una verdadera cerca, hecha con ladrillos de barro sobre la piedra, que dibujaba ya los límites de una ciudad reconstruida. Un pequeño edificio se levantaba en mitad de la longitud del muro; era un sencillo cuadrado que, abierto al este hacia el interior de la plantación, constaba de un patio y tres habitaciones sin tejado cuyas paredes a medio edificar parecían las de una construcción en proceso de terminación.
La instalación principal estaba junto a la fuente de Feshka, en el extremo sur del terreno fértil, y a dos kilómetros al norte de la punta del Ras Feshka. Era un vasto recinto cuadrado, algo irregular, apoyado contra el muro y flanqueado al norte por un cobertizo. Contiguo al cercado, un gran edificio, construido de cara al este, hacia la plantación, albergaba un antiguo patio rodeado de pequeñas habitaciones. Una escalera demostraba que parte de la instalación había tenido un piso.
Finalmente, al norte, tres grandes estanques de agua, unidos entre sí por canales, excavados en la tierra rocosa y todavía utilizables, formaban el conjunto mejor conservado de las ruinas. Como si fueran un símbolo de la purificación por las aguas bautismales, primer augurio del mundo futuro, condición de la posibilidad de los nuevos tiempos, parecían dispuestos a recoger las almas, las cabezas o los cuerpos en busca del postrer perdón.
Todo estaba allí, como un reloj al que hubieran dejado de dar cuerda pero cuyo mecanismo estuviera en buen estado y que sólo esperara ser utilizado. Bastaba un poco de agua que, procedente de la cascada de Wadi Qumrán, llegaría de nuevo al amplio estanque de decantación. Fluyendo por los brazos del canal, atravesaría los patios y los edificios de servicios para arrojarse al pequeño estanque y llenar la gran cisterna redonda, así como las dos cisternas rectangulares. Al oeste, alimentaría el molino cuyos bien cimentados muros y cuyas celdillas herméticas permitían recuperar la mayor cantidad de harina posible. Por otra rama del canal, se dirigiría también hacia la cisterna, pero antes de llegar se desviaría por otra acequia que conducía a la sala de reunión y el refectorio para facilitar su limpieza. Luego, embocando el canal principal, el agua rodearía el depósito para encaminarse hacia el estanque pequeño y terminar su carrera en la gran cisterna. También le serviría al alfarero, que la obtendría de la piscina, para amasar la arcilla en la era, antes de dejarla reposar en el pequeño foso a fin de moldearla luego en su arcaico torno accionado con los pies y situado en el rincón de paredes de mampostería, para cocer por fin las piezas, grandes o pequeñas, en los hornos.
Nos detuvimos ante el scriptorium, donde trabajaban los escribas que copiaban los manuscritos bíblicos y transcribían las obras de la secta. Tampoco allí había ya hombres, pero seguían presentes los mínimos engranajes de sus técnicas: la mesa principal, alta y ancha, hecha de arcilla, los restos de dos mesas más pequeñas y, entre los cascotes de la sala, los dos tinteros, uno de bronce y otro de terracota, vestigios sin empleo ni utilidad pero que seguían siendo los auténticos dueños del lugar. La súbita emoción me puso un nudo en la garganta al ver de nuevo aquel tintero que había visto ya cuando había acudido al lugar con mi padre: la tinta seca seguía allí, como si lo hubieran abandonado no unos miles de años antes, sino sólo unas semanas atrás. Más allá estaban la gran sala de reunión que servía de refectorio común, los silos para el grano, la cocina, la forja, los talleres y la alfarería, con sus dos hornos y su plataforma enyesada.
Al ver aquellos objetos de tan concreto uso, todo un mundo volvió a la vida: un pueblo organizado, cuyas actividades se habían consagrado sin tregua a la que ellos colocaban por encima de todas las demás: la escritura. Estas ruinas vivientes, contempladas de nuevo, eran como la llama de la zarza que ardía sin consumirse. ¿Qué eran veinte años, veinte o treinta años? Apenas unos granos de polvo del tiempo, que también utilizaba a los vivos. Aquello no eran ruinas sino esbozos.
«Antes de que la cuerda de plata se corte, la jarra de oro se quiebre, la vasija se rompa en la fuente y que la rueda se parta en la cisterna. Y que el polvo vuelva a la tierra, como había estado, y que el espíritu vuelva a Dios que lo dio, Dios juzgará todo lo que hayamos hecho, con todo lo que queda oculto, sea bueno, sea malo».
—¿Crees —me preguntó Jane—, que fueron aniquilados por los romanos o que consiguieron huir?
—No lo sé. Estas viviendas no parecen haber sido destruidas. No se han encontrado restos ni vestigios que permitan pensar en una matanza.
—Pero si huyeron, ¿adónde fueron?
Volví mi mirada hacia las grutas.
—A un lugar que no estaba muy lejos, un lugar que conocían muy bien, que les albergaba de vez en cuando y que, en caso de necesidad, podía constituir un maravilloso escondrijo.
Kair parecía nervioso desde que habíamos llegado al paraje. Pero diríase que conocía el camino que, pasando por numerosas y escarpadas laderas y ascendiendo luego por la montaña, permitía avanzar sin ser vistos. Así llegamos a las grutas. Ante nosotros se levantaba el muro del acantilado, casi vertical, que las albergaba en su seno. Caminábamos en silencio por el antiguo camino de los beduinos que volvían a sus campamentos en los alrededores de Belén. Conteníamos el aliento a causa del peligro y por miedo a no encontrar nada. A medida que ascendíamos, el aire se hacía más suave y más agradable que el de las riberas del mar Muerto: una provisión de agua dulce mantenía cierto frescor. A nuestro alrededor, los barrancos eran muy pendientes y aislaban del resto del mundo el altísimo promontorio de las grutas; un buen medio de defensa.
Entonces, ante la entrada de la primera cavidad, Kair se detuvo y nos dirigió una grave mirada, como preguntándonos si estábamos dispuestos a enfrentarnos con el peligro. Con un extraño presentimiento, me volví hacia Jane:
—Tú no sigas.
—Pero, Ary… Quiero acompañarte —comenzó.
—No, no protestes —respondí en tono firme—. Tal vez puedas salvarnos la vida. Escucha: regresa a Jerusalén y si mañana no estamos de regreso, das la alarma.
—Haré lo que dices —contestó resignada.
Nos dirigimos una última mirada en la que intentamos esconder, a duras penas, nuestro miedo.
Luego, sin volverme, me introduje con Kair en el vientre de las rocas.
Al fondo de la primera gruta había una pequeña hendidura en la pared. Nos introdujimos por allí. Los bordes eran quebradizos y, de vez en cuando, caían fragmentos de tierra, a derecha e izquierda, como si fueran a enterrarnos. Al otro lado de la pared había una segunda gruta, idéntica a la primera. Inspeccioné con mi linterna todos los bordes, hasta descubrir la misma hendidura en la parte derecha.
Al cabo de unas horas, entramos en una gruta de impresionantes dimensiones. Se parecía a una vastísima estancia circular, que la mano del hombre hubiera tallado regularmente en la pared rocosa. Hacía frío; la cueva era muy oscura y el aire muy húmedo. Barrí las paredes con mi linterna. Iluminé el techo: centenares de murciélagos colgaban de él y comenzaron a bailar a nuestro alrededor una danza espantosa y macabra, emitiendo unos chillidos terriblemente agudos. Tapándonos los oídos, permanecimos un instante inmóviles bajo el estruendoso asalto. Entonces los murciélagos se tranquilizaron y regresaron, uno a uno, a sus silenciosos escondrijos. Avanzamos con prudencia y el haz luminoso descubrió, en un rincón de la gruta, un gran cofre de cobre. El tesoro de Qumrán, pensé con emoción, el del Pergamino de cobre.
Kair se lanzó inmediatamente sobre el cofre. Mientras él intentaba abrirlo con su cuchillo, advertí un enorme saco de cuero oscuro, junto a la entrada de la gruta, no lejos del cofre. Lo abrí; contenía un montón de huesos humanos, de espantosos esqueletos. Entonces, en un relámpago, comprendí lo que iba a ocurrir. «La mano del Eterno estuvo sobre mí, y el Eterno me hizo salir en espíritu, y me posó en medio de una campiña que estaba llena de huesos. Y me hizo pasar alrededor de ellos, y he aquí que estaban en gran número encima de aquella campiña, y estaban muy secos».
Pero cuando me volví para ordenar a Kair que no abriera el cofre, fue demasiado tarde. Lo había abierto y un gas asfixiante escapó del cofre ahogándole inmediatamente. El gas se extendió por la gruta. Me dirigí hacia la abertura por la que habíamos entrado: estaba cerrada. Comencé a asfixiarme y, colocando un pañuelo ante mi rostro, sin encontrar otra solución, me introduje más aún en la pared rocosa. Allí, al fondo, había una pequeñísima puerta de piedra. La abrí con dificultad, conteniendo como pude la respiración. Entré entonces en una habitación oscura, más pequeña, y cerré enseguida la puerta. Recuperé el aliento y, cuando mis ojos se acostumbraron un poco a la oscuridad, di un respingo: al fondo de la gruta había un hombre. Se acercó a mí.
Cuando estaba preparándome para lo peor, vi llegar lo mejor. Era mi padre.
«¡Eterno! ¡El rey se alegrará de tu fuerza y cuánto júbilo habrá por tu liberación! Tú le diste el deseo de su corazón y no le negaste lo que pronunció con sus labios. Selah. Pues me has prevenido con toda clase de bendiciones y bienes, y has puesto en su cabeza una corona de oro fino. Te había pedido la vida y se la has dado; y una perpetua prolongación de días. Su gloria es grande por tu liberación, has puesto en él la majestad y la gloria».
Entonces, sin contener mi júbilo, liberé todo mi miedo y lloré largo rato. En aquel bendito instante, olvidé por un momento dónde estábamos y en qué situación nos encontrábamos: un hombre acababa de morir, nos encontrábamos en un laberinto de grutas, había sido necesario buscar aquí a mi padre y ni siquiera sabía por qué. Una sola idea se me ocurría, una idea en la que no me atrevía ya a creer y que, sin embargo, era mi más querido deseo en este mundo: mi padre estaba vivo. ¿No me sentía yo colmado? ¿No habían escuchado mis ruegos? Aunque mi júbilo fuera sólo un corto respiro en la angustia, me parecía que en aquel instante podía disfrutar aquella felicidad sin pensar en otra cosa ni hacer previsiones. Podía también partir sin exigir nada más: ni manuscritos ni aclaración alguna.
Allí estaba él. ¿Qué más podía pedir?
Le conté con cierta confusión todo lo que había ocurrido desde su desaparición y cómo habíamos llegado allí.
—Pero hablaremos de eso después, más tarde. De momento, intentemos huir —dije.
Me lancé contra la pequeña puerta de piedra por la que habíamos entrado. Estaba cerrada. Por más que intenté forzarla, resistía. Me volví y comprendí, por la mirada de mi padre, que era inútil hacer esfuerzos, que él había debido de intentarlo durante horas y horas, sin éxito. Comprendí que estábamos encerrados. Eramos prisioneros de las rocas.
Nuestros ojos se acostumbraron poco a poco a la oscuridad de la gruta. Sin saber qué hacer, nos sentamos y mi padre me contó lo que le había ocurrido en todo aquel tiempo: cómo, tras haber sido secuestrado, había permanecido encerrado y, luego, lo habían llevado por la fuerza a Israel, entre los samaritanos, y cómo éstos le habían atado y casi inmolado, antes de ser sustituido, en el último instante, por un cordero; cómo había pensado que sufriría la misma suerte y cómo se había preparado para la atrocidad de aquel fin, cómo pasaban las horas y seguían sin matarle, lo que aumentaba el suplicio y cómo, en aquellos instantes, había pensado en mi madre y en mí, y aquel pensamiento no hacía sino asustarle más aún, pues ignoraba dónde estaba y si seguía vivo. Tras aquella terrible prueba, sus raptores lo agarraron de nuevo para llevarle a otro lugar, sin que él supiera si iba a ser para bien o para mal. Tras un trayecto en coche, lo condujeron a un lugar muy oscuro que él reconoció enseguida.
Con los ojos vendados, sintió el soplo acre y cálido del desierto de Judea, luego la humedad característica y el rezumante olor de la piedra de las grutas de Qumrán.
—Supe entonces quiénes eran —prosiguió—. Era gente a la que conocía muy bien: eran mis hermanos de los que me había separado a los dieciocho años.
—¿Cómo, tus hermanos? —pregunté, atónito.
—Mis hermanos, los esenios, habían venido a recuperarme —contestó.
De momento, no comprendí. Hacía milenios que los esenios no existían; creí que se había vuelto loco. «Cuando el insensato sigue por su camino, le falta el sentido mientras dice de cada cual: es insensato».
—Se les creyó desaparecidos, muertos o enterrados por un temblor de tierra, tras la invasión romana. Pero de hecho huyeron a las grutas donde vivieron durante todos estos siglos, donde siguen viviendo. Ary, nunca te lo dije y nadie lo sabe, ni siquiera tu madre; pues al separarme de ellos juré no revelar nada. Pero los esenios siguen existiendo y yo formaba parte de su comunidad, hasta la creación del Estado de Israel. Luego, como algunos de nosotros, decidí abandonarles pues quería conocer lo que tanto habíamos esperado, aquello por lo que orábamos desde hacía milenios. Quería ver a otros judíos también, quería vivir de nuevo en la tierra de Israel, al aire libre, más allá del mar Muerto, más allá de las dunas del desierto de Judea, no ya en las grutas subterráneas. Quería ver Jerusalén. ¿Me comprendes?
Su voz temblaba, las lágrimas fluían de sus ojos que entrecerraba como si intentara contenerlas.
—Querían interrogarme —continuó—, para saber si les había traicionado y porque buscaban el manuscrito que les habían robado. Me mantuvieron cautivo y no se atrevieron a matarme, pues al ser un Cohen formaba parte de los sumos sacerdotes que deben respetar, ya que se preocupan mucho de la jerarquía. Y además, me creían. Sabían que no sabía nada.
—¿Sólo cuando llegasteis aquí te revelaron quiénes eran?
—Sí, para mantenerme cautivo. Pues sabían que tú colaborabas conmigo y que, preocupado por tu vida, no iba a cejar hasta encontrarte, y habría argumentado con ellos, y habría utilizado el argumento de autoridad.
Luego, bajando la voz, añadió:
—Son los que permanecieron aquí tras la creación del Estado de Israel: no quieren habitar en el país antes de que llegue el Mesías. Piensan que las cosas se han precipitado. Ahora, esperan una intervención divina, que consideran inminente, y rezan todo el día para que se produzca pero, a fuerza de permanecer en sus grutas subterráneas mientras tantas cosas ocurrían fuera, creo que se han vuelto locos.
—¿Te han hecho daño?
—No. No me han hecho nada.
Era la primera vez que me hablaba de su juventud, y le fue necesario hacerlo como en una derivación de su relato, casi por espíritu científico, como si fuera preciso explicar bien a fin de que yo comprendiese. En otras circunstancias, yo hubiera exigido mil aclaraciones, habría tardado días y días en hacerme a esta idea, y le habría dado vueltas y más vueltas. Pero allí aquello parecía tan natural, tan evidente, que tardé muy poco en comprenderlo. De pronto, todo se aclaraba: su resistencia a aceptar la misión que nos incumbía, su miedo a descubrir cosas terribles, también su deseo de ayudar a los esenios, sus hermanos. Comprendí también aquella especie de superstición que perduraba como un vestigio inquebrantable en aquel espíritu científico.
Pero aunque hubiera querido saber algo más, los acontecimientos no lo permitieron. De pronto, mientras mi padre contaba su historia, un hombre irrumpió en la gruta y le interrumpió bruscamente. Era de estatura mediana y tenía la apariencia y las ropas de los beduinos, pero su piel no estaba curtida y atezada como la suya sino que en la tenue claridad parecía por el contrario de una blancura absoluta.
El hombre se acercó a mí y me miró con aire sorprendido.
—Es mi hijo, Ary; no le hagas daño —rogó mi padre, que parecía conocerle—. Ha venido a buscarme.
—Si es tu hijo, es un escriba, hijo de escriba —respondió el otro—. Entonces debe quedarse aquí.
El hombre nos tendió unos pergaminos, un tintero y una pluma, y nos dijo en una lengua vetusta, un arameo tan antiguo que parecía surgido directamente de los documentos que mi padre estudiaba:
—Eso es lo que debéis hacer. Vais a cumplir vuestra misión. Vais a escribir lo que voy a contaros.
Entonces el hombre, que era el jefe de los esenios, el sumo sacerdote, inició su relato. Nosotros le escuchamos en silencio.
—Hubo un tiempo en el que mi valle era un lago largo y continuo, y las rocas estaban al fondo de las cañadas —contó el hombre—. Cuando el nivel del agua bajó, las piedras que había perforado formaron grutas, y esa ciudad sumergida se convirtió en una morada aceptable para el hombre. La mayor parte del tiempo las cuevas son difíciles de ver. Algunas pequeñas cavidades están cubiertas por completo y es necesario despejar su entrada para llegar a ellas. Son también valiosos escondrijos, tanto para los hombres como para los tesoros que éstos quieran enterrar. La nuestra nunca fue descubierta; está demasiado apartada y yo mismo sólo la conozco por tradición ancestral. Hay que caminar mucho e inclinarse para llegar a ella, pues está al fondo mismo del valle. Cuando David, hace más de tres mil años, se ocultó en una de las grutas de Ein Guedi, el rey Saúl tomó consigo miles de hombres para ir a buscarle, pero en vez de encontrarle se adormeció en la caverna donde el futuro rey estaba oculto, sin ni siquiera advertir su presencia. Del mismo modo, la gruta de los manuscritos no fue descubierta por los beduinos. Estaba demasiado apartada para eso, había resistido dos mil años sin que los hombres la encontraran, en algún lugar al norte de Ain Feshka, en la desolación de las piedras. Su entrada era sólo un minúsculo agujero en la roca; en el suelo había jarras de arcilla, intactas y selladas; dentro, manuscritos. Pero sabemos cómo encontraron las grutas y por qué. ¿Cómo creer que los beduinos, que estaban allí desde hacía siglos, sólo las descubrieron muy tarde, a causa de una cabra extraviada?
»Fuimos numerosos los que residimos en las grutas, durante mucho tiempo, antes del regreso de los judíos a su tierra. Los romanos, nos habían expulsado pero habíamos ocultado los manuscritos en las grutas para que no los saquearan, y se nos ocurrió reunirnos con ellos y protegernos también, sin que nadie lo supiera. Durante siglos, que fueron luego milenios, nuestra comunidad vivió allí, resguardada de los cambios del mundo, en el respeto de la ley y los ritos, de acuerdo con su vocación, pero abandonando el celibato pues estábamos solos en las grutas y por lo tanto debíamos engendrar hijos para perpetuarnos, teníamos ante nosotros la ley de Dios, la llevábamos en nuestros brazos y nuestra frente, y la tocábamos al entrar en nuestra morada, gracias a los mezuzoth. Atravesamos los tiempos gracias a la escritura y a nuestro calendario que nos ha permitido seguir la marcha de los astros y las estaciones.
»De acuerdo con la voluntad de Dios, seguimos el año solar, reducido a trescientos sesenta y cuatro días y dividido en cuatro partes de noventa y un días. Comenzamos cada tramo un miércoles y seguimos con dos meses de treinta días, y luego un mes de treinta y un días. Tenemos lugares sagrados, donde mantenemos reuniones litúrgicas y leemos los textos escritos, y hacemos nuestras comidas. Desde lo alto del ambón, leemos la Palabra de Dios en hebreo. Recitamos los salmos, los cánticos, los himnos, las bendiciones y maldiciones. Tomamos cada día baños de purificación y comidas sagradas. Purificados de nuestras mancillas, podemos reunirnos y hacer la comida mesiánica. Cada día, cuando el sol sale y se pone, nos reunimos para rogar juntos, salvo los sacerdotes que tienen un oficio especial, el oficio de las luminarias. El domingo conmemoramos la creación y la caída del hombre, el miércoles la donación de la ley a Moisés, el viernes imploramos el perdón de los pecados, y el Sabbath es un día de alabanzas.
»Toda nuestra vida estaba perfectamente regulada y perduramos durante milenios, sin que nadie lo supiera, en los huecos de las rocas. Pero cuando los judíos, a comienzos de siglo, se unieron a los otros, a quienes habían permanecido en la tierra, y cuando otros más llegaron un poco más tarde, y aconteció por fin el regreso del pueblo a la tierra, y la creación del país, ya nada fue igual. Sabíamos de todo eso por nuestras expediciones a las ciudades, a las que acudíamos disfrazados de beduinos. Entonces, algunos de nosotros decidieron que había llegado por fin el tiempo de vivir a la luz del sol y salir de las grutas para reunirse con los hermanos perdidos en la diáspora. Para ellos, el tiempo de la expiación había concluido y entrábamos en una nueva era, una era mesiánica. Pero algunos de los nuestros no estaban de acuerdo, creían que no debíamos regresar a la tierra antes de que el Templo estuviese reconstruido. Pero en el emplazamiento del Templo había una cúpula de oro que impedía que fuese erigido de nuevo. Para ellos, el Mesías no había llegado todavía y era preciso seguir esperándolo al abrigo de las grutas, esperar a que viniera a salvarnos y no hacer nada sin su ayuda.
»¿No era acaso una señal de Dios aquel regreso del pueblo tras los grandes cataclismos? ¿No se había producido en Occidente la guerra de Gog y Magog, la de los hijos de la luz contra los hijos de las tinieblas? ¿No habían sufrido nuestros hermanos, decían unos, más de lo acostumbrado? Mientras la mano de Dios no se haya manifestado por medio del Mesías, no debemos salir, respondían otros. Algunos pensaban que el jefe de la guerra por la conquista de Israel era el Mesías enviado por Dios. Otros decían que era sólo un jefe guerrero y, mientras la sangre fuera derramada, no habría salida posible.
»La comunidad quedó así dividida en dos. Una parte salió de las grutas para habitar en la tierra de Israel. La otra permaneció en ellas. Antes de la separación, quienes partían hicieron un solemne juramento según el que, estuvieran donde estuvieran e hiciesen lo que hiciesen, nunca dirían de dónde procedían, ni hablarían de sus hermanos que permanecían en la comunidad, pues era preciso respetar el secreto de su aislamiento y su soledad que les había permitido seguir viviendo.
»Pero ocurrió algo que impidió que todo transcurriera normalmente: uno de nosotros habló, por dinero. Les entregó nuestros manuscritos a los beduinos que, a su vez, los vendieron. Como el traidor no deseaba que se supiera lo que había hecho, los beduinos contaron la historia de la cabra que se había perdido en las grutas. Aquel hombre se llamaba Moshe Benyair. Por casualidad, en uno de sus negocios, conoció a Oseas, uno de los nuestros también, un apóstata convertido en sumo sacerdote entre los ortodoxos. Los dos malvados se asociaron y, juntos, revelaron nuestro secreto al mundo entero. Buscaron nuestro tesoro, lo encontraron, lo vendieron y lo vilipendiaron.
»Entonces mantuvimos un consejo para decidir qué castigo debía recibir el traidor, aquel hombre concupiscente y malvado que había vendido nuestro tesoro por dinero, y que tal vez fuera a vendernos también, a revelar nuestro escondrijo y nuestra identidad, impidiéndonos cumplir nuestra misión. Decidimos entonces ejecutar a Oseas. Moshe, por su parte, se escapó antes de que pudiéramos agarrarle; pero su hijo ha vuelto y ha muerto a causa de su propia codicia. Hemos recuperado todos los objetos preciosos que Oseas tenía en su habitación, los objetos sagrados del Templo. Hemos comprado, con el dinero que le arrebatamos (y también contigo, David, pues te dejamos como rehén para su ceremonia), el resto del tesoro a quienes lo tenían, los samaritanos, y lo hemos reunido todo. Y ahora todo está ahí, en el cofre. Todo se guarda aquí esperando la llegada del Mesías.
—¿Pero por qué crucificasteis a aquellos hombres? ¿Por qué la crucifixión? ¿Por qué matasteis también a los otros? No eran esenios —exclamé.
—Tres personas más habían podido acceder a los manuscritos: Matti, el hijo de Eliakim Ferenkz, Thomas Almond y Jacques Millet. Les crucificamos de acuerdo con el rito infligido a Jesús hace varios milenios. Crucificar era nuestro rito desde el tiempo de Jesús. Era nuestro modo de ejecutar a los traidores y a quienes querían robarnos el pasado. Ojo por ojo, diente por diente.
—¿Pero por qué Jesús? ¿Era de los vuestros?
—Ése es nuestro secreto.
—¿Y el asunto Shapira, a comienzos de siglo? ¿El hombre que se suicidó sin que nunca se recuperaran los manuscritos que había encontrado? ¿Fuisteis vosotros los responsables?
—Sí, fuimos nosotros; nuestros antepasados. Había encontrado nuestros manuscritos y estaba a punto de descubrir nuestra existencia. Entonces lo mataron, en Holanda, y recuperaron los pergaminos.
—¿Y por qué crucificasteis en esas extrañas cruces de Lorena, y no en cruces normales? ¿Para añadir el suplicio de la torsión al de la crucifixión? —pregunté.
El hombre no pareció comprender mi pregunta. La repetí pero permaneció impasible.
Entonces intervino mi padre.
—Son las únicas que conocen, Ary —aclaró—. Son las verdaderas cruces de los romanos, las que utilizaban para crucificar. Las que nosotros conocemos, las dos barras transversales, son una deformación tardía. La cruz de Jesús era una cruz de Lorena decapitada.
—Pero entonces —respondí—, tú estabas al corriente desde el principio.
—Sí, lo sospechaba.
—¿Por qué no dijiste nada?
—¿Qué querías que dijese? No podía traicionarles. Por eso acepté la misión; pensaba que podía tratarse de ellos. Lo temía, al menos. Y además, no quería que otro acabara descubriendo su existencia. Por eso quise dejarlo todo cuando vi aquellos atroces crímenes. No comprendía lo que estaba pasando. Ya no quería ayudarles a guardar su secreto.
—Pero ¿cuál es vuestro pasado? ¿Qué es eso tan abominable que queríais preservar? —grité.
—Eso no puedes saberlo todavía —insistió el hombre, el jefe de los esenios—. Ahora —añadió dando media vuelta—, escribid, éste es vuestro trabajo.
Entonces aparecieron dos hombres que, amenazándonos con antiguos cuchillos, nos empujaron hasta el fondo de la gruta.
Salimos por una puerta que daba a un subterráneo. Nos hicieron caminar de abismo en abismo, por un complicado laberinto. A menudo el pasadizo era demasiado estrecho y debíamos inclinarnos y arrastrarnos.
Por fin, al cabo de casi media hora de andar en la humedad y la oscuridad, llegamos a una gruta. En la piedra habían abierto una puerta. Entramos y nos encerraron.
Fue nuestro improvisado alojamiento: permanecimos allí cuarenta días y cuarenta noches. Al comienzo, durante tres días, no tuvimos comida ni bebida. Yo me derrumbé sin fuerzas en un rincón de la gruta, mientras mi padre intentaba en vano permanecer de pie, vacilando sobre unas piernas debilitadas por el hambre. La única esperanza que me quedaba era Jane, sabía que ella estaría preocupada y que a estas horas sin duda estaría haciendo lo que podía para encontrarnos. Con seguridad había comprendido que habíamos caído en una trampa infernal, en pleno secreto de Qumrán. Conocía la entrada de la gruta, pero ¿cómo iba a hallar ese lugar sepulcral? Yo tampoco sabía con quién iba a hablar Jane, tal vez con Shimon, de quien le había hablado, o con Yehuda, al que ella había conocido, o tal vez con las autoridades israelíes. Ya deseaba con todas mis fuerzas que volviera y nos sacara de allí, y sin embargo, muy en el fondo, algo me decía que era preciso que el secreto de Qumrán no se desvelara, aunque no me lo hubieran revelado todavía.
Con aquel ayuno fui perdiendo poco a poco las fuerzas físicas y morales. Sentía que mi cuerpo se debilitaba, que mi espíritu se extraviaba en pensamientos insensatos, que ya no era consciente del espacio ni del tiempo. Todo se mezclaba; todo se entrechocaba en mi cabeza, cada vez con mayor violencia, a medida que aumentaba mi inanición.
Y entonces, de aquella disciplina forzada por la abstinencia, en un esfuerzo de intensa concentración, en un olvido del cuerpo y su sufrimiento, entonces me poseyó la devequt. Vi cosas inolvidables, imágenes fallecidas, de los tiempos de Qumrán. Era un mundo maligno. Por todas partes, la lujuria y la profanación se burlaban, arrogantes, de las creaciones divinas. Era lógico que un mundo así fuese destruido. Y que la aniquilación fuera inminente, algo que no podía imaginarse sino en las riberas del mar Muerto, a trescientos pies bajo el nivel del mar, entre un lago de aguas amargas y aprisionadas y desolados arrecifes, desnudos, vacíos y amenazadores. Allí donde el sol desplegaba tanto calor, allí donde incluso el viento soplaba miasmas calientes y venenosos, allí donde los seres vivos apenas podían sobrevivir, poco lugar había para el mundo. En aquel negro agujero, el borde de las regiones infernales ascendía hasta la superficie de las aguas y las tierras. Bajo los rayos del sol ardiente brotaba el infierno. Yo era el hombre primitivo, veía la escena del más terrible juicio de Dios sobre el pecado humano.
Estaban Sodoma y Gomorra y el fuego caía sobre el paraíso. Se producía un gigantesco cataclismo. Bajo los desencadenados cielos, el mar lloraba lágrimas de sal amarga. Grandes depósitos de petróleo y pez estallaban por todas partes, en largas lenguas de acero y fuego entremezclados. Por encima, el Gohr, a través del Jordán, proseguía su ruta hacia la melancolía; era una saga inagotable. La corteza terrestre pataleaba de rabia y de sus entrañas ascendía un sordo gruñido que procedía de la era primaria y proseguía por lejanas edades hacia temibles temblores de tierra. Se tramaba una coincidencia con el postrer cataclismo, que arrojaba miles de toneladas de petróleo, que soplaba un trueno eléctrico e inflamaba la parte inferior de la corteza terrestre con oleadas de aceite y pez macerados que escupían azufre en abundancia. El granizo y el fuego, mezclados con sangre, cayeron sobre la tierra, que comenzó a arder, y con ella ardieron los últimos árboles y el pálido verdor de las riberas del mar. Y el mar era de sangre, y sus criaturas perecían, y sus navios zozobraban. Un astro inmenso no acababa nunca de caer del cielo, que ardía como una antorcha.
Entonces los ríos y los manantiales de agua se inflamaron. Y les tocó al sol y la luna verse afectados y oscurecerse, y al día perder su claridad y a la noche perder su luminosidad. Las estrellas cayeron y de ellas ascendió una gran humareda, como la de un incendio. Las langostas se extendieron por la tierra, y eran como escorpiones, como caballos equipados para el combate. En sus cabezas había coronas de oro y sus rostros eran como rostros humanos.
Luego, una inmensa muchedumbre que procedía de todas las naciones, tribus, pueblos y lenguas, se mantuvo de pie ante el trono celestial, y ante el cordero, vestida con blancas ropas y llevando palmas en la mano. Todos proclamaban en voz alta: «La salvación está en nuestro Dios que se sienta en el trono, y en el cordero». Y todos los ángeles reunidos a su alrededor cayeron ante él con la faz en el suelo, y adoraron a Dios.
En aquel vasto movimiento, la tierra desapareció. Y hubo un nuevo cielo y otra tierra, pues el primer cielo y la primera tierra habían zozobrado y el mar no existía ya. Vi la nueva Jerusalén bajar del cielo, compuesta como una esposa que se ha ataviado para su noche de bodas. Una voz que procedía del trono dijo que el tiempo estaba próximo, que no debíamos ya callar ni mantener secretas las palabras de los libros. «Que el injusto cometa injusticia y que el impuro siga viviendo en la impureza, pero que el justo siga practicando la justicia y el santo se santifique más aún. He aquí que llegaré pronto, y mi retribución está conmigo para dar a cada cual según su obra. Soy el Alfa y el Omega, el Primero y el Ultimo, el Inicio y el Fin. He enviado a mi ángel para llevaros ese testimonio, procedo del linaje de David, la brillante estrella matutina», decía.
Era la conquista de los hijos de la luz contra los hijos de las tinieblas, contra el ejército de Belial, contra la pandilla de Edom y de Moab y de los hijos de Amón, y la multitud de los hijos de Oriente y de la Filistia. Los hijos de las tinieblas sufrían las penas del desierto, y contra ellos iba a estallar la guerra, pues estaba declarada contra todas sus banderías, pues la deportación de los hijos de la luz había terminado; pues estaban de regreso del desierto de los pueblos para acampar eternamente en el de Jerusalén.
Tras aquella lucha final, las naciones abandonaron la diáspora. Y, en su tiempo, he aquí que Él, apareció, presa de violento furor, para combatir contra los reyes del norte, y su cólera intentó descubrir y aniquilar el cuerno de los enemigos. Era el tiempo de la salvación para el pueblo de Dios; había una inmensa desolación en los hijos de Jafed, y desapareció el dominio del mal, y la impiedad fue derribada sin que nada quedase, sin que uno solo de los hijos de las tinieblas se libraran.
Entonces vi los campamentos de los esenios en lugares solitarios, expulsados de Judea por la persecución del sumo sacerdote y obligados a vivir en el exilio, en el país de Sem; y vi la deportación que se había llevado a los judíos a Babilonia, en tiempos de Nabucodonosor. Y vi toda la sucesión de la historia judía, de destrucción en injusticia, de matanza en catástrofe. Vi al ejecutor, la víctima y el testigo.
Luego vi a los hijos de la luz iluminando todos los extremos del mundo, progresivamente, hasta que uno a uno se consumieran todos los momentos de tinieblas. Vi luego el momento en que Su grandeza brilló por todos los tiempos, para felicidad y bendición, gloria y júbilo, y la sucesión de los días se entregó a todos los hijos de la luz.
Y vi una dura batalla, una carnicería sin fin, y un día oscuro fijado antaño por Él. En aquel día se aproximaron, para la postrera lucha, la congregación de los dioses y la asamblea de los hombres. Y fue un tiempo de aflicción para todo el pueblo redimido de sus faltas. Y por todas las desgracias de la tierra, no hubo otra aflicción igual a ésta hasta que dio paso a la redención. Por una vez, los hijos de la luz eran más fuertes que los hijos de las tinieblas.
Procedían de las orillas del lago de asfalto. No había ningún lugar en esta tierra donde la naturaleza y la historia hubieran conspirado tanto para su fin y por el advenimiento de un orden nuevo. Tras los tiempos nefastos, con la llegada del Mesías, cuando los rugosos lugares fueron alisados, todos vieron que Dios les había salvado, aquí mismo en las desoladas riberas del mar Muerto. «En los bancos de arena, en esta parte y en otras, se levantarán los árboles, y sus hojas no se marchitarán, y sus frutos no se corromperán, pues las aguas acudirán abundantes del santuario».
Entré en trance. La fiebre me agitó física y moralmente. Y entonces vi la verdad, la que había rehusado ver desde el comienzo, desde que lo sabía todo: mi padre era escriba y todos mis antepasados eran esenios. Así pues, lo quisiera o no, yo era también un escriba esenio. Y con aquel pensamiento mi cabeza pareció estallar, y me di violentos cabezazos contra todas las paredes de la roca.
Al cabo de tres días, habiendo considerado que la prueba y la amenaza ya bastaban, vinieron a traernos comida y bebida, y nos dijeron que realizáramos nuestro trabajo y escribiéramos todo lo que su jefe había relatado. No podíamos salir de la gruta: habían condenado la única entrada y el techo de la cueva, que era el suelo de la montaña rocosa, era demasiado alto para que pudiéramos izarnos y salir. En lo alto, una hendidura dejaba pasar un rayo de la luz del día. Ya sólo podíamos actuar de acuerdo con sus órdenes. Comimos y recuperamos algo de vida. E iniciamos nuestro trabajo.
Allí vivimos. Estábamos en el vientre de la tierra, en el seno de la tierra. No sabíamos por qué estábamos allí, ni si íbamos a salir, pero aquello no nos desesperaba. Creo que nos sentíamos más seguros en aquel lugar. «¿Quién sabe si el espíritu de los hombres se remonta a lo alto y el espíritu de la bestia baja hacia la tierra? He sabido que nada hay mejor para el hombre que alegrarse por lo que hace; porque ése es su patrimonio, ¿y quién quedará para ver lo que tras él suceda?». Mi padre estaba convencido de que, por encima de nuestras cabezas, se acercaba el fin del mundo. Su misticismo volvía a embargarle apasionadamente, tal vez debido a aquel regreso al lugar de sus orígenes, y también porque no había podido nunca abandonar su recuerdo, habiéndole consagrado su vida. Afirmaba que habíamos sido enviados allí para quedar a cubierto del Apocalipsis y que, más tarde, nos sería dado reaparecer en la superficie de la tierra devastada para seguir al Mesías y fundar un mundo nuevo.
Aquellos discursos proféticos no parecían suyos. Nunca le había oído hablar de su esperanza en el Mesías. Pero recuperaba las plegarias y las lecciones de cuando era niño y vivía entre los esenios, y su creencia en la Liberación de la que le había liberado la ciencia. Con la barba gris que le había crecido en pocos días y recitando sin cesar los versículos de la Biblia, que mezclaba con sus propias interpretaciones referentes al presente, parecía un profeta hebreo.
Yo sabía muy bien —él mismo me lo había explicado varias veces— que las profecías apocalípticas y las predicciones mesiánicas sólo aparecen en tiempos de crisis, en las situaciones desesperadas. Sabía que el lugar era propicio a la creencia en el fin del mundo. Pero también estaba convencido de que si se producía un Apocalipsis, no podía ser en aquella gruta, en el seno de aquellos viejos pergaminos.
Entonces escribimos, como el jefe nos había pedido, lo que él nos había contado. Y tras haber escrito, desciframos juntos el precioso pergamino que llevaba siempre conmigo desde que Jane me lo había dado, por miedo a que me lo robaran. Como las letras hebraicas estaban invertidas y carecíamos de espejo, comenzamos copiándolas con la pluma que nos habían entregado, en el reverso del rollo que nos habían dado.
Supimos entonces la verdad sobre Qumrán.
En aquel momento, cuando nos fue dado descubrir la verdad, comprendimos que sería necesario callar hasta el día del advenimiento mesiánico. Sin duda no conocíamos todas las consecuencias de aquella revelación, pero sabíamos que lo que habíamos leído no era algo que pudiera decirse, sino que se debía escribir y conservar.
Yo no podía olvidar la visión que había tenido cuando estaba en trance. Esa visión me había dado la orden de escribir lo que sabía. ¿No era acaso un escriba, hijo de escriba?
En aquel lugar y en aquellos tiempos, cuando nada podíamos hacer salvo esperar, estudiar y discutir, mi padre me habló por fin de los esenios. Recuperaba a jirones sus recuerdos, que a veces le llegaban con dificultad y otras veces eran como un chorro inagotable y se prolongaban en interminables melopeas. No se cansaba de hablar, como si le fuera necesario recuperar todo lo que había callado durante aquellos largos años.
Eran la élite del pueblo elegido. Para sus contemporáneos, eran una pequeña secta desconocida, sin poder ni influencia, y sin importancia para la historia. Pero ellos no se veían de este modo. Creían que estaban destinados a desempeñar un papel eminente en los acontecimientos que cambiarían la historia. El mundo existente iba a tocar a su fin, y entonces se iniciaría un ciclo muy distinto, y aquella secta debía desempeñar un papel predominante en el gran drama del cosmos. Creían que los judíos eran el pueblo elegido por Dios, que había establecido con ellos una alianza exclusiva. Sin embargo, no todos los judíos eran fieles a ese contrato. Muchos de ellos no comprendían lo que la promesa entrañaba, ni todas sus consecuencias. Ellos, miembros de una secta particular de un pueblo particular, iban a ser utilizados por Dios para preparar el camino hacia el nuevo orden que Él instauraría en el mundo por medio del «Ungido», que era el jefe de Israel. Y por medio de Israel llegaría la redención para toda la humanidad.
Y creían que eran los únicos en poseer la verdadera interpretación de las Escrituras. Por ello tenían su propia biblioteca, mantenida y aumentada copiando y recopiando los escritos bíblicos, a los que añadían sus propios pergaminos. Éstos eran el verdadero tesoro de la secta. Interpretaban el pasado. Hacían evidente el significado de los acontecimientos contemporáneos. Profetizaban. Dictaban con precisión el modo de vivir de cada uno de ellos.
Esta secta tenía su propio modo de ver la saga nacional. Trataban el mito como una verdad literal y tomaban la leyenda como si fuera un hecho. Creían, por encima de todo, que eran el pueblo de la primera alianza con la ley de Moisés, al que Dios había elegido entre todos. El Sinaí era el lugar de una intervención cósmica por la que Dios había establecido una alianza eterna con los hijos de Israel. Pero los sacerdotes y los gobernantes habían traicionado esta obligación, y todo Israel la había escarnecido. Sólo ellos seguían todavía el buen camino. De modo que Dios había contraído con ellos, los elegidos de los elegidos, una segunda alianza.
Ciertamente Dios había consolidado su alianza con el reino de David, que también estaba «ungido». Por eso las victorias de David eran una premonición del triunfo de Israel. Pero con David estaba Zadoq, el más importante de los sumos sacerdotes de Israel. Ellos eran los auténticos zadoquistas que se oponían a los falsos zadoquistas, los saduceos, que profanaban los altares de Dios, que acumulaban ilícitas riquezas, que hacían guerras expoliadoras para robar los frutos procedentes del trabajo.
Y Dios había anunciado, en aquella segunda alianza, la llegada de un profeta, Elias, en el espíritu de los profetas Amos, Isaías y Jeremías. Y también, para consagrar aquella alianza, la llegada del Maestro de Justicia que abriría la nueva era.
—¿Qué les sucedió a los esenios? —le pregunté.
—La ocupación romana de Judea fue muy tranquila durante algún tiempo. Los gobernadores romanos eran rapaces, pero menos voraces que los reyes nativos. Antígono, el último del linaje macabeo, dio paso a Herodes, llamado el Grande, en el año 37 antes de Cristo. Construyó muchos edificios espléndidos, fundó el puerto de Cesárea e inició la restauración del Templo, que no se completó antes del año 64 después de Cristo, seis años antes de ser de nuevo destruido. Cuando murió, algunos le lloraron sinceramente. Después de Herodes, el reino fue dividido. Antipas, que gobernaba Galilea, se casó con la mujer de su hermano y fue criticado por Juan Bautista, a quien ejecutó. Cuando perdió la batalla contra Aretas, el padre de su primera mujer, a la que había abandonado, el pueblo lo consideró un castigo por haber decapitado a Juan. Antipas gobernó hasta el año 34 después de Cristo. En Judea, Arquelao reinó durante diez años, pero su reinado fue tan nefasto que Augusto lo revocó e hizo de Judea una provincia romana gobernada por procuradores de poco nivel: uno de ellos era Poncio Pilatos, que fue destituido y expulsado a Galia.
»La tensión entre judíos y romanos aumentaba sin cesar. Los romanos no eran capaces de comprender a quienes consideraban unos fanáticos religiosos, y los judíos no podían tolerar las profanaciones que aquéllos hacían en el propio seno del Templo. Pilatos estaba a la vez sorprendido y molesto por la resistencia de los judíos al poderío militar de los romanos. Hasta entonces, ningún pueblo había rechazado la religión ni la ideología romanas. ¿Por qué resistía Judea? El emperador Calígula exigió que se erigiera su estatua en el Templo, pero lo asesinaron. Tras ello, toda Palestina cayó bajo el dominio romano. Pero los judíos seguían desafiándoles: debido a la frecuencia con que el gobernador Antonio Félix recurría a la crucifixión, una secta, los sicarios, cometieron asesinatos en serie de romanos. Entonces los asuntos alcanzaron en Judea un punto nefasto: reinaba el bandolerismo, el gobierno era irresponsable. Todo era voluntad de rebelión, sediciones y signos de guerra. Para hacer frente a la crisis, los judíos formaron un gobierno de urgencia y encargaron a Flavio Josefo la defensa de Galilea. Este combatió, pero sin éxito, y acabó pasándose al enemigo. Los fariseos, que tenían la confianza del gobierno romano, intentaron en vano poner en marcha una política moderada, y acabaron siendo desposeídos de su poder. Llenos de cólera, los zelotes tomaron la dirección del gobierno, y terminó la moderación.
»Si Israel hubiera estado unido y menos corrompido, la guerra habría podido tener éxito. Pero siendo las cosas como eran, sólo podía acabar de un modo trágico. Jerusalén estaba en poder de fracciones rivales, los judíos mataban a los judíos; el combate fratricida no hacía sino incrementar las matanzas de los romanos. A fines del verano del 70 después de Cristo, el patio externo del Templo fue incendiado. El combate llegó hasta el altar incandescente. De acuerdo con las predicciones de Jesús, el Templo fue destruido. Como las calamidades se encadenaban, los sacerdotes de Qumrán creyeron que había llegado por fin el día del juicio, y que el Mesías cuya Resurrección aguardaban iba a regresar. Cierto es que la luna no era todavía de sangre y que las estrellas del cielo no habían caído. Pero la destrucción llegaba hasta las casas de los impíos que habían gobernado Israel, y era ya hora de que Dios volviera su mano contra los Kittim. Los sacerdotes de Qumrán aguardaban. Sabían que los romanos llegarían hasta ellos, de modo que, a fin de proteger sus preciosos manuscritos los metieron en unas jarras y los llevaron hasta las grutas. Algún día, cuando la batalla hubiese terminado, volverían a buscarlos. Y cuando regresaran, las Escrituras seguirían siendo su tesoro, y el Mesías de Aarón y de Israel presidiría la comida sagrada, el día del Señor, advenimiento del reino de Dios. En aquel momento la historia perdió el rastro geográfico e histórico de los sacerdotes de Qumrán, al mismo tiempo que veía aparecer las sectas cristianas. En verdad, tras haber resguardado los manuscritos, fueron a refugiarse a Qumrán, para prepararse de nuevo para la llegada mesiánica. Y allí permanecieron, ignorados por todos, durante siglos y siglos.
Así habló mi padre, y contó todas las historias enterradas de su pasado, y del pasado de su pasado, durante largas horas. Y escuché lo que decía, para recordarlo y escribirlo más tarde como tenía que hacerlo. Relató su vida y la de los suyos, el modo como fluía la existencia cuando era niño, siguiendo su preciso calendario, los días y las fiestas, la vida ritual y monástica de su comunidad, apartada de todos durante aquellos milenios en los que habían abrigado su existencia en los desiertos del mar Muerto. Pero tenían conocimiento del tiempo que pasaba, y sabían que, muy lejos de ellos y de sus tierras, sus hermanos los judíos se perdían entre las naciones, mientras ellos seguían siendo los guardianes del pergamino, pues les estaba prohibido abandonar las grutas de Qumrán, salvo cuando tomando la apariencia de beduinos iban a buscar noticias en los mercados, tres veces al año, en las fiestas de Rosh Hashanah, Pesach, y Shevuoth; pero nadie sabía que seguían viviendo allí.
Luego, al cabo de cuarenta días y cuarenta noches, en el corredor se oyeron golpes dados con un pico; alguien se acercaba. Creímos al principio que se trataba de los esenios que nos traían nuestra ración cotidiana y querían verificar que el trabajo avanzaba. Sin embargo, el ruido no procedía del lugar por el que solían llegar. Se fue acercando y muy pronto resonó en la cavidad abovedada, a pocos metros de nosotros. Tres siluetas aparecieron entonces, surgidas de la oscuridad y de las rocas. Contuvimos la respiración cuando reconocimos a Shimon acompañado por dos hombres.
Jane le había avisado y él, siguiendo sus indicaciones, hizo investigaciones durante varias semanas en las grutas, sin conseguir encontrarnos, tan juntas estaban unas con otras, formando un laberinto inviolable. Nos explicó que Jane, al ver que no llegábamos, había registrado mis papeles en mi habitación del hotel para saber a quién podía avisar. Había encontrado la dirección de Shimon y le había llamado enseguida.
Nos pusimos en marcha y atravesamos las grutas. Fuera, la luz del sol nos deslumbró con violencia y nos cegó durante varios minutos. Instantes más tarde, derrengados, como si toda la tensión de varios meses de sufrimiento nos hubiera caído de pronto encima, nos pusimos en camino hacia Jerusalén en el coche de Shimon.
—¿Bueno? —preguntó Shimon, en el coche.
—¿Bueno qué? —contestó mi padre.
—¿Habéis encontrado el manuscrito?
Mi padre hizo un gesto de negación con la cabeza.
Shimon nos dejó ante el piso de mis padres.
—Hasta la vista —se despidió—. Descansad. Os dejaré unos días, vendré a veros para que hablemos detalladamente de todo el asunto.
—Gracias —respondió mi padre tendiéndole la mano—. Creo que te debemos la vida.
—No —repuso Shimon—. Yo fui quien os envió allí.
Permanecimos un momento en la acera. Algo perdidos, vimos alejarse su coche. Todo parecía irreal; apenas podíamos creerlo. Como si nada hubiera sucedido, estábamos por fin ante nuestra casa, nuestro hogar, donde mi madre sin duda nos aguardaba desde hacía mucho tiempo, presa de honda angustia.
Pero no estábamos al cabo de nuestras penas. Nos dirigimos lentamente hacia la puerta de entrada. Allí nos detuvimos, estupefactos. En el vestíbulo del edificio alguien más nos aguardaba. Era Yehuda.
—¡Yehuda! —exclamé—. ¿Qué estás haciendo aquí? ¿Cómo sabías que íbamos a llegar?
—Jane me avisó ayer de que pronto iban a encontraros. Os aguardo desde esta mañana —contestó en tono sombrío.
—¿Jane? ¿Pero dónde está?
Su rostro, de pronto, cambió de expresión.
—Escucha, Ary, si quieres volver a verla… tienes que venir ahora conmigo.
—¿Cómo que ahora?
—Enseguida, Ary. No bromeo. Está en peligro.
Entonces, sin ni siquiera entrar en casa, nos llevaron a una pequeña sinagoga que yo conocía muy bien, pues la había frecuentado cuando estudiaba en Mea Shearim. Allí iban a menudo a orar el rabí y sus fieles. Estaba en el segundo piso de un edificio bastante vetusto, al fondo de un patio, en una calle estrecha y larga. A decir verdad, era el auténtico bastión de la ortodoxia, que reunía a los rabinos, los sabios y los discípulos más «negros» de Mea Shearim. Todos eran venerables ancianos con tirabuzones grises, con grandes barbas blancas, anchos sombreros y el traje tradicional, que sólo hablaban yidis entre sí y habían consagrado su vida al estudio, a la ley y a la educación de su abundante progenie. Ahora, a su edad provecta, se habían convertido en los sabios de la comunidad y formaban una especie de asamblea ritual a la que se consultaba en toda clase de problemas. Les consideraban los verdaderos maestros de la tradición, los auténticos guardianes de los rollos de la Torá. Eran doce.
Cuando llegamos, eran las tres de la tarde y la sinagoga estaba desierta. La plegaria sólo comenzaría dos horas más tarde. Pero allí no nos esperaba Jane, sino el rabí. Estaba en el estrado, como tenía por costumbre, con el codo apoyado en la mesa del oficio donde había una Torá cuyos dos pergaminos estaban enrollados. Debía de haber efectuado una lectura rápida para verificar su escritura, para que no hubiera falta alguna, como hacía con frecuencia.
—¿Bueno? —preguntó a su vez—. ¿Lo habéis encontrado?
—¿De qué está hablando? —respondí.
—Ary, no te hagas el tonto. Hablo del pergamino. El pergamino del Mesías; el que desapareció.
—No —contesté—. No sabemos dónde está.
—Yo lo sé.
Señaló con el dedo el bolsillo algo abultado de la chaqueta de mi padre, donde estaban en efecto los dos pergaminos, enrollados uno dentro del otro, el original y la copia que habíamos hecho, y que él había cogido cuando salimos de las grutas.
—Veamos —insistió—, démelo.
—No —se opuso mi padre—. No le pertenece. Es de los esenios.
Entonces, ante mi gran sorpresa, el rabí soltó una inmensa carcajada. Una risa sonora, estridente, exacerbada, curiosa, una risa extraña, de infelicidad más que de júbilo, que resonó en toda la sinagoga.
—¿Pero no lo sabes? ¡Vamos! —exclamó como solía hacerlo cuando un alumno cometía un error trivial en un razonamiento talmúdico—. Tu pueblo y mi pueblo son el mismo pueblo. ¿Desconoces que los esenios son llamados hasidim en la literatura talmúdica? ¿Ignoras que yo soy el Mesías de los esenios y que, para mí, ha llegado el momento de tomar posesión del mundo entero? Mis antepasados se remontan al rabí Juda ha-Hasid, que en el siglo XII prohibió el matrimonio de su sobrina, para instaurar el celibato, pues era un esenio que había emigrado a Alemania. Desde hace generaciones, somos los esenios quienes nos transmitimos una misión, de padre a hijo: preparar la llegada del Mesías, aguardar, fomentar el fin del mundo. Y aquí está, yo no tengo hijos. Soy pues el último del linaje. Por eso soy el Mesías. ¿Comprendes? Ahora —se dirigió a mi padre con aire autoritario—, dame el rollo.
Entonces mi padre, deshecho, le tendió el viejo pergamino.
—¡No! —grité—, ¿qué estás haciendo?
Se volvió hacia mí y murmuró, con aire de impotencia:
—Soy escriba. Él es sumo sacerdote. Estoy obligado por el orden jerárquico.
—¿Qué dices? —grité todavía más fuerte—. ¡No eres escriba! ¡No eres nada! ¡Les abandonaste!
El rabí había tomado el pergamino y comenzaba a aproximarlo a la llama del candelabro de la sinagoga.
—¿Qué está haciendo? —grité, ahora fuera de mí—. ¿A quién piensa engañar con su Torá cuyos mandamientos ya no respeta? Es un falso Mesías, es usted un usurpador. ¡Conocerá el juicio final que tanto está anunciando! Pero usted será la víctima.
—«El sacerdote impío persiguió al Maestro de Justicia, sumiéndolo en la irritación de su furor» —recitó tranquilamente el rabí, como si por su boca estuviera cumpliéndose una profecía.
—Pero el sacerdote cuya ignominia se ha hecho mayor que la gloria es usted.
Las palabras habían salido de mi boca sin que pudiera evitarlo. Sabía que lo que estaba diciendo era algo muy grave, asimilable a la blasfemia, pero el furor que me embargaba me arrebataba la razón.
Entonces el rabí me lanzó una extraña mirada.
—¿Y tú, Ary? —preguntó—. ¿Qué hiciste en Estados Unidos cuando tu padre estaba secuestrado? ¿Pensabas en él o fornicabas con una shiksa? Voy a decirte lo que hiciste. Recorriste los caminos de la embriaguez para calmar tu sed. Te llamas judío, y hasid, pero el prepucio de tu corazón no está circuncidado. En la ciudad cometiste acciones abominables. Mancillaste el santuario de Dios, acudiste a lugares prohibidos, tomaste drogas, entraste en las iglesias. Has pecado.
—¿Quién os ha dicho todo esto? ¿Me espiabais?
—El rabí de Williamsburg me lo contó todo… Me dijo a qué lugares de perdición acudiste. Te avisé antes de que te marcharas. Te dije, Ary, qué peligros corrías, y te advertí que insuflaras el aire del Mesiah en cada una de tus inspiraciones. Pero no creíste mis palabras; has traicionado la alianza que Dios contrajo con nosotros, y ahora vienes a profanar mi santo nombre. Has traicionado la palabra del fin de los tiempos; no creíste, Ary, cuando escuchaste todas las cosas que sucederán en la última generación, no creíste las palabras de mi boca, que Dios colocó en mi casa, todas las palabras que he dicho y por las que Dios ha contado todas las cosas que sucederán a su pueblo y a las naciones. Pues yo soy, Ary, el hierofante de la glosa divina, yo y nadie más que yo conoce todos los secretos de la revelación.
—Es usted el hombre de la mentira —dije esta vez, lleno de odio y vergüenza, con la certidumbre de haber caído en la trampa—. Anunció engañosos oráculos, moldea imágenes para que confíen en usted. Fabrica ídolos mudos. Pero las estatuas que fabrica no le librarán del día del juicio. Llegará el día en que Dios extermine a todos los que sirven a los ídolos, y también a los impíos de la tierra.
—El día está ya muy cerca, Ary.
—Todos los tiempos de Dios llegan a su término.
Ante aquellas palabras, el rabí montó en terrible cólera. Sus labios temblaban y sus ojos lanzaban relámpagos cuando me contestó:
—¿Cómo te atreves a contradecir mi palabra? Eres un impío disfrazado de baal teshuva, te has nombrado con el Nombre de la verdad, pero tu corazón no ha cambiado: impío eras, impío seguirás siendo. Abandonaste a nuestro Dios, traicionaste todos nuestros preceptos, faltaste con la mujer, robaste nuestro pergamino, quisiste acumular sus riquezas, te rebelaste contra Dios y mantuviste una abominable conducta mancillándote con toda suerte de impurezas.
—Ustedes —grité—, los sacerdotes de Jerusalén son quienes acumulan riqueza y beneficios, desvalijando a los pueblos. «El vaticinador de la mentira extravió a las gentes para construir su ciudad en el crimen y el engaño».
—«Y la copa del furor de Dios le sumergerá, acumulando sobre él su abyección y el dolor».
Pronunciando estas palabras, el rabí introdujo el doble rollo en la larga llama que ardía en el candelabro.
—¡No! —grité—. ¡No lo haga!
Hice un gesto para impedírselo, pero era demasiado tarde. Había arrojado ya al suelo los rollos inflamados que se consumieron casi enseguida, con rara incandescencia. Desprendieron un olor fuerte y acre, como si ardiera carne humana; y eso era en efecto: una piel muerta, tensada, curtida, tatuada, y destruida ahora hasta el fin. Los rollos ardían de punta a cabo, sin desenrollarse, opacos, cerrados por toda la eternidad, lamidos, comidos, devorados, digeridos muy pronto por la llama. Vi, alucinado, las pequeñas letras negras doblarse y fundirse en el calor, desaparecer luego por completo para convertirse en polvo y carbón. Brotó entonces un humo opaco que ascendió hacia el techo y pareció atravesarlo para llegar a los cielos.
En el altar de la sinagoga, los rollos sacrificados habían sido aceptados y aniquilados para siempre. Habían sido devueltos a aquel que durante tanto tiempo había desafiado el tiempo; como si nada hubiera ocurrido, como si nunca hubiera sobrevivido, como si nunca se hubiera albergado, durante dos mil años, en las grutas de Qumrán, como si no hubiera sido robado y restituido luego, y hurtado de nuevo, como si nadie lo hubiera buscado nunca, ni deseado, ni leído, ni escrito. En vano. El instante vengador mató al inmortal, con un simple revés de la mano.
Entonces me dominó un furor invencible, ¿era el de Elias cuando degolló con su mano a los cuarenta profetas falsos en el monte Carmelo o era el de los sacerdotes impíos, ladrones y asesinos?
Me apoderé de la Torá de anillos de plata maciza, envuelta en su pesada vestidura de oro y terciopelo rojo, de bordes oblongos y plateados.
—Pues he aquí —dije—, que llega un día, ardiente como un horno, y todos los orgullosos, y todos, los que cometen maldad, serán como bálago; y aquel día que se acerca los inflama, ha dicho el Eterno de los Ejércitos, y no les deja ni raíz ni rama.
Con todas mis fuerzas, con toda la energía y la cólera de las que era capaz, golpeé al rabí. Cayó, fulminado.
No sé ya lo que ocurrió luego. Perdí el conocimiento. Más tarde, me dijeron que mi padre y Yehuda mantuvieron un conciliábulo. Mi padre le convenció de que no dijera nada. Yehuda estaba destrozado; pero creía que el curso de los acontecimientos no iba a cambiar si me encerraban en la cárcel, y que el rabí, si realmente era el Mesías, iba a resucitar muy pronto. Además, se sentiría culpable por haber organizado aquel arresto y no quería que mi vida quedara arruinada por aquel gesto, pues él era quien había hablado de la presencia de Jane al rabí, y él era quien, siguiendo sus órdenes, la había secuestrado. Por eso Yehuda aceptó decir a todo el mundo que el rabí había sufrido un ataque.
Y se decidió también que yo debía desaparecer, durante algún tiempo, en un lugar seguro, apartado, adonde nadie me siguiera. Así, sin ni siquiera volver a ver Jerusalén, sin haber besado a mi madre, para lo mejor o lo peor, como si fuera imposible alejarme de allí, me hallé de nuevo en Qumrán.