3
Cuando vi de nuevo a los esenios, me recibieron como si me esperaran. Creyeron en un regreso, en un noviciado. Pensaban que acudía, sencillamente, a recibir la antorcha.
Durante mucho tiempo no vi a nadie. Me sentía abrumado por mi acto. Procuré comprenderlo, sin lograrlo, como si tanto su causa como su alcance sobrepasaran con mucho mi persona. Sentía vergüenza, también, de ser un asesino. Luego volví a ver a mi padre que acudió varias veces a visitarme a las grutas. En un par de ocasiones le acompañó mi madre, a quien por fin se lo había dicho todo.
Me entretenía escribiendo y aprendiendo a vivir como ellos, en pleno desierto de Judea.
Lo que primero me impresionó fue el silencio. Ningún grito, ningún trastorno, ningún tumulto quebraba la solemnidad del lugar. El silencio, entre la sobriedad y la serenidad, era un temible misterio, la propia esencia de aquel desierto tórrido y severo que albergaba, en secreto, un pueblo de penitentes. Cierto día, disfrazados de beduinos, nos marchamos lejos, por el desierto, a un lugar retirado donde había un cementerio parecido al que se había encontrado en Khirbet Qumrán, lleno de tumbas orientadas de sur a norte.
Allí enterraban a sus muertos, en un sitio donde, bajo el suave y cálido soplo del viento, reinaba el mismo mutismo profundo e hierático que en las grutas. Cuando les pregunté la causa de aquella orientación, respondieron que para ellos el paraíso estaba al norte; así lo afirmaba el libro de Henoc, del que eran fervientes lectores: «Muertos que esperan el día de la Resurrección yacen con la cabeza hacia el sur, contemplando en el sueño de un pasajero sopor su futura patria. Despiertos, se levantarán de cara al norte y caminarán derechos hacia el paraíso, la montaña santa de la Jerusalén celestial». Me pareció entender entonces el sentido de su silencio: un sueño profundo, dormido en esta vida, soñador serafín de la siguiente.
Supe entonces hasta qué punto los esenios eran hombres del desierto: no pertenecían a la tierra como los sedentarios, sino que se pertenecían a sí mismos, y a Dios. Aprendí a vivir como ellos en aquel mundo desnudo ante el que recuperaba mi desnudez. Comprendí hasta qué punto estábamos exiliados en esta tierra, hasta qué punto no estábamos en nuestra casa en esta tierra ajena, sin construcción, sin casa ni ciudad, y sin objeto familiar. El desierto era el mundo en el segundo día de la creación, cuando Dios hizo la tierra y el cielo, pero no había ningún arbusto ni ninguna hierba en los campos, pues Dios no había creado todavía la lluvia; y no había hombres para trabajar la tierra.
Los hay que, como Dios, transforman la tierra seca en suelo fértil, e inventan el verdor y la hierba que lleva la simiente que da frutos portadores de simiente. Pero nosotros queríamos ser el desierto y participar en el caos. No éramos el relevo; queríamos que las fuerzas de la muerte triunfaran, que el desierto recuperara el territorio perdido, que fuera habitado por chacales, hienas, gatos monteses y víboras, y que lo recorrieran los demonios. Éramos los reprobos. Nuestro desierto no era un edén, con frutos y flores. Nuestro desierto era un desierto.
Aprendí a conocerlo íntimamente. No era un desierto como los demás; no eran los cráteres del Neguev, donde se zambullía el soplo cálido y blanco del Absoluto. Ni siquiera era el desierto del segundo día, como todos los demás desiertos, sino el del tercer día de la creación, con algunas hojas, salpicado aquí y allá de algunos arbustos, para recordar lo que puede ser una tierra; con un mar acre, para hacer pensar en lo que puede ser un mar, con rocas en las que el viento esculpe sabias figuras, para evocar lo que puede hacer el hombre. Sus dispersas dunas tenían las cimas afiladas como cimitarras. El viento dibujaba en ellas rugosas olas de crestas regulares y crecientes lunares. A veces, el cielo caía sobre el suelo e imprimía allí estrelladas huellas. Ciertas noches, cuando la brisa nos traía los rumores del desierto, oíamos a las grandes palmeras hablar con sus retoños, brotes nacidos en los flancos de su estípite.
Tendido en el suelo, disfrutaba yo de aquel desierto de piedras acres y saladas, de humores marinos, respiraba su olor tan particular: el del azufre que procedía de los minerales del mar Muerto. Comía hasta enfermar los dátiles multicolores. Había mil variedades. Mis favoritos eran los «dedos de luz», amarillos, muy crujientes, ásperos de sabor. Algunos los prefieren muy maduros, y aguardan que el tiempo y el sol los confiten entre las palmas antes de cogerlos. Yo los prefería verdes. Sentía todo el potencial de dulzura que su vejez podía contener, cuando su piel ajada retenía en sus carnes un zumo exquisito. Pero, todavía inmaduros, eran lisos y dorados, astringentes y picantes al paladar. Eran vigorosos.
En las grutas había una verdadera ciudad secreta, con sus calles, sus barrios, sus moradas, sus tiendas y su sinagoga. Los esenios no eran ya numerosos; muchos habían abandonado las grutas en 1948. Quedaban unas cincuenta personas, esencialmente hombres; y también algunas mujeres.
Vivían en tinieblas. No era la penumbra que a veces conocemos en la ciudad, la de un piso oscuro, mal iluminado. Aquí era de noche todo el día. Las antorchas lanzaban en las oscuras estancias rayos de luz que atravesaban las tinieblas para salir fortalecidos de ella. A veces, por nostalgia de la luz, intentaba agarrarlos y mi mano se cerraba sobre el vacío. Cuando salíamos, la claridad cegaba nuestros ojos dolientes de oscuridad. Era como Dios. Era el inicio, cuando la luz y las tinieblas no se enfrentaban todavía sino que se mezclaban, en un vínculo profundo e íntimo, cuando en el propio corazón del mal brillaba el bien, antes de desprenderse y buscar su propia independencia. Aquí, la luz se movía en la oscuridad, en su seno, sin lucha, sin concurrencia ni conflicto.
Había todo lo necesario para la vida material de una laura aislada en el desierto, lejos de cualquier centro urbano, y que, viviendo en autarquía, fabricaba ella misma lo necesario para su mantenimiento. Vastas cavidades habían sido convertidas en estancias donde había silos, hornos de pan y hornos de alfarería, grandes muelas, incluso cocinas donde se amontonaba la vajilla para toda la comunidad: centenares de escudillas, de jarras, de boles y pocillos.
Otras anfractuosidades, más tortuosas, se habían convertido en lavaderos, en talleres, en cisternas y piscinas permanentemente alimentadas por complejas canalizaciones. Una de las cámaras, larga y estrecha, era un vasto refectorio, sala central en la que se reunían, dos veces al día, todos los miembros de la comunidad. Siendo novicio, no tenía derecho a unirme a ellos antes de que hubiera pasado dos años en su comunidad. Pero cada día les veía entrar allí dos veces en silencio, como en un recinto sagrado; el panadero distribuía los panes por el orden jerárquico de la secta, y el cocinero servía una escudilla a cada uno, con un solo manjar. El sacerdote preludiaba la comida con una plegaria, y a nadie le estaba permitido probar el alimento antes de que procediese. Así, cada día, se representaba simbólicamente la escena final: en lugar del Mesías de Israel, antes de que éste se revelara en persona, en carne y sangre, el sacerdote extendía las manos sobre el pan y lo partía y bendecía el vino. Y decían que cuando el Mesías llegara, sería Él quien extendería las manos sobre el pan y sobre el vino para bendecirlos.
Cuando concluían se quitaban las largas vestiduras de lino blanco que se habían puesto para la comida, y trabajaban hasta el anochecer, cuando les aguardaba otra Cena.
Cada miembro de la comunidad tenía una ocupación distinta. Todos se levantaban muy temprano, antes que el sol, y no se detenían hasta mucho después de su puesta. Los agricultores trabajaban más allá de las grutas, en un rinconcito de aire y verdor oculto entre las rocas, alimentado por una capa freática de agua. Los pastores llevaban rebaños al mismo lugar. Algunos se ocupaban de apicultura, otros eran artesanos que hacían toda clase de objetos de alfarería o cerámica. Cada cual recibía un salario por su oficio, y lo entregaban íntegramente a una sola persona, el intendente, elegido por todos. Su alimento era común y también sus vestiduras. Todos llevaban los mismos mantos de gruesa lana gris en invierno, y túnicas rayadas de blanco y marrón durante el estío. Lo que era de uno pertenecía a todos, y recíprocamente.
Antes de 1948, vivían en familia hasta el matrimonio, que para ellos estaba sólo destinado a la reproducción de la secta. Me explicaron que, durante tres meses, solían examinar a la mujer con la que deseaban desposarse: era preciso que fuera purificada tres veces, para dar pruebas de que podía dar a luz, sólo entonces la desposaban, con el único objetivo de reproducirse. Pero ahora, cuando ya casi no había mujeres, se entregaban a una vida monacal.
El auténtico centro de su vida, el núcleo de la redención, era el baño purificador que tomaban cada día. Aquel bautismo era el rito más importante y el más solemne, que presidía la comida sagrada, premonición, a su vez, de la era mesiánica. Vestidos con taparrabos de lino, los hombres se sumergían por entero, cabeza y cuerpo, Cada mañana, en el agua gélida de la piscina, como el hombre occidental cuando toma su ducha matutina sin pensar que se prepara y se bautiza para la llegada del Mesías.
Luego salían, se secaban y se ponían una vestidura sagrada. Decían que quienes no se purificaran así no tendrían parte en el mundo futuro.
Cierto día, me llevaron al scriptorium, estancia abovedada, iluminada por decenas de antorchas, en la que había varias mesas estrechas y largas, cubiertas de montones de pergaminos y pequeños tinteros de bronce y terracota. Pasaba allí las horas más largas del día, inclinado sobre la mesa, metiendo el cálamo en el tintero; me acompañaban en mi labor la humedad, el frescor, el particular olor de la roca porosa y algunos laboriosos escribas más.
Tenía también una habitación donde dormir, un pequeño agujero monacal con un lecho excavado en la piedra, una mesa y una antorcha sujeta al muro. Algunas galerías tenían habitaciones más grandes, con lechos provistos de brazadas de heno. Pero incluso las antiguas habitaciones de las familias estaban extremadamente desnudas. Los esenios no se limitaban a profesar la pobreza; practicaban un verdadero ascetismo, de acuerdo con sus principios. No tenían nada suyo, ni casa, ni campo, ni rebaño ni riqueza alguna; todo se ponía en común.
Como cualquier neófito, tenía que pasar durante dos años un período de prueba, que correspondía a una purificación progresiva de los bienes terrenales y de la mancilla del mundo exterior, de modo que fuera haciéndome apto para relacionarme con los Numerosos y tomar parte en las actividades comunitarias. Durante el noviciado, no se comunicaban todavía las doctrinas secretas, ni «todo lo que se ha ocultado a Israel, pero se muestra al hombre que ha buscado». Yo sabía que aquel retiro en el desierto tenía por objeto despejar el camino de Dios, abrir en la estepa una calzada para sus pasos, ocultar su doctrina a los malos e instruir con ella a los buenos.
Uno de los sacerdotes, que se llamaba Yacov, estaba encargado de iniciarme en sus secretos. Me enseñó muchas cosas sobre la naturaleza del hombre, sobre los dos espíritus que moran en cada uno de nosotros, sobre la visita divina y la presencia de Dios en este mundo desde la creación, sobre el Dios de los conocimientos de quien procede todo lo que es y todo lo que será. Antes de que los seres existieran, Dios establecía su designio, y ellos no hacen sino ejecutarlo de acuerdo con su plan glorioso, sin cambiar nada.
Yacov me enseñó el discernimiento. Me enseñó a distinguir el espíritu de verdad del de perversión. Me dijo que cuando el espíritu del bien ilumina el corazón del hombre, pone ante él todas las verdaderas vías de la justicia y el juicio de Dios: la humildad, la longanimidad, la abundante misericordia, la eterna bondad, el entendimiento y la inteligencia, y la omnipotente sabiduría que tiene fe en todas las obras de Dios y se confía a su abundante gracia. Pero el espíritu de perversidad genera la avidez y el relajo de la justicia; es maestro de impiedad y de mentira, de orgullo y elevación de corazón, de falsía y engaño, de crueldad y maldad, de impaciencia, de locura e insolente ira, y de todas las obras abominables cometidas por el espíritu de lujuria y por los caminos de la deshonra. La ceguera de los ojos y la dureza del oído, la rigidez de la nuca, la redondez de corazón y la astucia maligna son también sus signos reconocibles.
Él me enseñó que los dos espíritus luchan en todas las generaciones, edad tras edad, época tras época. Pues Dios ha dispuesto ambos espíritus con igualdad, hasta el postrer término, y ha puesto un eterno odio entre sus clases, y la abominación hacia la verdad está en los actos de la perversidad, y la abominación hacia la perversidad está en todos los caminos de la verdad. Así, nunca ambos espíritus caminan de común acuerdo sino que luchan en el corazón de cada cual, entre la prudencia y la locura. En partes iguales los dispuso Dios, hasta el decisivo término de la renovación, cuando se conocerá la retribución de sus obras, pues Él los repartió entre los hijos de hombre, para que éstos conozcan el bien y sepan también lo que es el mal. Pero en el momento de la última visita, Dios, en sus misterios de inteligencia y su gloriosa sabiduría, pondrá término a la existencia de la perversidad y la exterminará para siempre. Entonces, la verdad se producirá en este mundo, y Dios limpiará las obras de cada cual, depurará el edificio del cuerpo de cada hombre para suprimir el espíritu de perfidia de sus miembros y para erradicar por el espíritu de santidad todos los actos de impiedad. Entonces brotará sobre el hombre el espíritu de verdad, como agua bautismal. La perversidad no existirá ya, y serán deshonradas todas las obras de engaño.
Cuando el sacerdote Yacov me enseñó esas cosas, me pareció que eran familiares, cercanas en ideas y cercanas en actos. Comprendí por qué el rabí había dicho que los hasidim y los esenios eran el mismo pueblo. Ambos estaban poseídos por el bien, como por un fantasma del que no es posible desprenderse, hasta el punto de que huían de este mundo, se apartaban de la vida humana y despreciaban sus riquezas. Ambos vivían en lugares retirados, al margen del mundo. Pero sus prohibiciones no eran restricciones. En todo tiempo y toda circunstancia, alababan a Dios; cantaban melodías hermosas y extrañas, acompañados por la lira, el laúd, el arpa y la flauta: ése era su modo de vivir, su ascetismo era una espera solemne y jubilosa.
¡Y deseaban el fin! ¡De qué modo! «Mesiah», decían a coro. Aguardaban al Mesías de Aarón, el Mesías sacerdotal, el Cohen que era descendiente de los sumos sacerdotes. Cada día pronunciaban con fervor las palabras de la espera: «Un astro ha brotado de Jacob, y un cetro se ha levantado de Israel, y quebrará los tiempos de Moab y diezmará a todos los hijos de Set». Y, ciertamente, eso no podía desconcertarme: también los hasidim aguardaban el final de los tiempos, el advenimiento del reino de Dios y la aniquilación de los impíos. «Y la tierra gritará a causa de la ruina que aparecerá en el mundo, y todos los seres razonables gritarán y todos sus habitantes se hallarán en el terror y titubearán debido al gran desastre».
Periódicamente, acudía ante el gran sacerdote del campamento que examinaba mis progresos, evaluaba mi inteligencia y mi capacidad. Cierto día, transcurrido un año, decidió que ya era apto para entrar en la alianza de Dios. Aunque fuese hijo de esenio y no extranjero, puesto que había sido educado fuera de la comunidad, tuve que prestarme a la ceremonia habitual.
Todos los miembros de la comunidad se habían reunido en el cenáculo. Los doce sacerdotes se habían sentado a la gran mesa presidida por el sumo sacerdote. De pie ante ellos, vistiendo la sagrada vestidura de lino blanco, hice el solemne juramento de convertirme a la ley de Moisés, según todas las prescripciones, como quería la regla, es decir la ley tal como era interpretada por la congregación.
—Me comprometo —proclamé ante toda la asamblea de los sabios—, a actuar de acuerdo con lo que Dios prescribió, y a no apartarme de Él por efecto de un miedo o un espanto, o de cualquier otra prueba.
Entonces los sacerdotes narraron las hazañas de Dios y sus poderosas obras, y proclamaron todas las gracias de la misericordia divina para con Israel. Y los levitas denunciaron las iniquidades de los hijos de Israel y todas sus culpables rebeliones, y los pecados cometidos bajo el imperio de Belial. Y me llegó la vez de hacer mi confesión y decir: «He sido inicuo, me he rebelado, he pecado, he sido impío, yo y mis padres, antes que yo, nos opusimos a los preceptos de verdad».
—Benditos sean —dijeron los sacerdotes—, todos los hombres de la partida de Dios, los que ven de modo perfecto en todas Sus vías.
—Malditos sean —dijeron los levitas— todos los hombres de la partida de Belial.
—Amén —concluí inclinándome ante ellos.
Luego me tendí en el suelo cuan largo era y, con los brazos en cruz, presté juramento de amar la verdad y perseguir al mentiroso, de no ocultar nada a los hombres de la secta, de no revelar nada a las personas ajenas, ni siquiera si utilizaban la violencia contra mí hasta causarme la muerte.
—Prometo —proclamé según la fórmula consagrada—, no comunicar a nadie las doctrinas que me han enseñado, ni aquellas en las que me instruirán en el porvenir. Juro la más estricta observancia de la regla de obediencia, por la que hago acto de total sumisión a la autoridad de la mayoría de los miembros de la comunidad, sean cuales sean las decisiones que tomen sobre mi vida y sobre mi muerte. Pues ellos deciden la suerte de todo, ya se trate de la ley, de los bienes o del derecho. Hago don a la comunidad del prepucio de las malas inclinaciones y la insubordinación, para participar en los procesos y los juicios destinados a condenar a todos los que transgredan los preceptos.
Después de la ceremonia de ingreso en la alianza, no me levantaron la prohibición de participar en el bautismo ritual y en las comidas sagradas. Tendría que esperar todavía un año. Sin embargo, pude intervenir más en la vida comunitaria. Tuve derecho a salir de las grutas durante una jornada.
¿Podré decirlo? ¿Me atreveré a confesarlo? Mi espíritu, mi juramento era un voto, pero también una renuncia: no había olvidado a Jane durante todo aquel tiempo. No la había visto cuando la detuvo el rabí para hacerme acudir a él. No la había visto desde la primera vez que entré en las grutas. Mi padre me había dicho que, en cuanto me marché, Yehuda la había liberado, y ella había regresado a Estados Unidos. De vez en cuando, mi padre tenía noticias suyas. Un día, cuando mi padre vino a visitarme a las grutas, me dijo que Jane había ido a Jerusalén y que había intentado verme.
Pensaba a menudo en ella, y recordaba imágenes de nuestras discusiones y de la batalla que habíamos sostenido el uno contra el otro.
¿Tan seguro estaba de lo que hacía? ¿Tan arraigado en mis posiciones que no podía conocer el amor? ¿Estaría por ventura perdido en ese eterno descanso que me daba la sensación de seguridad, de saber quién era, de conocer mi identidad, mi misión, y de haber hallado mi habitación, mi comunidad? Tenía una fratría, tenía principios en los que apoyarme. Esos eran los mudos reproches que a veces me hacía.
Por ello decidí utilizar mi único día de permiso para ir a verla a Jerusalén.
Nos encontramos, una madrugada de abril, en un café de la calle peatonal Ben Yehuda. Cuando la vi, vestida de blanco, con los largos cabellos rubios que le colgaban hasta los hombros, tuve la misma sensación que en nuestro primer encuentro: era un ángel. Tal vez velara por mi protección, de cerca o de lejos, como yo velaba por la suya.
Por primera vez desde que nos habíamos conocido, yo no llevaba la larga levita negra, ni tirabuzones, aunque seguía luciendo mi rala barba. Mi ropa seguía siendo oscura, pero simple, al modo de los esenios: una túnica de tela basta sobre unos sencillos pantalones. Me miró con atención.
—Es extraño, con esta ropa me da la impresión de que no eres del todo tú. Hoy en día algunos se visten así, pero con ese atuendo es imposible reconocerte. Podrías haberlo abandonado todo y ser como cualquiera. Estás más antiguo que nunca y, al mismo tiempo, más actual —comentó.
Intercambiamos una rápida mirada, algo turbada y, luego, prosiguió:
—¿De modo que tu retiro en Qumrán se prolonga voluntariamente?
—Presté juramento no hace mucho; hice voto de unirme a la comunidad —respondí.
—Puedes estar seguro, Ary, de que nunca diré nada a nadie, con respecto a ti o con respecto a ellos. Mantendré vuestro secreto.
—Lo sé.
—Eres feliz allí, ¿no es cierto?
—Sí.
—¿Sabes? —continuó—, tras el golpe que le diste, el rabí no murió inmediatamente, estuvo en coma durante unos días antes de sucumbir. Todos sus discípulos se apresuraron a acudir a su lado, luego removieron cielo y tierra, llamaron a los doctores e hicieron que lo llevaran al hospital. Los médicos nunca comprendieron lo que había ocurrido. Creyeron que había sido un ataque y, dada su avanzada edad, no investigaron más.
—Lo sé. Ya no necesito esconderme. Nadie me habría molestado por aquel crimen. Pero debo hacer penitencia, por mí mismo. He tenido la sensación de estar muy lejos, en la Antigüedad, en los lejanos tiempos cuando azotaban a los falsos profetas y a las mujeres adúlteras, y pensé que, sin quererlo, había matado de nuevo al Mesías.
—¿Y ahora? ¿Qué dicen los esenios del crimen? ¿Qué dicen de sus atroces asesinatos? ¿Y qué piensas tú de ellos, Ary?
—Los esenios no hablan ya del pergamino perdido. Pero su terrible secreto, añadido a tantas otras muertes horribles, les ha unido. Son hermanos en amor y en los crímenes, están unidos para siempre en la complicidad clandestina de los antiguos combatientes. Son los hijos de la luz y los hijos de las tinieblas al mismo tiempo. Mantienen su misterio tan celosamente como conservan, en su cofre, su tesoro recuperado. Un día, lo abrieron ante toda la concurrencia y mostraron a todo el mundo los objetos preciosos, las vajillas sagradas, las piedras y las coronas de oro puro; una maravilla de hace dos mil años que espera, ahora, la posibilidad de brillar de nuevo a la luz del sol, cuando llegue el Mesías.
Esbozó una triste sonrisa y me dijo:
—Sabía que eras un monje judío. Te lo dije, ¿no es cierto?
Permanecimos en silencio. La sentí de pronto muy conmovida, aunque no lo demostrara en absoluto. No habíamos vuelto a hablar de nosotros desde Nueva York y el coloquio, pero yo intuía que incluso de tan lejos, después de todo ese tiempo, seguía queriéndome. Esa certeza me había dado un bienestar moral y una seguridad que habían entibiado mi atracción hacia ella. Nunca imaginé que algún día estaríamos realmente separados…, por toda la eternidad. No estaba en absoluto preparado para esta idea, de modo que, antes de nuestro encuentro, mientras la esperaba en la mesa del café donde nos habíamos citado, yo había tenido la impresión de que nuestra relación era para siempre y que Jane iba a volver siempre que lo quisiéramos. La había esperado con la mayor naturalidad del mundo y al verla llegar y sentarse ante mí no se me había ocurrido que era la última vez.
De pronto, sucedió. Mi corazón comenzó a palpitar con violencia y en mi pecho resonó un gong. Como si fuera a sobrevenir una abominable catástrofe, descubrí lo que iba a pasarnos. Intenté contener la oleada de emoción que amenazaba con sumergirme. Recordé cómo había deseado a aquella mujer y cómo tal vez la había amado, aunque aquel amor no tuviera el mismo nombre que el amor conyugal, pues al estarme prohibido no tenía para mí concepto ni categoría. Cuando, tras nuestra entrevista, Jane se levantó de la mesa del café y se alejó por la calle, una emoción inefable que había ido creciendo en mi interior embargó todo mi ser y se convirtió en una intensísima nostalgia. De inmediato me vi sumido en un letargo, un lívido sopor que me dejó como muerto, ausente de mí mismo. Era la no-conclusión, la no-revelación, el no-acontecimiento de aquel amor que yacía ahora en mí, muerto al nacer, con toda su fuerza y toda su inercia. Era una represa que cedía de repente, y todas las compuertas se abrían con tanta violencia por la presión del agua, que ésta lo arrasaba todo a su paso, años de cálculos y de reflexión, de minuciosa construcción, de laboriosos trabajos y materiales sólidos. De pronto, lo comprendí. Iba a marcharse; no la vería nunca más. Iba a desaparecer de mi vida y yo me quedaría solo, frente a los demás y frente a la muerte. Dos secuencias consecutivas se precipitaron en mi extraviado espíritu: ella partía, yo estaba solo. Era como si me arrancaran de pronto una parte de mi propio ser. Era imposible.
Sentí que iba a desvanecerme cuando, en un sobresalto de mi voluntad, hallé las postreras fuerzas para llamarla: era un grito que no tenía nombre y que se expresaba con oleadas de emoción. Sólo existía un rostro, el suyo, y no había porvenir, ni matrimonio, ni hijos, ni religión, ni cultura, ni pueblos, sino únicamente un instante que lanzaba una orden imperiosa: que lo asiera, que lo tomara sin pensarlo más, pues ese instante era la eternidad. Jane se dio la vuelta, titubeó unos instantes y prosiguió su camino con paso más rápido. De pie, junto a la mesa, con el brazo medio levantado como esbozando una señal de adiós o de bienvenida, yo permanecí petrificado y despavorido durante varios minutos.
Nunca más volví a oír hablar de ella, y no sé lo que habría ocurrido si Jane hubiese decidido dar media vuelta, bajar de nuevo por la calle con su paso ágil y regresar a mi lado. Yo sabía que, en aquel instante, sólo me importaba ella. Pero sabía también que, después, la razón habría reanudado su implacable marcha y, con los remordimientos, me habría arrepentido, aun sabiendo que aquel instante de dolor era tan intenso que no habría podido actuar de otro modo. Pienso también que ella comprendió el sentido de mi llamada y que, en una fracción de segundo, asumió la decisión de aquel porvenir. Ignoro qué pensamiento la condujo a esa elección y no a otra, pero sé que no transcurre ni un solo día en que no recuerde cómo su fina silueta se alejaba por la calle, al igual que una figura que escapara del cofre de un tesoro, resistiéndose valerosamente a responder a cualquier llamada.
¿Sabía en el fondo de sí misma, aquella cuyo seno habría podido acoger mi cabeza, sabía a quién pertenecía yo? Su papel había sido, sencillamente, ayudarme a recuperar mi morada: el silencio del desierto de Judea, sus leonadas dunas, su soplo cálido de día y fresco de noche, su paisaje indefinido de húmedos roquedales y marchita vegetación, abrasada por el sol pero valerosa; ayudarme a ver de nuevo el color ocre de algunas de sus llanuras; a sentir los nebulosos y salobres humores que ascienden del mar Muerto hasta nuestras grutas, y la exhalación acre que sus salinos vapores dejan en la piel, la lengua y, a veces, en el fondo de los ojos; a entornarlos ante la brillante superficie del agua, el color rosa y tornasolado de los escarpados acantilados de sus espejeantes orillas, ante los contrafuertes oliváceos que son como un telón de fondo tras las riberas, las montañas púrpura y malvas de Moab y de Edom; a cerrarlos ante los desfiladeros y los crepusculares valles, carcomidos por las tinieblas, ante el alto acantilado que de norte a sur se aproxima a la ribera salada, hasta Ras Feshka, y al pie del acantilado, el manantial de Ain Feshka, y la terraza de las ruinas de Khirbet Qumrán, y las grutas silenciosas, siluetas en la penumbra; a saber que allí, oculto, abajo, muy abajo, en el punto más hondo del mundo, en la ensoñación de un sueño robado, está la espera que se alarga hacia el alba de los nuevos tiempos.
Durante un año, proseguí mi iniciación. Luego, un día, Yacov vino a verme y me entregó un pequeño rollo sacado del fondo del cofre, un pergamino tan fino que enrollado parecía un lápiz, para que lo leyera y lo copiase.
—Toma —dijo—. Para que lo unas al que estás escribiendo de memoria, el rollo destruido por el rabí, al que llamaremos el Pergamino perdido, por el que te fue dado conocer nuestro secreto. Este es el pasado; y he aquí un pequeño manuscrito, el Pergamino del Mesías, que es el futuro. Y eso es lo que queríamos decirte: el rabí, el Rey-Mesías no resucitará ya. Leyendo el Pergamino del Mesías comprenderás lo que ocurrió y lo que llevaste a cabo. Tardarás poco tiempo en identificar al hombre que mataste. Pero primero, antes de saber, debes purificarte. Ha llegado el tiempo, Ary, en que tienes derecho al bautismo.
Me entregó entonces un ceñidor para el baño y una vestidura blanca, así como un pequeño pico que era útil para sobrevivir en las grutas. Era la señal de que podía comenzar a participar en todas las actividades de la comunidad, de que también podría ocupar mi lugar en la mesa de los Numerosos, y compartir con ellos el pan y el vino.
Por la noche, dispusieron la mesa para la cena. Prepararon el vino para beber y el pan para ser partido y distribuido. Comenzamos depositando nuestros mantos y ciñéndonos el lienzo ritual para sumergirnos en el agua bautismal. Después de endosarnos nuestros mantos nos sentamos a la mesa.
Pero aquella noche no era una noche como las demás. Por lo general, lo sabía, el sumo sacerdote extendía la mano y pronunciaba la bendición sobre las primicias del pan y del vino. Pero aquella noche era distinta de las demás noches: el vino había sido escanciado; el pan estaba listo sobre la mesa. Pero el sacerdote no comenzó la bendición, como solía hacerlo, en el silencio y el respeto. No levantó la copa de bermejo vino para bendecirla ante todos. No tomó el pan para partirlo tras haberlo consagrado. En lugar de eso, se volvió hacia mí.
Era el fin del segundo año pasado en su compañía, yo no era ya un cautivo, si alguna vez lo había sido. Comprendí entonces que había llegado para mí el momento de formular el solemne voto de ingreso en los esenios, ante toda la comunidad; es decir en público el juramento que me comprometía para siempre con ellos, que me convertía a la ley de Moisés, de acuerdo con todo lo que reveló a los hijos de Sadoc, a los sacerdotes que guardan la alianza y a la mayoría de los miembros de su alianza, los que están voluntariamente en común por Su verdad y para caminar en Su voluntad. Comprendí que era ya tiempo para mí de comprometerme por la alianza, de separarme de todos los hombres perversos que van por el camino de la impiedad, de quienes están fuera de nuestra laura; de no responder ya a sus preguntas referentes a cualquier ley u ordenanza, de no comer ya ni beber ninguno de sus bienes, y de no aceptar nada de sus manos. Comprendí que había llegado el momento de participar en los sacramentos divinos y consagrarles mi vida.
Pero no era eso lo que el sacerdote esperaba de mí. Con un gesto lento adelantó el brazo.
«Pues brotará un retoño del tallo de Jesé y de su raíz nacerá una grieta. Y el espíritu del Señor se posará en él, el espíritu de sabiduría y de inteligencia, el espíritu de consejo y de fuerza, el espíritu de ciencia y de piedad. Y estará lleno del espíritu del temor del Señor.
»Permanecerá oculto cuarenta días en el palacio y no se mostrará a nadie. Al cabo de los cuarenta días, una voz procedente del trono llamará al Mesías y le hará salir del “nido de pájaro”.
»Por aquel entonces, el Rey-Mesías abandonará la región del jardín del Edén a la que llaman “nido de pájaro” y se revelará en la gran tierra de Galilea. El mundo estará atormentado y todos los habitantes de la tierra se ocultarán en grutas y cavernas. En aquella época se realizará la profecía de Isaías: “Los hombres huirán al fondo de las cavernas y las grutas y en los antros más profundos de la tierra, para ponerse a cubierto del terror del Señor y de la gloria de su majestad, cuando se levante para golpear la tierra”.
Pues aquella noche no era una noche como las demás noches. Era la noche de la Pascua, de la celebración de la salida de Egipto; y la mesa, que tan cuidadosamente se había preparado, había sido puesta para el Seder.
Pues aquella noche no era una noche como las demás. Y todos lo sabían. Y todos esperaban que el sumo sacerdote adelantara el brazo con un gesto lento, y que hiciera lo que debía hacer.
Entonces lo hizo.
Me dio el pan. Luego me tendió el vino.