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Tras haber cometido la falta, el hombre y la mujer oyeron la voz de Dios resonar en el jardín cuando apuntaba el día. Se ocultaron; y Dios llamó al hombre, y éste respondió que se ocultaba porque iba desnudo. Entonces Dios le preguntó cómo sabía que iba desnudo: ¿no era a causa de aquél árbol de cuyo fruto le estaba prohibido comer? El hombre confesó que lo había probado, y que era culpa de aquella mujer que Dios había puesto a su lado. Y la mujer dijo que había sido la serpiente que la había engañado. Debieron así explicarse ante Dios, como algún día será necesario que cada cual rinda cuentas, y confiese lo que ha hecho, y pague por sus crímenes. Pero ¿por qué es necesario que cada cual, por vicio o cobardía, arroje la responsabilidad sobre otro y que, incapaz de arrepentimiento, se descargue de las fechorías que ha cometido?
Llegó por fin el esperado día de la confrontación. La BAR, para el coloquio, había alquilado un inmenso anfiteatro, cuyos muros forrados de madera hacían pensar en un tribunal. Habíamos llegado entre los primeros; mientras Jane se atareaba, observé a quienes entraban, solos o en grupitos. Periodistas, profesores, investigadores, hombres de Iglesia o rabinos de todos los países se apresuraban, con aire inquieto y curioso. Algunos lucían una indefectible sonrisa: ateos o, tal vez, gente que creía que la verdad iba a estallar por fin, que se celebraría el juicio final.
Otros parecían atormentados. Varias cadenas de televisión transmitían en directo el acontecimiento. Apenas podía imaginar el número de personas que escucharían y verían lo qué iba a suceder, pero rogué que entre ellas, ante una pequeña pantalla o en la sala, estuviera alguien que pudiera ayudarme a encontrar el rastro de mi padre.
Si hubiese podido imaginar lo que le ocurría justo mientras se estaba celebrando el coloquio, si hubiera sabido hasta qué punto estaba yo lejos de la verdad, hasta qué punto me había dejado engañar y qué lejos estaba, en aquel instante, de él… Creo que me habría vuelto loco.
Después del secuestro en el piso de Pierre Michel, primero lo habían sacado de París, a unas dos horas de coche. Tenía los ojos vendados y las manos atadas. En el vehículo, nadie decía palabra.
Llegaron pronto a una casa de campo donde lo encerraron en una habitación. Allí fue libre de moverse, pero seguía sin poder salir. Sus captores le dejaron así varios días, que fueron para él una eternidad. Por más que les hablaba, les hacía preguntas en hebreo, árabe y en todas las lenguas que conocía, cuando iban a darle de comer, aquellos hombres se negaban a responderle. Ignoraba por qué lo habían detenido así, y qué podían querer de él; como yo, se preguntaba si habían querido secuestrarle a él o si lo habían confundido con Pierre Michel. Recordaba también las crucifixiones y, sin cesar, se preocupaba por su hijo. Encerrado así, sin nadie con quien hablar ni nada que hacer, fue presa de un profundo desaliento. Sus miembros se entumecían a causa de la inacción y le dolía la cabeza de resultas de permanecer siempre acostado.
Luego, cierto día, comenzaron a interrogarle en inglés. Querían que les diera informaciones sobre los manuscritos; intentaban saber quién los tenía y quién los buscaba. Mi padre les dijo lo que nosotros sabíamos, es decir no demasiado. Luego, los hombres le sacaron de la casa y realizaron en un pequeño avión un vuelo de seis horas, aproximadamente. Cuando aterrizaron, en pleno desierto, mi padre encontró un paisaje que conocía muy bien: monótono y pedregoso, se transformaba a lo lejos, se ahondaba y se ondulaba. El sol se ponía y distinguió, sobre el fondo malva de las colinas, carreteras pobladas por una multitud de hombres y animales, que se apresuraban a concluir su jornada: era la llanura mesopotámica.
Había una inmensa muchedumbre: todos se habían desplazado para la ocasión. Los investigadores, numerosos, se sentaron dispuestos a consignar lo que allí iba a decirse, y preparaban cuadernos y lápices. Dos periodistas discutían animadamente. Algunos tomaban ya fotos. Otros estaban absortos en la lectura de los periódicos. Uno de ellos llevaba este titular: «¿Ha existido Jesús? Revelaciones sobre el mayor acontecimiento arqueológico de todos los tiempos». El artículo explicaba la importancia de los descubrimientos de Qumrán e insistía en el misterio que envolvía a las investigaciones.
Poco a poco se habían formado pequeños cenáculos de discusión. Rabinos y sacerdotes se acercaban insensiblemente, como sintiendo que la hora de la confrontación había llegado y tal vez, incluso, la del último enfrentamiento. Sabían que tras aquella sesión desaparecerían las últimas dudas y ya no sería posible hacer trampa. Entonces, la mala fe debería dar paso a la fe pura o a la apostasía. Iba a estallar la verdad y, ante ella, se derrumbarían siglos de ideología y oscurantismo, de ignorancia y de invenciones.
A veces, los corteses intercambios, las más ecuménicas intenciones daban paso a altercados más vehementes. De vez en cuando, se escuchaban retazos de animadas conversaciones: «Jesús no era esenio» o «Estamos seguros de la existencia de Juan Bautista, pero de Jesús, como personaje histórico, no…». Algunos blandían como un arma las palabras «blasfemia», «mentira», «infierno». Finalmente, el anfiteatro se llenó y las palabras de la muchedumbre se confundieron hasta formar un inmenso murmullo.
Jane regresó acompañada por un hombre bajo y redondo, que parecía presa de la mayor agitación. Me lo presentó: era Pierre Michel, el hombre al que tanto habíamos buscado. Los tres nos acomodamos en primera fila.
Pierre Michel comenzó a leer febrilmente los papeles que había preparado para su intervención. Lanzaba constantemente escrutadoras miradas a su alrededor. He aquí a un hombre de la tercera categoría, me dije observándolo; ha vuelto por segunda vez a este mundo para reparar las faltas cometidas en su vida precedente. Una cicatriz vertical cruzaba de parte a parte su mejilla derecha, profundas arrugas marcaban su rostro, dándole un aspecto cansado. Pero lo que más impresionaba eran sus ojos: ningún fulgor los animaba, estaban casi vacíos de expresión, inmóviles como los de las muñecas o los juguetes de peluche.
—¿De qué tiene miedo? —le murmuré.
Levantó hacia mí la cabeza, sorprendido.
—De los inquisidores —respondió—. Los de la Congregación para la Doctrina de la Fe, a quienes abandoné y no me lo han perdonado. Si desea saber mi opinión, creo que están detrás de todos esos crímenes. Se vengan de lo que le hicieron a Jesús. ¿No ve usted que están repitiendo, como maníacos, un gesto ritual? Ahora estoy en su lista porque sé demasiado, porque los he traicionado revelando parte de lo que sabía, en la conferencia de 1987 sobre Qumrán. Tras aquello comenzaron las amenazas, tan violentas que tuve que desaparecer con los pergaminos. Compréndalo, temía por mi vida. Desde entonces, ya no duermo. Vivo en la clandestinidad y el terror de que me encuentren. Ya se lo he dicho, soy su próxima víctima.
Los primeros ponentes se instalaron en la tribuna. Había historiadores, filólogos y filósofos. Jane me presentó a varios eminentes universitarios que se movían en la esfera qumraniana. Estaba Michelle Bronfield, de la Universidad de Sidney, que había defendido una tesis según la cual Juan Bautista era el famoso Maestro de Justicia, y Jesús el sacerdote impío. Estaba Peter Frost, uno de los primeros en haber reconocido el valor de los pergaminos de Oseas, en 1948, y Emory Scott, un universitario baptista que ocupaba su jubilación estableciendo un exhaustivo catálogo de todos los libros, artículos o publicaciones consagrados a los pergaminos.
De pronto, un hombre de estatura mediana y fuerte constitución se sentó a nuestro lado. Unas anchas patillas negras enmarcaban su rostro. Jane me presentó a su jefe, Barthelemy Donnars, redactor jefe de la BAR. Éste parecía exultante.
—Encantado —saludó—, Jane me ha hablado mucho de usted. ¡Me complace que esté aquí en este gran día! Hace tiempo que espero algo así. Hace tiempo que me ridiculizan cuando pido una fecha tope para las publicaciones, y se ríen en mis narices. Y el departamento de antigüedades de Jerusalén sigue sin hacer nada para recuperar el pergamino desaparecido… No lo comprendo… Sin embargo ya es hora de que los manuscritos puedan ser leídos por todo el mundo. Incluso me enfrenté directamente con Johnson en el foro de Princeton, en noviembre pasado. Le pedí que me permitiera acceder aunque sólo fuese a las fotografías del pergamino. Naturalmente, se negó. Más aún, intentó poner contra mí a sus colegas. Declaró durante una conferencia que, en adelante, evitaría citar los manuscritos no publicados, pues sería como leer un menú sin poder comer los platos. Me abrumó con sus sarcasmos en los medios de comunicación. En el Good Morning America, dijo refiriéndose a mí: «Al parecer, tenemos una bandada de moscas cuya única ocupación es revolotear a nuestro alrededor». ¿Y sabe usted lo que le reservo como respuesta?
Metió la mano en su cartera para sacar, con orgullo, la maqueta de una portada de la revista.
—He aquí la próxima portada de la BAR —anunció.
Era una fotografía en primer plano de un Paul Johnson muy poco favorecido, mal afeitado, con los cabellos grasientos, torva la mirada y las comisuras de los labios deformadas por un horrendo rictus. Sobre el retrato, enmarcado por una pantalla de televisión, la frase de Johnson impresa en negrita; la ilustraba el dibujo de una constelación de eméritos universitarios, que parecían revolotear malignamente alrededor de Johnson y su equipo internacional. No pude evitar una sonrisa al comprobar que a Johnson, decididamente, lo detestaba mucha gente.
El presidente de la reunión, el profesor Donald Smith, abrió la sesión con una alocución sobre el plagio entre investigadores, desde el descubrimiento de los pergaminos; citó un gran número de ejemplos, especialmente el párrafo de un libro que reproducía casi textualmente la página de otra obra, incluidos los errores de traducción. Concluyó con una severa condena de estos procedimientos.
Luego, un profesor del Centro de Manuscritos Antiguos de Nueva York habló, a su vez, para protestar por lo que denominaba la «posesividad» de los investigadores que, desde hacía tantos años, se atareaban en sus trabajos sin que se hubiera podido ver resultado, alguno.
—Pero es un trabajo a largo plazo y tenemos tantas tareas que realizar que nos resulta difícil ir deprisa —respondió uno de los investigadores presentes en el estrado.
—Eso es sólo un pretexto que no engaña a nadie. Hablemos más bien de censura intelectual —replicó él—. Todos temen la censura o la practican personalmente. Para mí, esos pergaminos tienen una importancia revolucionaria. Lamento no tener acceso a ellos, pues entonces podría verificar mi hipótesis.
Explicó a continuación que los rollos del mar Muerto ofrecían, de un modo inesperado, la prueba de las alteraciones fraudulentas que a lo largo de los siglos habían sufrido los textos sagrados, pues, a diferencia de éstos, no los había tocado la censura.
Su hipótesis era que el cristianismo y el judaismo eran, ambos, ideologías degradadas, nacidas de una fe mesiánica más profunda de la que sólo eran un eco tardío y deformado.
Para él, el judaismo se había convertido en mesianismo, a través del esenismo que había acabado engendrando la religión cristiana.
La mayoría de los universitarios presentes en la tribuna desaprobaron la tesis e iniciaron un acalorado debate sobre la censura y la transformación de los textos sagrados por la Iglesia a lo largo de los siglos.
Le llegó por fin a Paul Johnson el turno de tomar la palabra y exponer sus ideas.
Pierre Michel se agitó en su asiento, cada vez más nervioso. Se inclinó hacia nosotros:
—Es el hombre que desea perderme. Él es quien hace que me busquen desde que abandoné mi monasterio. Le conozco bien, trabajamos juntos en los manuscritos. Johnson es un nombre falso que adoptó al emigrar a Estados Unidos; en realidad se llama Misickzy. Al principio, cuando trabajábamos en la scrollery del Museo Arqueológico de Israel, nos dejó ver a todos el manuscrito: así comenzó a descifrarlo Lirnov. Pero no soportó lo que descubría y se suicidó, tras haber confiado el pergamino a Millet. Entonces comenzó a estudiarlo éste; luego, advirtiendo su contenido, se lo comunicó a Johnson, que decidió hacerlo desaparecer. El día en que llegó Matti para descifrar el manuscrito y no encontró nada, lo recuerdo muy bien, todos nos reímos disimuladamente, pues sabíamos quién lo tenía. Entonces Johnson me lo dio para que lo estudiara, sin hablar con nadie de ello. Cuando comencé a desentrañar lo que había en el pergamino, me exigió que se lo devolviera y, como yo me negué, me amenazó y lanzó luego a sus hombres tras de mí, para recuperarlo. Se lo aseguro, ese hombre está dispuesto a todo, incluso podría…
En aquel momento, Johnson encontró su mirada. Pareció sorprendido, clavó en él sus ojos por unos instantes e inició su discurso.
—Los manuscritos del mar Muerto no aportan ninguna nueva revelación sobre Jesús —proclamó.
Un gran murmullo recorrió la sala, como un estremecimiento a lo largo de un espinazo.
Un rugido de motor quebró el silencio del desierto con una onda sonora. Un automóvil llegaba a recogerlos y los llevó a una apartada aldea, habitada por samaritanos. Le hicieron entrar en una casa que dominaba la ciudad árabe de Naplusa, en la antigua Siquem de la Biblia.
Mi padre conocía a los samaritanos, pueblo que sólo admitía como libro sagrado el Pentateuco y el Libro de Josué, rechazando los demás escritos bíblicos. Creían que en la cima de su montaña se levantaba el verdadero templo, la casa de Dios, y que el idólatra Salomón había erigido en Jerusalén un falso templo. Compartían con los esenios el hecho de ser escribas y volver a copiar el Pentateuco. Trabajaban cinco o seis horas diarias caligrafiando un rollo de veinticinco metros. Concluían uno cada siete meses. También se interesaban por la astrología y la adivinación, una tradición heredada de una secta que Moisés había sacado, junto con su propio pueblo, de la corte del faraón, y cuyas fórmulas se guardaban en un libro que databa de la época de Aarón.
En la casa donde estaba prisionero, mi padre gozó de un cierto respiro. Luego, al cabo de unos días, los samaritanos comenzaron a empaquetar sus efectos y a reunir provisiones para dirigirse a otra morada, en la cima de una colina, el monte Gerizim. A poca distancia de allí manaba una fuente, junto a un olivar. Más lejos aún, Naplusa se adosaba a la ladera de la colina, sembrada de bosquecillos. Mi padre comprendió que se trataba de una peregrinación: era el comienzo del período pascual que conmemoraba la salida de Egipto.
Entonces le encerraron en otra casa, la mansión de los sacerdotes donde se conservaba el más viejo libro desde la creación, la famosa Torá de Abishua, que tiene tres mil seiscientos años. Eran necesarias tres llaves para abrir el tabernáculo donde se conservaba el famoso manuscrito, y cada una de ellas estaba confiada a un sacerdote distinto.
Mi padre asistió a una de sus ceremonias. Los tres oficiantes desaparecieron tras una pequeña tienda de terciopelo que ocultaba el tabernáculo. Regresaron luego, vistiendo un chal de plegaria. Uno de ellos llevaba la milenaria Torá, envuelta en seda bordada de oro. La depositó en un sillón de madera.
Entonces los sacerdotes desenvolvieron solemnemente el precioso envoltorio y depositaron con precaución las manos en los dos pomos de plata para hacer girar la tapa. El rollo se abrió en tres partes, y la vieja piel de cabra apareció, blanca, desnuda, mancillada por antiguas letras. Luego sacaron del armario algunos objetos rituales, vasos de kiddush incrustados de oro y piedras preciosas, algunos querubines, y la placa de las doce piedras que llevaba el sumo sacerdote en el Templo, el día de Kippur. Entregaron todos aquellos objetos a los misteriosos raptores.
Entonces mi padre recordó la leyenda de los samaritanos: su santuario en el monte Gerizim había sido destruido por el rey-sacerdote judío Juan Hircán, entre 135 y 104 antes de la era en curso, y afirmaban poseer su tesoro, una parte del Templo, y que sólo lo sacarían cuando llegara el Mesías. Recordó también una frase del Pergamino de cobre:
En el monte Gerizim,
bajo la entrada superior,
un armario, y su contenido,
y sesenta talentos de plata.
De modo que sus raptores estaban allí para recuperar el tesoro de los samaritanos. ¿Pero por qué éstos se desprendían con tanta facilidad de él? ¿A cambio de dinero? ¿O a cambio de otra cosa? ¿Y por qué hacerle asistir a la transacción?
La ceremonia prosiguió, El shochet, el sacrificador, apareció provisto de largos cuchillos afilados. Todos salieron de la sinagoga. Mujeres, niños, ancianos y muchachos, tocados con tarbushes y vestidos con túnicas rayadas que les llegaban hasta los tobillos, se atareaban preparando el sacrificio pascual. Los jóvenes preparaban el recinto, excavaban hogares en el suelo, traían leña, juntaban paja y arcilla, instalaban cubetas llenas de agua y cortaban largos espetones. Otros iban a recoger hisopo y hierbas amargas, que tienen la propiedad de impedir la coagulación de la sangre; los samaritanos las utilizan para conservar la sangre de los corderos, antes de embadurnar, como quiere la tradición, los dinteles de sus puertas.
Mi padre se preguntaba por qué le invitaban a aquella fiesta cuando el resto del tiempo permanecía confinado en su habitación. Dos samaritanos le flanqueaban muy de cerca, haciendo imposible cualquier huida. Todo estaba dispuesto para el sacrificio: el altar, el sacrificador, el cuchillo y el cordero. Sin embargo, había dos altares: uno grande y, a su lado, otro más pequeño. El grande era, sin duda, para los corderos, pero el más pequeño…, ¿para qué animal sería? Todo estaba allí, ciertamente: el altar, el cuchillo, el sacrificador, pero faltaba el objeto del sacrificio.
A menos que fuera él.
Pierre Michel se removía en su asiento, visiblemente descontento, mientras Paul Johnson proseguía su perorata.
—Todo lo que pueden revelarnos los pergaminos del mar Muerto —continúo Johnson— es de qué modo Jesús vivió, y en qué medio nació el cristianismo. Mi objetivo será ilustrar desde un punto de vista histórico el contexto en el que se escribieron los pergaminos. Se trata, claro está, del judaismo, y por ello comenzaré a narrarles, desde un punto de vista estrictamente histórico, lo que ocurría antes y durante el período en que la secta esenia escribió esos rollos.
Comenzó entonces un largo discurso acerca de las más diversas cosas, en el que evitaba cuidadosamente tocar el tema de los manuscritos. De vez en cuando se encontraba con los ojos de Pierre Michel, que le miraba fijamente con una mezcla de odio y temor. Éste levantó varias veces los ojos al techo, como si se sintiera escandalizado y pusiera al cielo por testigo de su estupor. Parecía cada vez más exasperado.
De pronto, se levantó de su asiento. Subió a la tribuna, mostrando con su expresión que estaba harto. Puso algunos papeles ante él y miró, por unos instantes, al auditorio, como si evaluara a un adversario. Johnson le asaeteó con la mirada, inquieta a veces, amenazadora otras. Calló, al igual que el resto de la tribuna, que no se atrevía a protestar. La concurrencia no ignoraba que Pierre Michel poseía los papeles más importantes y pareció contener el aliento, de modo que el silencio era total cuando se escuchó —como el nuevo augurio de un profeta sin piedad ni esperanza— su vibrante voz.
—No puedo admitir que semejante hipocresía acabe redondeando tantos siglos de mentira —sentenció remachando cada palabra con un puñetazo en la mesa, como un tambor que redoblara en el asalto final—. ¿Por qué no decirse la verdad, judíos y cristianos? ¿Por qué mentirnos y tener tanto miedo? —preguntó volviéndose hacia Johnson—. Somos ovejas descarriadas que buscan su camino pero que sólo pueden tomar una y otra vez, sin cesar, el que tomaron cuando se perdieron.
»¿Queréis conocer la edad de los pergaminos? ¿Queréis saber si hablan de Jesús o si ni siquiera le aluden? ¿Queréis saber si Jesús existió o sólo es un mito? Y si existió, ¿queréis saber si fue esenio o fariseo, a qué secta pertenecía? Y si existió, ¿quién le mató y por qué? ¿O preferís que sigan considerándoos unos niños?
»Vosotros, creyentes, os complacéis en el oscurantismo, adoráis los ídolos que se pretende convertir en argumentos de vuestra fe, y no odiáis a la gente que considera imposible mirar con firmeza, cara a cara, la verdad. Preferís no saber.
»Vosotros, los ateos, ya no queréis oír hablar de ese cristianismo que, sin embargo, moldea el mundo en que vivís. Os burláis de los creyentes y de su imbécil fe, ¿pero sabéis que, en el fondo de todos vosotros, los despreciáis porque sentís una exigencia mayor? Vosotros, los no-creyentes, creéis no creer pero creéis más aún que los demás, sin tener el valor de llegar hasta el fin de vuestra insatisfacción.
»Así pues, yo os voy a decir lo que ocurrió realmente en Qumrán. Y ya veréis que, para algunos, traigo el bautismo, el nuevo nacimiento que os purificará de todas las escorias depositadas por siglos de ignorancia. Y para otros, traigo el escándalo.
—Los textos de Qumrán son medievales —interrumpió un hombre del público.
—Así, no tienen relación alguna con los orígenes del cristianismo; ¿es ahí donde quiere llegar? —repuso Pierre Michel.
—¡No! Son del siglo II o III después de Cristo —exclamó otro.
—De modo que la relación, si relación existe, no tendría importancia. Pero si, en cambio —prosiguió Pierre Michel levantando la voz, que tembló en el amplificador del micrófono—, se escribieron durante los siglos que precedieron inmediatamente a la era cristiana, entonces resultan cruciales tanto para el judaismo como para el cristianismo. Ahora bien, se da el caso de que la comunidad descrita por esos rollos reverencia a cierto Maestro de Justicia, que sufrió al parecer martirio. Por eso es una cuestión vital la fecha de los documentos. No se les ha escapado el envite: es el de los orígenes del cristianismo. Y la pregunta esencial es la siguiente: ¿pertenecían los primeros cristianos a la comunidad esenia?
»Incluso para los creyentes, una pregunta histórica debe tener una respuesta histórica. Desde hace dos mil años, la respuesta de la Iglesia sobre el origen y el significado del cristianismo es clara: Jesús es el Mesías que vino para cumplir las Escrituras, y no sólo para los judíos sino para el conjunto de las naciones. Fue enviado por Dios, que lo hizo judío, pero su enseñanza se distingue radicalmente de la del judaismo. Ahora bien, si los pergaminos afectan este punto de vista, si nos obligan a reconocer que Jesús y los primeros cristianos surgieron de una secta judía, que ésta tenía sacramentos y una organización casi idénticos a los del cristianismo primitivo, entonces siglos de creencia resultan erróneos, y siglos de ignorancia e intolerancia quedan condenados sin apelación posible. Será entonces necesario extraer consecuencias de esos hechos históricos y admitir que el cristianismo no nació de una intervención suprasensible, sino como resultado de una evolución social y religiosa natural.
»¿Qué nos revelan los pergaminos? Os lo digo claramente. Entre los esenios, los gnósticos y los christianoi hubo un intenso conflicto ideológico durante los tres siglos que siguieron al nacimiento de Cristo. Los pergaminos nos indican que el cristianismo, en vez de ser una fe extendida por unos santos en Judea, es una de las ramas del judaismo. Y esta rama era el esenismo, y en ella se injertaron otras religiones del mundo de los gentiles, hasta que se convirtió en un sistema de creencias autónomo: el cristianismo. La otra tendencia del judaismo, el fariseísmo, que promueve la Torá, que exalta la tradición rabínica y el Talmud como texto más revelado todavía que la Biblia, se vio afectado también, en menor grado, por el mundo pagano, y se convirtió en el judaismo tal como hoy lo conocemos… a excepción, sin embargo, de los fundamentalistas judíos, a los que yo colocaría más en la línea del esenismo que en la del fariseísmo.
—Los pergaminos son falsificaciones —interrumpió de nuevo alguien, que fue reprendido al instante por el presidente.
Lo que no impidió que otro añadiera:
—Son caraítas; deben fecharse en el siglo X.
Pierre Michel respondió con tranquilidad:
—La secta judía de los caraítas se dispersó en el siglo VIII después de Cristo por todo Babilonia, Persia, Siria y Egipto, al igual que en Palestina. En el siglo XI, declinó en esas zonas mientras lograba extenderse en Europa. Su rasgo distintivo era la interpretación literal de la Biblia en lo referente a las reglas de piedad. Sin embargo, los hallazgos arqueológicos y paleográficos desmienten cualquier vínculo entre la secta y Qumrán.
»Por otro lado, comprendo que les dé miedo fechar los pergaminos… Pues, en efecto, existen turbadoras coincidencias. Entre los escritos rechazados por los padres de la Iglesia podemos encontrar los apócrifos del Antiguo y el Nuevo Testamento, así como el seudoepígrafe. Evidentemente eso no es una casualidad. Todos ustedes saben que apócrifo significa “oculto”. Creo que esos textos se apartaron porque se deseaba que su sentido siguiera estando oculto para la masa de los fieles y sólo fuera accesible a unos raros iniciados. No olvidemos que los escritos esotéricos eran muy numerosos a comienzos de la era cristiana y que son muy importantes para comprender el cristianismo original. Ahora bien, afirmo que nos permiten interpretar los manuscritos del mar Muerto, y éstos los ilustran a su vez, pues existen turbadoras coincidencias…
Pierre Michel se detuvo unos instantes y bebió un trago de agua. Luego sacó lentamente de su cartera un paquete envuelto en un lienzo blancuzco que deshizo lentamente para descubrir un rollo. Reconocí inmediatamente un manuscrito del mar Muerto. Lo levantó por encima de la cabeza, para mostrárselo a toda la concurrencia que lo contempló boquiabierta. Era un pergamino antiguo, muy fino, de un color marrón claro, salpicado de manchas más oscuras, corroído por el tiempo, los insectos y la humedad. Estaba enrollado por sus dos extremos, como dos tímidos brazos asustados ante su propia audacia, que vacilaban en abrirse y descubrir su desnudez, la impúdica desnudez de la verdad. Encogido sobre sí mismo, parecía tan frágil y delicado que habría podido convertirse en polvo ante nuestros ojos o desmenuzarse en mil fragmentos y desaparecer para siempre, sin que nadie lo conociera. Era tan viejo, había visto desfilar tantos siglos, milenios incluso, que parecía desear que concluyera por fin su largo, demasiado largo calvario, y decir lo que tenía que decir antes de exhalar su último suspiro, de soplar la última brizna de polvo y no ser ya aquella prueba, aquella demostración para el hombre olvidadizo, sino sólo un recuerdo, una idea, una historia, rastro de su rastro, inefable y precario, una oración, un nombre invocado por los padres y los hijos, y por los hijos de sus hijos. Pronto se resignaría y abdicaría en favor de las palabras de las que sólo era soporte. Vacilaba ya entre lo material y lo inmaterial, entre lo real y lo imaginario, el espíritu, la pura memoria de aquellas palabras, grabadas para siempre, perdidas para siempre, recuperadas para siempre. Había resistido tanto, había combatido tanto y, desde hacía poco, viajado tanto que parecía fatigado y sin fuerzas. Pero estaba presente, tangible todavía, a la vista de todos, porque no había cumplido todavía su misión y guardaba en sus recovecos algo que debía ser dicho, por fin.
Pierre Michel siguió diciendo, con voz fuerte:
—¿Desean saber si existió Jesús y quién fue? Este manuscrito proporciona la respuesta y se lo entrego. Sí, Jesús existió. Este manuscrito habla de él. No, no fue el que ustedes creen.
En la sala se hizo un gran tumulto. Todos los ojos estaban clavados en el pergamino que Pierre Michel mantenía, aún, sobre su cabeza. Bajó entonces los brazos, depositó delicadamente el objeto en la mesa y añadió:
—Todo el mundo sabe que existen turbadoras similitudes entre los esenios y las primeras comunidades cristianas, parecidos que no pueden ser fruto del azar. Ambas comunidades ponían sus bienes en común y los guardaban en una especie de caja general, que constituía un tesoro. Un tesorero titular redistribuía lo necesario para las compras de la comunidad. Ahora bien, cuando Jesús le dice a un hombre rico que dé a los «pobres» todo lo que posee, está claro que con estas palabras quiere designar a sus hermanos, los esenios: el término «pobres» era precisamente uno de los que utilizaban los esenios para calificar a los miembros de su comunidad. La gente acomodada que se unía a la secta esenia tenía que abandonar sus riquezas y contribuir al fondo común. Pues bien, cuando Jesús invita al hombre rico, le dice precisamente: «Ven, únete a nosotros» para alentarle a integrarse en la comunidad esenia a la que él mismo pertenecía.
De nuevo se levantó un clamor entre el público. Pero Pierre Michel prosiguió, imperturbable:
—El parecido entre las reglas de los esenios y las de los primeros cristianos no se detiene ahí. El fraude financiero con respecto a la comunidad era gravemente castigado, tanto por unos como por otros, aunque los cristianos parecen haber sido más duros. En el Manual de disciplina de los esenios, quien ha robado a la secta debe pagar cierta suma o ser castigado durante sesenta días. En el Libro de los hechos de los apóstoles, Pedro, que ha descubierto el fraude de Ananías, le dice que ha pecado contra Dios, y Ananías, aterrorizado, expira inmediatamente.
»Pero, sobre todo, los esenios y los primeros cristianos vivían del mismo modo. Los esenios evitaban las ciudades y preferían establecerse en los pueblos. Rechazaban el sacrificio de animales. Su enseñanza descansaba en los principios de la piedad, la justicia, la santidad, el amor a Dios, a la virtud y al hombre. Por eso los esenios eran admirados por numerosos judíos, con grave daño para los sacerdotes del Templo, que colaboraban con el impío ocupante.
»Además, ambas comunidades tenían una visión similar del mundo: las dos anunciaban un cataclismo al final de los tiempos y creían en el reino de Dios inaugurado por el Mesías. Las dos se consideraban el pueblo elegido por Dios, en conflicto con los hijos de la mentira. Creían ser los hijos de la luz comprometidos en la lucha contra los hijos de las tinieblas. Tanto los esenios como los cristianos se situaban en el centro de un conflicto cósmico.
»A fin de realizar este destino, concibieron el mismo sistema mesiánico, la misma organización de sus comunidades en un movimiento religioso, el mismo universo conceptual. Para convencerse de ello basta con comparar el Manual de disciplina y el Nuevo Testamento. Todos los elementos concuerdan, pues se trata de la misma comunidad. Se lo aseguro: los esenios y los cristianos formaron una sola y misma secta. Lo que significa que, hasta que se fundó la Iglesia, el cristianismo era parte orgánica del judaismo.
Entre la concurrencia se escucharon murmullos cada vez más confusos. Pierre Michel elevó el tono para cubrir el ruido de las voces:
—Debemos terminar con siglos de secuestro de los textos. Consideren el Testamento de los doce patriarcas, que durante mucho tiempo se creyó escrito por un cristiano porque en él se hablaba del Mesías. Luego se descubrió que no era así, que se debía a la mano de un judío. ¡Y sólo es un ejemplo entre muchos otros!
»De ese modo, se comprende el misterio del Evangelio de san Juan, y su singular diferencia con los demás evangelios, con los que es casi imposible conciliarlo. Según Juan, Jesús es una especie de rabino. Su vida pública es más larga: tres años en vez de algunos meses o un año. Toda su existencia se desarrolla en Judea y no en Galilea. Es el Mesías desde el comienzo.
»Pues bien, he descubierto que el Evangelio según san Juan cita casi literalmente algunas frases del manuscrito de Qumrán que he estudiado; fue escrito, pues, muy pronto, en Palestina, donde se encontraron el pensamiento cristiano y el helenístico; es decir en Qumrán. Tengo muy buenas razones para pensar que el Evangelio de san Juan fue compuesto por un miembro de la secta esenia.
»¿No ven ustedes cómo el personaje de Jesús, tal como Juan lo describe, está muy próximo al Maestro de Justicia esenio, el sacerdote exaltado, el profeta que sufrió martirio y debe reaparecer como Mesías? El autor del Evangelio de san Juan compuso pues el relato de la vida de Jesús de acuerdo con la doctrina del Maestro de Justicia: “Yo soy el camino, la verdad y la vida; nadie viene por el Padre sino yo, yo os aporto la paz”, cita san Juan. La lectura de ese manuscrito me ha permitido resolver el misterio del Evangelio de san Juan: es un tratado teológico en forma de biografía de Jesús, que contiene las doctrinas predicadas por el Maestro de Justicia.
»Iré más lejos. Todo el mundo sabe, aunque nadie quiera admitirlo, que Juan el Bautista era un esenio. Predicaba el bautismo, rito esencial de los esenios, procedía del desierto como los esenios, y como ellos anunciaba la llegada del reino de los cielos. ¿Pero qué significa entonces que Jesús fuera bautizado por Juan? No es seguro que Jesús, al impartir su propia enseñanza, se alejara realmente de Juan.
»Así mismo, los discípulos de Jesús eran sin duda esenios; ¿cómo explicar, si no, que abandonaran enseguida sus ocupaciones cuando Jesús les pidió que se le unieran? Jesús dice a sus compañeros que vayan a predicar, de dos en dos y sin aceptar pan ni dinero. ¿Cómo podían sobrevivir? ¿Dónde dormían? O en Galilea había gente hospitalaria o los discípulos de Jesús estaban sorprendentemente provistos de amigos y relaciones. Pero tal vez esperaban ser recibidos por las sectas esenias implantadas en las ciudades y los pueblos, y descritas por Filón y Josefo. Pues si ellos mismos eran esenios, la regla sagrada de la secta les garantizaba la hospitalidad.
»Finalmente, si Juan y sus discípulos eran esenios, ¿lo era también Jesús? Recuerden: cuando cumplió los doce años, Jesús discutió con los sabios del Templo. En aquel momento, niño todavía, es iniciado de acuerdo con la costumbre esenia. Entonces aprende las Escrituras canónicas y también los escritos propios de los esenios. Lo que explica por qué conocía tan bien las Escrituras, pues es imposible que no las aprendiera en alguna parte. En aquel tiempo, todo el mundo tenía maestro. Es imposible que Jesús no fuese iniciado por nadie y que no perteneciera a secta alguna.
Pierre Michel se detuvo unos instantes para beber un poco de agua y recuperar el aliento. Unas gotas de sudor le corrían por la frente. Johnson le asaeteaba con miradas fulminantes. Estaba claro que, si hubiera podido impedirle hablar, lo habría hecho. El auditorio, reticente primero y luego sorprendido, parecía aceptar poco a poco las palabras del hombrecillo. Algunos sonreían, radiantes, contentos de oír unas palabras que esperaban desde hacía mucho tiempo. Otros, inquietos, parecían sinceramente trastornados.
Pierre Michel traía la turbación, el escándalo. Lanzado, proseguía inquebrantable su trabajo de zapa, del que no parecía poder salir indemne una sola alma, un solo siglo, una sola certidumbre. Parecía poseído. Desafiaba las doctrinas y los dogmas, pacientemente elaborados, los errores laboriosamente arraigados con el transcurso de los días, los meses y los años, en lo más profundo de las conciencias sin litigio, convencidas por la Iglesia y su fe, esa eminencia gris que le aconsejaba dejarlos sin voz para siempre. Pero, más allá de la Iglesia, estaban recuperando a Jesús, a Jesús solo y sin vínculos, a Jesús tal como era en su palabra y su fe; y lo sabían, y por eso escuchaban.
—¿Cómo explicar, si no, que Jesús pasara cuarenta días en el desierto? —prosiguió Pierre Michel—. No habría podido sobrevivir sin refugio. Pues bien, el monasterio de Qumrán se hallaba en el desierto de Judea; es posible pues que Jesús viviera en las grutas de Qumrán, como hacían otros esenios.
»¿A qué sinagoga acudía, si no, Jesús? Las sinagogas eran lugares de reunión. Y Jesús, sin duda, no acudía a las de los fariseos, a quienes criticaba acerbamente. Iba a las asambleas de los esenios, a lo que ellos denominaban los encuentros de los “numerosos”.
»¿Cómo explicar, si no, que Jesús fuera llamado el Nazareno en una época en que no existía un pueblo llamado Nazaret?
Algunas exclamaciones de sorpresa resonaron entre la concurrencia.
—Nazaret nunca se menciona, ni en el Antiguo Testamento, ni en el Talmud, ni en los escritos de Flavio Josefo. Y sin embargo, este último, comandante en jefe de los judíos durante la guerra contra los romanos en Galilea, nunca dejaba de anotar lo que veía. Si Nazaret hubiera sido una población importante de Galilea, ¿cómo es posible que Flavio Josefo, que combatía en aquella provincia —y la describe, además, detalladamente—, ni siquiera la mencionara? Porque Nazaret no es el nombre de un pueblo sino el nombre de una secta. Mateo, obsesionado como estaba por la realización literal de las profecías, escribió que Jesús había ido a Nazaret, para que se cumpliera la palabra de los profetas según la cual el Mesías debía ser un «nazareno». Se refiere a Isaías (XI, I), según el cual debía existir un plantel —netzer, en hebreo— de Jesé, en el que estuviera el espíritu de Jesé. Ahora bien, resulta precisamente que los esenios se llamaban «nazarenos», es decir «creyentes en el Mesías… al igual que los “christianoi”».
Johnson lanzaba rayos y centellas, con los puños cerrados sobre las rodillas y todos los músculos del rostro crispados. Unas veces miraba a su alrededor, como para contar las personas que allí se hallaban, que escuchaban las palabras de Pierre Michel. Otras, abrumado, se agarraba la cabeza con las manos, como si no quisiera ver ni oír ya nada de lo que ocurría a su alrededor.
Totalmente aturdido, destrozado por la espera de lo que sospechaba cada vez más, mudo de terror, mi padre contemplaba los preparativos sin conseguir creerlo: unos hacían hervir las hierbas amargas y las envolvían en una pasta ázima. Otros encendían ardientes hornos en grandes torres cilindricas, de las que brotaban las altas llamas de un fuego alimentado con ramas y troncos. Unos jóvenes samaritanos paseaban, impacientes, con sus vestidos de fiesta, y fingían atarearse alrededor de las humeantes marmitas. Los niños se divertían con los corderos.
Poco a poco, todos los samaritanos regresaron a sus moradas para ponerse la vestidura tradicional del sacrificio y efectuar las abluciones rituales. Los ancianos se endosaron túnicas de finas rayas y se cubrieron los hombros con un chal de oración. Se reunieron luego para formar un cortejo, con el sumo sacerdote a la cabeza, seguidos por los ancianos de la clase sacerdotal, los viejos de la comunidad luego y, por fin, los más jóvenes.
El sumo sacerdote se colocó ante un bloque de piedra, con el rostro vuelto hacia la cima del Gerizim, del lado opuesto al del sol poniente. Doce sacerdotes más se instalaron en torno al altar del sacrificio. Entonaron lacerantes plegarias, lamentaciones, cuyos estribillos repetía, en coro, la concurrencia. El sumo sacerdote subió al bloque de piedra y comenzó a salmodiar. En el preciso instante en el que el último rayo de sol desaparecía detrás de las montañas, en un momento de silencio y emoción, el centesimo cuadragésimo sexto descendiente de Aarón recitó por tres veces, con voz resonante, la exhortación bíblica: «Y toda la asamblea de Israel le degollará al anochecer».
Los sacrificadores probaron en la punta de la lengua el filo de sus cuchillos, agarraron con mano firme los animales que se agitaban vigorosamente con sus últimas fuerzas, presa del mayor terror y, con un solo gesto, les cortaron la garganta. Resonó un inmenso clamor, un grito ronco que desgarró el cielo. La sangre brotó a chorros de las mutiladas gargantas.
Una explosión de júbilo acogió el holocausto. En un minuto inmolaron veintiocho corderos. Los doce sacerdotes se acercaron entonces al altar del sacrificio, sin dejar de recitar el Éxodo. Cuando evocaron la exhortación divina de señalar con una marca roja los dinteles de las puertas, los padres hundieron el índice en las gargantas, aún sanguinolentas y marcaron a sus hijos en la frente y la nariz. Luego todos fueron a rendir homenaje al sumo sacerdote. Le llevaron platos humeantes, le besaron las manos. Todo eran abrazos, besos y jubilosas efusiones. Los más jóvenes se apoderaban de los animales sacrificados y los echaban al agua hirviendo para quitarles con más facilidad el pelaje. Una vez desollados, se colgaban de unos postes, desprovistos de sus partes impuras y descuartizados. Luego se los salaba para expurgarles de su sangre. Incumbía a los sacerdotes la tarea de elegir las bestias aptas para el consumo y comprobar que no presentaran defecto alguno. Las que no eran perfectas se arrojaban inmediatamente al fuego junto con la lana, las entrañas y las patas de los demás animales.
En aquel instante, mi padre pensó que se había equivocado y que el pequeño altar, que seguía inmaculado, no le estaba destinado. Un entusiasmo juvenil se había apoderado de todos, jóvenes y viejos, presa de la exultación religiosa. Incansablemente, los sacerdotes recitaban el Éxodo con tono monocorde, mientras circulaban entre los fieles. Entonces mi padre se dijo que tal vez lo hubieran olvidado. Realizarían su sacrificio y, quizá después regresarían a sus casas. Los animales, ya en los espetones, estaban dispuestos a ser quemados en el gran altar. Alrededor de cada uno de ellos, aguardaban los jóvenes esperando el texto del Éxodo que les permitiría lanzarlos todos, con parejo impulso, a las llamas.
—Recuerden —continuó Pierre Michel—, el párrafo del Éxodo en el que Moisés toma la sangre de los holocaustos y rocía con ella al pueblo, diciendo: «He aquí la sangre de la alianza que el Señor ha hecho con vosotros, sobre la base de todas sus palabras». ¿No les dice nada? Sin embargo es el origen de la eucaristía, cuando Jesús identifica el vino con su sangre, renovando así la alianza mosaica. Pero también recuerda el rito esenio que consistía en simbolizar la sangre y la carne del Mesías por el pan y el vino consagrados en las comidas hechas en común.
Hizo una pausa, pareció sopesar las palabras antes de añadir:
—Los esenios creían que el hombre al que llamaban Jesús el nazareno, Jesús el esenio, era su Mesías, su Maestro de Justicia.
—¿Qué quiere decir? —gritó Johnson sin poder ya contener su furor—. ¿Que el Mesías de los cristianos no era otro que el Maestro de Justicia del que hablan los esenios? ¿Ignora acaso que los cristianos esperaban un solo Mesías mientras los esenios hablan de dos Mesías?
—Es posible que los dos se hayan convertido en uno, al igual que lo es que los cristianos hicieran una síntesis tardía —respondió tranquilamente Pierre Michel—. Ambas comunidades creían ser los pueblos de un «nuevo contrato», lo que tiene el mismo sentido que «Nuevo Testamento». Para los primeros cristianos, al igual que para los esenios, se trataba de la ley de Moisés. Fue Pablo quien se separó de esa ley de Moisés, para facilitar las conversiones y el progreso de la Iglesia de los gentiles.
—No —interrumpió brutalmente Johnson—. No es posible establecer los fundamentos del Nuevo Testamento sobre bases históricas. El problema debe ser resuelto por la teología.
—Eso dice usted, pero sabe muy bien que no le satisface ese Cristo en el que le piden que crea sólo por fe. Desea saber más sobre esa enigmática figura. Desea conocer al Jesús de la historia. Es un razonamiento circular: quiere usted establecer una teología que sea juez de la historia y quiere basar los problemas históricos en la Biblia. Si la narración del Nuevo Testamento no es fáctica, ¿cómo tener fe en su protagonista? ¿Cómo lograr que la fe no se separe de la realidad?
—Pero la mayor parte de la historia humana está sometida a dudas. La fe es necesaria en la mayoría de los casos, antes de dar sentido a la historia.
—No es una posición sostenible para una teología basada en la Biblia. Los orígenes cristianos no pueden anclarse en algo que no pudo producirse, sólo porque se desea que así sea. Es posible edificar de este modo un mundo imaginario, en el que se puede pensar, reflexionar y, a través de los símbolos, venerar a Dios, pero se está al margen del verdadero mundo. Soy religioso, sin embargo no puedo desprenderme de cierto sentido de la historia; quiero permanecer en contacto con la realidad. Y no creo que baste con creer en la teología del presente para determinar los acontecimientos del pasado.
»Ahora bien, lo que hace tan fascinantes los rollos de Qumrán es que son una realidad tangible. Están ahí, existen. ¿Puede la teología hacerlos desaparecer? Pero lo que implican los pergaminos es también algo substancial. ¿Puede la teología suprimir sus consecuencias y sus inferencias? Pues no existen sólo los manuscritos, están también las grutas, las ruinas del monasterio, las piscinas del bautismo, los scriptorium. Y así, gracias a Qumrán, la historia cobra vida.
Pierre Michel había bajado del estrado. Ahora, hablaba con todos y con cada uno en particular. Agitaba los brazos como si predicara o más bien como si bendijera. Se detenía de vez en cuando y miraba algunos rostros de expresión satisfecha. Él mismo estaba trascendido, arrebatado por su discurso como si le rodeara un aura; como si la gracia estuviera sobre él. El tono de su voz era dulce, cálido e inflamado a la vez.
Aquél era su día, el que aguardaba desde hacía mucho tiempo ese hombre apasionado.
—Los rollos existen —prosiguió—, y con ellos, algo más que supera su propio significado. Se convierten en signos, indicadores de dirección en el mapa de la historia. A través de esos pergaminos, los esenios, aunque muertos, comienzan a hablar. Y lo que dicen aporta nuevas respuestas a antiguas preguntas, respuestas de las que pueden brotar otras, más numerosas, para formar juntas una reseña natural de la historia cristiana.
»Así, por ejemplo, la figura de Juan Bautista en el desierto no es la de un hombre súbitamente poseído por el Espíritu Santo, sino la de uno de los miembros de la comunidad de los esenios que lleva una vida austera y que busca, como sus hermanos, la pureza a través de la práctica de baños rituales.
—Olvida la gran diferencia que hay entre Juan Bautista y los esenios —interrumpió Johnson—. ¿Qué tienen en común la vida recogida y silenciosa de los esenios y el ardor profético de Juan que, con el espíritu de un Elias, o de un Amos, anuncia como inminente el juicio de Dios y denuncia los escándalos de la corte?
—¿Y la impaciencia con respecto a las postrimerías que revela la Regla de la comunidad? —replicó Pierre Michel—. Conducida por el Maestro de Justicia, la naciente comunidad tenía ya la convicción de que el fin de los tiempos estaba próximo. Es lo que nos dice el Pergamino de la guerra: Belial desplegaba su rabia contra los penitentes de Israel e iba a resonar la hora del juicio. El comentarista del Pergamino de Habacuc advierte también que los tiempos se prolongan más de lo previsto; deduce de ello que el juicio contra los transgresores de la alianza será por ello más terrible. El Pergamino de la guerra es obra del ala extremista que se unirá a los zelotes en su lucha contra Roma, y evoca, en términos realistas y apocalípticos al mismo tiempo, la guerra santa de los hijos de la luz contra los hijos de las tinieblas. La comunidad esenia, obsesionada con el fin de los tiempos, permite por el contrario situar y comprender la figura de Juan Bautista.
—Afirma usted que Juan Bautista era esenio. Es falso, pero admitámoslo por un instante. Le desafío a que demuestre que estaba en contacto con Qumrán. Como usted sabe, existían varias formas de esenismo. Y los pocos hombres de Qumrán son sólo un puñado en relación con las numerosas familias que constituían la orden esenia. Según dicen Filón y Flavio Josefo, la mayoría de los esenios vivía junto a las ciudades y los pueblos.
—Juan Bautista tuvo, en efecto, contacto con la secta de Qumrán. La proximidad geográfica del monasterio de Qumrán con el paraje donde se reunía la muchedumbre no es fortuita. Y diré más incluso: no sólo Juan Bautista era esenio, también lo era Lucas, que evoca el desierto en el que creció; hoy sabemos que sólo los esenios acogían a los niños en el desierto para instruirles en su doctrina.
—Juan Bautista no era esenio. Su padre, Zacarías, era un fiel sacerdote del Templo de Jerusalén, mientras que los esenios rechazaban a los sumos sacerdotes en ejercicio.
—Juan Bautista llevaba una vida de asceta, muy parecida a la de los miembros de Qumrán, respetando escrupulosamente la Regla de la comunidad.
—Flavio Josefo habla del carácter comunitario y sacro de las comidas que hacían los esenios; se asimilaban a las comidas saduceas del Templo, durante las que los sacerdotes consumían en estado de pureza y de modo ritual las ofrendas hechas a Dios. Juan, por su parte, sólo se alimentaba de productos naturales del desierto, mijo y saltamontes.
—Algunos miembros de la secta practicaban el ayuno. Pero lo más importante es el sentido de la acción de Juan Bautista en el desierto: quería reanudar la predicación profética. Usted conoce la importancia espiritual y religiosa del desierto. El profeta Oseas había anunciado que Dios llevaría allí a su pueblo infiel para devolverle la promesa de sus bodas. Ezequiel evocó el desierto de los pueblos, en el que Dios entraría en juicio con su pueblo. El segundo Isaías describió el nuevo Éxodo en el desierto como un paraíso, e invitó a sus compatriotas a desbrozar el camino para Dios. Este texto es citado, dos veces, en la Regla de la comunidad para justificar la secesión del grupo esenio y su abandono del Templo para internarse en el desierto. El desierto es siempre la última fase de preparación antes del gran día.
»Además, Juan Bautista compartía ciertas ideas de sus contemporáneos, especialmente los autores del Apocalipsis, pero se distinguía de ellos por su radicalismo. Por éste se acerca a los esenios de Qumrán, que oponen el Israel pervertido a su pequeña comunidad que, fiel a la profecía de Isaías, pretende ser la “preciosa piedra angular que no vacilará”. El Bautista se acerca a los esenios de Qumrán cuando amenaza al pueblo con la cólera de Dios y predice a los hijos de Israel que no podrán escapar de ella sin una conversión radical.
—Juan era un predicador itinerante que no temía mezclarse con la muchedumbre. Los esenios, por su parte, muy puntillosos en materia de pureza, se mantenían distanciados de todos los pecadores.
—El objetivo de Juan Bautista era purificar a toda esa gente por medio del bautismo, que era una costumbre esenia. Los esenios concedían una importancia primordial a la «purificación de los Numerosos» por los baños rituales.
—Pero Juan presidía el bautismo de los demás, mientras que cada uno de los miembros de la comunidad de Qumrán tomaba personalmente su baño de purificación, sin mediador alguno. Al revés que el radicalismo integrista que se desarrolló en las riberas del mar Muerto, Juan anunció el gran aliento del evangelio con la generosa acogida reservada a los pecadores. La humildad de su actitud ante el «mayor que él», Jesús, le convierte en un notable cristiano y la tradición ve, con razón, en él, al precursor y anunciador de Jesús, nuestro Señor…
—Precisamente yo quería llegar a Cristo.
No le habían olvidado. Tras haber terminado su tarea, se dirigieron hacia mi padre. Lentamente, le amordazaron y le ataron al altar con una tosca cuerda.
Las lágrimas brotaron de sus ojos y terribles temblores agitaron todo su cuerpo, pero sus verdugos, decididos a sacrificarle, permanecieron impasibles a esas mudas súplicas. Su calvario no había terminado: los samaritanos se retiraron a sus casas para meditar, recogerse y seguir leyendo en familia la historia del pueblo hebreo en el Sinaí. Mi padre, atado, amordazado, renunció a buscar ayuda. Con cada minuto, cada segundo de espanto veía llegar el siguiente como el último y, lo que era más insoportable todavía, veía un infalible fulgor de esperanza abrirse paso a duras penas, abrirse paso y persistir, para sostenerle, para sujetarle a la vida, aquella vida sacrificada que seguía murmurándole que Dios no iba a abandonarle. Comenzó a odiar aquella esperanza tan indisolublemente ligada a la vida, aquella maldita esperanza que le hacía seguir aguardando un postrer socorro, natural, humano o sobrenatural; cualquier cosa que le sacará de aquella situación desesperada. En el umbral de la muerte violenta, seguía aguardando algo; y eso ocurría porque era hombre.
Las ataduras torturaban sus azuladas muñecas, desgarraban su piel. Estaba tendido en el altar, con la espalda contra la piedra, los brazos atados a los ángulos superiores del ara, las piernas encogidas hacia la izquierda, los tobillos liados juntos en un tercer ángulo. Por su cuerpo, así contorsionado, apenas circulaba la sangre; tenía las piernas cada vez más doloridas y no conseguía respirar normalmente. Comenzó a orar. Como para acompañarle, se oyó el sonido del shofar, al igual que en el día de Kippur, cuando se anuncia el final del ayuno, la gran liberación, y el juicio celestial que separará, en el destino de cada cual, las buenas y las malas acciones. Pero no era el día de Kippur, no era el renacimiento de la vida purificada. Era un sacrificio humano. Por amor de Dios, ¿dónde estaba Dios? ¿Iba a abandonarle? Las lágrimas brotaron otra vez de sus ojos cuando pidió perdón, cuando, en un último respingo de fe ferviente, le invocó con todo su ser e imploró, una vez más, la postrera, que le salvara, que no le abandonara.
Los cabezas de familia salieron uno a uno de sus casas, con un bastón en la mano, la estera de oración bajo el brazo y una manta al hombro. El sumo sacerdote, seguido por toda la comunidad, volvió de nuevo al lugar. Rodearon el altar donde estaba atado mi padre y entonaron salmos. Entonces, el sumo sacerdote se aproximó lentamente a él, con un cuchillo en la mano. Mi padre cerró los ojos. Sintió la afilada hoja en su garganta oprimida.
—¡No!
El grito resonó y dejó un eco en la sala. Pierre Michel, con paso decidido, subió de nuevo a la tribuna.
—No me impedirá usted hablar, Johnson, ni decir a todo el mundo lo que usted y yo sabemos perfectamente: que el Maestro de Justicia y Jesús son una sola y misma persona. Los «Kittim», esos hijos de las tinieblas, esos abominables verdugos que menciona el Pergamino del Maestro de Justicia, y que van a atravesarlo, a crucificarlo, no son sino los romanos.
—¡De ningún modo! La palabra designaba a los pueblos latinos y griegos de las islas mediterráneas. «Kittim» puede también aplicarse a los seléucidas, que eran griegos. Y si el Pergamino del Maestro de Justicia habla de los griegos, entonces data del siglo II antes de Cristo. La identidad del Maestro de Justicia, como la del «sacerdote impío» que menciona el pergamino, debe elucidarse. Pues muchos personajes históricos pueden equipararse tanto al uno como al otro. El sacerdote impío podría ser, muy bien, Oirías III, el sumo sacerdote expulsado por Antíoco Epífanes, o Menelao, el malvado sacerdote que le persiguió. O también Judas el Esenio, figura santa que se enfrentó con el terrible Aristóbulo I.
»Además, el Maestro de Justicia era un sacerdote, tal vez incluso un sumo sacerdote del Templo. Se alió con una orden religiosa, a cuyos miembros instruía en el significado de las Escrituras, añadiendo sus propias enseñanzas y profecías. Perseguido y ejecutado, se convirtió para siempre en el profeta mártir de la orden esenia que le adoró y le veneró, y que aguardó su regreso en la era mesiánica. ¡Pero ese Maestro de Justicia vivía en el siglo I o II antes de Cristo!
—Eso es lo que usted dice. Pero sabe, como yo, mucho más sobre ese tema, desde que desciframos el último pergamino; el que abre la puerta de los secretos, el que tengo aquí, en mi poder, a pesar de todas tus tentativas para arrebatármelo —replicó Pierre Michel señalando a Johnson con un dedo acusador.
La concurrencia estaba estupefacta. Algo se estaba dirimiendo entre ambos hombres, una antigua rivalidad, tal vez más vieja aún que ellos mismos, pero ciertamente también un conflicto personal entre los dos antiguos amigos, aunque el conflicto no desempeñara ya papel alguno; en cualquier caso, no ocultaban ya que se conocían bien.
—Jesús existió —prosiguió Pierre Michel—, es cierto. Pero no era el que se cree. Ha llegado la hora de decir lo que este pergamino revela. El manuscrito nos dice no sólo quién era Jesús sino también quién le mató realmente, y por qué. Y es eso lo que te da miedo, Misickzy, a ti que te ocultas bajo el falso nombre de Johnson, eso es lo que no puedes soportar. Pero hoy vas a escucharlo y todo el mundo va a saberlo, a saberlo todo. Pues voy a revelar a todo el mundo lo que ocurrió aquella famosa noche de Pascua en la que Jesús encontró la muerte.
Johnson, loco de rabia, se puso a gritar:
—Eres un traidor; robaste nuestros manuscritos para perjudicarnos. También yo revelaré a todo el mundo lo que has hecho, y lo que te hace actuar. Este hombre no sólo apostató —anunció dirigiéndose al auditorio—. Este hombre… ¡Este hombre se convirtió al judaísmo!
Johnson daba libre curso al odio que le torcía la boca, deformaba su rostro e hinchaba las venas de sus sienes violáceas.
—Te convertiste a ese pueblo responsable de la muerte de Jesús, pues Israel y nadie más fue el culpable —prosiguió Johnson—. Te convertiste a esa religión folclórica, anticuada y deicida.
—No me sorprende de ti que creas en esa impostura antisemita, de la que la Iglesia se hizo culpable cuando se paganizó, que creas en esta calumnia que es, directamente, el origen de los sufrimientos y las indescriptibles persecuciones infligidos a los judíos a lo largo de los siglos. La Iglesia católica sólo ha desmentido a medias, y muy tarde, la acusación de deicidio formulada contra los judíos. Me avergüenza. Me avergonzáis.
»Conozco tus móviles y los de la Congregación para la Doctrina de la Fe: la autopreservación, la supervivencia nacional y espiritual de vuestros opulentos aristócratas. La verdad, esa que tú rechazas, es que los sacerdotes que condenaron a Jesús no tenían la adhesión de las masas judías, pues se habían puesto al servicio del ocupante pagano para preservar su posición, por lo demás precaria, ante el poder romano.
»Entre esos sacerdotes había algunos hombres íntegros, una minoría disidente, compuesta principalmente por fariseos, que intentaba contener a los saduceos. Los esenios eran esos sacerdotes disidentes. La comunidad de Qumrán se fundó después de las guerras macabeas, en señal de protesta contra el secuestro de la religión judía por la autoridad del Templo, dominada por los saduceos. Los sacerdotes esenios estaban convencidos de que Dios no salvaría al pueblo judío si éste no obedecía su ley. Los esenios siguieron de modo estricto los preceptos de la Torá, y apelaron a la justicia de Dios para que se cumplieran las profecías. Creían que ningún poder político, ninguna potencia militar podría liberar a Israel del yugo del opresor; que sólo una intervención sobrenatural, la del Mesías, el Ungido de Dios, establecería un orden nuevo. Los esenios de Qumrán se volvían hacia el pasado, releían las Sagradas Escrituras de Israel para comprender el significado del destino de los hebreos y del pueblo de Israel. Estos textos iluminan los acontecimientos contemporáneos con una nueva luz. Esta historia donada por Dios debía transcribirse en pergaminos para que fuese leída y releída. Así, los escribas de la secta comenzaron a redactar no sólo copias de los libros sagrados, que los judíos respetaban, sino también de los propios escritos de la secta.
—¿Y qué papel desempeñó Jesús en todo ello?
La concurrencia, impaciente y ansiosa, estaba pendiente de los labios de Pierre Michel. Su voz se suavizó extrañamente cuando dijo:
—No era un humilde carpintero, ni un dulce pastor que predicaba el amor y el perdón por medio de parábolas, ni una encarnación divina que llegaba para ofrecer el perdón y sacrificarse por las faltas de los hombres. No. El Mesías de Israel era un guerrero triunfante y un juez, un sacerdote y un sabio instruido. Nada tenía de metafórico su fervor mesiánico. Los esenios de Qumrán creían firmemente que los romanos y sus agentes judaicos encarnaban las fuerzas de las tinieblas. Creían que la eliminación de la maldad y del Maligno sólo sería posible con una sangrienta guerra de religión. Sólo entonces llegaría un período de renacimiento, de paz y de armonía. El pueblo de Israel debía desempeñar un papel en su propia redención. Conducidos por su Mesías, los esenios reharían el mundo. Pero no todo ocurrió como estaba previsto. Y quienes premeditaron el asesinato de Jesús, los asesinos, son…
—¡Cállate! —gritó Johnson ya incapaz de dominarse—. No tienes ya derecho a la palabra. El cristianismo suplantó la religión judía. La única respuesta correcta de los judíos al cristianismo es la conversión. Sois un arcaísmo, vuestra religión es vetusta y anacrónica. La ocupación de Jerusalén se basa en una enorme mentira. No es posible deportar a toda la población judía de Israel, pero es posible ya eliminar un…
Cuando le pusieron el cuchillo en la garganta, vaciló con los ojos desorbitados. Se debatió luego, enloquecido, lanzando un grito desgarrador.
El fuego estaba listo; su asesina incandescencia se preparaba para lamer la carne dolorida y hacer que su soplo ascendiera hacia Dios, para que aceptara la súplica.
Resonó un disparo ensordecedor. Luego, un segundo y un tercero, inmediatamente seguidos por un clamor de espanto y de pánico.
Era una bestia joven y sin defectos, inmaculada y frágil. Aterrorizada por el fuego, arqueó todo su cuerpo. El sudor del sufrimiento, el jadeante aliento del miedo no cambiaron la decisión del hombre: le consagraba a Dios por ese holocausto. Entonces, el sacerdote aplicó el afilado cuchillo y, con gesto seco, lo degolló. Se escuchó un último grito, apenas audible, como un sollozo, y el cordero expiró. La sangre manaba todavía cuando prendieron la hoguera.
Pierre Michel cayó al suelo.
Era un minúsculo animal tomado del rebaño, que todavía mamaba bajo su madre. En el último instante, antes de inmolar a mi padre, le habían liberado y lo habían sacrificado en su lugar, en el altar pequeño. Mi padre comprendió entonces lo que había ocurrido: habían representado la escena del sacrificio de Isaac, cuando Abraham, tras haber atado a su hijo, lo liberó por orden divina y sacrificó un cordero en su lugar. Al tiempo que lo comprendía, sus nervios cedieron y perdió el conocimiento.
Una agitada muchedumbre se apretujaba en todas direcciones. Algunos intentaban salir, otros acercarse al lugar del drama. Todos querían saber lo que ocurría.
Lo que ocurría era muy simple: Paul Johnson había disparado contra Pierre Michel y había dejado caer luego su arma. Ahora, flanqueado por el servicio de orden que había salido de entre bastidores, estaba por completo atónito, pasmado ante el acto que había llevado a cabo.
«Pensé en mi corazón en el estado de los hombres que Dios les hará conocer, y verán que son sólo bestias. Pues el accidente que sucede a los hombres y el accidente que sucede a las bestias es el mismo accidente: así es la muerte del uno, así es la muerte de la otra y ambos tienen el mismo aliento, y el hombre no tiene ventaja sobre la bestia, pues todo es vanidad».
Jane y yo intentamos llegar a la tribuna, pero el cordón de seguridad apartaba a todo el mundo. Unos minutos más tarde, llegaron los camilleros para llevarse el cuerpo. La vigilancia se relajó unos instantes y Jane se metió por aquella brecha. Pero pronto volvió a mi lado pues, sin duda, no había podido llegar muy lejos. Vimos pasar el cadáver de Pierre Michel, muerto en el acto, y luego a Johnson, esposado y escoltado por la policía. A nuestro alrededor, en la sala, reinaba un pánico sin precedentes.
Nos marchamos, desesperados ante la idea de haber perdido a Pierre Michel, y tristes, pues teníamos la sensación de haber sido, en mayor o menor grado, la causa involuntaria de su muerte. Una oscura melancolía me invadió, y no me abandonó ya durante los días siguientes. Me parecía que, en mi agitación, no sólo no había progresado en mis investigaciones sino que, además, era responsable de la pérdida de un justo. Existe un enojoso mal que he visto bajo el sol y es que las riquezas se conservan para desgracia de quien las posee. Y las riquezas perecen tras un mal trabajo, de modo que se habrá traído al mundo a un niño que nada heredará. Semejante hombre regresará desnudo, como salió del vientre de su madre, y se marchará tal como vino. Aquí existe también un enojoso mal, que como vino así se irá; ¿y qué ventaja tendrá por haber corrido tras el viento?
Yo había querido tender una trampa, Pierre Michel había sido el cebo principal. El cerco se cerraba ahora a mi alrededor, y todo sucedía como si yo recorriera el mundo para extender la mala nueva, como si yo fuera un sacerdote impío. Sembraba a mi paso la turbación, el tormento y el horror. Todas las personas con las que me encontraba, que me indicaban el camino o, sencillamente me hablaban, aunque sólo fuera un momento, desaparecían salvajemente asesinadas. Acababa preguntándome si todo aquello no tendría relación conmigo, o tal vez Johnson tenía razón: los pergaminos irradiaban ondas maléficas y arrojaban la mala suerte sobre quienes se aproximaban a ellos.
Tenía que ir a verle para saber algo más sobre las razones ocultas o racionales de su acto.