1


Al principio era el verbo

y el verbo estaba vuelto hacia Dios

y el verbo era Dios.

Todo fue por él,

y nada de lo que fue

fue sin él.

Y él era la vida

y la vida era la luz de los hombres

y la luz brilla en las tinieblas.

Y las tinieblas no la han comprendido.

Hubo un hombre, enviado por Dios,

su nombre era Juan.

Vino como testigo,

para rendir homenaje a plena luz

para que todos creyeran por él.

Pero sus palabras fueron truncadas

y cambiados sus vocablos,

y el verbo se hizo mentira

para ocultar la verdad,

la verdadera historia del Mesías.

La que debe siempre enmascararse en su opacidad,

nunca revelada

por los siglos, por los escribas, por los doctores de la fe.

He aquí la verdad desnuda, más terrible que la muerte.

He aquí en verdad quién fue Jesús,

he aquí su vida,

la historia secreta de su muerte.

«Eli, Eli, ¿lama sabaqtani?».

Éstas fueron sus últimas palabras,

en el fin postrero de su calvario,

cuando por fin advirtió que todo había acabado.

Entonces, inclinando la cabeza, Jesús entregó su espíritu.

La víspera por la noche, Jesús había reunido a sus discípulos,

para compartir con ellos la comida ofrecida

en recuerdo de la liberación de Egipto.

Pero aquella noche no era como las demás noches,

pues aquella noche,

su hora había llegado,

la hora de la Revelación.

Lo sabía,

y por ello había reunido a sus discípulos

por última vez a su lado,

antes del gran día.

Alrededor de la mesa puesta para el Seder,

eran trece.

A la derecha de Jesús, con la cabeza apoyada en su pecho,

estaba Juan, su anfitrión,

el discípulo al que Jesús amaba.

Luego estaban Simón Pedro y Andrés,

Santiago y Juan,

Felipe y Bartolomé,

Tomás, Matías,

Santiago, hijo de Alfea y Tadeo, Simón,

y Judas Iscariote.

Pues también él era amado por Jesús

y también él estaba invitado a su última noche.

La estancia era grande; la mesa estaba puesta,

los trece, tendidos.

Entonces se levantó, depositó su manto

y tomó un lienzo con el que se ciñó.

Derramó agua en una jofaina,

lavó los pies de los discípulos

y los secó con el lienzo que llevaba.

Cuando le llegó el turno a Pedro, éste exclamó:

«Tú, Señor, vas a lavarme los pies a mí. ¡Nunca!».

«Si no te lavo, no podrás tener parte en mí».

«¡No sólo los pies, sino también las manos y la cabeza!».

«Quien se haya bañado no necesita que lo laven,

pues es por completo puro: y vosotros sois puros,

Pero no, todos no…».

Pues estaba Judas

y sabía que iba a entregarle.

Cuando hubo concluido,

se puso el manto y volvió a la mesa.

“¿Comprendéis lo que he hecho?

Me llamáis el Maestro y el Señor,

y decís bien, pues lo soy.

Os he lavado los pies,

yo, el Señor y el Maestro,

porque también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros,

pues es un ejemplo que os he dado.

Lo que he hecho por vosotros,

hacedlo vosotros también.

En verdad os digo

que un sirviente no es mayor que su dueño,

ni un enviado mayor que el que le envía.

Sabiéndolo, seréis felices, siempre que lo pongáis en práctica.

No hablo por vosotros; conozco a quienes he elegido.

Pero que así se cumpla la Escritura”.

«El que comía el pan conmigo,

contra mí ha levantado el talón.

Os lo digo

antes de que el acontecimiento se produzca.

Así cuando llegue,

creeréis en mí.

En verdad os digo,

recibir a quien yo envíe,

es recibirme a mí.

Y recibirme es recibir a Aquel que me ha enviado».

Luego añadió:

«Uno de vosotros me entregará».

Entonces se miraron unos a otros,

y se preguntaron de quién estaba hablando.

Simón Pedro hizo una señal a Juan,

el discípulo a quien Jesús amaba entre todos:

«Pregúntale de quién está hablando».

El discípulo se inclinó entonces hacia el pecho de Jesús

y le dijo:

«¿Quién es, Señor?».

Entonces Jesús respondió:

«Será aquel a quien le dé el bocado que voy a mojar».

Tomó entonces el bocado que había mojado,

y se lo dio a Judas Iscariote, hijo de Simón,

de Simón el zelote.

«Lo que debes hacer, hazlo pronto».

Judas, tras haber tomado el bocado,

salió inmediatamente,

con paso rápido, partió en la noche.

Cuando hubo salido,

anunció Jesús a los demás discípulos:

«Ahora, el hijo del hombre ha sido glorificado

y Dios ha sido glorificado en sí mismo.

Queridos amigos,

ya sólo estaré con vosotros

muy poco tiempo.

Pero sabéis que a donde voy,

no podéis venir vosotros.

También debo decíroslo ahora.

Antes de partir,

os doy un nuevo mandamiento:

Amaos los unos a los otros.

Como yo os he amado,

así debéis amaros los unos a los otros.

Y si sentís amor los unos por los otros,

todos reconocerán que sois mis discípulos».

Tras haber hablado así, Jesús fue con sus discípulos

más allá del torrente del Kidron.

Había allí un huerto

donde entró con sus discípulos,

pero Judas, que le entregaba, conocía el lugar,

pues Jesús le había llevado allí muchas veces.

Se puso a la cabeza de la milicia

y de los guardias proporcionados por los sumos sacerdotes

y los fariseos,

y llegó al huerto

con antorchas, luminarias y armas.

Y Jesús, que sabía todo lo que iba a suceder, se adelantó y les preguntó:

«¿A quién buscáis?».

«Buscamos a Jesús».

«Yo soy», respondió.

Entre ellos iba Judas, que le entregaba. Entonces retrocedieron,

entonces temblaron.

De nuevo, Jesús les preguntó:

«¿A quién buscáis?».

Y respondieron:

«A Jesús de Nazaret».

«Ya os lo he dicho, yo soy», repitió.

Entonces, Simón Pedro,

que llevaba una espada, desenvainó

y golpeó al sirviente del sumo sacerdote,

y le cortó la oreja derecha.

Pero Jesús le ordenó enseguida a Pedro:

«¡Devuelve la espada a la vaina!

¿Cómo?

¿No voy a beber la copa.

Que el Padre me ha dado?».

Pues sabía

que su sentencia de muerte era un mandamiento

al que no debía resistirse.

La milicia y los guardias de los judíos le asieron

y le ataron.

Hasta aquí, todo era perfecto.

Todo se ejecutaba exactamente

según el designio

como había sido previsto.

En el año 3760,

un astro había brotado de Jacob,

un cetro se había levantado de Israel,

y el propio Señor había dado un signo.

He aquí que la muchacha quedó encinta,

y dio a luz un hijo.

Al octavo día de su nacimiento,

lo circuncidaron según la ley.

Y le llamaron Yeoshua,

«Dios salva».

Entonces José y María

acudieron al Templo

para ofrecer un sacrificio a Dios

y para rescatarle,

pues era el primogénito.

Tuvo hermanos y hermanas.

Su familia era numerosa

y pobre.

Y su ciudad era pobre,

a causa de los impuestos,

y del hambre

y de las guerras.

Aprendió la ley escrita

y la ley oral.

Su inteligencia era viva,

sus pensamientos secretos.

Hablaba poco

incluso con quienes le eran próximos.

Y a menudo permanecía solo, para meditar,

para buscar respuestas en la oración,

y a veces interrogaba a sus maestros

cuando se trataba de una cuestión difícil.

Luego creció,

se hizo un hombre,

le llamaban «rabí»,

como a los doctores de la ley

y como a los escribas, que decían.

«Ama el oficio de artesano.

Y detesta el rango de rabí».

Pues los escribas deseaban que a todo niño

se le enseñara un oficio manual

y la mayoría de ellos lo hacían.

«¿No hay entre nosotros —decían—,

un carpintero, hijo de carpintero,

que pueda resolver esta cuestión?».

Y Jesús era hijo de carpintero,

y él mismo era carpintero.

Pero no se complacía en el oficio

que le había enseñado su padre.

Y decidió abandonarlo.

Y abandonó a su familia

e injurió a su propia madre.

«¿Qué tenemos en común, mujer?».

Pues el fin de los tiempos estaba próximo.

Y no era ya el tiempo de la familia,

pues todos eran los suyos,

y pensaba que quien se acercara a él

debía odiar a su padre, su madre,

su mujer, sus hijos, sus hermanos.

Eso era lo que le habían enseñado

para que pudiera partir de su casa

y cumplir su misión.

En su primer encuentro con los esenios,

supo que le sería necesario dejar su familia,

si un día quería unirse a ellos

y partir hacia la comunidad,

muy lejos de los demás en los ardientes desiertos.

Si quería tener para sí, a su alrededor,

la presencia constante del Espíritu.

Eso se había producido

cuando tenía doce años.

Sus padres habían ido a Jerusalén

para la fiesta de Succoth.

María y el niño estaban allí,

pues habían acompañado a José en el largo periplo:

durante cuatro días caminaron

y por la noche invocaban al Mesías como Daniel,

contemplaban las visiones nocturnas.

«Y he aquí que con las nubes del cielo venía

como un Hijo de Hombre;

llegó hasta el Anciano

y le hicieron acercarse a él.

Le ofrecieron dominio, gloria y reinado.

La gente de todos los pueblos, naciones y lenguas

le servían».

Luego llegaron a Jerusalén,

y subieron al Templo

y mostraron al niño la Casa,

las noventa torres de mármol,

los muros inmensos del palacio de Herodes,

las piedras que cubrían el horizonte,

y recordaban el dominio de los antiguos poderes,

de las tiránicas potencias.

Los Kittim que en cada etapa

aparecían,

que controlaban incluso

la entrada de la ciudad santa.

Que vigilaban

desde la torre Antonia,

que observaban el interior del Templo

y el culto pagano

que allí habían introducido.

Y a Herodes sometido a los Kittim,

que había destronado al sumo sacerdote.

Y se detuvieron en el monte de los Olivos,

antes de penetrar en el Templo,

y dejaron su zurrón

y se sentaron un instante

y cantaron salmos del Hallel,

dijeron la plegaria.

Luego acudieron al valle de Kidron

bajo el monte de los Olivos,

Ascendieron a la colina de Moriah

donde se levantaba el Templo,

y entraron en Jerusalén la bella.

Fueron al estanque de Betesdá

para tomar el baño ritual,

para purificarse antes de entrar en el Templo.

Luego acudieron a la ceremonia

que presidía el sacerdote Zacarías,

primo de María.

Once sacerdotes llegaron del norte,

llevaban largas y estrechas túnicas,

y sus cabezas estaban cubiertas por coronas.

Todos iban descalzos.

Ante ellos caminaba el maestro del sacrificio,

se volvió hacia la cara norte del patio de los sacerdotes,

en el lugar destinado a la inmolación.

Un levita sujetaba el cordero,

entonces el maestro del sacrificio posó la mano en la cabeza del animal,

e identificó al sacerdote con el animal,

luego el sacrificador mató el animal con su cuchillo

y volvió al altar.

Y los levitas recogieron la sangre del cordero en una jofaina

y los otros lo despellejaron.

La carne y la sangre fueron entregadas al sacrificador,

y derramó una pequeña cantidad de sangre en el altar,

y quemó la grasa,

y quitó las entrañas,

dejó que la carne se asara en el fuego del altar,

se dirigió hacia el Santo de los Santos,

abrió la puerta con una llave doble.

Entró solo,

mientras todos los fieles se prosternaban

con la faz contra la tierra.

En el santuario, solitario,

el sacerdote realizó el acto final.

Vertió la sangre en una cubeta de bronce,

agitó el incienso,

dijo una plegaria

sobre la sangre derramada ante el altar,

sobre el alma del sacrificador.

Y las faltas del cuerpo,

y las del alma,

así eran el sacrificador, el altar y la víctima.

Luego regresó al patio

y pidió a los sacerdotes que bendijeran a los fieles reunidos.

Los levitas respondieron «amén».

Uno de los sacerdotes leyó los versículos sagrados,

otro tomó incienso en sus manos,

los sacerdotes extendieron un velo de lino fino

ante él

y le ocultaron.

Entonces se quitó las ropas,

se bañó,

revistió ropas de oro.

Se mantuvo de pie

se quitó las vestiduras doradas.

Se bañó,

revistió blancas vestiduras,

se lavó manos y pies.

Luego con la mano en la cabeza, se bañó,

confesó sus faltas,

dijo en voz alta una plegaria.

Y Jesús miraba,

y Jesús no sabía

si era el sacerdote o el cordero.

Al día siguiente, para tomar el camino de regreso,

bajaron por las estrechas calles de Jerusalén.

Jesús caminaba detrás de sus padres,

les seguía,

cuando se detuvo ante un anciano

que le habló.

Y María y José proseguían su camino

sin advertir que el niño se había detenido.

Cuando levantó la cabeza,

no estaban ya allí.

Corrió mucho para alcanzarles,

pero no les encontró

y se perdió en la ciudad.

Una semana más tarde, le vieron,

estaba sentado en el atrio del Templo.

Había cambiado,

y no lo habían advertido.

No les dijo lo que le había sucedido

pues le habían prohibido hablar de ello.

Fue un hombre al que había seguido,

un hombre vestido de blanco

que le llevó junto al Templo.

Había varios de sus amigos

vestidos como él.

Hablaron

y Jesús les escuchó.

Hablaban del advenimiento del reino de los cielos

y de la próxima llegada del Mesías.

Entonces, habló,

y los hombres le escucharon.

Con fervor, esperaban al Mesías.

Vivían cerca del mar Muerto,

en el desierto profundo.

Habían abandonado su familia

y se consagraban al estudio,

a la espera.

Entonces le llevaron con ellos a una casa

y le enseñaron la espera del Maestro de Justicia.

La palabra se les había ocurrido viendo al niño.

Habían encontrado en el niño al Maestro que esperaban.

Le dijeron que abandonará a su familia,

le hicieron

reunirse con sus hermanos.

Así abandonó a los suyos

que le creyeron loco,

que no creían en él como los esenios,

pues le habían mostrado el camino.

Su madre y sus hermanos quisieron acercarse a él,

le hablaron,

le dijeron que no se fuera.

Pero les respondió:

«¡Éstos son mi madre y mis hermanos!

Quien cumpla la voluntad de mi Padre en los cielos,

ése es mi hermano, mi hermana y mi madre.

Quien haya abandonado casa, mujer, hermano, parientes hijos,

por el reino de Dios,

recibirá mucho más en esos tiempos

y en el tiempo en que vendrá la vida eterna».

Tenían la costumbre de vivir recluidos,

pero creían que el fin de los tiempos estaba próximo,

decían que era preciso predicar el arrepentimiento a los demás.

Así llegaría el reino de los cielos,

que debían anunciar

para que todos se salvaran.

¿De qué servía vivir recluidos

en la llegada del Mesías?

¿De qué valía salvarse

si sólo se salvaban ellos?

¿De qué sirve la verdad

sin arrepentimiento y remisión?

Una voz clamaba,

en el desierto,

preparad el camino del Señor,

en la estepa,

abrid un camino para nuestro Dios.

Era preciso separar la morada de los hombres del mal,

e ir al desierto para preparar allí el camino del Señor.

Y había un esenio que se llamaba Juan,

hijo de Zacarías y de Elisheba,

y aquel hombre abandonó el desierto,

y anunció a todos el bautismo

para la remisión de los pecados de todo Israel.

Le llamaron Juan el Bautista,

y atrajo numerosas multitudes,

que a veces llegaban de muy lejos para escucharle.

Centenares de hombres escucharon sus palabras

de penitencia,

luego confesaron sus pecados

y recibieron de él el bautismo en el Jordán,

según el rito esenio,

pues, por la inmersión, sus pecados quedaban redimidos,

y así escapaban de la cólera divina.

Y Juan les exigía una penitencia previa,

quería que todos los judíos se entregaran a la virtud,

que entre ellos ejercieran la justicia,

y la piedad para con Dios.

Proclamaba que las inmersiones que hacían

sólo purificaban de la impureza del cuerpo.

Que el pecado mantenía

en la impureza.

Decía que no debía efectuarse inmersión

sin renunciar al mal,

y sólo quien humillara su alma

bajo el precepto de Dios

sería purificado en su carne

cuando el agua le tocara,

y se santificaría en el agua de la pureza.

Así hablaban los esenios,

el agua sólo puede purificar el cuerpo

si el alma ha sido ya purificada por la justicia.

Y el alma será purificada en la penitencia

por el espíritu de santidad.

Cuando le fue dado escuchar

las palabras de amor y de justicia,

la multitud ardió en dolorosa emoción.

Los hombres y las mujeres confesaron sus pecados,

sumergieron sus cuerpos en el agua,

se purificaron,

imploraron el don del Espíritu Santo

para que limpiara sus almas de la mancilla del mal.

Jesús se marchó de su casa,

fue al encuentro de los esenios,

en el desierto,

y ellos le dijeron que su lugar no estaba en el desierto,

sino junto a Juan,

en la vía pública.

Pues Juan anunciaba la venida de un hombre,

Hijo del Hombre,

más grande que él mismo.

Fue entonces al Jordán,

donde estaba ya Juan,

le escuchó,

supo que los años de la espera

habían llegado a su término.

El espíritu del Señor,

el Eterno, estaba en él,

pues el Eterno le había ungido

para llevar la nueva a los desgraciados,

le había enviado para curar.

A los que tienen el corazón roto,

para anunciar a los cautivos su libertad,

a los prisioneros la liberación,

para proclamar un año de gracia del Eterno.

Cuando Juan lo bautizó,

los cielos se abrieron,

y vio el espíritu de Dios que bajaba sobre él

como una paloma.

Oyeron una voz,

que bajaba sobre ellos para decirles:

«He aquí a mi servidor al que apoyo,

mi elegido,

en quien se complace mi alma.

He puesto en él mi espíritu

para que aporte el derecho a las naciones».

Entonces Jesús comprendió las palabras de los esenios.

Había sido elegido.

Era el hijo,

el servidor,

el elegido entre los elegidos.

Pero le dijeron

que el camino era largo

para quien aporta la nueva.

Que el camino es largo hacia la luz

para el pueblo que camina en las tinieblas.

Que el camino es largo hacia la única luz verdadera,

para quienes habitan el dintel de la oscuridad de la muerte.

A él incumbía la tarea,

a él pues su nombre era «Dios salva».

Se dirigió a Cafarnaum,

el país de Zabulón y de Neftalí,

el paraje vecino al mar,

más allá del Jordán.

La Galilea donde había nacido

bajo el dominio pagano,

bajo la tutela de Antipas,

hijo de su enemigo,

el rey Herodes.

Entre ellos, los zelotes combatían con fervor

y con numerosas armas,

por eso no debía revelar

quién era,

pues lo habrían matado,

y no habría podido anunciar

a todos su mensaje.

Por ello hablaba con parábolas,

de modo que los espías y los informadores

no pudieran obtener pruebas contra él.

En las orillas de Tiberíades,

estaba Betsaida,

país natal de Andrés y de Pedro.

En las orillas de Tiberíades, había dos hermanos más,

pescadores del lago,

Juan y Santiago,

el hijo del Trueno,

los hijos del Zebedeo.

Estaba también Simón, la Roca.

Como Elias llamó a Eliseo

él les llamó.

Doce hombres componían la asamblea de los sabios

que gobernaban la fraternidad esenia,

y doce debían ser

en aquella asamblea de sabios

que debían propagar la palabra.

Por eso buscó doce hombres,

que fueran sus hermanos

y que aceptaran

con sus votos

seguirle,

ayudarle.

Entonces comenzó a profetizar

y a lanzar invectivas

en las ciudades

que no habían hecho penitencia todavía.

«¡Ay de ti Shorozain,

Ay de ti Betsaida!».

Si los milagros hechos en ellas,

lo hubieran sido en Tiro y Sidón,

sin duda, desde mucho tiempo atrás,

habrían hecho penitencia

con el saco y la ceniza.

Pero he aquí que para Tiro y Sidón,

el día del Juicio sería más soportable que para ellos.

¿Y tú, Cafarnaum, serás elevada hasta el cielo?

Descenderás hasta los infiernos.

Pues si los milagros realizados en ti,

lo hubieran sido en Sodoma,

hoy subsistiría aún.

«Sí, yo te lo digo,

para el país de Sodoma,

el día del Juicio será más soportable que para ti.

Y con estas palabras,

con estas inspiradas profecías,

cumplió su misión

por todo el país,

la prosiguió.

Entonces le revelaron

quién era Juan Bautista.

Era el precursor,

el profeta del final de los tiempos,

el profeta Elias que debía preceder al Mesías.

Era quien anunciaba el Hijo del Hombre,

que algún día pronunciaría para siempre

el veredicto de la cólera divina.

Juan era de una sola plegaria,

Juan tenía una sola razón para vivir,

la llegada del Mesías.

Juan estaba solo.

Aquellos a quienes bautizaba

le abandonaban enseguida,

aquellos a quienes purificaba

regresaban a sus casas.

A su oficio

devolvía a cada cual.

Con ardor,

quería saber

si había advenido su esperanza.

Envió entonces dos mensajeros,

para que le preguntaran si era el Mesías,

aquel que había engendrado el hombre.

Pues Jesús proclamaba:

«Haced penitencia,

el reino de los cielos está próximo».

Pues Jesús enseñaba

en las sinagogas,

pues Jesús sanaba

cualquier enfermedad y cualquier languidez entre el pueblo.

Así iba a realizarse

la profecía de Malaquías,

«He aquí que os enviaré a Elias el profeta».

Entonces los mensajeros de Juan preguntaron a Jesús:

«¿Eres tú el que debe venir,

o debemos esperar a otro?».

Entonces Jesús respondió:

«Id y haced saber a Juan

lo que oís

y lo que veis:

que los ciegos ven,

los cojos caminan,

los sordos oyen,

que la salvación se anuncia a los pobres.

¡Afortunado el que no duda de mí!

El espíritu del Señor, el Eterno

está en mí,

pues el Eterno me ha ungido

para llevar buenas nuevas

a los infelices.

Me ha enviado para sanar

a quienes tienen el corazón roto,

para proclamar a los cautivos la libertad

y a los prisioneros la liberación.

»Toda enfermedad es del diablo,

y el reino de los cielos está próximo

cuando Satán, el mal consejero,

el tentador, la serpiente,

es vencido por fin,

y cuando queda sin voz,

sin poder».

Pero Jesús veía a Satán caer del cielo

como el relámpago.

cuando sanaba,

cuando expulsaba

los demonios impuros,

era el conquistador victorioso

que todos aguardaban,

el enemigo del demonio

por quien el reino de los cielos no llega

a través de todo el país.

Dispensaba beneficios.

Predicaba para los pobres.

El espíritu del Señor Dios estaba en él,

pues el Señor por el santo óleo,

el aceite de bálsamo

le había ungido,

y ahora anunciaba

la salvación a los humildes.

Vendaba sus doloridos corazones,

anunciaba a los cautivos la libertad,

a los prisioneros la Redención,

preveía un año de gracia

de parte del Señor,

y también un día de venganza

para consolar a todos los afligidos.

Así era.

El espíritu del Señor estaba en él,

y los esenios le habían ungido,

para anunciar la salvación a los humildes,

a los pobres.

Iba al desierto para verles,

para narrarles las peregrinaciones,

para recoger sus palabras.

Cuando regresaba,

contaba a sus discípulos

todo lo que le habían dicho.

No quería abolir la ley,

querían cumplirla.

Despreciaba a los falsos religiosos,

odiaban a los sacerdotes y los escribas.

No llegaba para convertir a los gentiles,

deseaban atraerse a los pobres de espíritu,

los humildes, las ovejas descarriadas de Israel,

a los pecadores y los extraviados.

Le iniciaron en su ciencia y su magia.

Realizó curaciones milagrosas

el día del Sabbath,

no para transgredirlo,

sino para cumplirlo.

Entonces los mensajeros se separaron de Jesús,

le contaron todo aquello a Juan Bautista.

Y Jesús arengaba a las multitudes.

«¿Qué habéis ido a ver en el desierto?

¿Una caña agitada por el viento?

¿Qué habéis ido a ver?

¿Un hombre vestido con delicadas ropas?

Pero quienes llevan vestiduras delicadas están

en las moradas de los reyes.

¿Qué habéis ido a hacer entonces?

¿A ver a un profeta?

Sí, yo os lo digo,

¡y más que un profeta!

El es de quien se ha escrito:

«He aquí que envío a mi mensajero

para preparar el camino ante mí».

No es lugar para los cortesanos de Herodes Antipas

vestidos con delicadas ropas,

para quienes habitan las moradas de los reyes,

y para quienes se inclinan

como las cañas agitadas por el viento.

La caña resiste a la tempestad

porque puede doblegarse bajo el viento,

mientras que un árbol robusto,

que no puede doblarse,

a menudo es arrancado en las más fuertes intemperies».

Decía que Juan era un profeta,

que era Elias reaparecido por fin,

resucitado para cumplir su misión.

Así hablaban los esenios,

si Juan es el más grande

entre los hijos de los hombres,

el más pequeño en el reino de los cielos

es más grande que él.

Juan había abierto la brecha

por la que debía pasar la luz.

Le recordaron el mensaje celestial,

la voz divina que había escuchado,

que, durante su bautismo en el Jordán,

le designaba su propia misión.

Así hablaban los esenios.

«No puedes convertirte en discípulo de Juan.

—le dijeron—.

A ti te corresponde atravesar

las aldeas a orillas del lago

para anunciar el reino de los cielos».

Entonces Juan no vaciló ya.

Con todo su corazón, toda su alma

y todos sus medios,

predicó.

Anunció la inminencia de la llegada.

«¡Apresuraos! —exhortaba—,

acelerad el paso,

todavía es tiempo,

pero pronto será demasiado tarde

y ya no tendréis parte.

¡Venid pronto! ¡Venid a arrepentiros!».

Entonces creció su reputación

y cruzó el país.

El rey Herodes le temió,

tenía miedo de que acusara a los Kittim.

Con su mujer, a la que Juan no le gustaba

le hizo detener,

le encerró en la ciudadela de Macheronte,

le hizo ejecutar.

Salomé, digna hija de una madre pérfida,

mostró su cabeza en una bandeja de plata,

bailando la danza salvaje

y mórbida de la victoria

de los hijos de las tinieblas.

Entonces los esenios dijeron

que Elias había llegado ya,

que no le habían reconocido,

que le habían tratado a su antojo.

Entonces comenzaron a tramar su plan:

era el fin,

era la lucha,

el Hijo del Hombre tendría que sufrir.