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Sucedió sin embargo que en el año 1999 de la corriente era, es decir en 5759 de la nuestra, se cometió un crimen en condiciones tan extrañas y abominables que el ejército se metió en el asunto.
No se había visto nada igual en Israel desde hacía más de dos mil años.
El pasado parecía brotar como un diablo de su caja, para venir a burlarse de los hombres con su risa falsa y siniestra: el hombre había sido hallado muerto en la iglesia ortodoxa de la ciudad vieja de Jerusalén, colgado de una gran cruz de madera, crucificado.
Y sucedió que mi padre recibió una llamada del jefe del ejército de Jerusalén, Shimon Delam, que le pidió que se reuniera urgentemente con él.
Ambos hombres habían hecho la guerra juntos y, aun habiendo elegido caminos opuestos, el de la acción, política y estratégica, el uno, el de la reflexión y el conocimiento el otro, eran viejos compañeros de armas, siempre dispuestos a ayudarse. Shimon era un verdadero combatiente y un astuto espía. Aquel robusto hombrecillo no había vacilado, durante una misión en el Líbano, en vestirse de mujer para infiltrarse en un grupo terrorista. Yo mismo había pertenecido a la misma unidad de élite que su hijo, valiente e impetuoso como el padre; y el combate y la adversidad nos habían unido, también, sólidamente.
Cuando se encontraron en el cuartel general del ejército, Shimon tenía un aspecto preocupado y molesto que mi padre desconocía.
—Necesito tu ayuda —le dijo—, para algo especial, que nuestros hombres no acostumbran hacer. Un asunto delicado, relacionado con la religión. Necesito un sabio, alguien prudente y culto; y también un amigo en quien pueda confiar.
—¿De qué se trata? —preguntó mi padre, intrigado.
—De algo peligroso… Tan peligroso como el problema palestino y la guerra contra el Líbano y tan importante como las relaciones con Europa o con Estados Unidos. En cierto sentido, eso engloba a la vez todos estos problemas. Es una misión delicada que quiero confiarte, y que implica tanto conocimientos universitarios como experiencia militar. Están en juego sumas enormes, y algunos sólo buscan el dinero sin escrúpulo alguno por la vida… Pero deja que primero te enseñe algo.
Entonces se marcharon en coche y se dirigieron hacia el mar Muerto. Tomaron juntos la carretera de Tel Aviv a Jericó, que desciende por debajo del nivel del mar y, sumida en un horno ardiente, sigue serpenteando durante algunos kilómetros por un desierto nivoso, entre las dunas del Jordán y las orillas del mar Muerto. Llegaron por fin a los alrededores del mar, desnudos y opresivos. En aquel anochecer crepuscular, el viento cesaba y flotaba en la llanura un olor azufrado.
«El viento sopla hacia mediodía y gira hacia el aquilón; gira aquí y allá, y vuelve a sus circuitos. Todos los ríos van al mar y el mar no se llena; los ríos vuelven al lugar de donde habían salido, para regresar al mar».
Sólo algunas ondas sonoras llegadas de las profundidades del desierto turbaban el silencio. El sol que, sin tregua, como un ardiente hogar, calcina con sus brasas todas las criaturas animales o vegetales, no renunciaba todavía a su implacable dominio. Bajo un cielo impasible, recorrieron las playas lodosas en lo más bajo de la tierra, se dirigieron luego hacia una terraza que se recortaba contra una cadena de acantilados rocosos.
A lo lejos, el mar Muerto brillaba sombríamente bajo el sol. A su derecha se destacaba una mancha verde: el oasis de Ain Feshka, la tierra de Zabulón y de Neftalí, la que eleva como una luz, la tierra de Zabulón, y la de Neftalí, la dura ruta del mar, Galilea de las naciones.
Qumrán se extiende desde el mar Muerto hasta la cima de un abrupto acantilado con tres pisos separados por empinadas y recortadas pendientes, y se extiende por la margosa terraza, cruzada por una pequeña corriente de agua. A la derecha, el Wadi Qumrán prosigue su descenso hacia el mar de Sal. La terraza alberga las ruinas de Qumrán y, desde hace poco tiempo, un pequeño kibbutz. Entre éstas y la playa que dominan ampliamente, las pendientes son empinadas y la dura caliza que parece caer de la montaña lamina lentamente la blanda marga.
Al pie del acantilado pasan la antigua pista y la nueva carretera de Sodoma a Jericó. Es el nivel más accesible, aquel cuyas pistas son más practicables, los caminos menos tenues, las rocas menos duras de escalar, pues las ablandan las arcillas de la tierra todavía próxima. Algunos, cargados de buenas intenciones, no prosiguen más allá, pues creen haber terminado su viaje y no desean continuar su esfuerzo. Se detienen, allí, para contemplar la tierra baja, con simple adorno de bronce y oro, apenas inclinada, tangible, muy real bajo sus pies.
La segunda terraza inclinada contiene ya una parte de la historia. Es testimonio de un antiguo nivel del mar Muerto, muy superior al de hoy. Se inclina de manera uniforme, de manera que es posible establecerse allí y circular sin dificultad. Es la que alberga las ruinas de Qumrán y los edificios del kibbutz, que custodia el paraje y cultiva el palmeral que rodea los manantiales. El camino, escarpado, es difícil, pero te puede guiar la mano del hombre que, en su tiempo, trazó algunos senderos y cubrió las grietas de las frágiles rocas, para que todos pudieran interpretar los signos que les ayudarían a ascender, cada vez más arriba, hacia las cavernas. Así, los más ágiles pueden alcanzar el tercer nivel, constituido por una terraza calcárea que domina a gran altura la precedente. Ahí la historia cede el paso a la prehistoria. Varias aberturas superpuestas atestiguan el progresivo descenso de las aguas. Sólo es posible llegar allí a costa de grandes esfuerzos: hay que escalar la dura roca, a veces bajo un ardiente sol, arriesgarse a saltar por encima de las torrenteras, trepar muy arriba pese al vértigo, encontrar el menor hueco, meterse en él sin tener miedo a perderse. Entonces, en el acerado banco, dividido en grandes bloques macizos de paredes casi verticales cuyas pendientes de canchales permiten, a veces, que se deslicen las lluvias, escasas y violentas, pueden descubrirse algunas de las grutas, a veces tan escondidas, de tan difícil acceso que nadie ha sospechado todavía su existencia. El sendero parece proseguir, cada vez más arriba, hasta la cima del gran acantilado. No es posible continuar más allá del último nivel, pues el gran salto hacia lo desconocido aguardaría a quien quisiera proseguir, y quienes lo intentaron se llevaron, sin duda, el secreto con ellos.
Qumrán no es ciertamente el jardín del Edén. En verdad, el lugar está en pleno desierto, en lo más profundo de la desolación. Pero al parecer el tiempo es allí más suave, y el aire menos ardiente que en las riberas del mar Muerto. El agua dulce, intermitente pero abundante, permite alimentar un estanque permanente en la segunda terraza, reserva suficiente para la vida del hombre. Los manantiales salobres abrevan los palmerales. Los profundos barrancos son una muralla natural que aisla casi por completo el promontorio donde está el asentamiento. Por ello, a pesar de las apariencias, la vida allí es posible. Los esenios eligieron establecerse en ese lugar cercano a los orígenes, como si, aproximándose al comienzo, pensaran alcanzar el fin. Por ello construyeron su santuario no lejos de ese lugar, en Khirbet Qumrán, en una de las regiones más desoladas del planeta, más privadas de vegetación y más inhóspitas para el hombre, en esos acantilados calcáreos, abruptos y anfractuosos, entrecortados por barrancos y perforados por las grutas, en esas guaridas blancas, cicatrices rugosas e indelebles, estigmas de las convulsiones del subsuelo, de las ardientes presiones tectónicas, de las lentas y dolorosas erosiones, en esa guarida de rebeldes, de bandidos o de santos. Allí llevó Shimon a mi padre, ante el monasterio en ruinas. Recogió del suelo un pedacito de madera y comenzó, tranquilamente, a masticarlo. Al cabo de unos minutos, se decidió por fin a hablar.
—Ya conoces este lugar. Sabes que se encontraron aquí, hace más de cincuenta años, manuscritos de un monasterio esenio: los pergaminos del mar Muerto. Al parecer datan de la época de Jesús y nos enseñan cosas ocultas y difíciles de admitir sobre las religiones. Sabes también que algunos manuscritos se perdieron o, más bien debería decir que fueron robados. Los que están en nuestro poder, los conquistamos por la astucia o la fuerza.
En efecto, mi padre conocía bien aquel lugar donde había efectuado numerosas excavaciones. Lo sabía todo, claro está, de la epopeya de los pergaminos, desde aquel 23 de noviembre de 1947, cuando Eliakim Ferenkz, profesor de arqueología de la universidad hebraica de Jerusalén, había recibido una llamada telefónica. Era un amigo armenio, comerciante de antigüedades, que vivía en la ciudad vieja de Jerusalén. Quería verle lo antes posible. El asunto era serio y demasiado delicado para tratarlo por teléfono.
Ya en aquel tiempo el país estaba en guerra. La Asamblea General de las Naciones Unidas tenía que pronunciarse sobre la división. Los árabes amenazaban con atacar las ciudades y los pueblos judíos. La región era como un desierto justo antes de una tempestad de arena: todo estaba tranquilo, pero todo susurraba sordamente bajo el soplo de un tenue viento precursor del huracán. Alrededor de Jerusalén, sitiada, cordones de centinelas británicos vigilaban al enemigo y los pasos de uno a otro lado. Y el profesor Ferenkz, de un lado, y su amigo el armenio, del otro, no podían obtener salvoconductos. Acordaron encontrarse al día siguiente, en la frontera. Hablaron pues, separados por alambradas de púas.
—Bueno ¿por qué tanta prisa? —preguntó el profesor.
—Verás —contestó el armenio—. Recibí la visita de un colega árabe de Belén, anticuario como yo, que me trajo unos fragmentos de cuero cubiertos de una escritura antigua. Creo que son documentos de gran valor.
—¿Qué colega árabe? —inquirió Ferenkz con desconfianza, pues varias veces habían intentado venderle objetos antiguos que eran sólo imitación.
—De hecho, él mismo los recibió de los beduinos. Le dijeron que eran fragmentos de rollos de cuero encontrados en una gruta junto al mar Muerto. Según ellos, hay centenares como éste. Deseaban que evaluara su precio. Por esta razón he venido a verte, para conocer tu opinión.
—Enséñamelos. Si los fragmentos tienen valor, me encargaré personalmente de adquirirlos para la universidad hebraica.
Entonces el armenio se sacó del bolsillo un pedazo de pergamino, lo levantó y lo extendió contra la reja, para que el profesor pudiera examinarlo. Ferenkz se acercó tanto como le fue posible para intentar identificar el texto escrito en el pedazo de pergamino ocre, quebradizo, sorprendentemente frágil y muy mellado. Lo que vio le pareció familiar como este país del que los pergaminos son el humus, como los rollos hallados en ciertos sótanos y ciertos parajes y, sobre todo, como las inscripciones funerarias del siglo I, que él mismo había descubierto en los alrededores de Jerusalén. Sin embargo, estaba intrigado. Nunca había visto semejante inscripción en cuero, un soporte perecedero al revés que la dura piedra. ¿Sería antiguo? ¿Sería falso? Ferenkz era arqueólogo. Estaba acostumbrado a analizar vestigios de construcción, hábitats, fortificaciones, instalaciones hidráulicas, templos o altares, y los objetos descubiertos en estos parajes, armas, útiles y utensilios domésticos, pero no los escritos, no los pergaminos. Una arqueología sobre pergaminos era absurda. Y no obstante, sin saber realmente por qué, Ferenkz creyó en ello. Aquel día, a aquellas horas, ante la alambrada, supo que el fragmento de cuero no era una falsificación.
—Ve a Belén y tráeme otras muestras. Mientras, me haré con un salvoconducto para ir a tu tienda cuando sea preciso —propuso al armenio.
La semana siguiente el armenio le telefoneó: había obtenido otros fragmentos de cuero. Entonces, el profesor Ferenkz corrió a la tienda. Examinó atentamente los fragmentos. Los tuvo en la mano durante una hora. Los examinó con la ayuda de una lupa, los descifró y decidió que eran, efectivamente, auténticos. Estaba dispuesto a ir a Belén para comprar todo el rollo. Pero parecía que iba a estallar la guerra; la tensión era fuerte en el país. Para un judío, el trayecto de Jerusalén a Belén, en un autobús árabe, cruzando territorio árabe, era muy peligroso. Por eso su mujer le dijo que no debía partir.
Al día siguiente, estaba todavía en su casa, infinitamente triste pensando en los manuscritos que se le escapaban. Al anochecer, la radio anunció que la decisión de las Naciones Unidas sobre la división sólo se votaría la noche siguiente. Recordó entonces lo que su hijo le había dicho. Élie era el jefe de operaciones de la Haganah, el ejército clandestino judío, y su nombre de código era Matti, nombre que acabó adoptando definitivamente después de que se creara el estado de Israel. Pues bien, Matti había dicho a su padre que deberían temer ataques árabes en cuanto las Naciones Unidas se hubieran pronunciado. El aplazamiento de la votación, pensó Ferenkz, le daba un día entero para intentar proteger los manuscritos. Al alba, salió de su casa. Con su salvoconducto, atravesó el cordón de vigilancia británico, despertó a su amigo armenio. Ambos partieron hacia Belén. Encontraron allí al comerciante árabe. Este reveló lo que los beduinos habían dicho.
—Son beduinos de la tribu de los taamireh —dijo—, la que suele apacentar sus cabras en la ribera noroeste del mar Muerto. Cierto día, un animal del rebaño se extravió. Corrieron entonces tras él, pero se escapó. Llegaron a la gruta donde se había metido el animal y, cuando tiraban piedras a la pared rocosa, el ruido producido les pareció el de una cerámica. Entraron entonces en la caverna. Descubrieron unas jarras de barro que contenían legajos de cuero cubiertos de una pequeña caligrafía hebraica. Me los trajeron para que los vendiese.
El mercader les mostró las dos jarras. Eran antiguas vasijas, lisas y duras como la roca de Qumrán, en las que se habían aglomerado, con el transcurso de los siglos o los milenios, varias capas de polvo amarillo anaranjado, veteadas de gris. Una, pequeña y ancha, tenía dos asas a cada lado. La segunda, oblonga, era más estrecha. Ambas tenían tapaderas destinadas a aislar el contenido. Ferenkz las abrió y retiró con precaución unos cilindros extremadamente vetustos y polvorientos. Sacados a la luz del día tras dos milenios de reclusión, se sacudieron la ceniza fuliginosa de su sepulcro y se levantaron, solemnes y frágiles, para iniciar la cadenciosa marcha de los resucitados. Ferenkz los abrió con delicadeza, pues estaban enroscados, plegados sobre sí mismos como botones de flor en primavera, como párpados humanos por la mañana, pegados por una larga noche de profundo sueño, como viscosos capullos de gusanos de seda justo antes de abrirse. Reconoció en aquellos cadáveres palpitantes la misma escritura de la Biblia, como si hubiera sido escrita por los hebreos hacía milenios, siglos o la misma víspera. Y hacía más de dos mil años que no habían sido leídos. Ferenkz regresó, con el tesoro junto a su corazón, y se dirigió, por la puerta de Jaffa al hogar judío de la ciudad de oro. Aquellos pergaminos recién exhumados iban pronto a conocerse en el mundo entero con el nombre de «pergaminos del mar Muerto».
De regreso a su casa, se puso sin tardanza a estudiar el manuscrito, hasta que su familia le interrumpió para anunciarle lo que todo el mundo había escuchado por radio: se había adoptado la decisión de dividir Palestina. Lágrimas de felicidad y emoción resbalaron por sus mejillas. «Te das cuenta —le dijo su mujer—, ¡habrá un estado judío!».
Al día siguiente, Ferenkz, a pesar de los ataques de los árabes, llevó a cabo otra vez el mismo periplo para comprar los rollos. Uno de los manuscritos resultó ser el Libro del profeta Isaías. Por lo que se refería a los demás, que él no conocía, estaba seguro de que eran también unos mil años anteriores a todos los que había visto hasta entonces. Ferenkz comprendió que las implicaciones de aquel descubrimiento iban a ser considerables para los estudios bíblicos. Los demás manuscritos que examinó eran igualmente importantes: uno era el relato profético, en hebreo bíblico, de una guerra final en la que el bien triunfaría sobre el mal. Aquel rollo fue denominado La guerra de los hijos de la luz contra los hijos de las tinieblas. Otro rollo, un poemario hebraico que se parecía al Libro de los salmos, fue conocido más tarde con el nombre de Rollo de los himnos.
Tras haber comprado los tres manuscritos, Ferenkz supo que existía un cuarto. A finales del mes de enero de 1948, recibió una carta de un tal Kair Benyair que deseaba verle para hablarle de un pergamino. Aquel hombre, un judío converso que pertenecía a la comunidad siria ortodoxa, era un emisario del obispo Oseas, el señor sirio del monasterio de San Marcos situado en la ciudad vieja de Jerusalén. Tras complicados intercambios epistolares, Ferenkz y Kair Benyair acabaron por encontrarse en el sector árabe de la ciudad. El emisario del obispo Oseas mostró a Ferenkz un viejo manuscrito, le explicó que había sido comprado a la tribu de los taamireh y le preguntó si quería adquirirlo. El profesor Ferenkz advirtió enseguida que, como los demás, éste tenía también más de dos mil años. El 6 de febrero de 1948 Ferenkz y Kair Benyair tenían una cita para la transacción final. Pero el emisario de Oseas, tras haber obtenido la promesa de una suma importante, pareció cambiar de opinión e hizo ademán de marcharse con el rollo. Ferenkz intentó retenerle, regateó, imploró en vano y sólo pudo obtener una hipotética cita para la semana siguiente. Benyair, claro, no acudió, y Ferenkz nunca volvió a ver el manuscrito.
De hecho, el emisario del obispo no había sido enviado para vender sino para obtener una evaluación de la antigüedad y el valor del objeto. Oseas había comprado el rollo del mismo modo que Ferenkz. Se lo había mostrado a varios sabios. Un monje, bibliotecario adjunto en el Museo Arqueológico de Palestina, declaró, tras haberlo descifrado rápidamente, que era falso. El obispo se dirigió a un sacerdote griego erudito, que se hallaba en Jerusalén para estudiar durante un año y solía acudir a la biblioteca San Marcos; éste identificó el rollo como una copia del libro de Isaías, sin especial interés. Un tercer investigador pensó que se trataba de una colección de citas proféticas, pero no estaba seguro de que fueran antiguas. En el mes de agosto de aquel mismo año, un experto de la universidad hebraica fechó el rollo en la Edad Media.
—Vale la pena estudiarlo, claro —había dicho—, pero no es nada extraordinario.
Sin embargo, Oseas tenía la firme intuición de que el manuscrito podía ser mucho más antiguo.
—¿No cree que pueda datar de la Antigüedad? —había preguntado.
El experto respondió negativamente y añadió que la hipótesis era absurda. Como su interlocutor insistiera, explicó:
—Haga un experimento. Llene una caja de papeles manuscritos, olvídela durante dos mil años, ocúltela, entiérrela incluso si lo desea, le aseguro que ni siquiera podrá hacerse preguntas sobre el valor de los manuscritos.
Como último recurso, Oseas había llevado el manuscrito a su superior eclesiástico que le aconsejó no perseverar y olvidar aquella historia. Pero el obispo persistió íntimamente convencido del valor del rollo, quería verlo confirmado por un experto que lo autentificara sin equívocos.
Oseas envió pues algunos hombres a una expedición hacia las grutas, para que buscaran otros rollos. Regresaron con numerosos manuscritos, algunos muy deteriorados y podridos, otros en mejor estado. Compró también las dos grandes jarras en las que habían permanecido ocultos los documentos. Esperaba vender a buen precio todas aquellas adquisiciones. Con este fin, se había asociado con un amigo que afirmaba poder obtener en Estados Unidos una suma mucho más elevada y le sugirió que hiciera evaluar el pergamino por la Escuela Americana de Investigaciones Orientales de Jerusalén y que, luego, abandonara el país, pues probablemente, cuando expirara el mandato británico, Israel sería arrasado.
En aquella época, la Escuela Americana de Investigaciones Orientales de Jerusalén acogía a dos seminaristas que, más tarde, se harían célebres entre los investigadores por sus trabajos sobre Qumrán. El primero era Paul Johnson, un doctorando de la Yale Divinity School que había acudido a Tierra Santa para investigar, un ferviente católico que poco después recibió las órdenes sagradas; y el padre Pierre Michel, un francés que se había especializado en arqueología de Oriente Próximo.
Paul Johnson era un hombre poco corpulento, de rostro demacrado y tez clara, pelirrojo como Esaú y como David. Pero aunque a veces se mostraba colérico, no era un animal salvaje como Esaú. Y aunque ambicioso y conquistador, no era belicoso y apasionado como David. Era reservado y metódico como Jacob; lo que le convertía en un buen arqueólogo; piadoso como Abraham, Isaac y Jacob, ferviente en algunas ocasiones como Isaías, y en otras pesimista y desengañado en su devoción, como Jeremías, pero sobre todo autoritario e intransigente como el profeta Elias.
Por lo que a Pierre Michel se refiere, era un hombre más bien bajo y rechoncho, y una incipiente calvicie redonda se dibujaba en lo alto de su cráneo. De natural espontáneo, era en exceso de una pieza y demasiado nervioso para poder ocultar sus emociones y sus secretos. Buscaba el equilibrio; entre justicia y amor, entre fe y razón, entre esperanza y desolación. Quería respuestas, sin que nunca le satisficieran, lo que le hacía débil y vulnerable. Pero estaba muy lejos de ser tonto e influenciable como Sansón. Su alma parecía un mar calmo en la superficie, pero agitado en sus profundidades por fuerzas ardientes y devastadoras, corrientes contrarias que, a veces, chocaban entre sí como aceradas hojas contra los cortantes arrecifes.
En ausencia del profesor de arqueología de la escuela, que estaba de viaje, Paul Johnson era el único que podía recibir a Oseas. Este se vio finalmente recompensado por sus esfuerzos. En efecto, tras haber consultado varios libros de arqueología, el joven estudiante de teología reconoció que el rollo era antiguo. Pierre Michel compartía su opinión. Juntos comenzaron a estudiar el documento del que, con permiso del sumo sacerdote, hicieron algunas fotografías. Luego, identificaron por primera vez los demás fragmentos sacados de las grutas, como el Rollo de Isaías, el Manual de disciplina y el Comentario de Habacuc. Supieron entonces que lo que tenían entre las manos era, sencillamente, el mayor descubrimiento arqueológico de los tiempos modernos.
Inmediatamente después de la proclamación de la independencia, los árabes declararon la guerra al estado de Israel. Llovieron las balas sobre Jerusalén, sitiada por todas partes, que perecía de hambre y de sed. En la ciudad vieja, el barrio judío fue consumido por las llamas. Ninguno de los tres santuarios protegidos consiguió hacer callar los mortíferos cañonazos; ni el Santo Sepulcro, ni el Muro occidental, ni la bóveda del roquedal. Hubiérase dicho que, a través de la guerra final, Judea fomentaba el apocalipsis. En aquellas condiciones, Paul Johnson y Pierre Michel consideraron más prudente marcharse a Estados Unidos. Antes de su partida, convencieron a Oseas de que firmara un papel que les garantizara la exclusiva de las publicaciones; a cambio, prometían encontrarle rápidamente un comprador. El obispo aceptó. El 11 de abril de 1948 se marchó, a su vez, a Estados Unidos y así fue revelada al mundo entero la existencia de los pergaminos del mar Muerto.
Cuando el profesor Ferenkz supo la noticia montó en terrible cólera. Sospechó que los americanos habían saboteado sus negociaciones con Oseas. Envió numerosas cartas para proclamar que los rollos eran propiedad del nuevo estado de Israel, pero fue inútil. Era demasiado tarde. Oseas había abandonado Jerusalén, con los pergaminos en su equipaje, decidido a venderlos al mejor postor; y a predicar por todo el mundo la palabra de la Iglesia ortodoxa.
En Nueva York, se encontró con Paul Johnson y Pierre Michel. Hicieron un pacto y, durante dos años, acompañaron a Oseas para promocionar los pergaminos, en la biblioteca del Congreso, en la Universidad de Chicago o, también, en las galerías de arte de las grandes ciudades. En 1950, aparecieron las primeras publicaciones, acompañadas de fotografías del Rollo de Isaías. Un año más tarde, se publicaron íntegramente el Manual de disciplina y el Comentario de Habacuc.
Ferenkz, por su lado, inició la edición de los tres rollos que había comprado. Trabajó también sobre las transcripciones que, a toda prisa, había hecho del rollo de Oseas cuando lo examinó. Convencido de que el precioso documento pertenecía a Israel, se marchó a Estados Unidos para ver a Paul Johnson. La entrevista se inició tranquilamente, pero cuando Johnson afirmó con orgullo haber sido el origen del descubrimiento de los pergaminos, Ferenkz no pudo contener su enojo.
—Creo que sabe usted dónde está el último rollo, el que Oseas quiso venderme antes de cambiar de opinión —acabó diciendo.
—No sé de lo que me está hablando —repuso Johnson—. Todos los rollos que tenemos están ya publicados o en vías de publicación.
—Miente —contestó Ferenkz—. Tiene que devolverme ese rollo. No le pertenece y no tiene derecho alguno a intervenir en este asunto.
—Son los judíos quienes nada tienen que ver —replicó el sacerdote católico.
Se había declarado la guerra. Pero Ferenkz no pudo luchar hasta el final. Murió en 1953 con el amargo pensamiento de que «su» rollo, aquel que había podido ver unos instantes, estaba perdido para siempre. Ignoraba que su propio hijo iba a recuperarlo un año más tarde.
Matti había dimitido de su puesto de jefe del estado mayor del ejército israelí, para proseguir las investigaciones de su padre. Se había encargado de la publicación del libro de éste sobre los tres manuscritos que había descubierto, y él mismo había escrito un detallado comentario sobre uno de ellos, La guerra de los hijos de la luz contra los hijos de las tinieblas. En 1954, estando de paso en Estados Unidos para dar una conferencia, recibió una carta que le ofrecía la compra de un manuscrito del mar Muerto.
Pensó inmediatamente que podía tratarse del famoso rollo que su padre no había podido comprar a Kair Benyair. Tenía razón: Oseas, que exigía una suma demasiado elevada, seguía sin encontrar comprador. Comenzaron entonces una serie de negociaciones accidentadas, que prosiguieron hasta en Israel. Tras varias peripecias, Matti acabó obteniendo el manuscrito.
Sin embargo, no tuvo tiempo para leerlo: el 5 de junio de 1967, la guerra entre Israel y sus vecinos estallaba de nuevo, y Matti fue llamado a incorporarse al ejército como consejero estratégico. La batalla por Jerusalén se produjo el 7 de junio. A sesenta kilómetros de Amman, miles de fragmentos del mar Muerto estaban en sus cajas de madera, y la mayoría de las colecciones se hallaban en el scrollery, vasta estancia en el sótano del Museo Arqueológico de Jerusalén, que seguía perteneciendo a Jordania. Los paracaidistas israelíes avanzaron por la ciudad vieja y subieron los peldaños de piedra al extremo de la calle Tiferet. Tras mil años de ausencia, veían de nuevo el muro de Occidente, el que protegía el Templo antes de que fuese destruido. Con la frente apoyada en la piedra y la mano tendida, humedecieron con sus lágrimas y sus plegarias el Lugar, dominado por la colina donde Abráham, sin la intervención de Dios, habría acabado sacrificando a su hijo Isaac.
Luego, tras una violenta batalla contra las tropas jordanas, capturaron el estratégico museo donde estaban los rollos de Qumrán. Las fuerzas enemigas fueron obligadas a retroceder hasta Jericó, al norte del mar Muerto. Así, no sólo el museo sino también el paraje de Jirbet Qumrán, con sus centenares de manuscritos, pasaron a control israelí. La mañana del 7 de junio de 1967, en medio de la batalla de Jerusalén, Matti y dos hombres más penetraron, con el corazón palpitante, en el scrollery del museo arqueológico. Pero en las largas mesas, que solían estar cubiertas de fragmentos, no encontraron nada. Fue en los sótanos del museo donde descubrieron los preciosos rollos, reunidos a toda prisa, empaquetados en cajas de madera y almacenados allí, antes de que comenzara la batalla.
Entonces, Matti decidió adjuntarles los manuscritos que poseía para completar la colección. Incluyó el famoso manuscrito que tanto le había costado obtener. No obstante, las autoridades israelíes, que no querían emprender una guerra abierta con los antiguos poseedores del segundo lote de rollos, llegaron a un acuerdo con el profesor Johnson, que reunió un equipo al que se confió el estudio de los manuscritos. Aquel grupo de investigadores, compuesto de cinco miembros elegidos con esmero, tenía la misión de descifrar cada uno de los fragmentos y publicar los resultados.
Ahora bien, cierto día, después de que la guerra terminara, Matti fue al museo para ver el famoso manuscrito y comenzar a estudiarlo. Sin embargo, aunque lo buscó por todas partes, tanto en las salas como en los sótanos, no lo encontró. Al cabo de varios días de infructuosas búsquedas e interrogatorios, tuvo que rendirse a la evidencia: el rollo había desaparecido.