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Dios, tras el comienzo, después de que hubo creado al hombre y la mujer y que éstos hubieron cometido la falta, se puso a maldecir las criaturas que habían escapado de Él. A la mujer le dijo que pariría con dolor y que estaría ávida del hombre que la dominaría. Predijo al hombre que trabajaría penosamente, que regresaría a la tierra de la que había salido y que siendo polvo volvería al polvo. Luego puso unos querubines en el oriente del jardín del Edén, para que con la llama de su espada fulminante custodiaran el camino del árbol de la vida. ¿Pero por qué había creado Dios al hombre libre si debía pagar tan terrible precio por su libertad? ¿Por qué dar para arrebatar de nuevo?
—¿Tu padre encontró los manuscritos? —había comenzado preguntándole a Yohi.
—Sí.
—¿Y dónde está ahora?
—Muerto. Le mataron —respondió.
—Habla —le pedí—, cuéntame lo que ocurrió. Nada tienes que temer de mí. Han raptado a mi padre. Quisiera encontrarlo.
Entonces me contó. Nunca había existido oveja extraviada, ni piedra arrojada al fondo de una gruta: los manuscritos no se habían encontrado así. Cierto día, un hombre había llegado al campamento de los taamireh. Tenía la apariencia de un beduino, pero hablaba en una lengua desconocida. Como cualquier extranjero, fue recibido según la costumbre, con mucha consideración: extendieron una manta, le sirvieron té muy azucarado en la más hermosa bandeja que la tribu tenía. Luego le hicieron café y se lo sirvieron en hermosas tazas decoradas.
Aquel día, como de costumbre, el campamento de tiendas negras estaba ordenado en una larga línea, de cara al sudoeste. Todo estaba en perfecta calma. Cada cual iba y venía a su ritmo. El calor del estío daba ganas de tenderse, simplemente, bajo el sol, sin hacer nada más, luego, cuando culminaba, a mitad de la mañana o de la tarde, apetecía sentarse a la sombra de la tienda y, durante las sofocantes horas, ayunar y recostarse apoyado en un codo.
Yo conocía un poco ese particular modo de vida de los beduinos. Mi padre, que en su juventud había tenido amigos beduinos, me había hablado de ellos. Decía que entrar en una de sus tiendas blancas y negras era como hallar refugio en medio de la desolación de la vida salvaje. Fuera estaba el espacio vacío y amenazador del desierto, donde el agua es escasa, los días son ardientes y las noches extremadamente frías. Decía que cuando había pernoctado en esas tiendas, despertaba durante la noche y temblaba hasta el alba. Observaba entonces el paisaje que, negro y blanco como las tiendas, iba poco a poco aureolándose de un débil color, hasta que salía el sol, parido por el suelo. Hacía cada vez más calor y, durante unas horas, el desierto tomaba los colores de la vida. Mi padre estaba profundamente impresionado por aquella experiencia del desierto. Decía que escuchar su silencio asustaba a quienes estaban acostumbrados al clamor de las ciudades, a quienes nunca habían conocido la soledad absoluta. En el desierto se podía escrutar el horizonte que se perdía de vista, sin nunca encontrar un solo ser vivo. Por todas partes, el suelo estaba vacío, como si la fuerza del sol y la carencia de lluvia hubieran querido borrarlo del mapa.
A veces, los beduinos iban a las altas y salvajes montañas. Y también hacia las dunas de arena que, como gigantescas olas expuestas a la erosión del viento, adoptaban misteriosas formas. Todos los beduinos creían que el desierto estaba habitado por los djinns. Decían que el extraño canto de las dunas, ese ruido de granos de arena que corren bajo la ligera caricia del viento, era la música que los djinns tocaban. A veces los miembros de la tribu cantaban y danzaban de un modo extraño. También era cosa de los djinns.
Cuando el extranjero se hubo restablecido e instalado, le preguntaron qué hacía y adonde iba. Pero como no comprendían su lengua, llamaron al padre de Yohi, que iba a vender los objetos a las ciudades de Israel. Sabía hebreo y también un poco de inglés. A su padre no le costó demasiado hablar con el hombre: su lengua se parecía mucho al hebreo, aunque no era exactamente el que solía escuchar.
En la tienda donde le habían recibido estaban el jeque y varios hombres importantes de la tribu. Su padre hizo de intérprete entre unos y otros. El extranjero les dijo que traía objetos de gran valor y que intentaba venderlos en la ciudad. Creía que si los taamireh se encargaban de ello, podían repartirse los beneficios. Extrajo entonces de un viejo zurrón unas jarras muy antiguas, de las que sacó con mil precauciones viejísimos pergaminos. Los beduinos le contemplaron con curiosidad.
—¿Seguro que esas pieles de animal tienen gran valor? —preguntó el jeque, dubitativo.
Su padre tradujo la pregunta y, a guisa de respuesta, el hombre entregó uno de los pergaminos al jefe y a sus hombres, para que lo vieran de más cerca. Lo miraron atentamente: el rollo estaba adornado con pequeñas patas negras, finas y regulares. No sabían leer; pero, al ver al hombre tan orgulloso de su hallazgo, advirtieron que debía de tratarse de algo importante. Celebraron entonces un pequeño consejo y, al terminar, decidieron entregárselos al padre de Yohi, que se llamaba Falipa, para que intentara venderlos en su próximo viaje a la ciudad.
Cayó la noche; entonces invitaron al hombre a comer con ellos el plato de arroz tradicional, con uvas y cebollas, que habían preparado. Luego el desconocido durmió en la tienda del jeque y se marchó al día siguiente, al amanecer. Acordaron que se reuniría con los taamireh en su próximo campamento, un mes más tarde.
Una semana después, Falipa se marchó a Jerusalén, donde expuso en el zoco, entre los demás objetos que vendía, las jarras y sus manuscritos. Transcurrieron varias jornadas sin que nadie se detuviera. Cierta mañana, un hombre que pasaba por el zoco dio un respingo al verlas. Las contempló luego con atención.
—¿De dónde las has sacado? —acabó preguntando.
—Me las dieron —repuso el beduino.
—¿Cuánto quieres por ellas?
Al oír la pregunta, Falipa quedó perplejo. No tenía ni la menor idea del valor de los manuscritos. Pero, de creer al hombre que los había traído, podían valer mucho; además, debían repartir el producto de la venta. Soltó un precio al azar, equivalente, a setecientos shekalim, creyendo que el otro regatearía y que quedaría en la mitad.
Pero el otro aceptó y pagó sin decir palabra. Volvió entonces Falipa al campamento, feliz por haber obtenido semejante suma. Cuando el hombre acudió a la cita que habían fijado, tomó el dinero que le debían y ofreció otras jarras, con otros manuscritos. Los beduinos se apresuraron a aceptar y así comenzó aquel pequeño tráfico de pergaminos.
Al cabo de unos meses, por los campamentos beduinos colindantes corrió el rumor de que los taamireh se habían vuelto ricos y el año había sido bueno para ellos: se decía que sus camellos estaban gordos, que sus jorobas eran tan redondeadas que nadie podía ya decir si se trataba de camellos o de otra especie de animal, y que en los últimos días habían nacido treinta y seis crías. Y era cierto. Gracias a los manuscritos que el padre de Yohi seguía vendiendo, siempre a la misma persona, la tribu se había enriquecido. Las demás tribus sintieron envidia. Y su envidia les llevó a la codicia.
Pues en aquel tiempo el desierto no estaba en paz. Se sucedían expediciones y contraexpediciones. Las tribus enemigas se enfrentaban, se desvalijaban, se mataban a veces. Las guerras beduinas no eran cosa del azar; se llevaban a cabo según unas reglas muy rígidas: no respetarlas hubiera supuesto cometer una bajeza y pasar una vergüenza que el honor de un hombre o una tribu no habría podido soportar. Pero ganar respetando las leyes cubría al hombre y su tribu de gloria y honor, los bienes más ambicionados del mundo beduino. La base del código beduino era la justicia. Sólo se combatía contra quienes podían defenderse: las mujeres y los niños no debían verse afectados, ni el invitado en una tienda, ni siquiera el muchacho que guardaba un rebaño. En las expediciones, podía concebirse un ataque por sorpresa contra otro campamento, aunque la guerra soliera iniciarse tras la declaración de las hostilidades, pero hubiera sido una vergüenza atacar a media noche o al alba, cuando todo el mundo dormía. Para un beduino, cuando un hombre duerme, el alma se evade por la nariz y pasea.
Una mañana, atacaron. Las reglas se habían respetado: era honroso iniciar el ataque cuando el sol salía, pues las víctimas tenían todo el día para recuperar los rebaños perdidos. Los asaltantes eran los revdat, una tribu enemiga de los taamireh. Al llegar al campamento, se habían dividido en dos grupos: unos tenían que llevarse los rebaños, los demás se habían emboscado para detener los caballos de los enemigos, lanzados en su persecución cuando abandonaran el campamento.
Lo desvalijaron todo en una hora. Los rebaños y los camellos fueron robados, el campamento devastado. Hubo incluso un muerto: un beduino quiso defender con la espada su rebaño y fue pisoteado por sus caballos. Sin embargo, a los beduinos no les gustaba malgastar sangre humana en sus combates, aunque su vida fuera tan dura que contemplaban con relativa indiferencia el sufrimiento y la muerte. El precio de la sangre, para ellos, no admitía diferencias de clase, rango o fortuna, y el código del honor les impedía matar a los enemigos que estaban a su merced. El objetivo de una expedición era más el robo que el crimen. Por eso la muerte del beduino fue considerada un hecho bastante grave. Como las mujeres y los niños de los enemigos vencidos no debían ser abandonados sin nada, dieron un camello a cada una de las mujeres taamireh, para que pudieran reunirse con sus parientes más próximos en otros campamentos. Pero los demás no tenían ya nada y estaban desesperados. Celebraron consejo para decidir lo que debían hacer: a veces era posible convencer a algunos expedicionarios caballerosos para que devolvieran los camellos o los caballos robados a los propietarios, cuando se les demostraba que su robo no era honesto, pero se trataba ahora de feroces enemigos, envidiosos por añadidura de su fácil y reciente fortuna.
Sin embargo, los taamireh no les reprochaban en absoluto su acción a los revdat, pues les parecía normal que hubieran actuado de ese modo: tras los calurosos y difíciles días del estío, los beduinos solían elaborar planes para hacer el ghazu, expedición destinada a arrebatar los rebaños de camellos y caballos a las otras tribus. Para ellos no era un latrocinio, era casi un intercambio. ¿No actuaban acaso en nombre de Alá? Los propios taamireh habían fomentado a menudo y llevado a cabo esas expediciones guerreras, en una atmósfera de excitación y secreto. ¿No habían utilizado con frecuencia el efecto de la sorpresa? Todos los hombres del campamento podían atestiguarlo, incluso los muchachos jóvenes que, ya a la edad de doce años, habían hecho sus primeras armas. No, no era el robo lo que les preocupaba. Habían visto otras expediciones peores que podían cubrir distancias muy largas y durar meses enteros; las que habían hecho a caballo, para adelantar a los camellos; aquellas en las que cada cual llevaba su harina, sus dátiles, su agua y, sobre todo, sus municiones para no carecer de nada en caso de dispersión. Su jefe les recordó todo aquello, con su rostro fuerte, apasionado y trágico, y con su elocuencia. Lo que más les molestaba era que aquellos hombres habían oído hablar de su fortuna y de los manuscritos, por eso habían venido a desvalijarlos. Entonces, el jefe, ante todos los miembros de la tribu reunidos en el campamento devastado, habló así:
—Hemos despertado la cólera de Alá y hemos atraído sobre nuestras cabezas el mal de ojo. Es por esos manuscritos que nos han hecho ricos. Alá ha dado y ha arrebatado: eso significa que no desea que seamos ricos. No seguiremos vendiendo manuscritos.
Los beduinos recibieron la noticia con alivio; tenían, así, una explicación para la cólera de Alá. Si seguían los consejos de su jefe, sin duda evitarían lo peor.
Era el fin del verano, los hombres y los animales necesitaban beber. Sus tiendas estaban colocadas junto a un manantial, pero la sequía había hecho estragos y casi lo había secado. Aquel final del mes de agosto era especialmente difícil, pues hacía mucho calor todavía. Llevaban ya varios días escrutando inquietos las nubes en los cielos.
Cierto día, poco después de la declaración del jefe, vieron perfilarse grandes relámpagos. Mandaron unos hombres enseguida, para ver si había caído la lluvia. Unos días mas tarde, éstos regresaron e indicaron la dirección de Jordania. Entonces, toda la tribu levantó el campamento y se puso en camino.
Anduvieron hasta el desierto jordano, donde plantaron de nuevo sus tiendas. La noche en que llegaron, una gran tempestad estalló sobre el campamento adormecido; el aire se hizo de pronto cálido y opresivo. Comenzó a soplar un viento helado, chasqueó un trueno horrísono y un relámpago luminoso lanzó una luz blanca que permitió ver, por unos segundos, todo el desierto como en pleno día. Entonces los hombres corrieron hacia los camellos que les quedaban y las mujeres hacia las tiendas, para proteger a sus hijos. Durante diez minutos todos permanecieron inmóviles, aguardando la continuación. Un rugido sordo, cada vez más profundo, crecía a cada instante. Por fin llegó la lluvia, tímida e intermitente primero, fresca y fuerte más tarde. Entonces, mientras los espacios abiertos que rodeaban el campamento se llenaban de agua, resonaron gritos de júbilo, se propagaron los gritos de felicidad como ondas por la arena; cuando la lluvia se hizo más fina, los hombres, las mujeres y los niños se lanzaron al exterior para recogerla en recipientes, jofainas, cacerolas y todo lo que pudieron encontrar que fuera redondo y hueco. Cuando hubieron llenado sus odres hasta el borde, se sentaron bajo la lluvia y levantaron el rostro a los cielos, para tragarla. Los hombres despertaron a los camellos y les hicieron beber litros y litros de agua en el mar oscuro y fresco que rodeaba el campamento: todo el mundo deliraba de alegría. Había llegado la bendición. Todos estaban convencidos de que se debía a que habían abandonado el comercio de los manuscritos. Dios era grande, había actuado, castigado, y recompensado luego.
Cuando llegó el alba, con las primeras luces del amanecer se reunieron y rezaron las oraciones de acción de gracias. Cada tienda era como una pequeña arca encaramada en un mar de agua fresca. El estío terminaba. La lluvia había aportado colores pastel que habían teñido el desierto de un verde opalescente. La vida recuperó su curso. Los beduinos empobrecidos se las arreglaron como pudieron. Tenían agua, el elemento esencial para su nueva partida.
Cierto día, regresó el hombre del desierto: traía otras jarras llenas de manuscritos. Pero el jefe de la tribu le dijo con firmeza que habían hecho votos de no volver a tocarlos, y le rogó que se marchara llevándose aquellos objetos.
Al día siguiente de su llegada, se produjo una fuerte tempestad de arena. Una espesa nube de polvo cayó sobre el desierto. No podían ver nada. En el interior de las tiendas fue necesario encender las lámparas y proteger del polvo devastador los alimentos, las marmitas, los rostros y las ropas. Durante más de dos horas nadie salió: la arena se desplazaba a tanta velocidad que podían quedar gravemente heridos.
En su tienda, el jeque preguntó:
—¿Acaso todo eso no procede de Dios? Tal vez Alá esté enfadado porque ayer vimos a ese hombre. Tal vez esté vengándose de ese hombre.
En efecto, el hombre se había marchado la víspera y debía de estar todavía en el desierto mientras el viento cargado de arena soplaba. Era frecuente que los hombres se perdieran en las tempestades de arena. Y si, como era el caso, éstas eran tan violentas y el viento tan huracanado, no cabía duda de que a quien caminara por el desierto le costaría sobrevivir. Pero también era posible que el hombre tuviera experiencia y detuviera su camello a tiempo para obligarle a arrodillarse y poder protegerse contra sus lomos.
Transcurrieron varios días sin que sucediera nada. Luego, cierto anochecer, llegó de nuevo el pánico; el cielo tembló, el trueno resonó de un modo extraño; las tiendas comenzaron a caerse. Algunos comenzaron enseguida a orar. Otros subieron a la cima de una pequeña duna contigua al campamento, para escrutar el horizonte. Lo que vieron les horrorizó: a lo lejos, tan lejos como podía llegar la vista, el horizonte ardía. Nubes poderosas, negras de humo, se extendían por el cielo y devoraban las estrellas. Era un cinturón de fuego bajo una capa de plomo: un tornado de un púrpura oscuro corría hacia ellos a una velocidad vertiginosa.
Se apresuraron a refugiarse en sus tiendas, para rezar a Alá e implorar su perdón. Bajaron las cortinas y se sujetaron a las cuerdas, como solían hacerlo durante las más terribles tempestades de arena. El gélido viento se hizo más fuerte todavía. Algunos echaron una ojeada fuera. La amenaza se aproximaba, pero no se trataba de fuego. El viento se transformó en una fuerte granizada.
Entonces lo comprendieron: era una tempestad de arena rojiza como el ladrillo. Lo que les había parecido humo negro, en lo más alto del cielo, y que se extendía ahora por todas partes, era sólo una espesa polvareda. Las grandes lenguas ígneas, que ascendían incandescentes y descendían regularmente, reflejaban una serie de columnas de polvo que emanaba en torbellinos del suelo, como por arte de magia. Del cielo cayeron descargas eléctricas, acompañadas por crujidos y seguidas por el rugido del trueno, presagio del final de los tiempos. En unos segundos, el campamento quedó por completo cubierto de arena roja. Luego, al cabo de unas horas, el trueno se alejó y dio paso a una brisa fresca.
Entonces los beduinos comenzaron a cantar al-hamadu li’ilah: «Nunca habíamos tenido semejante revelación. Creíamos que el fuego de Dios iba a devorarnos y que había llegado el fin del mundo». Pero su alegría estaba mitigada: era un acontecimiento terrible. Tuvieron que descansar el resto de la jornada. Al anochecer, tomaron una parca comida impregnada aún de polvo rojo. Pronto el cielo estuvo de nuevo claro, pero todo el paisaje estaba teñido de un color ladrillo, y una capa de fino polvo persistía en el suelo.
Al día siguiente, decidieron levantar el campamento. Partieron hacia el norte, donde creían poder encontrar un clima menos violento y algo más de verdor. Pero no estaban al cabo de sus penas; tras algunos días de viaje, mientras se instalaban en un lugar tranquilo y verde, no lejos de la frontera jordana, una ondulante alfombra se perfiló en el horizonte. Poco a poco, el enjambre se aproximó: era un ejército compacto de langostas dispuestas a devastarlo todo a su paso.
Efectivamente, la oleada amarilla y negra nada dejó tras ella. Durante tres días, densísimas nubes se acumularon todas en la misma dirección. Los beduinos intentaron coger algunas para comérselas; tendieron mantas, esteras y todo lo que encontraron para formar una trampa; camellos, perros y hombres celebraron un festín, magro consuelo para vengarse de todo lo que las langostas habían devastado. Pues devoraban todo lo que encontraban, zarzas vivas y fresca hierba, y todo lo que era vital en un país desértico.
Tras su paso, los árboles y la vegetación parecían haber sido abrasados por una bomba. Los campos estaban vacíos. Ya sólo había desierto. Incluso los matorrales más grandes habían sido devorados por completo. Los rebaños estaban condenados a muerte pues no quedaba ya hierba para alimentarlos. Y el destino de los hombres no era mucho mejor. Los taamireh se creyeron perseguidos por el Maligno.
Una mañana después de su partida, cuando el sol del alba comenzaba imperceptiblemente a iluminar el campamento, los hombres salieron uno a uno de las tiendas al aire todavía frío para arrodillarse juntos en la arena. Entonces el jeque tomó la palabra ante toda la tribu reunida. Hizo llamar también a las mujeres, que rezaban en sus tiendas o preparaban la comida matinal.
—He aquí por qué os he reunido esta mañana —les explicó—. Alá nos ha dado señales advirtiéndonos de su cólera, signos que muestran que hemos pecado. Primero los ladrones nos quitaron todos nuestros animales y mataron a uno de nuestros hombres; después la tempestad de fuego rojo pareció anunciarnos el fin del mundo; luego las langostas nos quitaron lo poco que nos quedaba. Todo eso ocurre porque Alá no está contento, y no está contento a causa de los manuscritos. Están malditos; ¡no los quiere!
—Pero ya no los tenemos. Despedimos al hombre y tal vez haya muerto —objetó un beduino.
—Lo despedimos, sí. Pero creo que la cólera de Alá está sobre nuestras cabezas porque alguno de nosotros tomó los manuscritos. Y éste debe denunciarse ahora mismo. Debe hacerlo para que la ira de Alá deje de caer sobre nosotros. Debe devolver los manuscritos y desaparecer para siempre de nuestra vista.
Nadie habló. Cada cual miraba con suspicacia e inquietud a su vecino. De pronto, alguien se levantó. Era Falipa, el padre de Yohi.
—Yo los cogí —confesó—. No quería hacer daño. No creía ofender la voluntad de Alá. Sólo quería recuperar nuestra fortuna.
—¿Dónde están ahora? —preguntó el jefe.
Falipa agachó la cabeza.
—Los he vendido ya —contestó.
Al día siguiente, lo encontraron muerto en su tienda.
Cuando en el desierto se comete un asesinato, el hombre que lo ha hecho debe refugiarse, por lo general, en casa de un primo de alguna tribu tan lejana como sea posible, para escapar a la venganza de la familia. Luego, intenta desde su refugio negociar el precio de la sangre. Si no hay represalias en los días que siguen al asesinato, se acepta el dinero, que equivale a unos cincuenta camellos por un pariente, y a siete camellos por un hombre de otra tribu.
Ahora bien, en ese caso, ningún hombre se marchó a otra tribu. Nadie ofreció dinero. Quedaba muy claro que los beduinos se habían puesto de acuerdo para matarle, pues así creían librarse de las plagas.
Entonces Yohi fue a ver al jeque, para exigir venganza. Le dijo que puesto que él gobernaba la tribu, debía hacer algo. El jeque convocó una asamblea de sabios, a la que fue invitado Yohi. Tras una larga deliberación, se decidió que el padre de Yohi había actuado de modo desleal y que había puesto en gran peligro la tribu, atrayendo sobre sus cabezas la venganza de Dios. Uno de los sabios llegó a insultar, incluso, el nombre de su padre diciendo que sin duda estaba en el infierno, y Yohi, retenido a duras penas por los demás, estuvo a punto de golpearle.
Para un beduino, el paraíso era un país donde siempre era primavera, con hierba abundante y permanente, y donde el agua corría, inagotable, sin comienzo ni final, en arroyos y riachuelos; era un lugar donde el hambre, la sed, los campos resecos y las enfermedades de los animales no existían, donde las tribus vivían juntas y nadie envejecía. En el infierno, por el contrario, un hombre hallaba todo lo que detestaba en este mundo: un verano caluroso sin lluvia ni agua, y le era preciso acarrear continuamente sobre los hombros recipientes con agua para sus sedientos camellos.
Desearle a uno que su padre estuviera en el infierno era la peor de las cosas para un beduino. Yohi salió del consejo deshecho y triste. Toda la tribu estaba contra él: no podría obtener venganza para su padre.
Entonces encontró a Yehuda, en la fiesta de Lag Baomer. Éste, a cambio de ciertas informaciones sobre los manuscritos que su padre había encontrado, le ofreció a Yohi la posibilidad de abandonar la tribu. Este aceptó enseguida.
—¿Qué le ocurrió al hombre que traía los manuscritos? —pregunté cuando me hubo contado su historia.
—El hombre no murió en la tempestad de arena. Al principio, siguió caminando hacia su campamento. Luego, al cabo de dos horas, pensó que se había perdido y se detuvo. Cuando todo volvió a estar más claro, prosiguió su camino.
—¿Cómo lo supiste?
—Porque he vuelto a verle.
—¿Cuándo volviste a verle?
—Ayer. Vino a hablar conmigo.
—¿Qué quería saber?
—Lo mismo que Yehuda: si mi padre conservaba manuscritos que no hubiera vendido.
—¿Y qué?
—No. Todo lo que tenía, lo vendió.
—Pero ¿cómo oíste hablar de los manuscritos? —le pregunté a Yehuda.
—El rabí me mandó a buscarlos. Desde que oyó mencionar los manuscritos en la prensa, hizo una investigación y habló varias veces con Oseas.
Entonces se me ocurrió una idea. Le hice a Yohi una última pregunta:
—¿Cómo se llama el hombre cuyo padre encontró los manuscritos, el que viste ayer?
—Se llama Kair. Kair Benyair.
Cuando regresé al hotel, me topé con Jane, y Kair estaba con ella.
—Escucha —le dije a éste enseguida—, he hablado con un hombre de la tribu de los taamireh, se llama Yohi. ¿Te dice eso algo?
No respondió.
—No vale la pena que mientas. Me lo ha dicho todo —proseguí.
—Me escapé para ir a verle, y luego volví al hotel.
—¿Por qué fuiste a verle? ¿De qué le conoces?
Seguía sin responder.
—¿Pero de dónde sales tú? ¿Quién eres? —grité—. ¿Y dónde encontró los manuscritos tu padre? ¿Cuáles son tus vínculos con Oseas? ¿Contestarás de una vez?
Estuve a punto de agarrarle, pero Jane me contuvo. Kair respondió a todas mis preguntas que no sabía nada. Yo no quería hacer intervenir a Shimon antes de haber intentado encontrar personalmente a mi padre pues, una vez más, temía agravar la situación y hacer intervenir elementos suplementarios que no habría podido dominar.
—Muy bien —amenacé tomando el teléfono—. Te niegas a contestarme. Entonces voy a llamar a la policía.
Con un gesto de la mano, me detuvo.
—Mi padre los encontró en una gruta —confesó—. Te enseñaré dónde estaban. Te llevaré allí.
—Dime primero de dónde vienes y cómo conociste a Oseas.
—Cuando mi padre encontró los manuscritos, se le ocurrió venderlos. Pero no sabía cómo hacerlo. Por eso recurrió a los beduinos y a Falipa. Pero acabaron matando a Falipa. Y no querían oír hablar más del asunto. Cuando mi padre murió, yo mismo fui al lugar donde Falipa solía ir para venderlos, al lugar que mi padre me había descrito. Así conocí a Oseas. Falipa se los vendía a él.
—¿Cómo los encontraste? ¿Eres un beduino?
—No, no soy un beduino —aseguró—. Mañana te enseñaré dónde los encontré. Pues hay todavía mucho más de lo que ya cogimos. Allí hay un tesoro. Oseas encontró buena parte de él, pero quedan todavía las piezas más preciosas. Todo está escrito con precisión en el pergamino. Tal vez podamos recuperarlo, y a tu padre también.
Decidí conformarme, de momento, con aquellas explicaciones. Aunque no comprendiera cómo ni por qué, Kair podía llevarme a las grutas ocultas de Qumrán: era ya mucho.