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Cuando, tras la creación, Dios puso al hombre en el jardín del Edén, vio que no era bueno que estuviese solo. Tomó entonces una de sus costillas, e hizo la mujer. El hombre, advirtiendo que ésta era el hueso de sus huesos y la carne de su carne, se unió a ella, y se amaron, y se convirtieron de nuevo en una sola carne. Fue entonces cuando apareció la serpiente, que tentó a la mujer, que convenció al hombre para que errara.

¿Era pues preciso que el mal se inmiscuyera por medio del amor? Pero el pecado original no era el de la unión del hombre y la mujer. Se había introducido a través de ella, como una enfermedad que se extiende, de la serpiente a la mujer, y de la mujer al hombre. Después del amor.

Jesús decía: «Amaos los unos a los otros». También decía que nadie siente amor más grande que quien se desprende de su vida por aquellos a quienes ama. ¿Por qué entonces tanto odio, siempre?

Pensé que la respuesta a estas preguntas podía hallarse en un libro del que yo había oído hablar mucho —a mi padre, con frecuencia—, sin haberlo leído nunca, y que, sin embargo, todo el mundo conocía, leía y citaba incluso sin saberlo.

Me refiero a los Evangelios. En la yeshiva, nos prohibían su lectura como la de todos los textos que no estuvieran vinculados a la cultura judía ortodoxa, como la mayoría de los ensayos y la totalidad de las novelas.

Ahora bien, yo advertía confusamente que estos castigos se reanimaban y que se revelaba una noticia. Por ello, en cuanto llegué a Francia, sólo tuve una idea: comprender lo que ocurría. Quería saber. El rabí que, no obstante, decía que era preciso formular las preguntas sin vergüenza y hallar las soluciones sin miedo, no habría podido admitirlo. Nos estaba formalmente prohibido leer los Evangelios e, incluso, pronunciar el nombre de Cristo.

En cuanto llegamos a Francia, compré una traducción al hebreo de esos textos prohibidos. Cuando la abrí, sentí que el corazón me palpitaba en el pecho. Mis manos temblaron cuando volví las páginas. Sabía que no hubiera debido hacerlo. Y sin embargo, era necesario. ¿Me está permitido decirlo? Aquella lectura tenía el sabor amargo y delicioso de las cosas prohibidas. Por fin iba a saber.

Lo que descubrí me sorprendió más de lo que podría decir, no por su extrañeza sino por su singular familiaridad. Intentaré transcribir lo que leí, tal como mi memoria me lo entrega, porque es una falta que no volví a cometer nunca.

Había nacido en Belén, en Judea, en tiempos del rey Herodes: «y tú, Belén, tierra de Judá, no eres ciertamente la más pequeña de las poblaciones de Judá; pues de ti saldrá el jefe que apacentará Israel, mi pueblo». Era hijo de José y de María, que lo había concebido por obra del Espíritu Santo, como había predicho el profeta: «he aquí que la Virgen concebirá y parirá a un hijo al que dará por nombre Emmanuel, que se traduce por “Dios con nosotros”».

Tras su nacimiento, unos magos, advertidos por señales mágicas, llegaron de Oriente. Ya en Jerusalén, preguntaron dónde estaba el rey de los judíos que acababa de nacer y al que venían a rendir homenaje. «Cuando nació apareció una estrella en el este y recorrió los cielos, los magos fueron a decirle al rey que era el anuncio del nacimiento de un niño con un gran destino. Presa del terror, el rey hizo buscar a sus consejeros, que pensaban que era necesario matar al niño». Hablaron con el rey Herodes que convocó a los rabinos; éstos dijeron que el rey de los judíos iba a nacer en Belén, como habían dicho los textos. Se pusieron entonces en camino hacia Belén. En el cielo les guiaba un astro y, gracias a él, hallaron la casa donde estaba la joven recién parida, María, madre de Jesús, y le rindieron homenaje. Luego se marcharon, dejando a sus espaldas bocanadas de incienso y hojas de mirra. «Y traerán oro e incienso, y publicarán las alabanzas del Eterno».

Entonces José tuvo un sueño que le ordenó huir a Egipto, pues Herodes iba a buscar al niño para hacerlo perecer. «Una voz se hizo oír en Rama, llanto y un largo lamento; es Raquel que llora por sus hijos y rechaza todo consuelo, pues ya no existen». Permanecieron en Egipto hasta la muerte de Herodes, luego volvieron a Galilea para vivir en una ciudad llamada Nazaret. «Y será llamado el Nazareno».

Estaba también Juan el Bautista proclamando en el desierto de Judea que había que convertirse, pues se aproximaba el reino de los cielos. «Una voz grita: “¡Preparad en el desierto el camino del Señor, haced rectos sus senderos!”». Juan llevaba ropas de piel de camello y un cinturón en los riñones. Se alimentaba de saltamontes y miel silvestre. Todos acudían a él para que los bautizara en el Jordán y para confesar sus pecados. Como veía que muchos fariseos y saduceos pedían su bautismo, les exhortaba al arrepentimiento.

Apareció entonces Jesús, llegado de Galilea hasta el Jordán para que Juan le bautizara. Durante el bautismo, Jesús vio el espíritu de Dios con las apariencias de una paloma; recordó el pájaro de paz de Noé y, más lejos todavía, el espíritu de Dios como un soplo sobre la creación. Luego fue llevado al desierto para ser tentado tres veces por el diablo. Pero, recordando los versículos de la Biblia y de los profetas, salió vencedor de aquella prueba. «Al Señor tu Dios adorarás y sólo a él rendirás culto».

Tras saber que Juan había sido entregado, Jesús volvió a Galilea, luego fue a Cafarnaum, a orillas del mar. «Tierra de Zabulón, tierra de Neftalí, ruta del mar, país más allá del Jordán, Galilea de las naciones. El pueblo que se hallaba en las tinieblas ha visto una gran luz: para quienes se hallaban en el oscuro país de la muerte, se ha levantado una luz».

Recorriendo Galilea, rodeado de sus discípulos, enseñó en las sinagogas, proclamó la buena nueva y curó con milagros cualquier enfermedad y cualquier dolencia. Grandes multitudes iban a escucharle. Entonces, subió a la montaña y proclamó las «Bienaventuranzas». «El Señor está listo para quienes tienen roto el corazón, y salvan a quienes tienen el espíritu en el abatimiento, y los humildes poseerán la tierra». No había venido a derogar la ley de los profetas, sino a cumplirla. Curó a un leproso, a un centurión, a la suegra de Pedro, a la hija de un notable, luego a dos ciegos y a un poseso que había enmudecido. «Él se hizo cargo de nuestras dolencias y se encargó de nuestras enfermedades».

Hablaba con alegorías, como en los salmos y en el Midrash; pues proclamaba cosas ocultas desde la creación del mundo. «Por mucho que escuchéis, no comprenderéis; por mucho que miréis, no veréis. Pues el corazón del pueblo se ha encallecido; se han vuelto duros de oído, se han tapado los ojos para no ver con sus ojos, para no oír con sus oídos, para no comprender con su corazón y para no convertirse. ¡Y yo los habría curado!».

Fue luego a Jerusalén. Al acercarse al monte de los Olivos, Jesús envió a dos de sus discípulos a la aldea, donde debían encontrar una burra atada, y junto a ella su pollino. Los discípulos se fueron y lo hallaron todo como les había dicho. «Decidle a la hija de Sion: “He aquí que tu rey viene a ti, humilde y montando una burra y su pollino, el retoño de una bestia de carga”». Se puso en marcha. La muchedumbre le precedía gritando: «¡Hosanna al hijo de David! ¡Bendito sea, en nombre del Señor, el que llega!». Ya en el Templo, expulsó a todos los que se entregaban al comercio en el atrio.

Luego dijo a sus discípulos: «Ya sabéis que dentro de dos días será la Pascua. El hijo del hombre va a ser entregado para que lo crucifiquen». Los sacerdotes y los ancianos del pueblo se reunieron en el palacio del sumo sacerdote, Caifas. Se pusieron de acuerdo en detener a Jesús, pero «no en plena fiesta, para evitar tumultos en el pueblo». Judas Iscariote, uno de sus discípulos, iba a entregarle.

Al anochecer de la Pascua, Jesús sabía que iba a ser detenido. Tras haber cantado los salmos, tomó con sus discípulos el camino del monte de los Olivos. «El pastor será golpeado y dispersadas las ovejas del rebaño». Pasaron la noche en Getsemaní. Llegó luego el que debía traicionarle, Judas, uno de los doce, acompañado por un grupo armado que enviaban los sacerdotes. Le dio un beso a Jesús: era la señal. Entonces, Jesús le dijo: «Amigo mío, cumple con tu tarea».

Lo detuvieron enseguida. Pedro quiso defenderle, pero Jesús le dijo:

«¿Crees que no puedo recurrir a mi Padre, que pondría enseguida a mi disposición más de doce legiones de ángeles? ¿Cómo se cumplirían, entonces, las Escrituras según las que es preciso que así sea?». Luego, se dirigió a la multitud en estos términos: «Todo eso ha sucedido para que se cumplan los escritos de los profetas». Entonces, los discípulos le abandonaron y emprendieron la huida.

Jesús fue llevado ante Pilatos. Viéndole cautivo, Judas fue presa del remordimiento y devolvió las treinta monedas de plata a los sacerdotes y a los ancianos, diciendo: «He pecado entregando una sangre inocente». Pero era demasiado tarde. Judas se ahorcó. «Y tomaron las treinta monedas de plata: es el precio del que fue evaluado, de aquel a quien evaluaron los hijos de Israel. Y lo dieron por el campo del alfarero, como el Señor había ordenado». Judas había devuelto a los sacerdotes el dinero de su traición; pero al no poder guardar el dinero de su crimen, éstos lo dieron al campo del alfarero.

Pilatos convocó entonces a la muchedumbre y le propuso salvar a Jesús o a Barrabás. Eligieron a Barrabás antes que a Jesús. Pilatos se lavó las manos: la responsabilidad cayó sobre la muchedumbre. Así fue crucificado Jesús, en el lugar llamado del Gólgota. «Le dieron para que bebiera vino mezclado con hiél. Se distribuyeron sus ropas mediante sorteo». Los que pasaban, inclinando la cabeza, decían: «Tú, que destruíste el santuario, sálvate». «Ha puesto en Dios su confianza, que Dios le libere ahora, si le ama».

A mediodía, las tinieblas cayeron súbitamente sobre la ciudad y la envolvieron hasta las tres. Antes de morir, Jesús gritó: Eli, Eli, lama sahaqtani? «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?».

Me sentía turbado. Comprendía la importancia del descubrimiento de los manuscritos: si Juan Bautista era esenio, si Jesús era esenio, ¿podía su enseñanza interpretarse del mismo modo que antes? Si el cristianismo había nacido de una secta judía, ¿no cambiaría la visión que de él se tenía?

Y, sobre todo, me impresionó la traición, la pasión y el suplicio de Jesús. No comprendía las razones de su muerte; me parecían oscuras. ¿Eran los judíos responsables y los romanos culpables, o era al revés? ¿Pero qué judíos? ¿Y qué romanos? ¿Los sacerdotes, la multitud, los discípulos que lo abandonaron? ¿Por qué le había traicionado Judas, uno de los suyos? ¿Fue por dinero o por otra razón más profunda, doctrinal? Si lamentaba su gesto hasta el punto de suicidarse, ¿era imaginable que él, hijo de zelote, prescindiera de cualquier conciencia moral cuando lo había entregado a cambio de dinero? ¿Y por qué Jesús, que iba a ser detenido, que no había dejado de anunciarlo y avisar a sus discípulos hasta la noche de la Cena, por qué lo había permitido? ¿Por qué llegó hasta alentar a Judas, incitándole a que cumpliera rápidamente su tarea; como si todos tuvieran su papel aquella noche, como si se tratara de una conjura, de un plan preestablecido, premeditado por ambos, Jesús y Judas; como si existiera un secreto acuerdo entre el traidor y su víctima? Sin que sepamos quién lo había decidido, parece haber sido necesario ponerle a prueba en aquel instante fatídico. Pero entonces, ¿por qué sus demás discípulos no lo habían, aparentemente, comprendido ni admitido? ¿Por qué le abandonaron en el momento crucial, cuando más les necesitaba?

De pronto, fui presa del vértigo. El problema se formulaba por fin, claramente, en mi espíritu. Era tan sencillo y difícil como eso: ¿quién había asesinado a Jesús? Pensaba yo, confusamente, que la respuesta a esta pregunta aportaría una solución al misterio de la muerte de Almond, de Matti y de Oseas, al tiempo que la clave de la desaparición del manuscrito.

Los elementos de respuesta eran complejos. Judas era el traidor, el culpable moral pues. ¿Pero había actuado por iniciativa propia o por otros de los que sólo era instrumento? ¿Cuál era ese acuerdo entre Jesús y él? Los romanos le habían ejecutado; eran pues sus verdugos. Con ellos, el aparato del Estado y la ley. Pero las cosas se hacían singularmente complicadas porque habían ofrecido a los judíos la elección. Y éstos habían elegido matarle. Pero ¿de qué judíos se trataba? No del conjunto del pueblo, ni los fariseos, que no estaban presentes. Sólo algunos emisarios de los saduceos y, más precisamente, de algunos sacerdotes del Templo.

¿Eran estos últimos los culpables? La ley judía no preveía la ejecución en la cruz. Pero el tribunal no le había hecho lapidar. Algo que dividía de nuevo la culpabilidad entre ellos y los romanos, que no podían «lavarse las manos» con tanta facilidad. Finalmente, ¿cuáles eran los móviles de unos y otros? ¿Por qué lo había hecho detener Pilatos? ¿Representaba Jesús un peligro para la autoridad de Roma cuando sólo predicaba para los pobres y los tullidos y no tenía ningún mensaje político o revolucionario? ¿Quiénes eran los componentes de aquella multitud fanatizada, manipulada, que exigía a gritos la muerte? ¿Era posible que prefiriese a Barrabás el bandido cuando, en otro tiempo, había aclamado a aquel a quien anunciaba el Bautista? ¿Por qué semejante animosidad por parte de ciertos sacerdotes? ¿Realmente temían que un galileo, un sencillo hombre del campo, de la lejana provincia, amenazase su omnipotente poder en Jerusalén? ¿Por qué desear su muerte si no tenían contra él ninguna acusación real?

¿Cuál era el móvil de Judas, que le había traicionado? ¿Era posible que fuese sólo el dinero? ¿Tan cínico era, y tan interesado, él, hijo de zelote y ciertamente zelote también? Y por fin, ¿cuál era el móvil de Jesús para dejar que le traicionaran?

De hecho, era como si Jesús hubiera sido asesinado tres veces: por Judas, por los romanos y por los sacerdotes, a través de la muchedumbre. Y una postrera vez, quizá… «Padre mío, ¿por qué me has abandonado?», decía Jesús antes de morir. Quedaba una cuestión, un misterio que, por lo demás, no había escapado a los romanos, a los viandantes, ni siquiera a los ladrones crucificados a su lado. Si Jesús era realmente el hijo de Dios, podía ser salvado por su Padre, por él mismo incluso, pues había salvado ya muchas vidas, había resucitado. Tal vez hubiera decidido no hacer milagros aquella vez. Y en ese caso su muerte era deseada. Un suicidio, en cierto modo. Era el cómplice de Judas que le había besado como un hermano y a quien había incitado a cumplir su tarea. Jesús sabía que iba a ser vendido, que iba a morir, y sin embargo no hizo nada para escapar a su suerte. He aquí otro culpable: el propio Jesús.

Salvo si…

Un violento estremecimiento me recorrió… Sin que pudiera impedirlo, una horrible blasfemia me pasó por la cabeza. Jesús sabía que sería entregado. Pero tal vez creyera que no iba a morir. Pensó, hasta el último extremo, que Dios iba a salvarle. Tal vez esperara, en el último momento, el cataclismo, el milagro y la llegada resplandeciente, postrera, triunfal del Padre. Esperaba el advenimiento del reino de los cielos. De lo contrario, ¿por qué había dicho: «Dios mío, por qué me has abandonado»?

Eran sus últimas palabras, las que expresaban el sentido de una vida, y el de una muerte. Pero no evocan el pasmo del mártir en la cruz, ni la victoria final del hombre que se ofrece en sacrificio para salvar la humanidad, ni siquiera el deseo de encontrarse por fin con el Padre en la bienaventuranza del otro mundo, por repugnancia ante éste. «¿Por qué me has abandonado?». En estas palabras resuena un lamento, una sorpresa, una recriminación, una reprimenda tal vez. «No era lo que estaba previsto. No quería abandonar así este mundo. ¿Por qué me has abandonado a mis asesinos? ¿Por qué no me has salvado? ¿Acaso no eras mi roca, mi escudo, mi fortaleza, mi agua en esta tierra reseca? ¿No eras el que se pone a la cabeza del pueblo, padre de los huérfanos, justiciero de las viudas? ¿No eras mi padre? ¿No era yo tu hijo?».

En la cruz, con el último suspiro, Jesús designa, acusa, incrimina a Dios por haberlo matado. «¿Por qué le abandonó Dios?».

Al día siguiente, me costó despertar. La noche había sido agitada y entrecortada por largas pesadillas en las que veía, alternativamente, a Jesús enfrentarse con sus enemigos y a Satán como se me había aparecido en una visión maléfica. Emprendimos el camino de la Facultad de Teología para ver de nuevo al padre Jacques Millet que, de regreso de Qumrán, estaba de nuevo en su despacho parisino. Creíamos que tal vez pudiera indicarnos dónde se hallaba Pierre Michel.

Nos costó mucho llegar al barrio de Saint-Germain-des-Prés: estaba completamente obstruido por una gigantesca muchedumbre que desfilaba lentamente, enarbolando pancartas y gritando determinadas consignas. Los coches, bloqueados por todas partes, aguardaban resignados que pasara la ola de manifestantes. Por la mañana habíamos leído en el periódico que los coches formaban, alrededor de París, colas de miles de kilómetros, parachoques contra parachoques, una larga procesión de animales infernales envuelta en la hedionda nube de los tubos de escape. Los conductores en sus vehículos, esos ángeles caídos, medio hombres, medio bestias, aguardaban, sin resistencia, abandonándose al cansancio o tal vez a la certidumbre de que nada había que perder, nada que hacer salvo esperar. Tras seis horas de inmovilidad, encontraban todavía fuerzas para hacerse breves signos de reconocimiento. No era ya tiempo de cólera.

Cada grupo de manifestantes llevaba su pancarta: los ferroviarios, los carteros, los enseñantes, los parados. Un hombre, provisto de un altavoz, arengaba a la muchedumbre: «El gobierno se niega a escucharnos y sigue intentando hacernos creer que es una suerte, para nosotros, que algunos sean más pobres que otros, a fin de que la nación no perezca por completo. Dice que la lucha contra el paro exige sacrificios, pero el sacrificio es siempre para los mismos».

La multitud no estaba furiosa. Desamparada, reivindicaba tranquilamente el derecho al trabajo y a la jubilación; pedía la dimisión del gobierno. El lento cortejo testimoniaba más el duelo de una nación de incierto porvenir que la cólera del combatiente social. Algunos, sin embargo, que deseaban atravesar las barreras humanas formadas por hileras de policías, eran rechazados con una exhibición de bombas lacrimógenas y porrazos, y a veces metidos sin miramientos en camiones negros. Los Kittim, pensé. El pueblo gritaba su desolación, su miedo a la miseria y al porvenir, y los soldados, aterrorizados ante la cólera del hombre hambriento, detenían y golpeaban.

A duras penas nos abrimos paso a través de la masa compacta de los manifestantes, hasta la facultad. Millet nos recibió en su despacho, una estancia desnuda y vetusta, llena de libros y carpetas esparcidos por todas partes. Advertí enseguida que no tenía ya la expresión jovial y acogedora de nuestro primer encuentro. Ya no parecía dispuesto a la alegre y animada conversación que habíamos mantenido en el paraje de Qumrán. Las letras que yo había leído en las finas venitas de sus sienes eran visibles todavía, aunque más difusas que antaño.

—No creí verles tan pronto, ni tampoco aquí, en París —anunció estrechándonos la mano—. Pero sospechaba que tendría noticias de los israelíes, después de todo lo ocurrido.

Nos hizo comprender que, tras los salvajes crímenes que se habían perpetrado, estaba dispuesto a responder a nuestras preguntas y a cooperar con las autoridades israelíes. Había dejado, como Andrej Lirnov, todos sus manuscritos al padre Pierre Michel que, poco después, había apostatado y colgado los hábitos para establecerse como investigador en Francia. Éste tenía ahora la mayor parte de los manuscritos no bíblicos, los apócrifos y los escritos de la secta. Según Millet, poseía ciento veinte fragmentos en total, pero se negaba a revelar a nadie la lista exacta. Millet nos facilitó la dirección personal de Pierre Michel, pero nos avisó de que probablemente éste no quisiera recibirnos, pues ya no veía a nadie.

Parecía bastante molesto y hablaba en un hebreo más vacilante que en nuestra anterior entrevista, como si temiera decir demasiado. Mi padre debió de hacerse la misma reflexión puesto que le preguntó a bocajarro:

—¿Tiene alguna idea sobre el contenido del pergamino que Pierre Michel mencionó en su conferencia de 1987? ¿Lo descifró usted cuando trabajaba en la scrollery del Museo Arqueológico de Jerusalén?

—No, no tuve tiempo.

Había respondido a la insidiosa pregunta de mi padre. De modo que el rollo de Pierre Michel era, efectivamente, el que habían robado del museo. Se hizo un incómodo silencio durante el cual nos dispusimos a partir. Pero de pronto, mirándome, el padre preguntó:

—¿Vive usted en Mea Shearim?

—Sí.

—Es un bonito barrio, ¿verdad? —Una radiante y nostálgica sonrisa iluminó su rostro.

—Sí, ciertamente —contesté.

—¡Ah! Cuando estoy en Francia, siempre echo mucho en falta a Israel. Allí es distinto. Me siento bien, me siento seguro. Es un país tan fabuloso… ¿Recuerda la pequeña redoma de aceite que le di?

—Claro. Sigo teniéndola. ¿Quiere recuperarla?

—No. Es para usted. Consérvela… Consérvela celosamente. Ya sabe lo que dijo Nuestro Señor Jesucristo: «Dad y mucho os será devuelto…».

Calló y, luego, añadió en voz algo más baja:

—De hecho… cuando trabajaba en la scrollery, sufrí presiones bastante fuertes por parte de ciertas autoridades, que me incitaban a que no me enterara del contenido de aquel pergamino. No sé lo que había en él. Pero pienso, si quieren saberlo todo, que no confiaban en mí.

—¿Y no se lo arrebataron a Pierre Michel, después de que colgara los hábitos?

—Sí, lo intentaron —respondió, sin dar más datos sobre los autores del hecho—. Tuvo que abandonar Jerusalén por esta causa. Pero ahora ya no depende de las autoridades eclesiásticas y, por lo tanto, no tiene ya que obedecerles como tuve que hacerlo yo.

—¿De manera que no se enteró del contenido del manuscrito, ni siquiera de modo superficial? —insistió mi padre.

—Sí, lo hice, justo antes de que desapareciese. Cuando hablé de lo que había podido, digamos, entrever, con el padre Johnson, éste me pidió que no se lo mencionara a nadie bajo ningún pretexto. En resumen, que lo olvidara todo. Le había dicho lo mismo a Lirnov. Pero el pobre hombre no soportó saber…

—¿De qué se trata? —preguntó mi padre.

—No puedo responderles, prometí silencio y no puedo romper mi promesa —contestó—. Pero intenten ver a Pierre Michel. Mire, tome también mi dirección personal —añadió tendiéndonos una tarjeta—. No vacilen en llamarme, haré lo que pueda para ayudarles… En la medida que me sea posible sin romper mi juramento, compréndanlo.

—¿Teme usted algo o a alguien? —preguntó mi padre—. Si es así, tal vez pudiéramos ayudarle.

Hubo un nuevo silencio. La pregunta quedó sin respuesta.

—¿Cree que la Congregación para la Doctrina de la Fe puede estar mezclada en estos crímenes? —prosiguió mi padre.

—Formé parte de la congregación durante años. Sé de qué es capaz esa gente. Pero no de eso, créanme. No, no tengo miedo de ellos. La única razón de mi silencio es que me comprometí a callar, y nada más, ténganlo por seguro.

Nos hizo, entonces, una señal indicando que la entrevista había terminado. Cuando le estreché la mano, percibí en su mirada un fulgor trágico que me puso el corazón en un puño.

Habíamos obtenido pocas informaciones de aquel hombre. Pero, por primera vez, parecía que un dique se derrumbaba. No sabíamos nada todavía, pero al menos lo sabíamos.

«Y vi que la prudencia tiene muchas ventajas sobre la locura, como la luz tiene muchas ventajas sobre las tinieblas. El prudente tiene los ojos en la cara y el insensato camina por las tinieblas, pero también he sabido muy bien que el mismo accidente les sucede a ambos. La memoria del prudente no será eterna, ni tampoco la del insensato porque, en los días venideros, todo se habrá olvidado ya, ¿y por qué muere el sabio al igual que el insensato?».

Aquella misma noche, nos dirigimos al domicilio de Pierre Michel, en el distrito XIIIº. Estaba en el barrio chino, en el piso duodécimo de un rascacielos gris que parecía iniciar una huraña ascensión hacia el cielo, sin conseguir terminarla. Llamamos, pero nadie respondió.

Entonces, desde una cabina frente al rascacielos, telefoneamos al padre Millet. Pero tampoco allí obtuvimos respuesta. Nos pusimos a caminar siempre hacia delante, hacia el norte. Era el crepúsculo; el sol moría dulcemente bajo las brumas de la primavera. Una luz suave proyectaba, sobre los monumentos y los edificios de piedra, toda una gama de bellísimos tonos.

Llegados al distrito VIº y movidos sin duda por una lógica inconsciente —«Satán, la tentación del abismo»—, nos dirigimos en silencio hacia la parroquia del padre Millet. Al acercarnos a su casa, mantuvimos un pequeño conciliábulo.

—Puesto que estamos aquí, ¿por qué no le visitamos? —propuse.

—¿Ahora? ¿No crees que es demasiado tarde? —repuso mi padre.

—No, nos alentó a venir y tal vez se sienta más libre hablando lejos de la facultad. Creo que confía en nosotros.

—En ti, querrás decir, y me pregunto por qué razón. Sin embargo… No sé si podría decirnos algo más, pero me siento preocupado por él. Estoy convencido de que teme algo.

—Tal vez el único medio de protegerlo sea incitarle a confiarse…

Mi padre vaciló por unos instantes, luego acabó diciendo:

—Bueno, vamos.

Llamamos al interfono, pero no hubo respuesta en casa de Jacques Millet. Entramos en el edificio y subimos hasta su piso. La puerta estaba entreabierta. Mi padre fue el primero en entrar.

Lo que vimos entonces nos heló de espanto para el resto de nuestra vida. No hay un solo día, no hay una sola noche sin que despierte, aterrorizado, pensando en lo que vi. Y durante mucho tiempo he rezado para que me abandonaran las bárbaras visiones que agitan mis noches y llenan mis inciertos días. Jamás podré olvidar el horror de la maldad humana. Ningún diablo, ningún demonio podrá igualar nunca al hombre en su maldad.

«Por eso odio esta vida, porque las cosas que se hacen bajo el sol me han disgustado».

Ante nosotros, el padre Millet yacía de pie, con los brazos en cruz y la cabeza inclinada hacia la izquierda. Estaba desnudo, o casi. Su cuerpo blancuzco había perdido sus amables redondeces. Era blando, adiposo, como desprovisto de huesos. Su rostro se había petrificado en una expresión de lamento en la que se mezclaba un intenso sufrimiento. Sus ojos estaban helados; su llamada al más allá, nacida del dolor, del miedo y de la incomprensión, proyectada hacia la muerte como si fuera una liberación, el único fin posible y deseable ya, la muerte como proyecto y como única esperanza, había acabado siendo escuchada, pero quedaba todavía una especie de larga mirada transida de un apagado ardor. Sus cabellos blancos estaban pegados al cráneo por un sudor de esfuerzo y sufrimiento, el sudor de un anciano que busca su camino bajo un sol abrumador, que se asusta al no poder nunca encontrarlo y advierte que eso se debe al tiempo que mana, que mordisquea una a una todas sus facultades y devora sus carnes con su trabajo de paciencia y de maligna disgregación. De su boca entreabierta fluía un líquido amarillento, una baba que se mezclaba con la bilis escupida de lo más profundo de sus visceras. En sus sienes, sus manos y sus pies, trabados por gruesos cuajarones negros, había rastros de finos hilillos de una sangre oscura y seca, que parecía caliente todavía en su frío cuerpo; el último vestigio de la vida asesinada. Sus manos estaban dobladas, crispadas alrededor de las llagas, como si ellas mismas intentaran vendarse. Sus pies, retorcidos uno sobre otro, colgaban pálidos y esqueléticos.

Precariamente sentado, con la nalga izquierda en una barra transversal, estaba colgado de una gran cruz de madera, una cruz de Lorena decapitada. Sus muñecas habían sido clavadas en el travesano, sus pies fijados al poste. Su cuerpo se había desarticulado en una torsión lateral; la sedecula frenaba el deslizamiento y el desgarramiento de los músculos. Unos grandes clavos se habían hundido en sus carnes, formando llagas purulentas.

«Le habían crucificado».

Permanecimos atónitos, sin poder apartar los ojos de aquella visión macabra. Eramos Cohen, y la ley no nos permitía tocar un cadáver, pues debíamos permanecer puros, es decir libres de cualquier relación con la muerte.

«Pues habrá llegado en vano y se habrá ido a las tinieblas, y su nombre habrá quedado cubierto de tinieblas».

Aquel hombre muerto ante nosotros era morboso, y de su fallecimiento emanaba una fuerte llamada que aspiraba hacia ella a quienes la contemplaban. Esa es la vida de la muerte, que es algo impuro pues atrae las grandes fuerzas de la vida y las aspira hacia el funesto infinito para que se pierdan en él; y el hombre que contempla la muerte se parece al que se inclina sobre el vacío, sabiendo que sólo debe dar un paso para que todo termine. Y la idea es embriagadora. La muerte es impura pues es una espantosa seductora, es un vino amargo y suave que embriaga. Hay que estar muy bien anclado en la vida para no sentirse atraído, o unido a ella por la fuerza, pues es imposible estarlo sólo por el poder de la voluntad. Ésta nada puede contra el deseo que la muerte inspira, fuerte como lo absoluto, pues la muerte es el fin postrero de la existencia; es el único presentimiento de su eternidad. Pero esta eternidad es sólo una negación de la vida.

El hombre es un animal morboso, y nos fue imposible olvidar aquella visión de la injusticia, y la tristeza ya no dejó en reposo nuestro corazón.

Salimos del piso para zambullirnos en la noche que nos cegó, pues la noche en nuestros corazones era mucho más oscura.

«Mejor es ir a una casa de duelo que a una casa de festín, pues en ésta se ve el fin de cualquier hombre, y quien esté vivo pondrá todo eso en su corazón. La tristeza es mejor que la risa, porque, por la tristeza del rostro, el corazón se hace alegre; el corazón de los prudentes está en la casa de duelo, pero el corazón de los insensatos está en la casa de alegría».

Mi padre se sentía trágicamente responsable de lo que le había pasado al padre Millet. Pensaba que la investigación que estábamos llevando a cabo no era más que un largo calvario, un vía crucis. Me repetía que no era una misión para nosotros. Tal vez aquel hombre hubiera muerto por nuestra culpa. El vínculo de ese crimen con la crucifixión de Almond y la muerte de Matti no podía ser fortuito. Parecía ahora evidente que alguien nos seguía y quería impedir que prosiguiéramos nuestra investigación destruyendo las últimas pruebas que hubiéramos podido encontrar. Ahora bien, si no teníamos derecho a tocar la sangre, con mayor razón nos estaba prohibido provocarla. Shimon se había equivocado pensando que podíamos lograrlo. O tal vez ignoraba las trágicas consecuencias de semejante investigación. La próxima señal no sería ya una advertencia.

No quedaba ya duda alguna: combatíamos contra romanos, bárbaros dispuestos a todo.

—Creo que debemos volver a casa, a Israel —acabó diciendo mi padre.

—No podemos abandonar así —contesté—. Debemos proseguir nuestro camino y comprender este misterio a toda costa.

—De nada sirve querer explicar las cosas y querer hacerlas claras y transparentes. Es preciso dejar los secretos en su opacidad. A veces, las apariencias más evidentes son las más engañosas. Lo que hay bajo las cosas es inimaginable y lo que podemos descubrir es tan terrible que mejor es apartarnos. Tú sabes que mirar a Dios cara a cara es imposible, y que pretender hacerlo es una transgresión mortal. Dios debe permanecer oculto. Quien intenta desvelarle atrae sobre su cabeza la desgracia y el rayo.

—¿Pero de qué estás hablando? ¿Sabes algo más acerca de estos crímenes? ¿Y de quién se trata? —grité, aterrorizado—. ¿De Dios o de Jesús? ¿Por qué utilizas este argumento si no crees en Dios, si no cumples el Sabbath y ni siquiera obedeces los diez mandamientos? ¿De qué estás hablando?

—Ignoro si Dios existe, pero no quiero contrariar su voluntad ni las señales que envía.

Ni siquiera en aquellas trágicas circunstancias pude evitar una sonrisa. Los papeles se invertían. Creía ser el creyente y de pronto me volvía ateo y racionalista. Pensaba que mi padre era casi un impío y descubría que era más religioso que yo.

—Te equivocas cuando crees ver esas señales; o tal vez sea Dios quien se equivoque al enviártelas —respondí tranquilamente—. No podemos abandonarlo todo. Debemos encontrar ese manuscrito. Alguien lo tiene, lo oculta y lo protege. ¿Quién?, no lo sé. Tal vez no sea un hombre sino un grupo, una institución que lo confiscó hace siglos. No importa, es preciso proseguir. No podemos rechazar nuestra misión como Jonás, cuando Dios le dijo que predicara el arrepentimiento en Nínive; de lo contrario, nos devorará una ballena.

Yo pensaba, efectivamente, que era preciso perseverar; y que si los bárbaros querían guerra, debíamos aceptar el desafío. No tenía miedo. Nos creía inmortales, a mí y a todos aquellos a quienes quería. Eramos la vida, éramos los hijos de la luz y ellos eran los hijos de las tinieblas. ¿Y acaso no estaba escrito que al finalizar esa guerra llegaría el Mesías?

Al día siguiente, volvimos a casa de Pierre Michel. Tampoco entonces había nadie. Saqué una llave del bolsillo. Era una ganzúa que Shimon había enviado, junto con la pequeña pistola que no se separaba ya de mí, otro «regalo de partida» que ahora me parecía un presagio. Abrí suavemente la puerta. El piso era exiguo y oscuro. Las contraventanas estaban cerradas; recorrimos en silencio un estrecho pasillo y entramos en la estancia principal.

Vimos allí a una mujer agachada ante un cajón, que iba sacando y leyendo los papeles que contenía. Como si hubiera presentido nuestra presencia, se volvió de pronto y lanzó un grito de sorpresa.

—¿Quiénes son ustedes? —preguntó en inglés.

—Tranquilícese —respondió mi padre en la misma lengua—… Sólo somos investigadores arqueológicos. Queremos ver a Pierre Michel.

La mujer se calmó. Parecía haber tenido mucho miedo.

—Pierre Michel se ha marchado, y si lo que quieren es el manuscrito que tenía, no está aquí. También yo lo busco —dijo.

—¿Por qué razón? ¿Quién es usted? —pregunté.

—Soy periodista de la Biblical Archeological Review, trabajo para Barthelemy Donnars. Quisiéramos publicar el conjunto de los manuscritos, incluido el que fue fraudulentamente confiscado.

—Sí —afirmé con desconfianza—, todo el mundo sabe que su revista ha convertido los manuscritos en su sustento.

—Esos manuscritos son documentos tan fundamentales para el historiador como para la fe. Lo escandaloso es más el hecho de haberlos ocultado que el de buscarlos para publicarlos —respondió sin enfadarse.

—¿Cómo ha entrado usted? —preguntó mi padre.

—Por la puerta, como ustedes. E imagino que del mismo modo. Sospechaba que Pierre Michel no estaría: desde que abandonó su vocación monástica recibía amenazas de muerte para que devolviera el manuscrito; pienso que ha debido de huir. Me costó encontrar su rastro. Y cuando conseguí verle, sudé sangre para hacerle aceptar una entrevista, explicándole que era el mejor modo de salvarle.

—¿Cómo es eso?

—Quiero decir… lo de salvar su vida.

—¿Está usted al corriente de los asesinatos? —pregunté.

—¿Quién no lo está? Llenan la primera plana de los periódicos.

—¿Pero quién amenaza su vida? —preguntó mi padre.

—Me dijo que no lo sabía. Sospechaba que era Johnson. Había confiado el manuscrito al padre Michel, que era su compañero desde los comienzos. Pero ignoraba que estuviese en el camino de la duda y la apostasía. Cuando Michel comenzó a desvelar su contenido en la conferencia de 1987, Johnson montó en cólera. Luego, Pierre Michel desapareció con el pergamino. Y así estamos —dijo lanzando una desolada mirada a la habitación—, ya no hay modo de encontrar su pista.

La mujer era joven, tenía largos cabellos rubios y un rostro muy pálido lleno de pecas. Se llamaba Jane Rogers. Decía ser hija de un pastor y su trabajo en la BAR, al igual que sus investigaciones, estaba impulsado por el amor a la verdad que, para ella, era lo mismo que el amor a Dios.

—Créame —afirmó dirigiéndose a mí, con aquel aire digno que tan a menudo le vería yo luego—, quiero publicar el manuscrito que falta por puro cristianismo.

La había molestado, y enseguida lo sentí amargamente. «No te precipites a hablar y que tu corazón no se apresure a pronunciar palabra alguna ante Dios, pues Dios está en los cielos y tú estás en la tierra».

—Lo siento mucho —me disculpé—. La he agredido injustamente.

Su cara se iluminó entonces con una sonrisa infantil.

—No importa —contestó—. Estoy acostumbrada a…

De pronto, calló con los ojos llenos de miedo. Me volví y vi dos siluetas amenazadoras. Mi padre avanzó hacia ellas, como para protegernos. Le agarraron enseguida y le golpearon con una porra en la cabeza. Se derrumbó. Durante unos instantes, quedé estupefacto, incapaz de hacer un movimiento. Luego, la voz de la sangre de mi padre dolido, maltrecho, brotó del suelo hacia mí y me hizo temblar de rabia. Movido por un irresistible impulso asesino, me lancé contra los agresores. Propiné con todas mis fuerzas un puñetazo al estómago de uno de los hombres, pero el otro, armado, lo aprovechó para propinarme un culatazo en la cabeza. Quedé aturdido durante varios minutos. Tiempo suficiente para que los malvados salieran como una tromba, llevándose el cuerpo inanimado de mi padre.

Hice un movimiento para lanzarme en su persecución, pero un terrible dolor de cabeza me hizo vacilar. Escuché aún, como de muy lejos, la voz de Jane Rogers:

—¡No! No les siga, de lo contrario le ejecutarán como hicieron ya con Millet, Almond y los demás.

Perdí el conocimiento. Cuando volví en mí, abrí los ojos en un sopor algodonoso, ante un ángel dorado que se inclinaba sobre mí y pasaba por mi frente dolorida un lienzo suave y fresco. Cerré por un instante los ojos y volví a abrirlos: no, no era una visión beatífica sino el rostro de Jane Rogers, atento e inquieto, y sentí la dulce presión de sus manos a través de la compresa que aplicaba a mi sanguinolenta herida.

—¿Se encuentra mejor? —preguntó—. ¿Quiere que llame a una ambulancia?

—No, no. ¿Pero por qué han raptado a mi padre? ¿De qué le conocían? —dije, recordando enseguida con terror lo que había sucedido.

—Han debido de enterarse de que estaban buscando los manuscritos… O tal vez le han tomado por Pierre Michel, porque evidentemente ni usted ni yo podíamos serlo… ¿Es usted un hasid o va disfrazado? —dijo contemplando curiosa mis desesperados esfuerzos para ponerme en la cabeza la kipa de terciopelo negro que ella me había quitado para curarme.

—Vivo en Mea Shearim.

—¡Ah! Ya veo… Tal vez esos hombres estén simplemente buscando el tesoro.

—¿De qué tesoro me habla? —pregunté.

—Los beduinos lo conocen por tradición oral, creo. Uno de los textos revela la existencia de un tesoro de piedras preciosas y oro.

—Sí, el Pergamino de cobre. Se trata del tesoro del Templo. ¿Pero cómo lo sabe?

—Trabajo en este expediente, en la BAR, y disponemos de las últimas informaciones arqueológicas. Pero ya hablaremos más tarde. Venga, no nos quedemos aquí. No sabemos lo que puede suceder todavía.

El aire fresco me sentó bien. Caminamos un poco por la calle. Luego regresamos cada uno a su hotel, después de intercambiar nuestros números de teléfono.

Por la noche, tendido en mi cama, no conseguía dormirme. Tenía todavía un dolor de cabeza atroz y lacerante, y pensaba en mi padre. No veía manera de encontrarlo. Si descubrían su error o advertían que él no sabía más que ellos, podían matarle. Recordé con terror él cadáver crucificado del padre Millet, y aquella visión me resultó una tortura.

Pasé la noche agitado por convulsivos temblores. ¿Quién había matado a Millet? ¿Unos obsesos del cristianismo o, por el contrario, unos cristófobos? ¿Judíos, musulmanes o cristianos? Unos locos sanguinarios, sin duda. ¿Pero qué querían significar cuando cumplían ritualmente el suplicio de Cristo?

No descarté hipótesis alguna. Tal vez fueran enviados de Dios, llegados para apresar a un justo y llevarlo ante el trono celestial. O, más probablemente, emisarios de Satán llegados para interrogarle y tentarle. Y en ese caso, él regresaría con proyectos diabólicos. También podían ser simples bandidos en busca del tesoro de los esenios, que creían que mi padre tenía la clave del problema. O cristianos fanáticos que temían el descubrimiento de los manuscritos y que, sin duda, habían sido también los verdugos de Almond y de Millet.

Mientras pensaba en ello, algo me sorprendió: el punto común de todas esas hipótesis era que el motivo del rapto estaba siempre vinculado a los manuscritos, de un modo u otro. Por lo tanto, el único modo de salvar a mi padre, si todavía estaba a tiempo, era llamar la atención sobre los manuscritos para que sus raptores acudieran.

A las cinco de la madrugada, tras muchas reflexiones, tomé el teléfono y marqué el número de Jane Rogers.

—Soy Ary Cohen. Lamento despertarla —me disculpé.

—No, en absoluto. Tampoco yo dormía. ¿Cómo va su herida? —se interesó.

—Algo mejor. Escúcheme. Tengo que encontrar a mi padre, a toda costa. Ignoro dónde está, y quién le ha raptado, y por qué. Pero creo que lo han hecho a causa de los manuscritos.

—¿Acaso sabía algo a este respecto?

—No, ni yo tampoco.

—¿Qué estaban buscando ustedes, exactamente?

—El pergamino que poseía Pierre Michel.

—¿El famoso pergamino de la conferencia?

—Sí.

—Por eso me enviaron aquí. ¿Está seguro de que su padre no ha descubierto algo peligroso, de lo que no le ha hablado para protegerle?

—No, no lo creo.

—Si no sabe nada, entonces tal vez no le maten, y todavía estemos a tiempo de encontrarle.

—Sí, pero temo que sus raptores se esfumen. Deberíamos hacer algo para atraerlos; fingir que sabemos o tenemos lo que están buscando.

—¿Piensa en algo concreto?

—¿Cree que su periódico puede organizar un coloquio sobre los manuscritos, algo de cierta resonancia para que los diarios hablen de ello?

—Está ya previsto —contestó—. Dentro de tres semanas se celebrará un gran coloquio de la BAR sobre los manuscritos de Qumrán, todos los investigadores están invitados. ¿Cuál es su idea?

—Hacerles creer que hemos encontrado el rastro del último manuscrito.

—En efecto, se necesitaría eso, al menos, para que nuestros eminentes qumranólogos se desplazaran. Al último coloquio acudieron muy pocos.

—Siempre que no sea demasiado tarde…

—No piense en ello ahora —dijo—, intente dormir y mañana esbozaremos un plan de batalla.

—Iré a buscarle por la fuerza, si es necesario —repuse.

Pareció desconcertada.

—Me refiero a la fuerza de las ideas.

A la mañana siguiente, corrí frenéticamente, de un lado a otro, por París. Volví al piso de Pierre Michel, para encontrar algún indicio. Telefoneé a Shimon, no para informarle de lo que había ocurrido, pues temía poner en peligro la vida de mi padre si lo hacía, sino para intentar adivinar si estaba al corriente. Al parecer, no sabía nada.

Sin un objetivo preciso, tal vez porque estaba sencillamente desorientado, me dirigí a la embajada israelí. Tenía ganas de decirlo todo. Luego, en el último momento, cambié de opinión.

Dos días después, recibí en mi hotel un paquetito procedente de Nueva York. Lo abrí con el corazón palpitante y las manos temblorosas. Contenía una cruz de madera carcomida, con una inscripción en hebreo. Sólo cuatro letras que me pusieron la carne de gallina: INRI, Jesús Nazareno, rey de los judíos, la inscripción en la cruz de Cristo. No cabía duda de que el objeto procedía de los raptores, que me indicaban así que conocían el objetivo de nuestras investigaciones y amenazaban a mi padre con la crucifixión.

Estaba desesperado. ¿Pero qué querían a fin de cuentas? ¿Serían unos fanáticos que crucificaban a todos los que investigaban sobre los manuscritos de Qumrán? ¿Qué diablos habría en esos rollos para explicar tan horrendos crímenes?

El coloquio era la única esperanza que me quedaba de poder responder estas preguntas. Decidí acompañar a Jane Rogers a Nueva York.