3
Era cierto, me había convertido en un religioso. Me acercaba a Dios de un modo particular, como nunca había hecho antes. Estaba enamorado. Como un hasid, consideraba que este mundo era un estribo hacia Aquel a quien yo amaba. Intentaba desprenderme de él, para elevarme hasta Él, mi refugio y mi fuerte; un auxilio siempre ofrecido en la angustia. Cuando la tierra temblaba, cuando las montañas se derrumbaban en los mares, era mi consuelo, mi ciudadela; un árbol plantado junto a los arroyos, cuyo follaje nunca se ajaba. Le imaginaba con sus vestiduras de mirra, áloe y canela, más deseable que el oro fino, más sabroso que la miel reciente. Me socorría al clarear el alba, me ungía con óleos de júbilo cuando, en mitad de mis noches en blanco, los espantos caían sobre mí, cuando me asaltaban el temor y los temblores, cuando el corazón se crispaba en mi pecho. Invocaba entonces su nombre con ardientes plegarias y sabía que iba a librarme de la angustia, que sometería a los pueblos y que devolvería el mal a quienes me espían.
En aquellas noches le pedía que me concediera, por un instante, las alas de una paloma, para poder volar hasta el desierto y hallar un refugio para pasar, por fin, una noche en calma, para llegar presurosamente a un abrigo contra el viento de la tormenta. Lejos de aquí; de la violencia y la discordia de la ciudad, de los merodeadores tardíos, de las fechorías y el crimen, de la brutalidad y el engaño que nunca abandonan sus calles.
Pues un hombre me acosa;
combate todo el día, me oprime.
Los espías me acosan todo el día,
pero arriba, una gran tropa combate a mi favor.
El día en que tengo miedo cuento contigo.
Más que Dios, cuya palabra utilizo, ¿qué haría por mí
un ser de carne?
Me hacen sufrir todo el día,
sólo piensan en perjudicarme.
Espían al acecho
y observan mi rastro
para atentar contra mi vida.
Desamparada, mi alma tenía sed de Él, mi carne languidecía por Él; me hallaba en una tierra reseca, agotada, sin agua. Él era una fuente inagotable, un santuario de fuerza y de gloria; era la grasa y el aceite con que me saciaba cuando, huraño y enclenque, dolorido por el hambre y el agotamiento, deletreaba su nombre. «Cuando en mi lecho pienso en ti, paso horas orándote». Era mi ayuda, me unía a Él con toda mi alma, contra aquella mujer que era una traba. Me hubiera reprochado unirme a la que era un ser de carne, cuyo corazón tal vez estuviera pervertido por Satán, cuya solapada alma era propiedad del demonio, aquella mujer que me seguía, que tal vez hubiera matado, despedazado, crucificado… Pensaba en mi padre; y de nuevo los estremecimientos nerviosos recorrían todo mi cuerpo.
Cierta mañana, la espié sin que lo supiera. Aguardé a que saliera de su casa y la seguí. Se dirigió a la BAR, ante la que esperé pacientemente durante más de dos horas. Finalmente, salió y se metió en un taxi. Yo tomé otro inmediatamente después y, una vez más, la seguí durante diez minutos, hasta que se detuvo y descendió del coche. Entró en un café parecía estar aguardando a alguien. La observé discretamente, detrás de los cristales. De pronto, llegó un hombre y se sentó ante ella. Me volvía la espalda. No podía verle; sin embargo, sabía que se trataba de alguien ya de edad pues tenía los cabellos blancos, y su silueta algo gruesa no me era desconocida.
Parecían conocerse muy bien; hablaron animadamente durante más de una hora. Por fin, él le entregó un sobre y Jane lo abrió: contenía billetes de banco. Luego el hombre se levantó, tomó su abrigo y salió, tras un breve saludo. Se volvió entonces hacia donde yo me encontraba y por fin pude ver su rostro. Era Paul Johnson.
Regresé a mi hotel, anonadado. Tenía la certeza de que Jane era una espía. Era hermosa y fuerte, malvada y cruel, maquiavélica y solapada como Dalila. Yo había caído en la trampa, me había engañado, burlado. Era ponzoñosa. Y yo la había probado. Estaba envenenado. Renegaría de mis padres, de mi familia, de mi patria. Perdería a mis amigos, lo olvidaría todo, incluso la misión que debía cumplir. Olvidaría mi nombre. Ella me arrebataría las últimas fuerzas, mis postreros fulgores de esperanza. ¿Quién era? ¿Qué quería? ¿Cuál era su plan? ¿Quién la enviaba? ¿Había sido Johnson y el Vaticano, o tal vez también los manipulaba a ambos?
Era una delatora que habitaba en el campamento del enemigo; para mejor vigilarlo, le había hecho ir hasta el suyo. Mi padre estaba, sin duda, en el otro extremo del mundo; y yo estaba aquí, sin hacer nada, dejándome engañar. Si le había ocurrido algo… Como Sansón, haría girar la muela en prisión. El diablo estaba presente en aquella mujer; el demonio, por tres veces aborrecido, la había seducido y, a través de ella, se infiltraba en los hombres. A menos que fuera lo contrario. Que ella se hubiera inmiscuido en el demonio y lo manipulara; pues no podía ser más poderoso que ella, porque nadie lo era. Pobres mortales; nada éramos ante la fuerza inexpugnable de la mujer, traidora de aspecto hermoso y admirable, hábil con sus palabras, artera con sus actos. Sobre todo fuerte, ¡tres veces fuerte! Capaz de parir hombres; y mujeres sobre todo. ¡Espantosa concatenación de la mujer que engendra una mujer! ¡Conspiración satánica! ¿Y quién sabía pues, mejor que ella, esparcir la muerte, puesto que daba la vida? Se había apoyado en la barra del lecho de Holofernes, dormido como un niño, embriagado por sus cuidados y que la había acogido en su seno cuando ella le pidió asilo para su debilidad de mujer. Y ella había tomado la cimitarra, y había agarrado la cabellera de su cabeza; y por dos veces le había golpeado el cuello con todo el vigor de su débil brazo. Se había llevado la ensangrentada cabeza en su bolsa para provisiones de mujer de su casa. Sandalias, brazaletes, anillos, aderezos, harina de centeno y pastas secas; palabras de miel, sonrisas cómplices, declaraciones, caricias y amor; armas de mujer. Lo había adormecido con leche; había hundido en su seno la estaca de su tienda; ella que lo había acogido, recibido, albergado, huésped adormecido por sus cuidados. Yael, Judith, Dalila, Jane, deliciosa cabellera rubia que cae hasta los redondeados hombros; yo perdía la cabeza. Manos blancas de dedos afilados que empuñaban venablos, sables, estoques y lenguas mortales; delicioso horror de tenerlos junto a mí, alrededor de mi cuello, clavados en mi corazón abierto, sangrante ya. Por compasión, un último esfuerzo de voluntad.
Aquella noche, me fue imposible dormir. Buscando un libro, di con un escrito de Qumrán. Era la Regla de la comunidad. Lo hojeaba distraídamente cuando me topé con un párrafo titulado «De la reprimenda»: «Se reprendieron el uno al otro en la verdad y la humildad y la caridad afectuosa para cada cual. Que nadie hable de su hermano con cólera o riñendo o con insubordinación o con impaciencia o con espíritu de impiedad. Y que nadie le odie en la perversidad de su corazón; pues aquel mismo día le reprenderán y entonces no cargarán ni con una falta por su causa».
Decidí aclarar las cosas. Que sucediera lo que debiese suceder; me hallaba en plena tortura. Pero si ella tenía la menor responsabilidad en los crímenes o el rapto, al provocarla, podría encontrar el rastro de mi padre. Estaba dispuesto a arriesgar la vida por ello. Así pues, decidí citar a Jane en un café para exigirle que se explicara.
—Basta ya, creo, de hacer comedia. Lo sé todo —anuncié—. Me mentiste desde el comienzo; no sé lo que haces en la BAR, pero sé que sólo es una tapadera para ti. No sé tampoco por cuenta de quién actúas de ese modo. Pero sé que no nos encontramos por casualidad en París. Nos seguías desde Nueva York.
Sus ojos se desorbitaron: estaba sorprendida y se preguntaba, sin duda, cómo había podido yo saberlo. Tras un momento de vacilación, confesó:
—Es cierto, os seguía desde Nueva York. Tomé el mismo avión que vosotros y os seguí los pasos. Pero te equivocas en algo, Ary. Nos encontramos efectivamente por casualidad. También yo seguía el rastro de Pierre Michel; y no contaba con que vosotros lo encontrarais tan deprisa.
Me miraba con aspecto serio, casi implorante.
—¿Desde cuándo nos sigues y para quién trabajas? ¿Sabes dónde está mi padre?
—Os sigo desde el momento en que fuisteis a ver a Paul Johnson. Soy su estudiante. Hice con él mi tesis. Él me pidió que os siguiera.
—¿Pero por qué?
—No debía perder vuestra pista; tenía que intentar infiltrarme en todas partes adonde fuerais, y darle cuenta de todo lo que supieseis. Decía que erais peligrosos, que ibais a poner en cuestión los fundamentos del dogma cristiano; que era absolutamente necesario impediros actuar.
—¿Por todos los medios? —pregunté.
—Claro que no. No sé quién ha raptado a tu padre, te lo juro. Cuando aquellos hombres fueron a casa de Pierre Michel, me sorprendí tanto como tú.
—Pero si Johnson ha hecho que nos siguieran, también puede haber ordenado que le raptaran.
—Me hice la misma pregunta, inmediatamente; y se la hice a él. Pero la respuesta es negativa. No ha sido él, tienes que creerme —suplicó—. No es un hombre malo; sólo es un hombre que teme por su fe.
—¿Cómo puedo creerte con todas tus mentiras? ¿Por qué no me lo dijiste, después…?
—No quería perder tu confianza —contestó con voz alterada—. Tenía miedo… Con tu intransigencia, tenía miedo de perderte. Pero he procurado reparar mi falta. El coloquio va a celebrarse, es cierto, y haré lo que esté en mi mano para encontrar al asesino y la pista de tu padre. Tienes que creerme, Ary… —insistió con aire suplicante.
Parecía sincera. Lo había confesado todo, inmediatamente, como si se sintiera aliviada de poder decir, por fin, la verdad… Y sin embargo había mentido. Era una mujer peligrosa, una mujer dispuesta a todo, a seguir a los hombres por las calles y los aviones, a disfrazarse para infiltrarse en lugares donde no debiera hacerlo.
—Pero —exclamé—, tomaste y aceptaste su dinero. ¡Me has vendido! ¡Te has vendido!
Y mientras ardía de cólera contra ella, advertí que me sentía más despechado que realmente enojado. Su rostro se había tensado, sus ojos húmedos estaban bajos y vi la vergüenza y el dolor que desfiguraban su noble expresión.
—¿Pero cómo podría hacerte daño?
«¿No tenemos acaso el mismo padre?». Entonces Jane me habló mucho rato de su pasado como investigadora teológica y de sus relaciones con Paul Johnson. Al comienzo, la habían impresionado su saber y su aparente apertura a las demás religiones, y en especial al judaismo. Pero había advertido que, tras aquel humanismo, se ocultaba una intransigencia que no estaba lejos del fanatismo. En fin le debía mucho en su carrera y le había prometido que le sucedería cuando él se jubilara. Johnson apreciaba su discreción, y el conocimiento que Jane tenía de varias lenguas antiguas le servía mucho en sus investigaciones. En resumen, cuando él le había exigido esa curiosa tarea, ella no había podido negarse. Pero lamentaba amargamente lo que había hecho. Me suplicó que la perdonara. Durante los días que precedieron al coloquio, nos sentimos por eso mucho más próximos.
Reanudamos nuestras discusiones, que nos mantenían despiertos hasta bien entrada la noche, tras una jornada de trabajo. Yo le hablaba del hasidismo, de la Cabala. Le confié algunos de nuestros secretos. Le desvelaba el misterio de las letras del alfabeto que sólo los sabios conocen, sólo quienes penetran hasta el fondo del saber postrero. Le enseñaba a, el álef, el símbolo del universo, cuya barra central es mediadora entre el lazo de arriba, que representa el mundo superior, y el lazo de abajo que es el mundo inferior. Le enseñé el b, bet, letra de la creación que, a imagen de la casa, acoge, alberga y protege; g, guimel, a cuyo alrededor forman cortejo miríadas de ángeles, cubriéndola con sus alas opalescentes; w, vav, orgullosa y derecha en su rectitud, como el hombre justo cuando está de pie, reflejo de su exigencia, su tensión moral, su respeto por los valores; y, yod, el punto sagrado; z, zain, letra de la liberación y de la libertad, cuya misión es abrir todo lo cerrado, el seno de la mujer estéril, la tumba de los hombres enterrados, la puerta del infierno. h, Hé, letra divina, por dos veces presente en el Nombre, palabra de todas las palabras, signo absoluto formado por las cuatro letras consonantes, vacía de vocales humanas, por siempre abiertas en su absoluto para encarnar el tetragrama impronunciable, inefable, nuestro Dios, YHWH.
Le enseñé las distintas marcas del rostro, que no son innatas sino que van modificándose según la condición del hombre. Pues las veintidós letras del alfabeto están impresas en cada alma y ésta, a su vez, se expresa en el cuerpo que ella anima. Si el natural del hombre es bueno, las letras se disponen en su rostro de un modo regular; de lo contrario sufren una modificación que deja huellas visibles.
Le mostré al hombre que camina por la vía de la verdad, fácilmente reconocible para el cabalista por la venilla horizontal que lleva en las sienes, una de las cuales forma en su extremo dos estrías más, que se ven cruzadas por una tercera, en sentido vertical. Esas cuatro marcas atestiguan la virtud del hombre, pues dibujan las letras místicas d y h. Diferente es quien se ha apartado por completo del buen camino, pues el espíritu santo abandona a ese hombre para dejar paso al espíritu impuro. Tiene éste tres granos rojos en la mejilla derecha y otros tantos en la izquierda. Debajo, hay delgadas venillas rojas, que forman las letras d y h, como está escrito: «el propio impudor de su rostro testimonia contra ellos».
Le hablé del hombre pródigo que, tras haber andado por el mal camino, regresa a su Dueño, y siente vergüenza cuando se le mira a la cara, pues piensa que todo el mundo conoce su pasado. El color de su rostro es, alternativamente, amarillo y pálido. Tres finas venas lo marcan: la una sale de la sien derecha y se pierde en la mejilla; otra debajo de la nariz va a confundirse con las dos marcas del lado izquierdo. Una tercera, por fin, reúne en una sola las dos últimas. Sin embargo, este signo se pierde cuando el hombre se ha acostumbrado ya por completo a practicar la virtud, cuando se ha liberado totalmente del vicio. La letra z está inscrita en su frente.
Le presenté al hombre que regresa por segunda vez a este mundo para reparar las faltas cometidas en su precedente vida en la Tierra, que tiene una arruga en la mejilla derecha, dispuesta verticalmente cerca de la boca, y dos profundos pliegues en la izquierda, colocados del mismo modo que la precedente. Los ojos de ese hombre nunca brillan, ni siquiera cuando siente júbilo.
—¿Y yo, de qué tipo soy? —me preguntó.
Algunas arrugas, muy finas, recorrían su rostro, cuyo dibujo conocía yo de memoria. Formaban varias letras deliciosas: álef, hé, beth y hé hbha.
La veía cada día y, cada noche, oraba con pasión, pues la guerra contra el mal halla su principal lugar en la plegaria. Intentaba convertir el arrobo, el transporte que agitaba mi corazón cuando, en pleno ardor oratorio, en devoción, veía a Jane; quería superar el amor terrestre con el amor divino, fuente de todas las cosas. Oraba al Dios creador para que me diera fuerzas para resistir la tentación. Pero sabía que, tras haber hecho tsimtsum, nos había querido libres y responsables del mal que estaba en nosotros.
Era un combate terrible. Quería yo ser un alma inocente junto al Altísimo, y mi corazón estaba mancillado por las llamadas terrenales. Quería ser empecinado, fiel al Eterno de los ejércitos, y mi alma se deshacía en lágrimas, ardía de inquietud y se consumía hasta el punto de desaparecer hecha humo. Quería ser seco como un pedazo de madera y estaba húmedo de deseo. Oraba y agitaba mi cuerpo hacia delante y hacia atrás, con tanta fuerza que, a veces, me golpeaba la cabeza contra las paredes. Habría querido flagelarme, mortificarme, castigarme duramente, para expiar.
A pesar de todos mis esfuerzos, a pesar de mi voluntad, me sentía tentado, y las malas tendencias crecían en mí. Los hasidim dicen que también con eso hay que servir a Dios; que debemos amarlo con los dos instintos; que el pecado es una condición necesaria para seguir, su Nombre de modo completo. Pues el Espíritu Santo planea por la faz del pecado y permanece en él. Yo me esforzaba en alcanzar la salvación más allá de la remisión, que me parecía inaccesible, en conseguir la reconciliación de las realidades de arriba con las de abajo. Abría en sueños monistas el Santo de los Santos, lugar sagrado del Templo; hallaba allí querubines tiernamente enlazados. ¿Era posible que las fuerzas corporales tuvieran un poder teúrgico? No, no, era imposible. Tenía miedo. Prefería luchar. Me deseaba puro, me creía fuerte.
Nunca como entonces he esperado el Tikun, la respiración final y mesiánica del mundo, con semejante impaciencia. Me parecía que era la única liberación posible; pues el deseo tenía tal ardor que habría sido necesario un acto cósmico para contrarrestarlo. Sin embargo, sabía que, para que adviniese la liberación final, primero era preciso que cada cual se convirtiera en su propio Mesías y se abriera a la relación personal con Dios, por la devequt. De vez en cuando —¿me atreveré a confesarlo?, ¿podré decirlo?— sus efectos resultaban insuficientes ante la magnitud de la tentación. ¿Era aquello una señal de la presencia de Dios?, me preguntaba. Pues, precisamente cuando estaba a punto de traicionarle y violar sus mandamientos, sentía en todas partes su presencia inmanente. No hay lugar sin él. Cuando me había aproximado a su regazo, tan cerca como nunca lo había estado, llegaba la tentación. Como Job, me lo habían arrebatado todo, mi rabino, mi tierra, mi padre; como Job en su fragilidad, me enviaban a alguien con rasgos de mujer para tender una abominable celada a mi debilidad humana, ¡pues ella era mujer! Deliciosamente, con su boca sombreada a veces de color ciruela, sus pantalones ceñidos a las caderas, sus faldas abiertas y sus tacones altos.
Rogaba intensamente pero, en las letras que leía, estaba su nombre. Pues por el deseo se forman las vocales, y la potencia se hace acto. Desgranaba las consonantes y éstas se llenaban de vocales, henchían mi corazón con una nueva llama. Se llenaban, obscenas, hábiles en mi boca para adoptar los más ambiguos sesgos. Las miraba en mis libros, entregadas a una danza diabólica, como mujeres de la vida, valiéndose para conmigo de hechiceras miradas, seduciéndome para que las llenara de mi sonido, de mi sentido, de mi simiente. Inertes y voluptuosas, aguardaban los movimientos de mis labios, que las recibiera, que las animara. Resbalaban por mi lengua; no era Kaddish, era Kedusha. El santo y la prostituta. Lo más sagrado y lo más profano se confundían, muy próximo lo uno de lo otro; pues en el seno del mal podemos desafiar a Dios, intimarle a que se muestre, para ver hasta dónde nos permitirá actuar, para ver si existe.
Intentaba alejar los pensamientos que se me ocurrían; hubiera sido muy cómodo decir que el demonio los había puesto en mí. Sin embargo, me parecía que eran míos, aunque me costara reconocerlo, tan innombrables, tan impensables me parecían. ¿Cómo escribirlo? ¿Podré decirlo? ¿Me atreveré a confesarlo? ¿Debo grabarlos, liberarlos para que dancen como letras enloquecidas y hechiceras, o es preciso callarlos para siempre, sumergirlos en las profundidades de mi alma, junto aacciones que serán debidamente pesadas en la divina balanza del juicio final? Las palabras rozan aquí el límite de lo indecible. Pero no puedo retenerlas, como no pude impedir mis sensaciones. No puedo callarlas; quiero llegar hasta las fronteras del reconocimiento, de la confesión. Pues la escritura no es mi exutorio sino mi modo de purificarme; mi bautismo, mi redención. Quiero dar testimonio, para que las generaciones sepan lo que he querido; lo que he vivido; y que mis actos, como el mal, resuenen en el cosmos. «Hemos faltado ante tu faz. Imploramos tu misericordia».
Cometer la falta. Que me bese con besos de su boca, su aliento en mi aliento; eso ordenaba la interioridad de las letras. Kiddushin, santificación, pero también matrimonio, una de las cimas de la humanidad, lugar donde es más evidente la proximidad del Nombre. Quebrar el Santo en lo más alto, en su acmé. Burlar. Pisotear los valores sagrados por lo sagrado. Tocarle, a Él, el Innombrable, alcanzarlo finalmente por el pecado, en el límite extremo. Entre los hasidim, me habían enseñado el pudor. Los esposos dormían en lechos separados, mantenían relaciones en habitaciones oscuras, el hombre sobre la mujer, frente a frente. Mi rabino decía que era preciso permanecer lo más vestidos posible, o estar juntos a través de una sábana agujereada. Entre los hasidim polacos, los cabellos de la mujer eran muy cortos, se los rapaban incluso entre los húngaros y los de Galitzia.
¿Pero por qué nos había revestido Dios de carne, fortalecido con huesos y nervios? ¿Por qué esa piel que me ardía cuando me acercaba a ella? ¿Por qué esa carne que gritaba su desesperación cuando con mis atónitos ojos, enrojecidos por la vergüenza del deseo, percibía furtivamente una pizca de su piel blanca, inmaculada? ¿Por qué esos huesos y esos nervios si no eran también a imagen de Dios, si sólo el alma constituía la esencia del hombre? ¿Por qué esta maldita envoltura terrestre si era sólo un hábito que era necesario quitarse cuando caía la noche? ¿Aunque el cuerpo fuera sólo un accesorio, no ocultaba su cuerpo otro principio? Mi frente, mis manos, mis pies, todo mi cuerpo llevaba los estigmas del deseo.
Sus pómulos de gavanza, sus ojos de almendra castaña y blanca, sus pronunciados pechos bajo la ropa, su talle ceñido a veces, todo su cuerpo atraía mis miradas furtivas, torpes y huidizas. Sus faldas y sus vestidos dejaban adivinar ciertas curvas que me hacían desfallecer de gozo. Las recorría a hurtadillas. Un lóbulo de oreja atravesado por flores o perlas, una muñeca salpicada con lágrimas de rocío, un poco de su tobillo velado de oro oscuro hacían que mi alma se sobresaltara. Tenía la sensación de que mis ojos se abrían, de que veía por primera vez, de que nunca antes había visto. Yo, que no miraba a las mujeres, que había adquirido el reflejo de bajar los ojos cuando me cruzaba con ellas por la calle, yo que me protegía con mi shtreimel en los lugares donde exhibían sus impúdicos cuerpos, permitía ahora que mi mirada se extraviara, muy a mi pesar, por lugares prohibidos, insondables lugares que un hasid nunca había visto; y que yo, sin tenerlos, conocía.
Pero si el sentido imprimía la piel, asolándola o magnificándola, entonces el cuerpo entero no podía ser un delito. ¿Por qué sentía tanta vergüenza? Ya no era digno de las enseñanzas de nuestros maestros; ni de la Torá. Enfurecido, fui a enterrar mis libros en un cementerio de libros, como quiere la costumbre; pues está prohibido arrojarlos en cualquier parte. Al día siguiente, los exhumé y pedí perdón.
Perdía la cabeza. Era la anarquía; una fuerza enloquecida, indescriptible, irracional me arrastraba. El deseo alimentaba el obstáculo; pues la importancia del impedimento estriba en el deseo que suscita. El deseo se alimenta de él y sólo existe por él, hasta el punto de que éste, no siendo ya más que una alquimia, escapa de sí mismo para convertirse en fundamento. Precisamente cuando la desaparición de mi padre me producía un tormento insoportable, yo deseaba a Jane. Precisamente cuando era un hasid, con un shtreimel y mis tirabuzones, yo la deseaba. Antes de la plegaria, después del estudio, la deseaba. Mientras comía, mientras dormía, invocaba su nombre. Al levantarme, al acostarme. Entrando, saliendo. Mientras los muertos se acumulaban a nuestro alrededor, dejando oscuras heridas en nuestras almas, la deseaba. Aunque eso hubiera supuesto el fin del mundo, la habría deseado. «Apártame de tus ojos, pues me embrujan».
Amiga de mi alma, fuente de la generosidad, me atraía como y cuando ella quería. Yo corría como un ciervo. Qué dulce me era el amor que sentía por mí; sus palabras y sus atentos gestos eran más suaves que la miel, el azúcar y todo lo que se saborea. Belleza, atractivo, fulgor supremo, me mostraba el esplendor de su brillo y me llenaba de un gozo eterno. Su gracia se vertía. ¡Cómo languidecía yo! «Satisfazlo pues, y no me desdeñes». Quería que desvelase, extendiese ante mí el pabellón de su paz; que iluminase la tierra entera con su gloria; que fuera mi gozo, mi felicidad. «Apresura tu amor, pues llega el tiempo, y concédenos tu gracia como en días de eternidad».
Perseguía en ella los menores descubrimientos. La luz serena de su rostro opalino estaba sembrada de gotas de un marrón muy claro; sus labios bermejos eran un oasis de fresas y frambuesas en medio del desierto; el cuello marfileño tenía la palidez macilenta del Neguev. Su piel era un guijarro blanco en un mar de sal, de prieta textura, de lechosa untuosidad y suave pulido; una envoltura lisa y sedosa, refinada, flexible y blanca como papel, nacida de siglos de progreso minuciosamente recorridos, hermosa culminación de un linaje de beldades. La tinta corría sola por semejante textura, nunca absorbida, y se secaba en la superficie tras haberse deslizado, aérea y revoloteante como una bailarina desnuda.
Esa hoja no debía agujerearse sino rozarse con signos, todas las letras estaban grabadas en aquella página, formando palabras de ensalmo; veintidós pequeñas arrugas curvas, sutilmente dibujadas, que tomaba yo para formar palabras, que trazaba, como un minucioso escriba, en cada línea, siguiendo el mudo hilo de mi imaginación, guiado por la inspiración sagrada. Preparaba, alisaba, estriaba, moldeaba la pelusa tierna, satinada, con mil letras procedentes de las más antiguas tradiciones. Cada una de ellas, zozobrando, vibraba largo rato, insuflada por la inspiración divina; cada una de ellas era una consonante llena de vocal, apretada contra otra consonante, saciada por otra vocal, tendida ya hacia otra, hacia el infinito. Recuerdos tamizados, epifanía, profanación respetuosa, lectura infinita, interpretación de aquel precioso pergamino, el más estimable de todos, corazón palpitante bajo las acribilladas hojas, muerto y devuelto luego a la vida por la exégesis atenta, responsable. Yo escribía el libro de una nueva historia, hecha de sutiles pilpul, plazos del deseo, de notas melodiosas y de fe, de esperanza, de no saciada espera. ¡Y cómo ansiaba el final! Era el final de los tiempos, la parusía, el advenimiento del nuevo mundo, el Tikun liberador, tan retrasado, tan esperado, desde hacía milenios.
A veces, soñaba despierto. Su boca era un dulce néctar, su persona un perfume refinado. Era mi paloma en el hueco de una roca, en lo más oculto de un acantilado, me hacía ver su rostro, me hacía oír su voz; y su voz era melodiosa, y su rostro hermoso, sus ojos como pájaros, su cabellera como rebaño de cabras, sus labios como cinta escarlata. «Qué hermosas son tus caricias, hermana mía, esposa mía. Tus caricias son mejores que el vino y el aroma de tus perfumes mejor que todos los bálsamos de la tierra».
Aquí y en ninguna parte, ahora y siempre. Estaba transido, atravesado de parte a parte por fulgurantes impulsos; estaba ebrio de su movimiento, deslumbrado por su invisible fulgor; sentía colores inauditos, veía melodías celestiales, sabores supremos. Me hacían bailar, siempre más deprisa, siempre más arriba, sin jamás dejar de girar. Una fuerza invencible me lanzaba hacia el cosmos, otra me enraizaba en lo más profundo de la tierra.
Su rostro era de una infinita pureza, abría los ojos al silencio.
Para mi mayor desgracia, pero también, irónicamente para mi bien, el pensamiento de mi padre, me devolvía con dureza a la razón. Algunos días echaba a correr por todas partes, por todos los lugares donde había israelitas, por todos los lugares donde había arqueólogos. A veces creía percibirle; el corazón me daba un salto en el pecho. Noches de pesadillas me impedían dormir y me dejaban huraño, con los ojos perdidos en el vacío durante todo el día. Me preguntaba, a veces, si había adoptado la estrategia adecuada. Si no habría debido hacer cualquier cosa para correr tras aquella gente que se lo llevaba ante mis ojos, y me atenazaba el remordimiento. ¿Qué estaba haciendo yo aquí si él estaba todavía en Francia? ¿Pero qué hacer en Francia, si le habían traído aquí?
Una noche, mientras discutíamos en el vestíbulo de mi hotel, me sentí mal. Ella me acompañó a mi habitación y me tendí. Presa de la desesperación, yací durante toda una hora en el lecho, con los brazos en cruz. Jane, pacientemente, se sentó en una silla y se quedó conmigo. Cuando se inclinó para ver si había vuelto en mí, me rozó con sus largos y suaves cabellos. Sentí un perfume alcanforado que fue como un bálsamo para mi cuerpo inerte. Aquello me devolvió a la vida. Me levanté. Me miró desde el fondo de sus ojos castaños; luego se marchó, dejando a sus espaldas el rastro de aquel ungüento.