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Así, sin la intervención de Shimon, sin la llamada de mi padre, habría podido casarme, y arraigarme, y eso habría podido durar toda mi existencia pues en los textos se decía que era preciso estudiar para poder seguir estudiando. Pero era necesario que algo sucediera; sin saberlo realmente, yo mismo no dejaba de esperarlo. Era como si retuviese todo un saber que iba a servirme en otra parte. Aunque, en la concepción que de él me hacía, el estudio no tuviese más recompensa que él mismo, tenía la vaga idea de que, a diferencia de muchos de mis compañeros, no era ése todavía el fin último de mi existencia, sino que algo se preparaba, algo que estaba todavía en gestación y que, por ello, me preservaba para actuar. «Hablé en mi corazón y dije: he aquí que me he desarrollado y crecido en sabiduría por encima de todos los que, antes que yo, han estado en Jerusalén, y mi corazón ha visto mucha sabiduría y ciencia».
En fin, un dibujo me explicaría mejor que un largo discurso: yo habría sido una acuarela de trazos vacilantes y colores pastel. En aquel tiempo, yo era un justo, un inocente que había visto el mal sin mezclarse nunca con él. Como el niño que acaba de nacer, era puro: no era por ausencia de debilidad, no era por no haber cometido nunca falta, pues había pecado como cualquier hombre, sino que era por una especie de integridad que la existencia no había podido corromper. Estaba entero, era dueño de mi ser por mor de mis elecciones, mis sueños y mis deseos. Nada podía detenerme, nada me asustaba. Por decirlo en una palabra, no había vivido. Y, ahora que lo he hecho, añoro aquel tiempo anterior a la herida pues, entonces, todo era posible. Antes, el mal nunca me había rozado. Después, sólo es preciso esforzarse por vivir con los recuerdos que nos petrifican. Después, es demasiado tarde para confiar. Pero sigo avanzando hacia esas tinieblas cuando lo que deseaba era únicamente resucitar los recuerdos.
Cuando mi padre me habló de los manuscritos, no me sorprendió. Conocía la historia misteriosa de su descubrimiento y había algo que me atraía hacia aquel lugar, Qumrán, donde, sin que pudiese explicarlo, sabía que iba a decidirse parte de mi vida, como si estuviera escrito en algún lugar. «Todas las cosas trabajan más de lo que el hombre puede decir, el ojo nunca se sacia de ver, ni el oído de oír. Lo que ha sido es lo que será; lo que ha sido hecho es lo que se hará, y nada nuevo hay bajo el sol. ¿Acaso existe algo de lo que pueda decirse: mira, eso es nuevo? Ha existido ya en los siglos que hubo antes que nosotros. No se recuerdan las cosas que han precedido. Asimismo, no se recordarán las cosas que habrá después, entre aquellos que vendrán en el porvenir».
—Recuerdo las excavaciones que hiciste en ese paraje —le comenté a mi padre—. Junto a Wadi Qumrán estaban las ruinas de Khirbet Qumrán. No lejos de allí, había un cementerio que contiene ciento diez tumbas. Estaban orientadas de norte a sur y, por lo tanto, era imposible que fueran musulmanas. No tenían símbolos conocidos encima.
—Sí, eran tumbas esenias.
—Ignoraba que se hubiera robado un manuscrito… Comprendo ahora que se desee encontrarlo, pero ¿por qué está Shimon tras este asunto? ¿Qué tiene que ver eso con el ejército?
—Hay importantes envites políticos detrás de estos manuscritos.
—¿De qué se trata?
—El gobierno busca el pergamino para adelantarse al Vaticano.
—¿Acaso el manuscrito es peligroso para el cristianismo?
—No sabemos lo que contiene. Tampoco sabemos quién lo tiene.
—¿Por qué recurren a ti? ¿Y por qué quieren que te acompañe?
—Creo que han venido a buscarnos, precisamente, porque estamos fuera del asunto y, al mismo tiempo, somos competentes en la investigación.
—¿Y qué se supone que debo hacer?
—Seguirme, escoltarme y, tal vez, protegerme.
—¿Es una misión tan peligrosa como para que necesites un guardaespaldas?
—Tal vez sí —reconoció.
—¿Cuándo debemos partir?
—Ahora mismo. Mañana. Lo antes posible.
—Pero no puedo. En estos momentos estudio en la yeshiva y ya sabes que no puede abandonarse el estudio de ese modo.
—¿Quién habla de abandonar el estudio? —preguntó maliciosamente. Pareció reflexionar unos instantes y añadió—: Si encontramos el manuscrito, lo estudiaremos juntos. Tal vez descubramos cosas importantes… Tal vez tendremos que guardarlo sin enseñárselo a nadie, entregarlo sólo a Shimon o, quizá, ni siquiera a él. En cualquier caso, no debes mencionarlo a tu rabí.
Se inclinó y me dijo en un susurro:
—A nadie, sin mi consentimiento, ¿lo has comprendido?
Asentí con la cabeza. Era la primera vez que me pedía una cosa así: elegir entre la obediencia y el respeto que le debía, y la ciega confianza que tenía en mi rabí. Sin embargo, yo había tomado una decisión y él lo sabía, puesto que les había abandonado, a él y su tradición o, mejor dicho, su no tradición, como yo la llamaba entonces. Pero la confrontación nunca había sido directa. Seguía siendo implícita aunque, sin que el tema se hubiese tratado nunca, lo sentía presente, como una pregunta a la espera, sin respuesta, en cualquier instante. Pero sentí, cuando me pidió aquello, que se trataba de algo lo bastante serio para que yo pudiera no mencionarlo al rabí, como mi padre me había pedido, y obedeciese por fin el quinto mandamiento, aquel que, en mis arrebatos de obediencia, yo creía haber traicionado, en nombre de la Torá, la misma que ordena respetar al padre y a la madre.
No me habló del atroz crimen que se había cometido en relación con los manuscritos; sin duda lo hizo para protegerme. Sólo lo supe mucho más tarde, después de que se hubieran perpetrado muchas otras atrocidades, y tal vez fuese mejor así. No pienso que la incomparable impresión que provocaron en mí habría disminuido en lo más mínimo si yo me hubiera hecho a la idea. No sabía todavía nada de todo ello; pero quería buscar el manuscrito por curiosidad y también porque algo indefinible me atraía hacia él, algo como una reminiscencia insoslayable.
Nos dirigimos al valle del Jordán, pues mi padre quería enseñarme Qumrán, como Shimon había hecho con él. El paraje adonde me llevó, no lejos de las grutas, estaba algo elevado. A nuestra izquierda, hacia el norte, el río Jordán, plateado, serpenteaba entre breñas; a nuestra espalda, al oeste, el desierto de Judea suavizaba los sombríos escarpados de sus leonadas dunas y, a lo lejos, se percibía el verdor de un oasis, el palmeral de Jericó. Ante nosotros, las aguas grises del mar Muerto formaban una especie de lago, flanqueado a uno y otro lado por montañas abruptas y azuladas, que lanzaban al paisaje una espejeante mirada. La de mi padre se clavó con insistencia en la ribera occidental donde se alzaba majestuoso, tras otro acantilado, el promontorio de Ras Feshka, dominando el manantial de Ain Feshka, de un verde estridente. En aquella región, lo sabía, muy cerca del manantial, algo más al norte, se hallaba la terraza margosa contigua al acantilado que se elevaba sobre la llanura costera y las ruinas de Khirbet Qumrán. Desde donde estábamos, era imposible divisarlas, pero comprendí más tarde que no le costaba imaginarlos.
No era la primera vez que me dirigía allí. Había hecho numerosas excursiones, con mis padres y mis amigos. Para mí, como para muchos otros, era todavía un rincón perdido entre solitarias extensiones únicamente pobladas por algunos beduinos que vivían en tiendas.
Sólo más tarde comprendí hasta qué punto Khirbet Qumrán, que los antiguos exploradores de Palestina sólo habían señalado y descrito muy brevemente, era uno de los parajes más famosos y venerables del globo. De aquella región del mar Muerto, país salvaje, sin fisonomía, sin huellas de hombre ni cuerpos de animal, debía salir el monoteísmo, y tal vez fuera lo único que aquella tierra podía producir: un Dios único, sin nombre, sin rostro y sin cuerpo, una ausencia pura, sin rastro ni acontecimiento. Bajo aquellas dunas, en aquel mar, no había lugar para ninfas ni sirenas.
Nos dirigimos caminando hasta el antiguo monasterio de los esenios en Khirbet Qumrán, construido a poca distancia del mar con grandes bloques de piedra gris. Al fondo, se levantaban las colinas que mostraban, aquí y allá, algunas bolsas negras: las grutas naturales donde se habían descubierto los rollos. Entre el mar Muerto y el monasterio, se extendía la necrópolis, un amplio rectángulo de tierra adoquinada con grandes guijarros y dura rocalla. Al noroeste se levantaba una torre de dos pisos que debía encargarse de la defensa del paraje.
El monasterio comprendía una cocina, con un horno y un refectorio. Había otra estancia, en la que se reunía la asamblea de los esenios, con un scriptorium contiguo, edificado con yeso y ladrillos. Allí se habían encontrado tres tinteros de bronce y dos de arcilla roja, en los que quedaba todavía tinta seca. La lluvia, bajando de las colinas, alimentaba seis grandes cisternas para las necesidades de la comunidad; se había descubierto en las proximidades un gran estanque, el mikvah, que servía para la purificación de sus miembros.
—Antes de las excavaciones —me dijo mi padre—, aquí había sólo un montón de piedras y una cisterna cegada casi por completo.
—¿Se sabe cómo vivían los habitantes de Qumrán? —pregunté.
—Los hombres escribían, leían y estudiaban. La comunidad tenía una inmensa biblioteca, de varios centenares de volúmenes. Una parte la constituían los libros bíblicos, la otra la literatura de la secta. Los libros, leídos con fervor, servían para la edificación de la comunidad. La literatura no bíblica debía reflejar las opiniones de la secta. En aquel tiempo, los libros no tenían autor: si un escriba pensaba que el texto que estaba transcribiendo podía mejorarse o embellecerse añadiendo, omitiendo o modificando algo, lo hacía a su guisa. No hace mucho era todavía costumbre que los copistas demostraran su talento transformando el texto en el que trabajaban.
—¿Incluso los textos sagrados?
—Si se había convenido que el texto era sagrado, se intentaba transcribirlo exactamente, sin alteraciones. Recuerda la leyenda de los Setenta. Ptolomeo II de Egipto llamó, al parecer, a setenta y dos escribas de Jerusalén, seis por cada tribu. Les pidió que trabajaran cada uno durante setenta y dos días para traducir la ley de Moisés del hebreo al griego. Afirma la leyenda que, aislados cada uno en una celda, en una isla del Mediterráneo, llevaron a cabo su trabajo por inspiración divina. Al cabo de setenta y dos días, sus traducciones ya terminadas resultaron idénticas.
—¿Para qué servía esta estancia? —pregunté mostrándole los vestigios de un vasto recinto que parecía ser una de las salas principales.
—Es el lugar donde se reunían los miembros de la comunidad. Uno de los rituales de los esenios era sentarse todos juntos para participar en un banquete presidido por el Mesías. Nadie debía tocar el pan ni el vino antes de que el sacerdote les hubiera bendecido a todos por orden jerárquico. Esta ceremonia era un adelanto de la del paraíso; el sacerdote debía sustituir al Mesías si no estaba presente, y debía actuar en su nombre.
—¿Un poco como hizo Jesús durante la Cena?
—Sí, y desde aquella comida Jesús se identifica con la figura del Mesías.
—¿Crees que hay relación entre Jesús y el «Maestro de Justicia» del que hablan los pergaminos de Qumrán?
—En el estado actual de los conocimientos, lo que puedo afirmar es que existen coincidencias muy turbadoras. Sabes que el manuscrito del Comentario de Habacuc, bastante dañado por desgracia, alterna las citas del Libro de Habacuc y las descripciones de acontecimientos ulteriores que son la realización de las profecías. Allí donde los antiguos hablan del «Justo» o del «Malvado», el comentarista nombra la secta y su propio Maestro de Justicia, que era un sacerdote disidente del Templo. Este fue perseguido y, finalmente, muerto por el «sacerdote impío». Al parecer, el tal Maestro de Justicia fue venerado como un mártir por la comunidad. Según los esenios, había recibido revelaciones directas de Dios y era perseguido por los sacerdotes. Creían también que su Maestro de Justicia reaparecería al final de los tiempos, tras la «guerra de los hijos de luz contra los hijos de las tinieblas». Según sus predicciones escatológicas, el Maestro de Justicia tenía que matar al sacerdote impío, tomar el poder y conducir el mundo hacia la era mesiánica.
»Hay pues turbadoras semejanzas entre esa figura esenia y el Jesús de los cristianos —prosiguió mi padre—. Como el Maestro de Justicia, Jesús predica la penitencia, la pobreza, la humildad, el amor al prójimo y la castidad. Como él, prescribe el respeto a la ley de Moisés. Como él, es el Elegido y el Mesías de Dios, el redentor del mundo. Como él, se enfrenta con la hostilidad de los sacerdotes, en especial los saduceos. Al igual que él, es condenado y encarcelado. Como él, al final de los tiempos, será el juez supremo. Como él, fundó una Iglesia cuyos fieles esperaron su regreso con fervor. Finalmente, la Iglesia cristiana y la comunidad esenia tienen ambas, como rito esencial, la comida sagrada, presidida por un sacerdote, cada uno de ellos a la cabeza de cada comunidad. Eso supone muchos puntos comunes pero, de momento, no tenemos pruebas formales.
Mi padre hablaba con una emoción que a menudo le dominaba cuando se dirigía a parajes arqueológicos y resucitaba el pasado. Me gustaba escuchar el timbre de su vibrante voz, viva y apagada al mismo tiempo, aprisionada a veces, ahogada en su garganta, como si le fuera difícil emitir un sonido absolutamente claro. Articuladas por aquella voz sombría, las palabras chocaban entre sí, guturales, como en las invectivas de los más vehementes profetas.
Algo más lejos, unos hombres trabajaban al pie de una muralla. Estaban efectuando una excavación. Uno de ellos parecía dirigir las operaciones. Era un hombre de talla media y bastante corpulento, con la barba y los cabellos blancos y rizados, que llevaba gruesas gafas de concha oscura. Sus rubicundas mejillas testimoniaban algunos tragos de vino añadidos a los de la bendición sacramental, y su respetable panza, visible a pesar de su larga sotana de dominico, indicaba su debilidad por la comida.
Era el padre Millet, uno de los miembros franceses del equipo internacional. Mi padre le reconoció enseguida por haberle encontrado ya en excavaciones y coloquios. Era locuaz y simpático, y entablamos fácilmente la conversación.
—¿Cómo va todo? —preguntó mi padre.
—Hemos descubierto ya un conjunto de construcciones que se extiende ochenta metros de este a oeste, y cien metros de norte a sur —dijo mostrando un mapa muy garabateado que tenía en la mano—. El examen de los muros y los suelos, así como el de las cerámicas y las monedas descubiertas, ha permitido distinguir y fechar varios períodos de ocupación. La primera instalación humana en Khirbet Qumrán se remonta a la época israelita: los muros de cimientos más bajos se hunden en una capa cenicienta que contiene muchos restos de la Edad del Hierro II. Se encuentran especialmente en la esquina de los sectores setenta y tres y ochenta y al norte del paraje, contra los cimientos del muro oeste, donde están mezclados con muros más antiguos. Un equipo encontró, bajo la porción sesenta y ocho, un asa que llevaba el sello Lammelech, «al rey», que pertenece a una serie muy conocida, y una ostra con grabados con algunas letras en caracteres paleo-hebreos. El emplazamiento de los fragmentos y el nivel de los cimientos me han permitido reconstituir la planta de un edificio rectangular con un gran patio y estancias alineadas contra la pared oriental, con un saliente en el ángulo noreste. Otro muro flanquea, al este, la cisterna ciento diecisiete, pero ignoro a qué corresponde.
—Probablemente a la cerca occidental del edificio —aventuró mi padre echando una rápida ojeada al plano.
—Pero está precedida por una especie de recinto.
—¿Con una abertura al norte?
—Eso es.
—Por ella debían de fluir las aguas de lluvia hasta la gran cisterna redonda, la más profunda de Khirbet Qumrán. ¿Ha podido fechar el conjunto?
—Sí —repuso Millet, sorprendido por la rapidez con la que mi padre había sacado sus conclusiones, casi maquinalmente—. La fecha nos la proporcionan los fragmentos. El conjunto se remonta a finales del siglo VII antes de Cristo. Una fecha confirmada por el sello Lammelech, del final de la monarquía, y por el ostracon cuya escritura no es muy anterior al exilio. Además, está claro que el establecimiento no sobrevivió a la caída del reino de Judá, y las cenizas que están por todas partes, junto a los fragmentos israelitas, indican que fue destruido por el fuego. Estaba en ruinas, desde hacía mucho tiempo, cuando un nuevo grupo humano se instaló en Khirbet Qumrán.
—¿Se refiere a los sacerdotes que se rebelaron contra el Templo?
—Hay varias hipótesis a este respecto. En cualquier caso, sean quienes sean, se trata de los fundadores del esenismo. Además, mire lo que acabamos de encontrar y que, ciertamente, les pertenecía.
Nos mostró entonces una redoma muy pequeña, que a su entender databa del tiempo de Herodes o de sus inmediatos sucesores. Suponía que la habían escondido adrede en las ruinas, pues habían tenido la precaución de envolverla en un papel protector de fibra de palma.
—Ya ven —dijo inclinando un poco la botella—, contiene un aceite rojo muy espeso que no se parece a ninguno de los de hoy. En mi opinión, se trata del aceite de bálsamo con el que se ungía a los reyes de Israel. Pero no es seguro, porque el árbol que lo produce no existe desde hace mil quinientos años.
—¿Puedo verlo? —pregunté.
El hombre me lo tendió enseguida.
—¿Ha leído el Pergamino de cobre? —prosiguió mi padre que no perdía el hilo de su idea.
—Sí, leí la transcripción que de él hizo Thomas Almond y que acaba de publicarse. El pergamino describe un inestimable tesoro, de oro, plata, ungüentos preciosos, vestiduras y vajilla sagrada, y los sesenta y cuatro lugares en torno a Jerusalén y por toda Judea donde, al parecer, fue escondido en la Antigüedad. Contiene también un mapa detallado de esos lugares, estanques, tumbas o túneles, con precisa indicación de sus nombres y sus posiciones. La cantidad de esos preciosos bienes estimada por los investigadores, gracias a las indicaciones del pergamino, es tan importante que podemos preguntarnos cómo pudieron reunir semejante tesoro.
—¿No le parece probable —preguntó mi padre—, que, dada la frecuencia con que se menciona la vajilla ritual en el Pergamino de cobre, existiera un vínculo entre la comunidad de Qumrán y los sacerdotes del Templo de Jerusalén?
—La comunidad de Qumrán fue fundada, al parecer, por antiguos sacerdotes disidentes del Templo… ¿Es eso, realmente, lo que usted cree? ¿Y qué consecuencia podría tener? —preguntó Millet, sin mucha convicción.
—Imagine que la comunidad de Qumrán fuese fundada por antiguos sacerdotes rivales de los saduceos: eso aproximaría más aún la figura crística al esenismo, si pensamos en las luchas de Jesús con los sacerdotes del Templo. Además, eso haría comprensible la venganza final que ejercieron sobre él, condenándole a muerte. Pues Jesús, si era el Maestro de Justicia de los esenios, representaba para ellos un grave peligro político.
—Sí…, es cierto, si se admite que Jesús era esenio, pero ésta es una hipótesis que nadie ha probado todavía —dijo el padre Millet.
—La famosa conferencia de Pierre Michel, sin embargo, iba en esa dirección —le respondió mi padre.
—Sí, ya lo sé… pero nunca la publicaron y nadie ha podido acceder al texto que hacía referencia a ello.
—El texto ha desaparecido.
—Como muchos de los textos qumránicos, publicados a continuación… Pero ¿por qué le interesan ahora tanto las investigaciones qumránicas? —preguntó Millet, inquieto de pronto.
—Como profesor de paleografía en la Universidad de Jerusalén, llevo a cabo investigaciones sobre los pergaminos del mar Muerto. ¿Y desde cuándo ha comenzado a trabajar usted sobre los rollos?
—Oh, de hecho —repuso Millet algo más relajado—, realmente nada me predestinaba a hacerlo. Nací en el sur de Francia, estudié teología y latín en un seminario cercano a Lyon. Cierto día, tras haber descubierto unos viejos libros hebreos en la biblioteca del seminario, decidí aprender esa antigua lengua. Obtuve de mi obispo permiso para dirigirme a París y seguir las clases del famoso orientalista André Dupont-Sommer. Más tarde, fui amigo y colega de Paul Johnson que, por su parte, se convirtió en director del equipo internacional. Por lo demás, él me confió algunos de los textos árameos más importantes de los pergaminos del mar Muerto. Terminé uniéndome a la Escuela Bíblica y Arqueológica de Jerusalén. He trabajado durante veinte años sobre estos pergaminos; desde el momento en que inicié estudios de arqueología.
Entonces, el padre Millet comenzó a explicar su pasión por la arqueología, y mi padre y él discutieron durante casi una hora de excavaciones, pergaminos e historia antigua.
Mientras el padre Millet hablaba con animación, intenté descifrar los rasgos de su cara. Parecía fácil. Como Joseph, tenía un rostro regular que inspiraba simpatía. Observándole de más cerca, advertí dos venitas horizontales, a uno y otro lado de la frente, en la sien derecha y la sien izquierda, que se hinchaban y palpitaban cuando hablaba. En el extremo de una de ellas, dos finos vasos cruzaban otro, vertical. Habríase dicho que el conjunto formaba dos letras hebraicas: vav y tav. Estas dos letras podían dar origen a una palabra: tav, que significa «nota». Pensé que aquel hombre tenía ciertamente una agradable música interior que se reflejaba exteriormente, siempre que supiera leerse.
En cierto momento, mi padre le preguntó:
—¿No le parece extraño que no haya ningún judío en su equipo internacional? Un especialista en historia judía habría podido ser una preciosa ayuda para ustedes…
—Sí, ya lo sé. Es una forma de apartheid universitario difícilmente justificable.
—¿Qué habría ocurrido si uno de los investigadores a los que recurrió Johnson hubiera insistido en ponerse en contacto con un universitario judío que fuese el mejor experto sobre una cuestión precisa?
—Supongo que habría creado un incidente internacional. De todos modos, hasta 1967, las grutas de Qumrán estaban en territorio jordano, y el ejército jordano no hubiera permitido que un judío cruzara la frontera.
—Pero ¿no cree que los universitarios judíos habrían podido aportar un punto de vista interesante para la interpretación de los textos, por su conocimiento de las leyes judías y de la literatura rabínica?
—No recuerdo haber oído que algún miembro del equipo hablase de la utilidad de la literatura rabínica para la traducción de los textos de Qumrán. Con respecto a los universitarios judíos, la posición era muy sencilla: no podíamos trabajar con ellos y, por lo tanto, no debíamos perder el tiempo en discusiones… Ya sé, puede parecer inaceptable, pero así es. Los arqueólogos son también víctimas de sus prejuicios. ¿Sabe usted? —añadió tras una vacilación—, antes yo pensaba que un análisis arqueológico sacaba a la luz la exacta realidad de la historia. Creía que unas excavaciones realizadas con cuidado permitían obtener una visión objetiva del paraje. Pero, hoy, sé que cada arqueólogo se acerca a la excavación con una idea preconcebida de lo que quiere o no quiere encontrar allí. Es imposible estudiar a fondo un inextricable revoltijo de rocas, suciedad, polvo y cerámica rota sin tener ya cierta idea del tipo de edificios y utensilios que vas a encontrar.
—¿Qué quiere decir con eso? ¿Que los miembros del equipo internacional pudieron no «ver» ciertos elementos? —preguntó mi padre, que comenzaba a comprender lo que el otro estaba sugiriendo, con medias palabras.
—No. No es que se ocultaran voluntariamente las pruebas. El equipo hizo lo que estaba en sus manos para distinguir con precisión los niveles estratigráficos, para indicar la posición de todas las vajillas, cerámicas, monedas y demás objetos artesanales, y para trazar un detalladísimo mapa del paraje. Naturalmente, hoy nadie pone en duda el hecho de que estaba ocupado por una comunidad. ¿Pero de qué tipo? Se necesita fe para deducir de semejantes ruinas los muebles de una alcoba, los lugares en los que se reunían las asambleas en sesión cerrada y las salas de refectorio.
—¿Cuáles eran, exactamente, los prejuicios de Johnson cuando participó en la excavación del paraje?
—Para Johnson, la historia de Qumrán es la de un grupo de disidentes religiosos que, hacia el año 125 antes de Cristo, abandonaron a sus familias y sus casas para establecerse en las silvestres ruinas de un lugar deshabitado desde la edad de bronce. ¿Cómo encontraron medios financieros para establecerse allí y recursos para subsistir? Johnson no resolvió el problema. Sugiere que ellos mismos construyeron un monasterio con una gran torre, amplias salas de reunión y talleres, un elaborado sistema de canalización, cisternas y baños rituales. Esta secta disidente habría crecido durante el reinado del rey Alejandro Janneo. La destrucción del campamento no se debió, a su entender, a la guerra civil que asoló durante treinta y cinco años el país, ni a la invasión romana, ni siquiera al régimen de Herodes. No, para Johnson no fue un acontecimiento político lo que redujo a polvo el paraje de Qumrán, sino el terremoto que destruyó la región en el año 31 antes de Cristo.
—Y todo lo que contradice su interpretación…
—¿Es decir?
—Cualquier utensilio, cualquier moneda o cualquier manuscrito que probase de modo evidente que el paraje no desapareció en el año 31 antes de Cristo, sino mucho después de esta fecha, de modo que la secta esenia disidente hubiera podido mantener relaciones con las primeras comunidades cristianas…
—Sí, es posible que estas pruebas, como usted las llama, no se hubieran producido.
Como si advirtiera que había hablado demasiado, el padre Millet se apresuró a despedirse. Se alejaba ya, con paso rápido, cuando advertí que me había quedado con la pequeña redoma de aceite rojo. Corrí para devolvérsela. La tomó y, luego, de pronto, con una súbita inspiración, me la devolvió.
—No, se la doy —declaró.
—Pero ¿por qué? —pregunté, estupefacto.
—No lo sé… Guárdela bien.
Su mirada era segura; vi sin embargo en ella cierta tristeza, casi una plegaria. Acepté el extraño don. «He aquí, al menos, una prueba que no va a desaparecer», me dije a mí mismo.
Unos días más tarde, nos encontramos con Shimon, que nos entregó nuestros pasajes para los Estados Unidos e Inglaterra, adonde debíamos ir para investigar sobre otros dos miembros del equipo internacional, Paul Johnson y Thomas Almond. Teníamos que ver también a Matti, que se hallaba en un coloquio en Nueva York.
—Buena suerte —nos deseó Shimon antes de separarnos—. Y, sobre todo, sed prudentes… Toma, Ary —añadió—, no olvido tu regalo de despedida.
Me entregó una funda de cuero que contenía una pequeña pistola. Ante mi aire sorprendido, puntualizó:
—Ten cuidado, está cargada. Creo que sabes utilizarla… Espero que no vayas a necesitarla, pero nunca se sabe, ¿verdad?
Antes de que yo hubiera tenido tiempo de reaccionar, me retiró de las manos la funda y me dijo:
—Os la enviaré por correo a vuestro hotel; pues, desde luego, no podéis llevar armas en el avión. Y sobre todo, antes de cada viaje, no olvidéis hacer lo mismo y mandarla al lugar adonde os dirijáis.
Tras ello, volvió a saludarnos y dio media vuelta. Al observarle alejarse, tuvimos una extraña sensación de incomodidad.
La víspera de nuestra partida, acudimos al monasterio ortodoxo de Jerusalén para hablar con Kair Benyair, el intermediario del obispo Oseas que se había encargado de tratar con Matti el destino del último de los cuatro rollos de Qumrán. Nos era esencial hablar con aquel hombre que había visto los manuscritos y que tal vez supiera quién había podido matar a Oseas.
El monasterio ortodoxo estaba al extremo de una estrecha calle del barrio armenio. Llegamos ante una pesada puerta medieval coronada por un mosaico moderno, que se entreabrió lentamente cuando llamamos, dando paso a un diácono de aspecto suspicaz. No había muchos turistas que visitaran la iglesia, la rica biblioteca ni siquiera la sala inferior del edificio donde, según la tradición siria, había tenido lugar la Cena, unos dos mil años antes. Los visitantes eran escasos, y cuando se presentaban parecían inquietar a los anfitriones.
El diácono nos indicó el lugar donde se alojaban los sacerdotes, y la residencia de Oseas, en el último piso de uno de los edificios. Nos dirigimos allí pasando por el santuario de la iglesia. Sobre el altar con inscripciones sirias colgaban unos iconos dorados, iluminados por velas. Solemnes plegarias resonaban entre las paredes rocosas de la cripta. Desde hacía varios días se lloraba al sumo sacerdote.
Ante los aposentos de Oseas, una mujer nos recibió con frialdad. Viéndome ataviado con mi shtreimel y mi abrigo negro, me miró de arriba abajo, preguntándose por qué un judío religioso se aventuraba tan lejos de su barrio. Entonces mi padre le habló del motivo de nuestra visita y ella nos dijo que Kair Benyair estaba en Francia, adonde había ido precipitadamente tras la muerte de Oseas. Lo buscaban, si no como sospechoso al menos como testigo en aquel asunto. Pero no había dejado dirección y nadie sabía dónde se hallaba.
Mientras mi padre hablaba con la mujer, subí discretamente a los aposentos de Oseas. La puerta estaba abierta. Entré y descubrí tres grandes y suntuosas habitaciones, cubiertas por grandes bóvedas de piedra maciza, adornadas con muebles antiguos, objetos con piedras preciosas incrustadas, antiquísimos instrumentos de música y orfebrería.
Tantos tesoros, me dije, para terminar así. «Amasé también plata y oro, y los más preciosos joyeles de los reyes y las provincias, adquirí cantores y cantoras y las delicias de los hombres, una armonía de instrumentos musicales, varias armonías, incluso, de toda clase de instrumentos». Me dirigí maquinalmente al despacho, que estaba lleno de cajas y papeles de todo tipo, libros en idioma sirio y diversos expedientes. En medio de todo ello, me llamó la atención un fragmento de pergamino enrollado. Lo tomé y lo abrí: era un pedazo de rollo. Lo metí en mi zurrón y bajé rápidamente.
Abajo, la mujer, que no había advertido mi ausencia, estaba negándole a mi padre el acceso a los aposentos. El misterio de la muerte de Oseas no se había aclarado todavía y las sospechas flotaban en el ambiente de un modo difuso, sin que nadie supiera exactamente hacia quién se dirigían. En aquellos tiempos de crisis, los extranjeros no eran bienvenidos. El venerable establecimiento, por temor al escándalo, prefería encerrarse en sí mismo como si deseara evitar que se extendiera un vergonzoso secreto de familia.
Fuera, en cuanto nos hubimos alejado lo suficiente, nos apresuramos a leer el manuscrito que yo había hurtado. Mi padre identificó enseguida un fragmento del rollo de Qumrán. Se hallaba en buen estado y no tardamos mucho tiempo en descifrarlo. Con el corazón palpitante, tradujimos juntos las diminutas letras de contornos bien dibujados:
- En la fortaleza que está en el valle de Achor, cuarenta pasos bajo los peldaños ir al este.
- En la sepultura, en la tercera hilera de piedras, barras de oro.
- En la gran cisterna que está en el patio del peristilo, en el yeso del parterre, ocultas en un agujero frente a la abertura superior, novecientas monedas.
- En la plaza del Estanque y bajo el conducto de agua, seis pasos al norte hacia el estanque, vajilla.
- En lo alto de la escalera del refugio, del lado izquierdo, cuarenta barras de plata.
- En la casa de dos piscinas, está el estanque, las vajillas y la plata.
—Es un fragmento del Pergamino de cobre —comentó mi padre—. El que Thomas Almond descifró en parte. Se trata de la localización de un tesoro enterrado en alguna parte.
—¿De qué tesoro habla?
—¿Quién sabe? Tal vez de la fabulosa riqueza del rey Salomón. Recuerda, el Templo era espléndido, con dobles puertas de oro, el suelo grabado con palmeras, techos dorados, muebles sagrados, candelabros de oro, instrumentos de música de maderas preciosas y su pequeño altar de hojas de oro. Y en el Santo de los Santos, los querubines de madera de olivo custodiaban el objeto más sagrado, el Arca de la Alianza.
—¡El Templo de Salomón fue destruido por los ejércitos de Nabucodonosor en el siglo VI antes de Cristo!
—Sí, pero las riquezas que contenía desaparecieron. A este respecto, distintas leyendas fueron pasando de generación en generación. Según una de ellas, extraída del segundo libro de los Macabeos, el profeta Jeremías era uno de los guardianes del tesoro. Tras la caída de Jerusalén, habría ordenado al tabernáculo que le siguiera, habría subido al monte Nebo y habría colocado el tabernáculo, el altar y el incienso en una gruta. Otra tradición supone que los judíos se llevaron el tesoro cuando se exiliaron en Mesopotamia; éstos lo enterraron en el emplazamiento de un templo y encerraron, al parecer, los candelabros de siete brazos y las setenta tablas doradas ocultándolos con otras piezas en una torre de Bagdad. Algunos afirman también que un escriba encontró las joyas, las piedras, el oro y la plata y los mostró a un ángel que los escondió. Otros afirman que la vajilla sagrada y el tesoro están bajo una piedra de la tumba de Daniel y que todos los que la toquen morirán de inmediato. Es lo que le habría ocurrido a un arqueólogo. Según ese texto, el tesoro estaría oculto cerca de Jerusalén, en una región que se halla tras los valles rocosos, más baja que las cumbres pero separada de ellas, en tres de sus lados, por abruptos barrancos. Todos esos parajes son visibles desde Qumrán. ¿Recuerdas lo que vimos en Khirbet Qumrán?
—¡Claro que sí! ¿No crees que el texto alude a la gran cisterna doble que está por debajo? «En la casa de dos piscinas está el estanque, las vajillas y la plata».
—Sin duda. En todo caso, eso significa que Oseas estaba buscando el tesoro. Tal vez fuera ésa la causa de su asesinato.
—¿Pero por qué lo buscaba? ¿No había conseguido bastante dinero con los manuscritos?
—Recuerda lo que dice el Eclesiastés… «Quien tiene dinero no es saciado por el dinero y aquel a quien le gusta la buena vida, no es alimentado. También eso es vanidad».
Tomamos la decisión de detenernos en Francia, al regresar, para buscar a Kair Benyair, sin tener todavía una idea precisa del modo cómo podríamos encontrarle.
Al anochecer, fui a ver al rabí para decirle que debía marcharme, sin poder no obstante explicarle por qué.
—¿Es acaso algo vergonzoso, para que no puedas revelármelo? —preguntó con aire suspicaz.
—No. Es con un fin honorable. Me voy con mi padre.
—¿Tu padre? —exclamó, sorprendido.
Sabía que mi padre no era religioso. Yo sospechaba, incluso, la palabra que el rabí debía de utilizar en su interior para calificarle, y que su tono revelaba perfectamente: un «apikoros». Un epicúreo, un renegado, un hombre sin ley.
—No te vayas para olvidar las leyes. Lejos de aquí hay muchas tentaciones. Corres el riesgo de no salvarte cuando llegue el Mesías, que será pronto ya. Presérvate, al menos. No olvides, cuando estés allí, la llegada del Mesías. Escucha a cada instante el sonido de sus pasos que se acercan, cada vez más, a Israel, su pueblo.
Me estremecí. Hacía ya mucho tiempo que aguardábamos su venida. Pero ahora el rabí anunciaba que había llegado el tiempo en que Dios iba a responder a la confianza intemporal. El rabí anunciaba que éramos la última generación del exilio y la primera de la Liberación. Era como si todo estuviera dispuesto en el mundo para que pudiese recibir esta revelación, y ahora, «Mesiah llega», decía profetizando. Durante la guerra de los Seis Días, nos había dicho que no tuviéramos miedo; cuando se hundió el comunismo y estalló la guerra del Golfo, había predicho que Israel era el lugar más seguro del mundo y que el tiempo de la destrucción no había llegado todavía. No se equivocó. Muchos creían que su inspiración era de origen celeste. Algunos pensaban que el propio rabí era el sujeto de la espera mesiánica. Otros afirmaban que la llegada del Mesías se hallaba sólo en nuestra religiosidad y no en una realidad histórica, contemporánea. «Pues el propio hombre no conoce su tiempo, al igual que los peces que caen en las fatales redes, y los pájaros que caen en el lazo».
—No olvides —siguió diciéndome, antes de que me marchara, como una última recomendación o, tal vez, un primer mandamiento—, no olvides que hay que inspirar el aire del Mesiah desde el despertar y que el estudio de la Torá y las plegarias sólo sirven para que llegue más deprisa. Ora sin cesar para que el parto espiritual de Mesiah se produzca sin dolor y sin retraso. Serás como cuando el pueblo de Israel estaba en Egipto y clamaba a Dios para pedirle la liberación. Dios sólo nos esperaba a nosotros y la fuerza de nuestra exigencia. Por eso debes considerarte siempre medio merecedor y medio culpable. Realizar una sola mitzvah es ya lograr que el mundo entero se incline del lado del mérito y acarrear, para él y para todos, la postrera Liberación.
Algunos creían que el rabí tenía todos los atributos del Mesías y que, siendo así, era preciso, como el pueblo de Israel en los antiguos tiempos, expresar el compromiso con el futuro rey David, y decir: «Somos tus huesos y tu carne». Deseaban, del mismo modo, hacer saber que el rabí era el Rey-Mesías de su generación.
Pero yo, que tan devoto le era que habría seguido el menor de sus consejos, yo a quien la menor inflexión de su voz impresionaba y sumía en abismos de reflexión, yo, sin embargo, seguía dudando. Por grande que fuera mi fe y profunda mi devoción a la Torá, no esperaba con aquel fervor que algunos consideraban un elemento esencial —y el único, por así decirlo— de la práctica de la religión. Tenía una sincera fe en nuestro rabí y un inmenso respeto por aquel a quien consideraba el mayor de todos. Pero no vinculaba esta fe a una espera mesiánica, pues me parecía que iba a prolongarse mucho aún. Y mantenía, a este respecto, largas discusiones con mis compañeros de la yeshiva que, a menudo, me dejaban perplejo.
—Si es el Mesías, que lo demuestre —decía yo.
—Pero si lo ha demostrado ya, con todas las predicciones que ha llevado a cabo.
—Pues entonces, que nos libere; si es realmente el Mesías.
—Eso es lo que estamos ahora esperando. Por ello rezamos día y noche —respondían.
Pensaba que acabarían considerándome un ateo, un incrédulo incluso, a mí, que sólo vivía para la religión. No les gustaba mi espíritu inquisidor que, sin embargo, no era rebelde.
Cuando me despedí de ellos, mis compañeros de la yeshiva sólo me dijeron:
—Hasta la vista. Esperamos que estés de regreso antes de la Liberación.
Partí con la curiosa convicción de que seguía buscando al Mesías tanto como si me hubiera quedado a estudiar con ellos los textos. ¿Sería cierto que el Mesías se hallaba entre ellos? Quería cerciorarme personalmente de si no estaba en otra parte, lejos, en algún paraje del vasto mundo. «Pues fui rey sobre Israel en Jerusalén. Y apliqué mi corazón a buscar y sondear con prudencia todo lo que se hacía bajo los cielos, lo que es una enojosa ocupación que Dios dio a los hombres para que se ocuparan de ello. Contemplé todo lo que se hacía bajo el sol, y he aquí que todo es vanidad y tormento de espíritu. Lo que está torcido no puede enderezarse y los defectos no pueden contarse. Y apliqué mi corazón a conocer la sabiduría, y a conocer los errores y la locura; pero supe que también eso era un tormento de espíritu. Pues allí donde hay abundancia de ciencia, hay abundancia de pesadumbre y el que aumenta su ciencia aumenta su dolor».
La víspera de mi partida, tuve un extraño sueño que me despertó con un sobresalto de espanto y me acompañó, perseverante, durante largas jornadas en las que sentí un profundo malestar. Poco tiempo después, lo olvidaría casi por completo, antes de recordarlo otra vez, cuando se produjeron acontecimientos capaces de aclarar su sentido…
Iba en coche con mi compañero Yehuda, que conducía. No era en Jerusalén sino en una ciudad que, sin saber por qué, asocié con Europa. Debíamos cruzar los brazos de un río, pero no se veía puente por ninguna parte. Yehuda propuso cruzar vadeando y se acercaba ya a la orilla. En el último momento, puesto que el camino me pareció demasiado peligroso y demasiado profundas las aguas, le grité que girara a la izquierda. Pero no tuvo tiempo de reaccionar y su brusco movimiento con el volante nos aproximó más aún a la superficie líquida. Entonces, en vez de hundirnos en las aguas, fuimos aspirados por los cielos, emprendiendo el vuelo hacia las nubes. Ante nosotros, un autobús había tomado el mismo camino. Yo esperaba socorro; que nos devolvieran a tierra. Pero el coche se elevaba inexorablemente, y nada ocurría. Entonces, Yehuda me lanzó una mirada, ineluctable y desolada al mismo tiempo, como diciéndome que no lo había hecho adrede. Grité: «¡Ahora no!».
Y desperté con estas palabras.