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Eras la creación, Dios contempló todo lo que había hecho, la luz, el firmamento, las estrellas, el sol y la luna, la tierra y el mar, las plantas y los animales, y lo aprobó, y consideró que estaba bien.
Su satisfacción, a veces, me sorprendía. ¿Los bienes de este mundo eran pues tan apreciables como los del mundo futuro? ¿Por qué me había dirigido hacia el ascetismo para mejor consagrarme a los segundos, si también los primeros me estaban permitidos?
«Dije a mi corazón: vamos, ahora te pondré a prueba también en la alegría, y goza del bien. Pero he aquí que también eso es una vanidad. Dije sobre la risa: es insensata. Y sobre la alegría: ¿de qué sirve?».
Yo no era un niño prodigio. Era el digno hijo de David Cohen aunque, en aquel tiempo, no era yo consciente de toda la magnitud de esta frase. Pero a Shimon le habría sorprendido verme como era entonces, pues me había conocido con el uniforme verde de los oficiales del ejército de tierra. Era yo alto y barbudo, con ojos azules herencia de mi madre rusa, rodeados por unas pequeñas gafas redondas. Mi barba no era abundante como la de los viejos sabios, sino discreta y rala. Mi cuerpo era como el de mi padre: delgado y musculoso, casi nudoso, me había valido algunos éxitos en el combate cuando estaba en el ejército, pero ya no me entrenaba desde que me uniera a los hasidim.
Como todos mis hermanos, llevaba largos mechones retorcidos a cada lado del rostro: los tradicionales tirabuzones, que a veces ataba por encima de la cabeza, debajo del sombrero. Ni de día ni de noche me quitaba el casquete de terciopelo negro, que me cubría toda la cabeza, ni siquiera cuando me ponía el sombrero. Calzaba zapatos negros, planos y sin cordones, y llevaba las piernas cubiertas por medias negras. Negros eran también mis pantalones, de acuerdo con la tradición. Pero mi camisa era blanca bajo mi larga chaqueta oscura y, bajo la camisa, llevaba siempre un pequeño chal de oración hecho con dos cuadrados de lana de color crema, con una abertura arriba para pasar la cabeza, uno de cuyos faldones descansaba en mi pecho y el otro en mi espalda, y del que sobresalía, unido a cada ángulo inferior, un fleco ritual en recuerdo de la Alianza. No llevaba corbata, que era un atavío en exceso característico del mundo no judío. Alrededor de la cintura me ceñía un cordón, el guertl, larga cinta de seda negra trenzada, para separar así la parte rectora del cuerpo y la parte prosaica. En el Sabbath y los días de fiesta, me ponía la levita de seda negra, brillante y satinada.
Estudiaba arqueología con mi padre, y le ayudaba en sus trabajos y sus investigaciones, pero eso era cuando no iba aún a la yeshiva, exclusiva y celosa como el Dios de Israel. Mi padre me había llevado, desde mi más tierna edad, a las excavaciones. Yo era su único varón y su único hijo. Pero yo era muy piadoso; es decir muy practicante. Entre los judíos, a ese tipo de hombre lo denominamos «ortodoxo».
A diferencia de mi padre, que no celebraba ya el Sabbath ni comía kosher, yo ataba las filacterias a mi brazo cada mañana. Y durante el Sabbath, cuando él tomaba el coche con mi madre para hacer una excursión por el país, yo me ponía mi gran chal de oración blanco para bendecir a todos mis compañeros de la yeshiva pues, hijo de Cohen, yo era un Cohen, y descendía de los sumos sacerdotes a quienes incumbía la importante función de bendecir al pueblo de Israel. Mi vida, en sus menores instantes, se desarrollaba al compás de la ley. No me levantaba sin recitar la plegaria matinal. No comía sin bendecir la mesa. No me acostaba sin rezar la plegaria vespertina. Y no pasaba un solo día sin que estudiase. Por la ley, el tiempo habitaba el espacio: así los mezuzoth en los dinteles de las puertas, los candelabros en la mesa del Sabbath y los de Hanuka en las ventanas de las casas. Y por la ley, el verbo se hacía carne: comía sólo los animales permitidos por la Torá, los que rumian y tienen pezuñas hendidas, y los peces con escamas y aletas. Y por la ley, la carne era alegría. El viernes por la noche y el sábado, en la yeshiva, descansábamos sin encender la luz, sin lápiz ni papel, pues teníamos prohibido tocarlos, ya que no debíamos acercarnos a los objetos del trabajo, pero cantábamos y bailábamos toda la noche, de acuerdo con el rito hasídico, pues como decía uno de nuestros grandes rabinos: «No se canta porque se es feliz, se es feliz porque se canta». No vivíamos en el ascetismo y la mortificación, vivíamos juntos, en comunidad, jóvenes y viejos, mujeres y niños, y todos eran felices al estar reunidos en la paz del Sabbath, al compartir los platos preparados y los dorados halloth, al escuchar las palabras de nuestros maestros y al reír ante sus juegos de palabras. En cuanto aparecía la primera estrella sobre la ciudad de Jerusalén y anunciaba el día del descanso, Mea Shearim se sumía en el letargo. Algunos jóvenes corrían hasta los límites del barrio para colocar bidones en la calzada y detener toda circulación, mientras otros se metían piedras en los bolsillos, dispuestos a lapidar con gesto vengador el primer coche que pasara; Sonidos de sirenas mezclados con el shofar anunciaban la llegada de la desposada —el Sabbath—, y una muchedumbre despreocupada y vestida con sus mejores galas invadía las calles de la gran arteria para dirigirse a las numerosas sinagogas, algunas de las cuales no superaban el tamaño de una casa pequeña. Desde el umbral, algunos rabinos, ya con las ropas de oración negras y blancas, llamaban a los viandantes, buscando un último fiel para el minyan, la asamblea de los diez fieles necesarios para poder celebrar el oficio. De las ventanas abiertas escapaban lacerantes melopeas, salmodias y oraciones entrecortadas por vibrantes exclamaciones, mientras los estudiantes jóvenes entonaban sus cantos de alegría. «Ciertamente, los vivos saben que morirán, pero los muertos no saben nada y ya no ganan nada; pues su memoria ha llegado al olvido. Así su amor, su odio, su deseo han perecido ya y no tienen pues participación alguna en el mundo, en todo lo que se hace bajo el sol. Ve pues, come con alegría tu pan, y bebe gozosamente tu vino, porque Dios considera ya agradable tu obra».
Vivía yo en Jerusalén, en un lugar particular y vedado a la mayoría de la gente, y si existe todavía un lugar inmaculado en este mundo es Mea Shearim, atrapado entre la ciudad vieja de Jerusalén y la nueva ciudad judía. El barrio parece haber sido construido por los propios judíos para aislarse de los demás judíos, como si su voluntad de diferencia nunca debiera apaciguarse. Ciertamente, aquel lugar es un anacronismo, pues está al margen del Estado, de la sociedad y de todo lo que compone la realidad de Israel. Y en verdad éramos un residuo. Y tal vez desapareciéramos con el tiempo. Pero tal vez, también, el porvenir estaba de nuestro lado y, a pesar de todo, íbamos a perdurar, por nuestra fe y nuestra natalidad también, pues nuestras familias eran numerosas como las estrellas en el cielo y como la arena ante el mar, y habían crecido y se habían multiplicado como Dios, nuestro Dios, había ordenado.
Era una larga arteria flanqueada de casas bajas cuya arquitectura recordaba el estilo de la Europa central, con los inclinados techos de las regiones lluviosas —en un país donde cada gota de lluvia es una bendición, una celebración litúrgica—, con portales de hierro forjado, minúsculos balcones y patios recónditos. En la entrada del barrio, el eterno mendigo, el judío errante cubierto con su pesado abrigo negro y su amplio sombrero, tendía su escudilla, sentado en el suelo al pie de un cartel que anunciaba en inglés, en yidis y en hebreo: «Muchacha judía, la Torá te ordena que vistas con modestia. Es conveniente que las faldas lleguen por debajo de las rodillas y que las mujeres casadas lleven la cabeza cubierta. Rogamos a los visitantes que no ofendan nuestros sentimientos religiosos recorriendo nuestras calles con vestimenta indecente».
Para los pocos miles de judíos de Mea Shearim, el reloj del tiempo sigue señalando la hora de los guetos de Europa central, algo que, en su mayoría, sefarditas o sabrás, no conocieron, pero que inventan a fuerza de strudel y de yidis, pues la lengua sagrada no puede utilizarse para uso profano, ni convertirse en verbo de la inevitable trivialidad de las cosas y los gestos de la vida cotidiana. Mea Shearim tiene una extensión de varios kilómetros cuadrados, y su nombre significa, en hebreo, «las cien puertas». Algunos dicen que, durante su construcción, en la segunda mitad del siglo XIX, por los judíos húngaros, las ventanas y las terrazas habían sido dispuestas, adrede, hacia el interior de los patios, y sólo algunas puertas daban al exterior, para mantener a los malandrines y a los incrédulos fuera de los muros de la fortaleza.
Cuando penetré allí por primera vez, tenía diecisiete años. Mis padres no iban nunca. No era un barrio para ellos. Me vi sorprendido, primero, por la extrema densidad de la población, y por la multitud nerviosa y apresurada que hormigueaba por las estrechas callejas, el paso acompasado del hasid, su ritmo regular e imperturbable a pesar de la compacta muchedumbre: una masa pintoresca, barbuda y voluble que no había dejado de desplazarse, con la mirada fija, a mi entender, hacia las eternidades. En medio de la calle, viejos rabinos se detenían en cualquier momento para discutir durante horas una palabra del Talmud, bloqueando la circulación, sin lanzar una mirada al exterior, rodeados poco a poco por una multitud de jóvenes, pálidos y serios, que argumentaban con ardor. Eran los bahurim, estudiantes de las kollelim y de las yeshivoth. Pronto me reuniría con ellos y aumentaría las filas de aquellas curiosas escuelas sin diploma y sin otro objetivo que el de penetrar algo más en el universo de la comunión divina.
En aquella época, creía yo que toda la población del barrio consagraba su vida al estudio y a las celebraciones de la vida judía. No planteaba la cuestión económica: todo aquello parecía tener un aura mágica, impenetrable. Descubrí más tarde que la mitad de los habitantes consagraban a ello, efectivamente, su tiempo y sus medios, pero la otra mitad se dedicaba a mantenerlos, y lo hacía con pequeños oficios que les permitían llevar una vida regular respetando la ley: eran escribas, matarifes, circuncidantes, guardias de los baños rituales, fabricantes de pelucas y de mezuzoth, sombrereros y gorreros, orfebres y artesanos que trabajaban el metal para los candelabros del Sabbath y de Hanuka, o diversos objetos ornamentales de madera, piedra, seda y terciopelo. Vivían también de las subvenciones de las comunidades extranjeras y, más especialmente, de los subsidios de Williamsburg, barrio hasídico de Nueva York. De este modo, los demás, los que estudiaban, podían llevar una vida a menudo precaria, pero no se morían de hambre. Y el estudio era todo lo que sabían hacer en este mundo. Ya a la edad de cinco años, aprendían la Torá. A los doce conocían ya el Talmud y, luego, la emprendían con la Cábala, pero sólo hacia los cuarenta años eran dignos de sumirse en los textos místicos del Zohar, el Libro del Esplendor.
Tampoco sabía yo hasta qué punto, bajo esta unidad de apariencia física y de modo de vida, se ocultaba una infinita diversidad de tendencias. Tras cada pequeño detalle, un pantalón vuelto sobre las medias, o agarrado a la rodilla, zapatos negros o botas, chaquetas cortas o largas y abiertas, estriadas o blancas, borsalinos, shtreimels o gorras a la rusa, había una dinastía, una escuela de pensamiento distinta y costumbres particulares.
Envidiaba a quienes habían tenido la suerte de conocer la tradición desde su más tierna infancia. Yo hube de ponerme al día, en poco tiempo. Pensaba que había carecido de educación y que era preciso rehacerme, iniciándolo todo desde el comienzo. Pero también ahí ignoraba hasta qué punto estaba predispuesto a llegar hasta ese último refugio, esa inexpugnable ciudadela, ese mundo en el que soñadores ancianos, tocados con el shtreimel, luciendo largas barbas y vistiendo oscuras levitas, arrastraban de la mano una caterva de hijos, hermanos y hermanas nacidos con nueve meses de diferencia; un pueblo hierático, de paso apresurado y rostros similares, pálidos y enmarcados por largos bucles en espiral; un palacio insólito en el que brillaban la seda y el terciopelo, un lugar anticuado en el que se movían, al mismo compás de los personajes del siglo XVIII, muchachas con pañoleta y mujeres que llevaban peluca y sombrero, con los hombros cubiertos por chales, las piernas ocultas bajo largas faldas y los tobillos aprisionados por medias de lana. Cuarenta grados a la sombra, y el invierno polaco, el calor de Oriente bajo el más austero y gélido recuerdo del más pálido de los Occidentes, el de la primera mitad del siglo XVIII en Podolia, durante los sermones y los pogromos, el del culto al odio destilado, inseminado en cada matriz para contaminar a los recién nacidos y preparar así, lenta pero seguramente, la abominable catástrofe de los siglos siguientes. Entonces, ciertamente, el único refugio era estar en casa de uno, en las cien puertas, en el interior de la propia comunidad, el lugar por excelencia, precaria barricada contra todos los ataques, polo familiar donde se encontraban los infelices de todas las edades, el rabino y los parnasos, el judío detestado y su familia pobre y rechazada, y el estudio y la enseñanza para unirlos. Frente al texto, en las cien puertas, cada cual podía sentirse dueño de su destino, iniciado tanto tiempo atrás, y rico de su milenaria cultura; y la comunidad, en las cien puertas, era como un castillo en cuyo interior cada cual era rey y cada cual era subdito, y no esclavo y no mártir.
Llevándose el gueto consigo, en pleno corazón de Israel, no olvidaron tomar también el complemento, la escapatoria: aquella nueva abertura hacia otras aspiraciones, el soplo místico de la Cabala. Se llevaron a las cien puertas la vida y los actos auténticos, y el posible compromiso con el sentido y la intención creadora. Pues lejos, muy lejos de su exilio, habían sabido que para que un acto fuera legítimo, no le bastaba ser deducido de una sucesión de razonamientos lógicos de acuerdo con la tradición; sino que era preciso que, en su misma realización, el acto recibiese en sí toda la profundidad de la intención que preside su nacimiento y su lento desarrollo. Entonces, para protegerse de este mundo, habían inventado el mundo futuro y lo habían llamado el «entusiasmo».
Conocí el entusiasmo antes, incluso, de encontrar el hasidismo. Siempre me había impulsado la exaltación. A veces me poseían una fuerza y un apetito desmesurado. Alguna vez he entrado en trance y he tenido la sensación de una fuerza eterna. Hubiera podido desafiar cualquier obstáculo. Animado por esta fe realicé estudios religiosos pese a las protestas de mis padres. Impulsado por aquel celo me acerqué a los hasidim, pues sabía que sólo ellos podían comprender a los poseídos. ¿Me atreveré a confesarlo? ¿Podré describirlo? Algunas veces he alcanzado un estado próximo a la devequt, esa felicidad suprema, esa plenitud que es, para ellos, una regla de conducta.
En mi yeshiva me enseñaron los preliminares necesarios para el éxtasis; supe las técnicas de plegaria propicias para la concentración, la intensa mirada que debe clavarse en las letras de los libros, para unirse a la luz interior del signo hebraico que da vida a la palabra y a la cosa. Conocí los fecundos pensamientos, los ayunos prolongados. Aprendí la exacta dosificación de los polvos de la magia. A veces, basta sólo el vino. Cuando el vino entra, el secreto sale. Cuando es el polvo, todo el ser se eleva.
Era entonces como si me vaciara de mi ser y conseguía perderme, olvidarme a mí mismo y, poseído, ya no me poseía. Liberado de todos los vínculos egoístas que me encerraban en mí mismo, me abría a un esplendor opaco y magnífico. Tenía la impresión de que mi cuerpo se elevaba para entrar en levitación, como si diera un paso más allá de ese yo muerto y abstracto, para intentar llevármelo conmigo hacia el mundo celestial. Con aquella aniquilación, tenía la impresión de alzarme más allá del espacio y el tiempo para vincularme a lo esencial. En un instante, por una eterna serenidad, me unía en furtivo abrazo con el aliento del Absoluto, y encontraba las espléndidas verdades y los sueños de la creación. Contemplaba ideas sublimes. Escribía libros, leía la Torá. Era Moisés y Elias, era a la vez rey y profeta. Mis pensamientos me arrastraban más allá de la vida terrestre hacia el mundo futuro que yo hacía advenir, pues era el Mesías.
Celebrábamos banquetes en los que danzábamos toda la noche, estrechados unos contra otros, alrededor de un brasero, hasta el amanecer, hasta perder el aliento. Nuestros sombreros, ala contra ala, formaban un mar oscuro, un oleaje que ondulaba sin fin. A veces, uno de nosotros se separaba del grupo y bailaba solo en medio del círculo, muy cerca del fuego. Cuando pasaba ante el brasero, no era más que una sombra desarticulada y, a punto de desaparecer, las llamas iluminaban su cara enrojecida: un rostro inflamado por el éxtasis.
A veces, nos reuníamos en un patio, acompañados por una orquesta, y ejecutábamos movimientos de danzas que eran como ensalmos. Algunos virtuosos, que sabían manejar el bastón y la botella, realizaban torsiones y poses expertas, y sabios movimientos de la cabeza y el cuerpo, echados hacia atrás, hasta la posición horizontal. En una de sus figuras, el volatch, el primer bailarín intentaba resucitar, con sutiles movimientos, al que se fingía muerto, hasta que terminaban bailando juntos a un ritmo infernal.
Cuando Dios creó al hombre, lo hizo con un encogimiento. Su infinita voluntad se replegó en un ser finito. Dio paso a la criatura por una contracción de sí mismo en sí mismo. Tsimtsum. Devuelvo mi yo a la nada, rebajo mi subjetividad, para percibir en su verdad la sabiduría inicial, la del comienzo, con todas las posibilidades, los cambios y las evoluciones incesantes de la voluntad pura. Así, descubro todo lo que no había podido sospechar en mi estado consciente. Hago sitio al otro como otro, a quien zambullido en mí mismo no había visto. Soy el creador a punto de crear con el inefable esbozo del primer gesto. Descubro el mundo divino —la alteridad total, la trascendencia absoluta— actuando en mí.
Pero para ello es preciso practicar un largo ascetismo; renunciar a los valores de este mundo, desinteresarse de uno mismo, librarse del amor propio, del orgullo, del interés personal, y también de la tristeza, pues el llanto hace olvidar a Dios. Hay que hacer el vacío en uno mismo, para poder descifrar todo lo que se encontraba ya allí, en estado latente, sin que se supiera, en los pensamientos, las palabras, los deseos y los recuerdos. Hay que liberar la voluntad cautiva para devolverle toda su fuerza.
Sólo entonces es posible llegar al verdadero conocimiento de las cosas. Al revés de la razón, que reduce los objetos que aprehende a sí misma, por una repetición tautológica de lo mismo, la devequt hace abstracción del yo para contemplar al otro, es decir para tomarlo consigo.
Por ello la devequt era nuestra inteligencia al mismo tiempo que nuestra ética. Era el centro de nuestra vida, el núcleo de la Redención. Pues por ella se presiente y se cumple el Mesías. Como Dios, no se revelará en su totalidad, sino a modo de un retraimiento. Y cuando nos libere, reunirá en cada pensamiento, en cada palabra y cada acto las chispas divinas dispersas en nosotros.