¡EY, ESLAVOS[3]!

Cojo el autobús número 15 en Ámsterdam. Abro el bolso y revuelvo un rato buscando el monedero hasta que por fin lo encuentro y le tiendo el dinero para el billete.

—Dos zonas, por favor… —Lo digo en un holandés vacilante.

—¿Eres de las «nuestras»? —pregunta sagazmente.

—De las «nuestras» soy…

—¿De dónde? —pregunta, devolviéndome el dinero con decisión.

De Zagreb, le digo. Él es macedonio. Hace ya veinte años que vive aquí. Está casado con una holandesa y tiene tres hijos.

Llega mi parada.

—Cuando esté yo en esta ruta tienes el trayecto gratis. ¿OK? —grita.

—¡OK!

Estoy en un hotel de Boston. La habitación es de no fumadores, como todas en Estados Unidos. Entra la camarera. Saluda con un good morning, y se disculpa. Su acento araña mi oído y me acerco. Me quedo mirando la chapita con el nombre en su uniforme. Ferida.

—¿Usted es de las nuestras?

—De Travnik, ¿y tú?

—De Zagreb.

Hace ya varios años que está aquí. Llegó cuando empezó la guerra en Bosnia. Ella, el marido y dos hijos. Están muy contentos, y se acaban de comprar un piso. No, no va a volver a Bosnia, ni se le ocurre… En el hotel hay más de los nuestros. El tipo de la recepción es de Zadar, una que trabaja en la administración es de Karlovac, otro de la cocina, de Požarevac, una pequeña Yugoslavia…

—¿De verdad está prohibido fumar en las habitaciones del hotel? —pregunto.

Me mira astutamente, sonríe. Se dirige hacia las pesadas ventanas, me instruye sobre cómo abrirlas…

—¡Sin problemas! Mientras yo sea la jefa de la planta doce, tú puedes fumar…

Sale y vuelve con un spray.

—¡Mira, hija! Aquí se alojan árabes que educan a sus críos en Harvard. ¡Y dónde se ha visto un árabe que no fume! ¡Y cómo va un americano a prohibirle a un árabe rico que fume! Aquí tienes, cuando fumes, pulverizas un poco…

En Alemania, después de un largo viaje me paro en un motel en algún lugar cerca de Frankfurt. Entro en el baño. Al salir dejo en un cestito cincuenta céntimos. El joven que está sentado junto a la mesa con el cestito dice:

—Dziekuje…

—¿Polaco?

—Ruso —dice.

—¿Creía que era polaca? —continúo en ruso…

—Sí, ¿de dónde es?

—Ex… yugoslava.

—¿Y cómo es que sabe ruso? —pregunta como si hasta ahora no hubiera encontrado a nadie que hablara ruso.

—Una larga historia…

—Tome, no tiene que pagar… —dice, me devuelve el dinero con una amplia sonrisa.

—No, no, faltaría más… —Vuelvo a dejar los cincuenta céntimos en el cestito. Un poco confusa, pienso si dejarle dos o tres euros.

Good luck… —dice él torpemente, como si sólo en inglés la suerte tuviera alguna oportunidad.

Good luck —respondo.

Y no sé por qué, pero después de un encuentro parecido —y han sido innumerables—, siempre me siento como la protagonista de un cuento. También en los cuentos existen los aliados. El macedonio no me había cobrado el trayecto en el autobús 15, la bosniaca me brindó el derecho al humo, y el ruso, el uso gratuito de los aseos. Y de pronto se me ocurre que la fraternidad global existe a pesar de todo. Somos nosotros, la clase proletaria. Nos reconocemos en un segundo, nos damos palmaditas con palabras, nos convidamos con pequeños favores como niños, nos quitamos unos a otros un pesado fardo invisible, y seguimos adelante. Y yo, por mi parte, devolveré la deuda. El dinerillo que gane con estas palabras se derramará en las manos de una búlgara que cuidará los aseos en otro lugar, de un rumano, limpiacristales que cobra en negro, de un ruso, músico callejero con la carrera terminada en el conservatorio, de una moldava que me preguntará en la calle si tengo un cigarrillo…

Y por eso alzad la cabeza, eslavos, ¡también hay esperanza para nosotros! ¡Adelante, hermanos!