CASA DE PÁJAROS
No se le ocurra comprar una casa de pájaros si no tiene un árbol del que colgarla. Sé de lo que hablo. A mí me ha sucedido. En el lejano 1991, en una tienda de Nueva York compré una preciosa jaula de pájaros. No sé por qué la compré. No tenía jardín ni árbol en un jardín en el que pudiera colgarla.
Ese mismo año comenzó la guerra en mi país. Quién sabe, quizá al comprarla pensaba: volveré, compraré un jardín, plantaré un árbol en el jardín, colgaré la casa de pájaros y detendré la guerra. No me llevé la pajarera. Era demasiado pesada para el ligero vuelo del avión. La dejé en el piso de unos conocidos neoyorquinos, que entretanto se han mudado. Ya no tengo su dirección.
Regresé a casa, en lugar de quedarme abandoné el país. Desde entonces viajo cambiando de país como de zapatos. Por lo general un par de zapatos me dura un año. El país lo dejo sin gastar. Quedó demostrado que la absurda compra de una casa de pájaros había sido una pequeña introducción al futuro inmediato. Y sin saberlo había comprado un emotivo sustituto del hogar que perdería un mes más tarde.
Los psicoanalistas saben que la casa (el hogar) es una de las más poderosas imágenes arquetípicas que llevamos con nosotros desde el nacimiento (el vientre materno) hasta la muerte (la tumba). Desde que lo abandoné, el hogar se ha convertido en mi obsesión. He desarrollado la desagradable manía de interrogar a la gente que me rodea acerca de cómo vive. Otra manía que he desarrollado es leer el interior ajeno como si fuera la palma de la mano. La tercera, la más desagradable, es repartir consejos a diestro y siniestro: podrías cambiar, por ejemplo, la estantería de los libros, o el cuadro de la pared bajarlo un par de centímetros. Con mi machaconería constante de que tenían que comprarse un sofá nuevo, aburrí tanto a mis amigos de Ámsterdam que los pobres, unas personas tan amables, arquitectos de profesión, renunciaron a su minimalismo y lo compraron. Cuando voy a visitarlos me tiro al sofá como si fuera mío desde siempre.
Desde que he dejado mi casa, el mundo entero se ha convertido en mi hogar. La atrayente banalidad de una antigua canción se ha convertido en mi realidad. Existe una geografía secreta de las cosas que voy dejando atrás. Llevo a cabo una ocupación secreta del espacio, dejo una prenda para el regreso, por todas partes lanzo una pequeña ancla secreta. Mis cosas, mis cacitos para el café, mis platitos, las colchas, los zapatos, las sábanas, los jerséis, están esparcidos por las ciudades europeas y americanas como crías de cangrejo. Allí donde me detengo, compro libros compulsivamente (book shopping disorder), creo bibliotecas temporales que al marcharme abandono. Por suerte existen personas amables que están dispuestas a dar un hogar a mis huérfanos, mis libros.
Hace unos quince años veraneé en una isla del Adriático. Me llevé la máquina de escribir (todavía no tenía ordenador portátil) y, como en las tiendas locales no tenían papel de calco, escribí sólo un ejemplar. El viejo que, en un pequeño barco, trasladaba a los turistas a la costa, durante el regreso dejó descuidadamente mi bolso en el techo de su cabina. El mar estaba encrespado, el barco se balanceaba de manera peligrosa, el bolso resbalaba de un lado a otro. Se va a caer, átelo, dije. No se va a caer, replicó él. Seguro que sí. Que no, insistió tozudo él. Pero en ese bolso están todos mis bienes, dije, pensando en el manuscrito único. ¿Y qué es usted?, preguntó el viejo. Escritora, respondí. Pues usted debería llevar sus bienes aquí, contestó palmeándose la frente.
Y su réplica, igual que la absurda compra de la casa de pájaros, demostró ser profética. Hoy estoy obligada a llevar las cosas en la cabeza. Usar la cabeza como una maleta no es la mejor solución. La capacidad de la cabeza es limitada; además la cabeza es caprichosa: con frecuencia carga con lo que no le hace falta.
Sí, el mundo entero se ha convertido en mi hogar. La atrayente banalidad de una antigua canción se ha convertido en mi realidad. Si esta realidad es mejor o peor que la anterior no lo sé, ni siquiera lo pienso. Lo único seguro es que cada vez con más éxito me resisto a los repentinos deseos de comprar cosas absurdas. Pero también los deseos se han ido reduciendo.
No hace mucho, durante una corta visita a Berlín, telefoneé a unos amigos.
—Oye, la última vez te dejaste el secador de pelo.
—¿Y dónde están mis zapatillas? —les pregunté.