TRANSICIÓN: MORFOS, DESLIZADORES Y POLIMORFOS
I'm doing a lot better now that I'm back in denial.
The New Yorker
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Cuando intenté explicarle a mi sobrino de ocho años el concepto del tiempo pasado, él me interrumpió impaciente: «Pero si lo sé, eso es cuando el mundo era en blanco y negro.»
Mi sobrino es hijo de la videocultura, no suelta el mando de la PlayStation. El mundo antes de eso era en blanco y negro. Yo soy hija de otra cultura. Mis primeras fotografías eran en blanco y negro, mi primer televisor era en blanco y negro. Las personas se dividían en buenas y malas, los mundos en mejores y peores. Los colores llegaron más tarde, y con ellos el mundo en blanco y negro desapareció.
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Muchas cosas han cambiado en los últimos quince años en los países poscomunistas: países, fronteras, entorno, personas, símbolos, comunicación, mensaje, código, receptor del mensaje y emisor. Los cambios han sido tan rápidos que la cotidianidad poscomunista recuerda una serie barata de ciencia ficción.
En Salto al infinito, una serie americana para adolescentes, los protagonistas se deslizan por el tiempo y el espacio con una facilidad pasmosa. Por supuesto, se parte de la premisa de que todo lo demás permanece en su sitio. Así, en un plano dos de los protagonistas se hallan en el campus de una universidad americana. Todo está allí: los edificios universitarios, los estudiantes, el parque con su monumento.
—Oye, ¿no había aquí antes una estatua de George Washington?
—Sí, ¿por qué lo preguntas?
—Pues porque acabamos de pasar delante de una estatua de Lenin…
Y, en efecto, en el plano aparecen las caras estupefactas de los dos deslizadores y la estatua de Lenin.
Este episodio puede servir como introducción a la descripción de la cotidianidad de la transición. En el hiperdinámico proceso de transición, transformación y conversión, en esa rápida circulación, parece como si nadie contara con los «atascos», con los traffic jams. Y precisamente estos «atascos» semánticos son en la comunicación poscomunista más que frecuentes. Pero a todas luces no molestan a nadie.
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En las zonas en transición lo que más ha cambiado es el paisaje mental, las personas. La acelerada dinámica de cambios, la adaptación, la autoadaptación, el posicionamiento y el autoposicionamiento, la resurrección y la negación del pasado, las estrategias —edit, delete, save, hide, show, open, close, do, undo, cut, replace, format— que se utilizan sobre un texto humano vivo, en verdad superan la imaginación. En comparación con la transformación a través de la que pasan los ciudadanos de los países en transición, la tipología de la metamorfosis en El pensamiento cautivo de Czesław Miłosz resulta pobre. ¿Dónde está el intelectual poscomunista? ¿Acaso ha cambiado? ¿Acaso escribe hoy mejor y piensa con menos trabas? ¿Se ha librado de sus censores reales e imaginarios? ¿Tiene el mismo estímulo para subvertir los cánones morales, políticos y estéticos que tenía antaño?
Antes, en los tiempos del blanco y negro, las cosas eran más sencillas. Nuestro intelectual tenía dos posibilidades: unirse a la denominada cultura oficial o descender a la «clandestinidad» intelectual. A decir verdad, también podía emigrar, pero no era fácil. Hoy día, consciente o inconscientemente envía mensajes a tres direcciones, a tres receptores imaginarios, a tres patrocinadores hipotéticos. Su primer destinatario es su medio local; el segundo, «Europa», «Europa occidental» o la «Unión Europea»; y el tercero, el mercado global, «el mundo». En comparación con un escritor americano, por ejemplo, la situación de un escritor poscomunista es bastante más complicada. En su pugna —consciente o inconsciente— por satisfacer a los tres destinatarios imaginarios, se ha convertido en un perfecto morph, slider, polymorph.
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El destinatario local, el público intelectual de su país, ha cambiado de manera radical. Si el intelectual quiere sobrevivir, también él tiene que cambiar. La transformación no ha sido exageradamente traumática, porque ha sido colectiva y, desde el punto de vista de la política, deseada. Los adalides de la transición fueron los primeros en transformarse y liberaron a sus seguidores de la sensación de malestar. Los croatas, por ejemplo, llamaron a su transformación colectiva «renovación espiritual», lo que los ayudó a vivir la propia conversión como una suerte de purificación espiritual. Los líderes del cambio de comunistas pasaron a ser nacionalistas, de antiguos antifascistas a fascistas flamantes, de ateos convencidos a fanáticos creyentes, de héroes a asesinos, de bandidos y ladrones a hombres de negocios de éxito, de ignorantes semianalfabetos a arrogantes pensadores públicos. La transformación, además de ser anhelada desde el punto de vista político-ideológico, demostró ser también provechosa. En efecto, de ser incultos emigrantes que regresaban se convirtieron en ministros, de maestros de pueblo en creadores de esquemas y sistemas educativos, de pésimos poetas y pobres bibliotecarios en embajadores y prevaricadores del dinero público, de delincuentes comunes y asesinos en generales adornados con las condecoraciones del Estado, de megalómanos esquizoides en presidentes de nuevos países.
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El intelectual de la transición yugoslava perdió con la desintegración de Yugoslavia un espacio cultural común. Aun cuando jamás hubiera sentido ese espacio como común, el potencial público del intelectual disminuyó considerablemente. No le quedaba más que su propio medio y, para sobrevivir en él, debía aceptar la transformación mental. Tenía que aceptar la identidad étnica como la única; tenía que cambiar el pasaporte y de un país común más grande mudarse a uno más pequeño. Tenía que aceptar el corte radical con el pasado cultural yugoslavo. Tenía que aceptar el retoque histórico-ideológico y la tesis de que había vivido en un «régimen comunista totalitario», en la «oscuridad comunista», en la «dictadura serbio-yugoslava de Tito». Nuestro intelectual, finalmente, se vio obligado a demonizar el país en el que había vivido, es decir, a escupir sobre el muerto. Llegó a envidiar a los rusos, checos, húngaros… Ellos no habían tenido sólo el comunismo, sino un montón de pruebas de que el comunismo los había agobiado; la historia de la emigración política y la de la disidencia, una pila de libros escritos y una intelligentsia que durante años había estado relegada a la clandestinidad intelectual. Él, en cambio, no tenía nada, ni una mísera prueba de que no le hubiera ido bien. Por eso desarrolló el false memory syndrome, rápidamente se transformó en una «víctima del comunismo», sacó del armario a un pariente que había estado en la penitenciaría de Goli Otok, abrazó la desgracia ajena como si fuera su propio hijo. Esta transformación fue colectiva, y nadie le pidió pruebas al respecto. Tuvo que dominar la nueva retórica. Tuvo que aceptar la hostia y abrazar el catolicismo o la ortodoxia, cada uno lo que le tocara. Si no comulgaba, debía mostrar respeto por los curas que aparecían por todas partes, inaugurando durante un tiempo todas las exposiciones, bendiciendo las carteras escolares, las bibliotecas, las facultades. Es más, los popes no sólo entraron en su cama matrimonial, sino que por poco no le arrebataron el pan de la boca, al ponerse a escribir introducciones para libros que no guardaban relación alguna con su territorio espiritual. Tuvo que aceptar la nueva tesis de que el fascismo era lo mismo que el comunismo. Tuvo que renunciar a la historia antifascista en la que había sido educado y meter en un cajón la familia partisana de la que se enorgullecía. Tuvo que cerrar los ojos ante el «libricidio», la expurgación de libros inadecuados de las bibliotecas. Tuvo que cerrar los ojos ante la destrucción de las estatuas, incluso la de las que habían levantado a sus predecesores literarios: Ivo Andrić y Vladimir Nazor.
Todo esto no fue suficiente. Porque sólo unos años más tarde tuvo que volver a cambiar de camisa. Esta vez por la prometida entrada en la Unión Europea. Rápidamente dominó los nuevos buenos modales europeos. Y encontró un aliado en la lengua. Empezó a usar con excesiva frecuencia la frase «Sí, pero…». El sí confirmaba que sobre determinados asuntos tenía una opinión firme, el pero era un juramento con los dedos cruzados a la espalda. El sí iba dirigido a un receptor, el pero abría la posibilidad de una revisión del mensaje y la colaboración con otro receptor.
En la actualidad, nuestro intelectual se está acostumbrando al pensamiento de que la vida está realmente llena de paradojas. Sin embargo, lo más importante es que él ha cogido el tren a tiempo y que los países jóvenes necesitan cultura. Ser un representante intelectual de un joven Estado garantiza el pan. Nuestro intelectual domina los trucos básicos de la supervivencia. Ha aprendido que se sobrevive sólo dentro del propio rebaño y ha aprendido a tomarle el pulso a ese rebaño.
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El segundo destinatario imaginario de nuestro intelectual de la transición es la Unión Europea. Y lo mejor es que la cultura es un punto principal en el paquete ideológico de la Unión Europea. Es cierto que en el diccionario europeo cultura significa muchas cosas y nada, por eso es tan popular. La cultura sirve como negociador, como mediador diplomático, como «puente entre las personas». La cultura «no conoce fronteras», reconcilia y amplía, respeta «la diversidad y las peculiaridades, las identidades y las especificidades regionales». Con el número de significados de la palabra cultura crece también el número de los gestores culturales; la burocracia cultural europea se reproduce con una velocidad inaudita. La cultura es una suerte de euro espiritual, el pegamento ideológico de los países europeos.
De manera que nuestro intelectual palpa cuidadosamente el pulso de su hipotético destinatario europeo. La Unión Europea no es «América», se ha dado cuenta de ello enseguida, la Unión Europea no es la garantía de la liberación de la identidad nacional. Al contrario, sólo será admitido como croata, serbio, búlgaro o albanés[13] firmemente estructurado. El número de «mecenas», «donadores», «patrocinadores» de obras artísticas ha aumentado de modo muy evidente. Antes, en la época del comunismo, se consideraba una vergüenza aceptar encargos; sólo los canallas vendían su alma al diablo. Estos nuevos diablos, las ONG, parecen buenas. Si por el dinero que dan piden que se toque su canción, por qué no, tienen derecho. Soc-realismo, euro-art, da igual, lo importante es tocar.
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El tercer destinatario imaginario al que nuestro intelectual envía su mensaje es el mercado global, es decir, el mundo. También palpa cuidadosamente el pulso del mercado global. Aunque parece que todo es cuestión de suerte, primero enviará el mensaje que se espera de él. El mercado global prefiere tratar con las «identidades». Por eso intentará orientar su mensaje hacia ese lado e intentará vender algo poscomunista (lo que significa anticomunista), algo Made in the Balkans algo exótico. Para ello no rehusará la fabricación, el diseño y rediseño de la «identidad», igual que cualquier otro vendedor de recuerdos[14].
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Parece que nuestro intelectual de la transición es un ser hiperracional, un mutante con un preciso aparato interno que le posibilita un autoposicionamiento perfecto en las tres zonas culturales: la local, la europea y la mundial. Sin embargo, nuestro intelectual es un ser humano corriente.
No hace mucho, en un paseo por Ámsterdam vi un restaurante con el atractivo nombre de Lisboa. Al cruzar la calle, descubrí con desilusión que debajo del nombre ponía «especialidades turcas». Aunque este detalle no es representativo de la escena gastronómica de Ámsterdam, puede ayudarnos a comprender las constelaciones mentales de la transición.
La cotidianidad en las zonas poscomunistas es un hervidero de señales parecidas. Ya nada significa lo que significa, nada significa lo que significaba, el signo ya no coincide con el significado. Todo el sistema de comunicación se ha vuelto del revés. El sistema de referencias comunes ya no es común, el código de entendimiento ha cambiado. Los «atascos» semánticos o la confusión semántica es sólo una consecuencia de la destrucción provocada por los ex yugoslavos al eliminar y negar cincuenta años de su pasado.
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Los médicos afirman que las mudanzas son una de las situaciones más estresantes en la vida de un hombre. Para los jóvenes es más fácil, dicen, pero para las personas mayores puede resultar fatal. Los ex yugoslavos se mudaron de la noche a la mañana. Muchos, lo que es lo más irónico, en la mudanza perdieron la casa. Aunque repiten sin cesar que ahora por fin «cada uno está en su sitio», la repetición insistente de la frase señala que cada vez tienen que convencerse primero a sí mismos.
El proyecto ideado por Franjo Tudjman, antiguo presidente croata e historiador de profesión, según el cual deberían borrarse los cinco lustros del pasado común yugoslavo y establecer la continuidad del Estado croata ligándolo al periodo de cuatro años del gobierno nazi (cuando Croacia realmente fue un Estado independiente), hizo mucho daño. Abrió la puerta a la reinvención del pasado y a la revalorización positiva del movimiento ustacha, mientras que el pasado reciente croata cargaba con el estigma de «forzado», «yugoslavo», «comunista».
Con el ejemplo croata se ha demostrado que ha bastado una década de prohibición de la antigua cultura yugoslava —películas, libros, televisión, cultura de masas, cultura popular, producción, personalidades públicas— para que los ciudadanos corrientes crean que han soñado su propio pasado. Los ancianos viven hoy día en un limbo amnésico forzoso, y los jóvenes no conocen la existencia de la antigua Yugoslavia. De ello se han encargado los ministerios de Educación, que han cambiado el sistema educativo, los manuales, y revisado la historia y la lengua.
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El miedo a la exclusión de la comunidad, el autoposicionamiento y el conformismo, la «cultura de la mentira» generalizada y la participación voluntaria en ella, la autocensura, la aceptación voluntaria de la política de la discontinuidad, de la relativización, incluso la cínica ridiculización de los valores, es una constelación en la que no sólo se encontró, sino a cuya formación contribuyó en gran medida nuestro intelectual. En los entornos en los que el pasado reciente se ha borrado, en los que ya no hay un sistema estable de referencias comunes, ni una historia ni historiadores de fiar, ni unos medios de comunicación más o menos fiables, ni debates públicos críticos, ni diálogo ni polémica, ni expertos que ofrezcan un conocimiento fidedigno, ni personas públicas de moral probada, en los entornos en los que todos los valores se han puesto del revés, en los que reina la ausencia de conciencia crítica, nuestro intelectual se halla en una posición esquizoide y su discurso, consecuentemente, no es auténtico. Los mensajes que nuestro intelectual envía a sus destinatarios se asemejan al letrero del restaurante amsterdamés Lisboa. Nuestro intelectual es «un narrador dudoso» (como si ya nada lo obligara a ser íntegro): cambia según se modifican las leyes de la demanda ideológica del momento. Su estrategia más frecuente es la de adoptar un discurso (deseado por un bando) y empaquetar en él un contenido (deseado por el otro)[15].
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Las leyes del mercado literario moderno «obligan» a la mayoría de los intelectuales a la adaptación. Alina Vituhnovskaya, una poetisa rusa contemporánea, estuvo en la cárcel, desde donde envió a sus padres el siguiente mensaje: «Fantomas dice: hoy día un gran hombre sin los medios no es nada.» Los padres alertaron enseguida a los medios, después de lo cual estalló un escándalo mediático y Alina Vituhnovskaya fue puesta en libertad. La poetisa dice de esto: «Mi tiempo de cautividad lo entendí como una acción conceptual, como una performance. Era una ocasión perfecta para convertirse en una heroína, un regalo, en realidad. Pensé: ¿por qué esos despreciables agentes del servicio secreto van a convertirse en los autores de mi vida? Mejor organizo yo misma el espectáculo.»
La interpretación de la metamorfosis de la transición puede, desde luego, leerse de otro modo. Parece ser que el esfuerzo del «artista» de la transición para satisfacer al destinatario nacional merece doblemente la pena. ¿Quizá precisamente la transformación a través de la que ha pasado junto con su destinatario «en casa» lo ha convertido en un jugador «competitivo» fuera? ¿Quizá la «no autenticidad» de su posición es en realidad profundamente auténtica?
Sólo en épocas y en constelaciones en las que reinan firmes valores congelados —políticos, religiosos, morales, estéticos— el escritor, el intelectual, puede tener (y todavía en alguna parte lo tiene) un estatus especial, un papel de «voz del pueblo» y la posición de árbitro moral. Hoy, en las zonas culturales modernas pospolíticas, posmodernas y orientadas al mercado, el intelectual es simplemente un «jugador». Para empezar, tiene que luchar para que se le oiga. Si sale de su entorno, descubrirá que su voz es apenas una entre millones de voces. Nuestro intelectual seguirá descubriendo el hecho irónico pero liberador de que no es más que un producto del mercado, de que sus libros son un producto del mercado y de que, en consecuencia, la subversión intelectual se valora en los marcos de la eficacia en el mercado. Y al final descubrirá que el escritor, el intelectual —transformado y sin transformar, auténtico y falso, conformista e inconformista— no es más que un participante del espectáculo del mercado global, que no es más que un artífice, un performer, un vendedor de recuerdos «culturales».
Y para terminar su metamorfosis, sin ningún obstáculo moral, nuestro intelectual pugnará por afirmar el propio polimorfismo como un valor general. «La mayoría de las personas que viven en esta época, incluyéndome a mí mismo, podrían describirse como pusilánimes. Esto no es tan malo», afirma el escritor y actual embajador de Serbia en Chipre Svetislav Basar. Al entrar en Europa, en el «mundo», a nuestro intelectual le esperan palabras de bienvenida que ha escrito un hombre de su misma especie: Bernard-Henri Lévy. Nuestro intelectual lee el mensaje con alivio; el contenido coincide con sus expectativas: «Intelectual: sustantivo de género masculino, categoría social y cultural, surgió en París en la época del caso Dreyfus, murió en París a finales del siglo XX.»
El intelectual público ha muerto, pero su oficio —proveer servicios intelectuales— va viento en popa. La paradoja consiste en que cuanto más vergonzosa es la muerte moral del intelectual, más necesidad hay de sus servicios. En lo que a los intelectuales del Este se refiere, los que tenían el carné del partido se apresuraron a apoyar públicamente a sus caudillos nacionalistas, Tudjman y Milošević. Por lo demás, también estos caudillos se habían convertido, y de comunistas habían pasado a ser nacionalistas. Hoy, estos mismos intelectuales —si es que han sobrevivido, y los de este tipo siempre sobreviven— son los adalides más fogosos del posposmodernismo, de la ideología del cinismo, de los juegos («¡Ah, todo es un juego!») y de la imagen («Ésta no es mi identidad, es una de mis varias personas públicas»), de la carnavalización de la ideología y de la política («Todo es un carnaval, yo no soy más que un participante en el carnaval») y de las estrategias de marketing («Es mi estrategia de marketing, no mi opinión»). Los que hoy apoyan el antinacionalismo («¡Por Dios, todos saben que la identidad nacional es un constructo!»), hace diez años jaleaban vehementemente a «nuestros chicos» —los serbios a los serbios y los croatas a los croatas— mientras se degollaban unos a otros. Los actuales y apasionados propagadores de la teoría del simulacro, de la virtualidad y de las identidades múltiples («¡En todas me siento bien!») son, en general, los mismos intelectuales que con unas cuantas tesis de la teoría del posmodernismo («¡Pobre, Baudrillard no tiene la culpa de nada!») se buscan una coartada para sí y para los que se les parecen en la práctica de la conversión moral. Si declaramos que todo es un juego, nos descargamos de cualquier responsabilidad. Nos convertimos en jugadores, en niños. Y, mira por dónde, ante nosotros se abre un mundo en el que sólo nos queda identificarnos con la valiente Buffy Cazavampiros. Porque alrededor no hay nadie más valiente que ella.
Octubre de 2004