CONTINUACIÓN DE LA CONFESIÓN
DE VISHNU KARKARÉ

Con gran alivio por nuestra parte, no tuvimos ninguna dificultad para penetrar en el recinto de Birla House. El número de guardias había sido aumentado, pero nadie registraba a las personas que entraban. Dedujimos de ello que Nathuram había pasado sin problemas. Nos dirigimos hacia el césped y lo divisamos en medio de la concurrencia. Tenía aspecto sereno y de buen humor. No nos hablamos, naturalmente. Los fieles estaban dispersos, pero, a medida que se acercaban las cinco, empezaron a agruparse. Nos situamos entonces a ambos lados de Nathuram. No intercambiamos una sola palabra con él, ni tan siquiera miramos en su dirección. Parecía absorto, hasta el punto de haber olvidado por completo nuestra presencia.

Según nuestro plan, debía disparar en cuanto Gandhi hubiera subido al estrado. Para darle mayores oportunidades de lograrlo, nos deslizamos en medio de la multitud, un poco a la derecha según se miraba a la plataforma. Entre el revólver de Nathuram y Gandhiji, habría poco más de diez metros. Al calcular esta distancia, me inquieté: «¿Podrá Nathuram alcanzar su blanco?». No era un tirador excelente, ni siquiera un buen tirador. ¿No temblaría y fallaría el blanco? Le observé discretamente, de reojo. Miraba fijamente al frente, impasible, completamente dueño de sí. Eché un vistazo a mi reloj. Gandhiji se retrasaba. Me pregunté por qué. Estaba un poco nervioso.

Manu y Abha también estaban nerviosas. Sus relojes señalaban las cinco y diez, y Gandhi continuaba discutiendo con Patel. Nada detestaba más el dulce tirano que reinaba sobre sus existencias que el hacer esperar, sobre todo a los fieles de sus reuniones de oración. Pero el tono de su entrevista parecía tan serio, que ninguna de las dos se atrevía a interrumpirle. Por fin, Manu le hizo seña de que mirase la hora. Gandhi cogió su viejo «Ingersoll» que le colgaba en la cintura y se puso en pie precipitadamente.

—Oh —dijo a Patel—, le ruego que me excuse. Ya voy retrasado para mi cita con el Señor.

Mientras bajaba al jardín, se formó el pequeño cortejo que siempre le acompañaba. Dos de sus miembros se hallaban ausentes esta vez. Sushila Nayar, la joven médico que marchaba habitualmente delante de Gandhi, no había regresado aún del Pakistán. En cuanto al inspector que remplazaba al director adjunto de la Policía aquejado de gripe, tampoco apareció al lado de Gandhi. Había sido inesperadamente llamado al cuartel general de la Policía con motivo de una huelga de empleados municipales prevista para el día siguiente.

Como todas las tardes, Manu llevaba la escupidera, las gafas y el cuaderno de reflexiones del Mahatma. Juntamente con Abha, le ofreció su hombro. Apoyándose familiarmente sobre sus «muletas», Gandhi se puso en camino.

Para ganar tiempo, decidió atajar a través del jardín, en vez de dar el rodeo habitual. Durante todo el camino, no dejó de reprender a las dos muchachas por haberle dejado olvidar la hora.

—¿Por qué tengo que consultar mi reloj? Cuento con vosotras para que me recordéis la hora. Sabéis muy bien que no tolero un solo minuto de retraso en la oración.

Seguía refunfuñando al llegar ante los cuatro escalones de piedra que conducían al césped donde esperaba la multitud. Era una tarde bella y apacible. Los últimos rayos del sol formaron una aureola en torno al rostro del Mahatma cuando apareció ante los fieles. Gandhi dejó deslizarse sus dedos de los hombros de sus sobrinas-nietas y subió sin ayuda los escalones, saludando con las manos juntas. Karkaré oyó elevarse de la multitud un respetuoso murmullo: «Bapuji, bapuji».

Vishnu Karkaré recuerda:

Me volví hacia la derecha y vi que Nathuram hacía otro tanto. De pronto, nos dimos cuenta de que las personas que estaban delante de nosotros se apartaban para dejar paso al cortejo. Gandhiji marchaba a la cabeza. Nathuram tenía en ese instante las dos manos en los bolsillos. Sacó la mano izquierda. La derecha continuó hundida en el fondo del bolsillo, cerrada en torno al revólver. Con un movimiento del pulgar, hizo saltar la aleta del seguro.

En un abrir y cerrar de ojos, había tomado su decisión: era el momento de matar a Gandhi. Acababa de vislumbrar que se le ofrecía una posibilidad infinitamente mejor que la prevista inicialmente. Le bastaba con avanzar dos pasos y situarse en la primera fila del estrecho pasillo. Dos pasos. Tres segundos. El homicidio sería entonces fácil, casi un acto automático. Lo más difícil era desencadenar el mecanismo, dar el primer paso, que haría ineluctable el asesinato.

Manu vio de pronto a «un hombre corpulento, vestido con uniforme caqui» dar ese paso hacia delante.

Karkaré no separaba sus ojos de Nathuram:

Le vi sacar el revólver de su bolsillo derecho. Ocultando el arma lo mejor que pudo entre sus manos juntas, decidió dirigir un respetuoso saludo a Gandhiji por los servicios que había podido prestar a su país. Cuando estuvo a sólo dos metros de nosotros, Nathuram avanzó por el pasillo para situarse frente a Gandhiji. Con el revólver todavía escondido entre las manos, le vi inclinar suavemente el busto hacia delante, murmurando: «Namaste , Gandhiji».

Manu creyó que este hombre quería tocar los pies de Gandhi. Alargó el brazo para apartarlo amablemente.

—Hermano —protestó—, Bapu ya va retrasado veinte minutos.

Nathuram Godsé la rechazó con gesto brusco y empuñó su «Beretta». Con el dedo crispado sobre el gatillo, disparó a bocajarro tres balazos sobre el pecho desnudo que se ofrecía ante él.

Manu se disponía a recoger las gafas y el cuaderno que se le habían caído, cuando oyó el primer disparo. Se incorporó de un salto. Con las manos juntas en señal de saludo, su bienamado Bapu parecía todavía en movimiento, como si quisiera dar un último paso hacia la multitud. Vio cómo unas manchas enrojecían su inmaculado khadi. «He Ram!». «¡Oh, Dios mío!», suspiró Gandhi. Luego, se desplomó lentamente sobre la hierba, con las palmas de las manos apretadas todavía una contra otra en este último gesto llegado de su corazón, un gesto de ofrenda y de saludo hacia su asesino. En el hueco de un pliegue de su dhoti, que se iba inundando de sangre, Manu vio el viejo «Ingersoll» cuyo robo tanto le había apenado diez meses antes. Señalaba exactamente las cinco horas y diecisiete minutos.

Louis Mountbatten se enteró de la tragedia cuando regresaba de un paseo a caballo. Sus primeras palabras formularon inmediatamente una pregunta que millares de personas iban a plantearse en los próximos minutos.

—¿Quién es el asesino? ¿Un musulmán o un hindú?

Nadie lo sabía todavía en el palacio del gobernador general.

Instantes después, acompañado de su agregado de Prensa Alan Campbell-Johnson, Mountbatten llegaba a Birla House.

Una inmensa multitud se había congregado ya en torno a la puerta de entrada. Mientras el almirante se abría paso con dificultad, un hombre, con el rostro contorsionado por el odio, gritó de pronto:

—¡El que ha matado a Gandhiji es un musulmán!

Un súbito silencio petrificó a todos los presentes. Mountbatten se detuvo.

—¡Estás completamente loco —gritó con todas sus fuerzas—, sabes muy bien que es un hindú!

—¿Pero cómo diablos lo sabe usted? —le preguntó Alan Campbell-Johnson, apenas repuesto de su sorpresa.

—No tengo ni maldita idea —respondió Mountbatten—, pero, si el asesino es un musulmán, la India vivirá una de las matanzas más espantosas que jamás haya conocido el mundo.

Eran tantos los que compartían su angustia que el director de la Radiodifusión india tomó una decisión extraordinaria: prohibió que se anunciara inmediatamente la terrible noticia e hizo que continuara la emisión del programa que estaba en antena.

Aprovechando esta demora, los jefes del Ejército y de la Policía ponían a sus fuerzas en estado de alerta de un extremo al otro del país.

Sólo a las seis de la tarde, cuarenta y tres minutos después del crimen, un comunicado informó al pueblo de la India de la muerte de quien le había traído la libertad. Cada una de sus palabras había sido cuidadosamente sopesada:

«El Mahatma Gandhi ha sido asesinado en Nueva Delhi esta tarde, a las 5,17. Su asesino es un hindú».

La India había escapado a una matanza; ya no le quedaba más que llorar.

El cuerpo de Gandhi fue transportado a la habitación en que, pocos minutos antes, hacía girar todavía su rueca. Fue depositado sobre su cama. Abha cubrió con una manta su dhoti rojo de sangre. Alguien recogió sus únicos bienes: unos zuecos de madera, las sandalias que llevaba cuando caminaba hacia su asesino, sus tres pequeños monos, su Gita, su reloj, su escupidera y su palangana de metal, recuerdo de la prisión de Yeravda.

Cuando entró Louis Mountbatten, la habitación ya estaba llena de personas. Lívido, Nehru se hallaba sentado en el suelo, con la espalda contra la pared y el rostro cubierto de lágrimas. A su lado, como herido por el rayo, Patel miraba intensamente a aquél de quien acababa apenas de separarse. Una suave melopea llenaba la habitación: las mujeres que atendían al Mahatma contenían sus lágrimas y su dolor salmodiando versículos del Gita. Lámparas de aceite proyectaban su vacilante luz sobre el sudario en una aureola dorada. Ardían unos bastoncillos, exhalando su suave perfume de sándalo y almizcle.

Llorando en silencio, Manu acariciaba tiernamente la frente de su querido Bapu.

El rostro del Mahatma presentaba una serenidad absoluta. Jamás, observó Mountbatten, habían parecido tan plácidas sus facciones. Alguien tendió al gobernador general una copa de pétalos de rosa, que extendió sobre el cuerpo del difunto, tributo del último virrey de las Indias al hombre que había ocasionado la desaparición del impero de su bisabuela. Inspirado por esta lluvia de pétalos, Lord Mountbatten sintió nacerle una convicción en el corazón.

«El Mahatma Gandhi —pensó— ocupará en la Historia el mismo puesto que Buda y Jesús».

Mountbatten avanzó entonces hacia Nehru y Patel. Apoyando una mano en el hombro de cada uno de ellos, les dijo solemnemente:

—Ustedes saben cuánto quería yo a Gandhiji. Entonces, permítanme decirles una cosa. Durante nuestra última entrevista, me confió su tribulación al verles a ustedes distanciarse uno de otro, ustedes, sus viejos compañeros, los hombres a quienes amaba y admiraba más que a nadie en el mundo. ¿Y saben lo que añadió? «Hoy, le escuchan a usted más que a mí mismo. Haga todo lo posible para reconciliarlos».

Tal era, concluyó Mountbatten, el deseo de Gandhiji en el crepúsculo de su vida. «Si su memoria es tan sagrada como da a entender el dolor de ustedes, entonces deben olvidar sus diferencias y abrazarse».

Conmovidos, los dos hombres se dirigieron uno hacia el otro y se fundieron en un abrazo.

En estas horas de aflicción y de duelo que oprimían los corazones y aniquilaban las voluntades, Louis Mountbatten comprendió que podía prestar un servicio inmediato al país que le había situado a su frente. Se hizo cargo de la organización de los funerales del Padre de la nación.

De acuerdo con Nehru y Patel, sugirió hacer embalsamar el cuerpo de Gandhi y colocarlo en un tren especial que recorrería la India para ofrecer al pueblo que tanto había amado y tanto había servido un último darsan con su Mahatma.

Pyarelal Nayar reveló entonces que el Mahatma había pedido expresamente ser incinerado según la costumbre hindú, dentro de las veinticuatro horas siguientes a su fallecimiento.

—En ese caso —declaró Mountbatten—, sólo el Ejército será capaz de controlar el desarrollo de los funerales. Pues mañana, en las calles de Nueva Delhi, se congregarán unas multitudes como no se han conocido jamás en el pasado.

Los dos indios se miraron consternados. Que el profeta de la no violencia fuese conducido a su pira funeraria por profesionales de la guerra, ¿no era hacerle morir una segunda vez?

Mountbatten les tranquilizó. Les recordó que Gandhi admiraba la disciplina militar. No habría presentado ninguna objeción a que el Ejército asumiera una tarea que correspondía esencialmente al mantenimiento del orden y la seguridad de su pueblo.

Nehru y Patel acabaron consintiendo. Tras haber dado las órdenes, Mountbatten regresó para entrevistarse con Nehru.

—Debe usted dirigirse al país, es en usted en quien confía ahora para guiarle.

—Es imposible —gimió Nehru—. Estoy demasiado emocionado. No sabría qué decir.

—Su corazón sabrá hacerle encontrar las palabras, y Dios le inspirará.

La India manifestó su dolor con un gesto simbólico como ninguno. Así como Gandhi había lanzado a su pueblo por los caminos de la Independencia decretando un hartal, una jornada de duelo nacional, así también los indios solemnizaron su salida de este mundo en el dolorido silencio de otro hartal dedicado al recogimiento. En vano se había buscado, flotando sobre las vastas llanuras o elevándose de los chamizos de las junglas urbanas, ese halo tradicional de la noche india, la humareda de las hogueras que servían para preparar las comidas de sus habitantes. En homenaje al Mahatma, ningún fuego brilló esa noche en la inmensa península.

Bombay adquirió el aspecto de una ciudad fantasma. Desde las lujosas mansiones de Malabar Hill hasta los barrios de chabolas de Parel, toda la ciudad estaba en silencio, a excepción de los aparatos de radio que difundían sin interrupción los cánticos preferidos de Gandhi: Ramdhan, Oh Dios mío y Cuando contemplo tu vivificante cruz. Ante el monumento de la Puerta de la India, un hombre exclamó: «¡Voy a reunirme con Gandhiji!» y saltó al mar. Decenas más de indios imitaron este gesto. Otros, por decenas también, cayeron fulminados ante la noticia. Cerca del inmenso Maidan desierto de Calcuta un sadhu, con cuerpo y el rostro cubiertos de cenizas, recorría las calles gimiendo incansablemente: «El Mahatma ha muerto. ¿Cuándo vendrá otro como él?».

En todas partes las tiendas, cafés, restaurantes, cines, talleres, cerraron sus puertas. En el Pakistán, millones de mujeres rompieron sus brazaletes de vidrio en un gesto tradicional de desesperación.

Pero, a menudo también, la cólera venció al dolor. En Poona, un cordón de policías tuvo que proteger los locales del periódico Hindu Rashtra. En Bombay, más de un millar de personas marcharon sobre la casa de Savarkar. En numerosas ciudades, muchedumbres desencadenadas atacaron los locales del partido extremista Hindu Mahasabha.

Ranjit Lal, el campesino de Chatharpur que el 15 de agosto había llevado a toda su familia a Nueva Delhi para celebrar de la Independencia, se enteró de la muerte de Gandhi por el aparato de radio que el Ministerio de Agricultura había regalado a su pueblo. Inmediatamente, Ranjit Lal, los tres mil habitantes de Chatharpur, así como todos los de los campos circundantes, se pusieron en camino hacia el lugar en que habían recibido la libertad para llorar a aquél que había sido su artífice. Como predijo Mountbatten, un inmenso río humano empezó a desembocar en la capital desde el amanecer.

Cubiertos de pétalos de rosas y de flores de jazmín, los restos mortales del Mahatma fueron llevados a la terraza del primer piso de Birla House. Cinco lámparas de aceite, símbolos de los cuatro elementos naturales el fuego, el agua, el aire, la tierra y de la luz que los une, fueron colocados en torno a su cabeza. Luego, la camilla fue inclinada para ofrecer al pueblo de la India un último darsan con su Gran Alma desaparecida.

Desde hacía horas, millares de personas se disputaban furiosamente el derecho a decir adiós a su liberador. Del mismo modo que en otro tiempo desafiaron en su nombre los lathi de la Policía británica desafiaban esta tarde los de las guardias de Birla House para ver el venerado cuerpo. Millares más invadieron el jardín donde había sido asesinado Gandhi, arrancando cada flor, cada mata de hierba para hacer de ellas una preciosa reliquia.

En el otro extremo de la ciudad, un hombre destrozado se acercó al micrófono de la Radiodifusión india. En la inmensidad de la aflicción, Jawaharlal Nehru encontró el valor y la inspiración de las palabras que consiguió pronunciar:

La luz se ha extinguido sobre nuestras vidas y todo es ya tiniebla —exclamó—. Nuestro amado jefe, el que llamábamos Bapu, el Padre de la nación, nos ha dejado. He dicho que la luz se ha extinguido, pero no es cierto. La luz que ha brillado sobre este país no era una luz corriente.

Dentro de mil años, continuará resplandeciendo. El mundo la verá, pues traerá consuelo a todos los corazones. Esta luz representaba algo más que el presente inmediato. Representaba la vida y las verdades eternas, recordándonos el camino recto, protegiéndonos del error, conduciendo a nuestro viejo país hacia la libertad.

La luz de que hablaba Nehru pertenecía al mundo tanto como a la India. De todos los rincones del Universo llegaron mensajes de condolencia.

En Gran Bretaña, ningún acontecimiento desde el fin de la guerra suscitó tanta emoción. En las calles de Londres, las gentes se pasaban de mano en mano las ediciones especiales de los periódicos, rápidamente agotadas. El rey Jorge VI, el Primer Ministro Clement Attlee, su viejo enemigo Winston Churchill, el arzobispo de Canterbury, entre millares de otros, expresaron su simpatía. El más sorprendente de los testimonios fue, sin duda, el del dramaturgo irlandés George Bernard Shaw, a quien Gandhi había conocido en Londres en 1931. Su asesinato, declaró, «demuestra lo peligroso que es ser bueno».

El dolor de Francia se manifestó por la voz de su presidente del Consejo, Georges Bidault. Subrayó que «todos los que creen en la fraternidad de los hombres llorarán la muerte de Gandhi». De África del Sur llegó el tributo de quien había sido el primer adversario político de Gandhi, el mariscal Jan Smuts. «Acaba de marcharse un príncipe entre los hombres», reconoció. Desde el Vaticano, Pío XII saludó a «un apóstol de la paz y un amigo de los cristianos». Los chinos, los indonesios e innumerables pueblos colonizados se sintieron conmocionados ante la desaparición del que era el pionero de la independencia en Asia. En Washington, el presidente Harry Truman declaró que «el mundo entero llora con la India».

En Moscú, una considerable multitud acudió a firmar en el registro de condolencias abierto por el primer embajador de la India en la URSS, la señora V. L. Pandit, hermana de Nehru. Pero ni un solo ministro o alto funcionario de José Stalin estampó en él su firma.

«No puede haber controversias frente a la muerte —escribió por su parte Mohammed Ali Jinnah en su mensaje de simpatía—, pues Gandhi era uno de los más grandes hombres que jamás haya tenido la comunidad hindú». Cuando uno de sus colaboradores se atrevió a hacerle notar que la dimensión de Gandhi rebasaba con mucho el marco de su comunidad religiosa, el dirigente musulmán no ocultó su desacuerdo. No importaba que, quince días antes, Gandhi hubiera puesto en juego su vida por los musulmanes de la India y por salvar al Pakistán de la bancarrota. Jinnah se mantenía inflexible.

—No —objetó—, era lo qué era: un gran hindú.

Como no podía ser por menos, correspondió a la India el honor de rendir a su Mahatma el homenaje más vibrante. Se expresó en las columnas del diario Hindustan Standard. En toda la primera planta enmarcada por una gran orla negra, la sobriedad de un mensaje escrito en caracteres gigantes mostraba las dimensiones del acontecimiento.

Gandhiji ha sido asesinado por su propio pueblo por cuya redención vivió. Esta segunda crucifixión en la historia del mundo ha tenido lugar en viernes, el mismo día en que fue muerto Jesús mil novecientos quince años antes. Padre, perdónanos.

El cuerpo del Mahatma fue bajado de la terraza de Birla House después de medianoche. Hasta el amanecer, perteneció de nuevo al pequeño grupo que había compartido su austera existencia: sus sobrinas-nietas Manu y Abha, su secretario Pyarelal Nayar, sus hijos Ramdas y Devadas y el puñado de fieles que habían permanecido a su lado en las horas gloriosas o dolorosas del último año de su vida.

De conformidad con la estricta tradición hindú, Manu y Abha extendieron estiércol de vaca sobre al suelo de mármol de su habitación antes de colocar en él una parihuela de madera. Cuando las dos muchachas, ayudadas por los hijos de Gandhi, terminaron de lavar el cuerpo, lo envolvieron en un sudario de khadi hilado por uno de sus íntimos y lo depositaron sobre la parihuela, cubierta, a su vez, por una sábana de khadi. Un sacerdote brahmán le untó el pecho con pasta de sándalo y polvo de azafrán, y Manu puso un tilak rojo sobre su frente. Ayudada por Abha, compuso en torno a su cabeza las palabras He Ram en hojas de laurel y, a sus pies, la sílaba sagrada om con pétalos de flores. Eran las tres y media de la mañana, la hora a que Gandhi acostumbraba levantarse para su oración. Sus compañeros se sentaron alrededor de su cadáver y entornaron un cántico de despedida.

Cúbrete de polvo, porque serás una misma cosa con el polvo —cantaban las voces, estranguladas por los sollozos—, toma tu baño y ponte vestidos nuevos. Vas a un lugar desde el que no se regresa.

Antes de entregar el cuerpo de su Bapu al mundo impaciente que le esperaba, realizaron un último gesto. Todos sabían cuánto detestaba Gandhi la costumbre de adornar a los difuntos con guirnaldas de flores. Por ello, Devadas colocó en torno al cuello de su padre el único adorno que Mohandas Karamchand Gandhi llevaría en su viaje a la eternidad, un simple collar hecho de pequeñas cuentas de algodón, semejantes a las que él mismo había hilado esa tarde con su rueca.

Durante toda la noche, el pueblo de la India acudió para rendir homenaje a su Mahatma difunto. El barrio entero retumbaba con un concierto de lamentaciones, gemidos y llantos. Al amanecer, la camilla de madera fue llevada nuevamente a la terraza. Con el rostro resplandeciente de serenidad y el pecho herido cubierto de flores, el Mahatma Gandhi ofrecía un darsan de despedida a su amado pueblo.

Poco después de las once de la mañana, la parihuela fue colocada en el vehículo militar que iba a conducirle a través de la capital en duelo hasta su último destino terrestre, la pira de Rajghat, lugar de cremación de los reyes erigido a orillas del Yamuna.

Jawaharlal Nehru, con los ojos enrojecidos por las lágrimas, y Vallabhbhai Patel ayudaron a Manu y Abha a realizar los últimos ritos fúnebres. Colocaron sobre el cuerpo lienzos blancos y rojos, a fin de indicar que el difunto había vivido toda la plenitud de su existencia y que su muerte era una marcha sin pena hacia la eternidad. Luego, le recubrieron con el manto más glorioso con que podía ser envuelto en su pira funeraria el Padre de la nación: la bandera amarilla, blanca y verde de la India independiente.

El general responsable de las honras fúnebres, el inglés Sir Rou Bucher, comandante en jefe del Ejército indio, inspeccionó el cortejo. Por una extraordinaria ironía, era la segunda vez que organizaba las exequias de Mohandas Gandhi. Era él, en efecto, quien se encargó de preparar los funerales a los que el indomable hombrecillo se había negado a someterse en 1942, con ocasión de su famoso ayuno de veintiún días.

Por respeto al horror que sentía hacia el maquinismo moderno, el furgón automóvil que debía conducir a Gandhi al lugar de su cremación no sería propulsado por su motor: doscientos cincuenta soldados de los tres Ejércitos tirarían de él con cuatro largas cuerdas de cáñamo.

A una señal del general inglés, el cortejo comenzó a avanzar lentamente a través de la multitud apiñada ante Birla House. Como último homenaje de Louis Mountbatten a quien la Gran Bretaña humilló durante tanto tiempo, cuatro automóviles blindados y un escuadrón montado de la guardia del gobernador general abrían la marcha. Era la primera vez que estos jinetes de la vieja guardia de los virreyes rendían honores a un indio. Como las olas volviéndose a cerrar sobre la estela de un navío, la multitud se precipitó tras la procesión, ministros, coolíes, maharajás, barrenderos, gobernadores, musulmanes con burqa, representantes de todas las castas, religiones, razas y colores de la India, unidos todos en un mismo dolor.

Los ocho kilómetros de recorrido hasta el Yamuna se hallaban tapizados de una alfombra de rosas y jazmines. En las aceras y las calzadas, en los árboles, en las ventanas, sobre los tejados y en lo alto de los faroles aguardaban cientos de miles de personas. Agarrado a un farol, estaba también allí el campesino Ranjit Lal. Había caminado durante toda la noche. Cuando el cortejo pasó lentamente al pie del poste en que estaba encaramado y vio el célebre rostro, se sintió invadido de una explosión de gratitud. «Él es —pensó— quien me ha dado la libertad».

Divisando desde el tejado del palacio de Mountbatten el auténtico hormiguero humano que cubría la célebre avenida de todos los desfiles imperiales, Alan Campbell Johnson pensó que el hombre que había contribuido más que nadie al derrumbamiento del Imperio «recibía a su muerte un homenaje que sobrepasaba todos los sueños de los virreyes». El homenaje llegó también del cielo. Cuando el cortejo fúnebre llegó ante los altos muros de la prisión municipal en que había estado el liberador de la India, tres «Dakota» de las fuerzas aéreas indias dejaron caer una lluvia de pétalos de rosas.

Durante cinco horas, el interminable río se hinchó con nuevos afluentes. Cuando desembocó a orillas del Yamuna en la explanada donde había sido erigida la pira funeraria sobre una pequeña plataforma de ladrillos, los centenares de miles de fieles que se habían congregado ya allí parecieron levantados por una inmensa y poderosa ola. La fotógrafo Margaret Bourke-White tuvo conciencia de contemplar «la mayor multitud, sin duda alguna, que jamás se haya reunido sobre la superficie de la Tierra». La calculó en un millón de personas.

En el seno de esta multitud, un cordón de soldados del Ejército del Aire formaba una frágil muralla para un centenar de personalidades. Ante la pira, destacaba la elevada estatura de Louis Mountbatten.

Cuando los restos mortales del Mahatma fueron llevados por encima de las cabezas por sus hijos y sus sobrinas-nietas, un formidable impulso propulsó hacia delante a la multitud. Bajo la presión, todas las personalidades de las primera filas corrieron el riesgo de ser arrojadas al fuego. Advirtiendo este peligro, Mountbatten hizo retroceder unos veinte metros a ministros, dignatarios y diplomáticos. Luego, dando ejemplo él mismo en unión de su mujer, les hizo seña de que se sentaran en el suelo.

Los dos hijos de Gandhi depositaron por fin su cadáver sobre los grandes leños de madera de sándalo, con la cabeza orientada hacia el Norte según el rito hindú. Eran ya las cuatro de la tarde, y era preciso apresurarse para que los rayos del sol pudiesen bendecir a aquél cuyo cuerpo iban a consumir las llamas.

Se produjo entonces una indescriptible confusión. Todo el mundo quería tocar el sudario, echar una flor, añadir su trozo de madera a la alta pirámide que encerraba a Gandhi en su última prisión terrestre. Ramdas, el segundo hijo del Mahatma, a quien, en ausencia de su hermano mayor, correspondía la responsabilidad de presidir la ceremonia, escaló la plataforma. Ayudado por su joven hermano Devadas, extendió sobre el cuerpo de su padre una mezcla de ghi, aceite de coco, esencia de alcanfor y polvos rituales.

Contemplando los restos del hombre a quien había tomado tanto afecto, Louis Mountbatten se sintió presa de viva emoción. «Parece que estuviera solamente dormido —pensó—, y, sin embargo, dentro de unos instantes va a desaparecer ante nuestros ojos en un haz de llamas».

Ramdas Gandhi dio entonces cinco vueltas a la pira, mientras sacerdotes vestidos con túnicas amarillas recitaban mantras. Alguien tendió por fin la antorcha sagrada encendida en la llama perpetua del Templo de los Muertos. El hijo del Mahatma la elevó por encima de su cabeza antes de lanzarla a la pira. Cuando las primeras lenguas de fuego comenzaron a lamer los maderos de sándalo, una voz entonó una oración védica:

Condúceme

de lo irreal a lo real,

de las tinieblas a la luz,

de la muerte a la inmortalidad…

Al elevarse las primeras volutas de humo, la multitud lanzó un gigantesco clamor y se precipitó hacia delante. Pamela Mountbatten vio a decenas de mujeres sollozantes arrancarse los cabellos gritando, desgarrarse sus saris, tratar de romper la barrera de policías y soldados para realizar el ancestral rito de sati, el suicidio de las viudas de la India reuniéndose en las llamas con el cuerpo de sus esposos. Bajo la irresistible presión de la multitud, Mountbatten y todas las personalidades presentes escaparon por muy poco a un involuntario sati. «El hecho de sentarnos nos salvó —contaría más tarde—. Sin eso, habríamos ardido todos con Gandhi».

Un surtidor de chispas ascendió de pronto hacia el cielo, mientras una corona de crepitantes llamas envolvía la pirámide de madera de sándalo. Atizadas por el viento glacial que barría las riberas del Yamuna, se elevaban cada vez más altas. El rostro sereno desapareció tras una cortina de fuego.

En el momento en que el gigantesco brasero mezclaba su incandescencia con los rojizos reflejos del sol poniente un grito de adiós brotó de un millón de pechos: «Mahatma Gandhi amar ho gayé!». «¡El Mahatma Gandhi se ha hecho inmortal!».

La pira continuó consumiéndose durante toda la noche, y la multitud desfiló ante los restos de su profeta. Perdido entre ella, lastimoso rostro anónimo, se encontraba el hombre que hubiera debido encender aquellas llamas, Harilal Gandhi, el hijo mayor del Mahatma, desecho asolado por el alcohol y la tuberculosis.

Otro huérfano montó guardia también ante los rojizos fulgores de las brasas. Una época de la vida de Jawaharlal Nehru concluía en el fuego que devoraba el cuerpo de su padre espiritual. Con la primera luz del alba, depositó un humilde ramo de rosas sobre las ardientes cenizas.

—Bapuji —murmuró—, aquí tienes unas flores. Hoy, todavía puedo ofrecerlas a tus cenizas. ¿A dónde iré a llevarlas mañana, y a quién?

Los restos del hombre mortal que había sido el Mahatma Gandhi fueron sumergidos al duodécimo día siguiente a la cremación en un río que fluía hacia el mar. El lugar elegido para esta ceremonia era uno de los más sagrados del hinduismo, el sangam, cerca de Allahabad, donde las azuladas aguas del Yamuna se unen con las aguas fangosas del Ganges eterno en el mismo punto por el que se desliza la corriente secreta del Saravasti. Allí, en Prayag, donde Brahma el Creador había celebrado uno de sus más grandes sacrificios, en la confluencia de estos ríos cuyos nombres se hallan ensamblados desde la noche de los tiempos en la trama misma de la historia india, en el majestuoso hervor que había arrastrado las cenizas de millones de indios anónimos cuyas alegrías y penas había hecho suyas, Gandhi iba a fundirse para siempre en el alma colectiva de su pueblo como una gota de agua en medio del océano.

La urna de cobre que contenía sus cenizas llegó al final de los 615 kilómetros que separan Nueva Delhi de Allahabad a bordo de un tren especial compuesto exclusivamente de vagones de tercera clase, en medio de un pasillo triunfal de millones de hombres presentes a lo largo del trayecto para rendir homenaje a la Gran Alma de la India. En la estación de Allahabad, la urna fue colocada en una carroza fúnebre y llevada a través de una inmensa multitud hasta el río sagrado, donde le esperaba un vehículo anfibio del Ejército indio. Nehru, Patel, los dos hijos del Mahatma, Manu, Abha y varios íntimos se situaron junto a la urna. Tres millones de peregrinos apiñados en las orillas siguieron con los ojos a la blanca embarcación, que se alejó aguas abajo.

Cuando llegó el momento, se elevó de la multitud un canto védico acompañado del repicar de millares de campanillas, de gongs y del eco de las caracolas. Centenares de miles de fieles con las frentes ungidas de cenizas y pasta de sándalo entraron entonces en el agua para una gigantesca comunión mística. Tras echar a la corriente una miríada de cáscaras de coco y barquitas de hojas llenas de flores, de frutas, de leche, de mechones de cabellos, bebieron ritualmente tres tragos del agua de este río considerado como el cielo en la tierra.

Cuando la embarcación llegó a la confluencia sagrada, Ramdas Gandhi llenó la urna que contenía las cenizas de su padre con agua del Ganges y leche de vaca sagrada. Agitó suavemente la mezcla, mientras los pasajeros salmodiaban mantras de despedida.

Oh, alma santa, que el aire y el fuego te sean propicios…, que las aguas de todos los ríos y de todos los océanos te permitan servir en la eternidad a la causa de todos los hombres

Al pronunciarse las últimas palabras, Ramdas Gandhi vació suavemente en las olas el contenido de la urna. El fino reguero grisáceo se estiró a lo largo del casco, y cada pasajero lo cubrió con un puñado de pétalos de rosa.

Llevado por la corriente, atrapado en los remolinos de las aguas mezcladas, la alfombra de flores, cenizas y leche se alejó muy pronto hacia el horizonte. Las cenizas de Mohandas Gandhi iban a realizar la última y más sagrada peregrinación de un hindú, el largo viaje hacia el mar y hacia el místico instante en el que en Ganges eterno las uniese con la eternidad de los océanos. Entonces, el alma de Gandhi escaparía «a las sombras de la noche». Se fundiría con el mahat, el Dios de su celeste Gita.