X. «ES SÓLO UN HASTA LA VISTA,
HERMANOS MÍOS»
El solemne martilleo, en Londres, del bastón negro del Mensajero del Rey había anunciado todas las grandes horas del Imperio británico. En numerosas ocasiones a lo largo de los siglos, treinta diputados del Parlamento de Inglaterra habían recorrido en pos de él por los pasillos del viejo edificio para acudir a solicitar el «Royal Assent», la confirmación real autorizando la promulgación de los edictos que llevaban el poderío imperial a los cuatro puntos cardinales. No había cambiado el antiguo ritual, pero los golpes que este 18 de julio de 1947 marcaban el ritmo del avance del cortejo conducido por el Primer Ministro Clement Attlee resonaban esta vez como un fúnebre tañido de campana. Indicaban el fin de la prestigiosa epopeya del hombre blanco en el mundo, el desmantelamiento del Imperio británico.
El documento que sellaba la separación de Inglaterra y daba la independencia a una quinta parte de la Humanidad era un modelo de concisión y sencillez: tres siglos y medio de colonización resumidos en dieciséis páginas mecanografiadas. El Parlamento británico jamás había elaborado y adoptado con tanta celeridad una medida tan importante. Menos de seis semanas bastaron a las dos Cámaras para preparar, discutir y votar los textos necesarios. La dignidad y la moderación de los debates habían «igualado a la magnitud del acontecimiento», observó el Times de Londres, y señalado también un decisivo punto de inflexión en la historia de Inglaterra y del mundo.
Antaño, en los tiempos del esplendor del Imperio, los diputados de Westminster habían impuesto su voluntad con la sola amenaza de enviar una cañonera o un destacamento de soldados con guerreras rojas. La Gran Bretaña había sido la última potencia europea que se embarcó en la gran aventura imperial. Pero la naturaleza misma de este pueblo insular la había preparado para su papel planetario. Los ingleses habían surcado más océanos, descubierto más territorios, librado más batallas, arriesgado más vidas, gobernado más seres humanos —y con más justicia— que ninguna otra nación imperialista. De hecho, para varias generaciones habían encarnado la supremacía del hombre blanco cristiano sobre los demás pueblos del Globo.
Los debates parlamentarios sobre la independencia de la India ponían fin a este destino. Había comenzado la inevitable liquidación del Imperio; iba a provocar una vasta y profunda transformación del reino insular que había sido su dueño. En el pasado, hubo ocasiones «en las que un Estado se había visto obligado, a punta de espada, a ceder su poder —había declarado Attlee al Parlamento—, pero era muy poco frecuente que un pueblo que durante tanto tiempo mantuvo a otro bajo su férula renunciase por propia voluntad a su dominación».
Hasta Winston Churchill, prestando su melancólico consentimiento a «una buena ley», rendía un inesperado homenaje a la sabiduría de que había dado pruebas su rival eligiendo a Mountbatten como último virrey. Ninguna declaración, sin embargo, resumiría mejor el humor de los legisladores británicos que la observación del vizconde Samuel: «Se podrá, sin duda, decir del Imperio británico lo que Shakespeare decía de Macbeth, barón de Cawdor: “Nada en su vida fue tan grande como su muerte”».
Clement Attlee y los diputados de los Comunes tomaron asiento en los bancos de la Cámara de los Lores para asistir a la ceremonia final que iba a dar fuerza de ley al texto que fijaba la fecha de la independencia de la India para la medianoche del 14 de agosto de 1947.
Símbolos del poder real, dos tronos dorados, colocados en un estrado coronado por un tapiz en el que figuraban las armas del soberano, dominaban una de las extremidades de la sala. Entre los tronos y los escaños de los diputados se alzaba el asiento del Lord Gran Canciller de Inglaterra. Ante este último se encontraba una larga mesa de roble oscuro cubierta de documentos, los proyectos de las diferentes leyes que, ese día, debían recibir el «Royal Assent» de Jorge VI.
El Honorable Escribano de la Corona, representante del rey, tomó asiento a un lado de la mesa. El del Parlamento se sentó frente a él, cogió el documento que estaba al alcance de su mano y leyó con voz solemne el título del primer proyecto de ley sometido ese día al asentimiento real.
—Proyecto de ley sobre la nacionalización de la Compañía Metropolitana del gas —anunció.
—Le Roi le veult —respondió el escribano de la Corona en la vieja lengua normanda que, durante siglos, había notificado el acuerdo de los soberanos de Inglaterra a la promulgación de un edicto parlamentario.
El escribano del Parlamento tomó entonces el documento siguiente.
—Proyecto de ley sobre reparación del espigón de Felixstowe —declamó.
—Le Roi le veult —respondió el escribano de la Corona.
El escribano del Parlamento alargó de nuevo el brazo hacia el montón de papeles.
—Proyecto de ley de independencia de la India.
—Le Roi le veult.
Al pronunciarse estas palabras, Attlee enrojeció ligeramente y bajó los ojos. Todo estaba consumado. Al mismo tiempo que la reparación de un espigón portuario y un asunto de gas municipal, cuatro palabras de francés arcaico habían bastado para relegar al pasado el gran Imperio británico de la India.
El último cónclave de la hermandad más cerrada del mundo estaba reunido en Nueva Delhi. Sudando en sus túnicas de brocado y sus uniformes constelados de condecoraciones, setenta y cinco de los maharajás y nababs más importantes de la India, así como los diwan —Primeros Ministros— de otros 74, estaban reunidos en el húmedo y sofocante calor de este día de verano para oír de boca del virrey la suerte que les reservaba la Historia.
Relumbrante también con las condecoraciones de su gran uniforme blanco de contraalmirante, Lord Mountbatten penetró en el pequeño hemiciclo de la Cámara de los Príncipes. Canciller de la asamblea, el maharajá sikh de Patiala, inmenso y barbudo, le escoltó hasta la tribuna, desde la que pudo contemplar los inquietos rostros que parecían interrogarle.
Mountbatten se disponía a recoger las manzanas destinadas al cesto de Vallabhbhai Patel. Su adversario más virulento, Sir Conrad Corfield, se encontraba ese día en camino hacia Inglaterra para gozar allí de un retiro anticipado. Había preferido abandonar la India antes que recomendar a sus amados príncipes que adoptaran una política que él no aprobaba. El virrey le había visto marchar sin desagrado. Convencido de que el camino elegido representaba la mejor solución que podían esperar los soberanos indios, tenía intención de pasar por alto sus protestas e inducirles, de grado o por fuerza, a aceptar su política.
Hablando sin consultar ninguna nota, les exhortó a firmar el Acta de Adhesión que debía integrar sus reinos, bien en la India, bien en el Pakistán. Todo recurso a las armas no podría sino hacer correr la sangre y llevar al desastre, subrayó. «Traten de proyectarse en el futuro: imaginen lo que serán la India y la Tierra entera dentro de diez años, y tengan la sabiduría de actuar en consecuencia».
Pero él sabía que a algunos miembros de esta asamblea las corrientes de la historia les importaban menos que otra consideración. Cuando los maharajás y los nababs estaban a punto de desaparecer, cuando el mundo en que habían vivido se hallaba en trance de desmoronamiento, el único argumento al que algunos serían sensibles se refería a las condecoraciones que cubrían su pecho. Si se adherían a la India, insistió Mountbatten, tenía buenas razones para creer que los dirigentes del Congreso no se opondrían a que continuaran recibiendo, de su primo el rey de Inglaterra, los honores y los títulos que tanto apreciaban.
Cuando hubo terminado su discurso, Mountbatten invitó a su auditorio a formularle preguntas. Quedó estupefacto ante algunas de ellas. Las preocupaciones de algunos príncipes eran tan ridículas en aquella hora capital de su destino que el virrey se preguntó si aquellos hombres y sus primeros ministros se daban verdaderamente cuenta de la situación. La principal inquietud de uno de ellos era saber si podría conservar su derecho exclusivo a cazar el tigre en su Estado. El diwan de otro príncipe —al cual no se le había ocurrido en aquellos momentos críticos nada mejor que irse a Europa a recorrer los casinos y las salas de fiestas— declaró no saber qué decisión tomar en ausencia de su señor.
Mountbatten reflexionó unos instantes y, luego, tomó de la mesa la gran bola de vidrio que servía de pisapapeles. Asumiendo el inspirado aire de un mago oriental en comunicación con el más allá, la hizo girar en sus manos y anunció:
—Voy a consultar mi bola de cristal y darles la respuesta.
Frunciendo el ceño, clavó en el objeto una mirada cargada de misterio. Durante diez largos segundos, un opresor silencio, sólo turbado por la respiración de los príncipes más corpulentos, inmovilizó a los concurrentes. Las prácticas ocultas no eran tomadas nunca a la ligera en la India, sobre todo por los maharajás.
—¡Ah! —murmuró al fin Mountbatten con la dramática expresión de un espíritu emergiendo de algún viaje celeste—, veo a vuestro soberano. Está sentado a la mesa del comandante de su paquebote. Os dice… Os dice: «Firmad el Acta de Adhesión».
La noche siguiente, un solemne banquete reunió por última vez a un virrey de la India y a los descendientes de las generaciones de maharajás y nababs que habían sido los pilares más sólidos del Imperio británico de la India. Profundamente emocionado por la tristeza de las circunstancias, Louis Mountbatten invitó a los más fieles y antiguos aliados del rey-emperador a pronunciar un brindis de despedida a su soberano.
—Estáis en vísperas de enfrentaros a una revolución —les declaró—. En muy breve plazo, vais a perder vuestra soberanía. Es inevitable. Os exhorto a que no os comportéis como los aristócratas franceses después de la Revolución francesa. No volváis la espalda a la India que va a nacer el 14 de agosto: esa India os necesitará.
Esa India, en efecto, necesitaría administradores competentes, embajadores capaces de representarla, abogados, médicos, técnicos, oficiales susceptibles de sustituir a los ingleses al frente del Ejército. Los príncipes podrían elegir entre un dorado retiro en los campos de polo y las playas de la Rivera, o ponerse al servicio de la nación que iba a nacer e integrarse en su élite. El virrey no tenía ninguna duda sobre la elección que debían realizar.
—¡Desposaos con la nueva India! —suplicó.
Repleto de cañas de pescar, de nasas y de quijotes, el break avanzaba por entre las piedras y los baches del camino que corría a lo largo del Trika, un torrente de Cachemira. Con sus labios fruncidos, sus huidizos ojos, su barbilla cuyos contornos se perdían en pliegues de carne, el rostro del conductor reflejaba exactamente su carácter. Era un hombre débil, irresoluto, a quien sus perversiones y su afición a las orgías habían valido una reputación de Borgia himalayo. Pero Hari Singh, maharajá de Cachemira, el «M. A.» cuyas desgraciadas aventuras habían regocijado a los lectores de la Prensa sensacionalista de preguerra era también un personaje clave del drama indio. Era el soberano hindú heredero de un reino cuya importancia estratégica era capital, vasta encrucijada apenas poblada donde India, China, el Tibet y el Pakistán estaban fatalmente destinados a enfrentarse un día.
Esta mañana, un visitante particularmente distinguido estaba sentado al lado de Hari Singh. Lord Mountbatten conocía al monarca desde que habían galopado juntos por el terreno de polo de Jammu durante el viaje a la India del príncipe de Gales en 1921. Había decidido esta visita para forzar a Hari Singh a pronunciarse sobre el futuro de su reino.
El virrey, sin embargo, no se proponía hacer caer en el cesto del indio Patel la manzana de Cachemira. El buen sentido parecía exigir la integración de Cachemira en el Pakistán. El 77% de sus habitantes eran musulmanes. Era uno de los cinco territorios que el estudiante Rahmat Ali había reunido en su «sueño imposible». La «K» de Pakistán venía del nombre inglés Kashmir.
El virrey aceptaba esta lógica. Había incluso dado al maharajá la garantía de que los jefes del Congreso no presentarían objeciones si decidía unir su suerte a la del Pakistán, en razón de su situación geográfica y de la aplastante mayoría de sus súbditos musulmanes. Jinnah le había prometido, además, asegurar al príncipe hindú la mejor acogida y un puesto de honor en su nuevo Estado.
—Pero yo no quiero, con ningún pretexto, entregar Cachemira al Pakistán —replicó el maharajá.
—Entonces, elija la India —arguyó el virrey—. Yo me encargaré personalmente de que le sea enviada sin demora una División de infantería india para ayudarle a preservar la integridad de sus fronteras en caso de agresión paquistaní.
—Tampoco quiero entregar mi reino a la India —replicó el príncipe—. Quiero hacerme independiente.
—Lamento decírselo, pero eso no es posible —explotó el virrey—. Su país está totalmente rodeado: es demasiado extenso y su población demasiado débil. Tendrá usted por vecinos dos países antagonistas. Para ellos será permanentemente una posible presa que disputar, y acabará por convertirse en el campo de batalla sobre el que se enfrentarán hindúes y musulmanes. Eso es lo que le espera. Perderá usted su trono y, quizá, su vida si no tiene cuidado.
El maharajá meneó la cabeza y mantuvo un enfurruñado silencio hasta la llegada al coto de pesca.
Mountbatten volvió a la carga sin descanso. El tercer día notó que la determinación de su viejo amigo empezaba a flaquear. Explotando este primer éxito, sugirió al monarca que organizase una entrevista con su Primer Ministro para elaborar un acuerdo de principio sobre su intención de renunciar a toda veleidad de independencia y su deseo de asociar la suerte de su reino a uno u otro de los nuevos Estados.
—Es una buena idea —reconoció el príncipe—. Volvamos a vernos mañana.
Pero esta manzana iba a permanecer firmemente unida a su árbol. Al día siguiente por la mañana, acudió un ayudante de campo para avisar al virrey de que Su Alteza padecía un trastorno intestinal que le impedía participar en la reunión prevista. Mountbatten no dudaba de que se trataba de una enfermedad diplomática. No volvería a ver más a Hari Singh. Esta «indigestión» señalaba el principio de una tragedia que envenenaría las relaciones entre la India y el Pakistán.
El virrey tuvo más suerte con los demás soberanos indios. Para algunos, estampar su firma al pie del Acta de Adhesión fue una operación dolorosa. Al hacerlo, un rajá del centro de la India murió a consecuencia de un ataque cardíaco. Con lágrimas en los ojos, el maharajá de Dholpur declaró a Mountbatten: «Este texto rompe una alianza que unía a mis antepasados y a los de vuestro rey desde 1765». El maharajá de Baroda, uno de cuyos antepasados había intentado matar a un residente británico con polvo de diamante, se desplomó llorando como un niño, el rajá de un pequeñísimo Estado vaciló durante varios días, porque aún creía en la naturaleza divina de su soberanía. Los ocho príncipes del Penjab estamparon juntos su rúbrica en el transcurso de una ceremonia organizada en la sala de banquetes del palacio del maharajá de Patiala, donde Sir Bhupinder el Magnífico, había ofrecido las fiestas más suntuosas de la India.
Esta vez, recuerda un testigo, «el ambiente era tan lúgubre que uno hubiera podido creerse en una cremación».
Un grupo de príncipes se obstinó en rechazar todas las exhortaciones de Mountbatten. El maharajá de Udaipur —el que la leyenda hacía descender del Sol— intentó formar, con varios de sus colegas, una federación de reinos independientes. Instigado por su Primer Ministro, el maharajá de Travancore, un Estado del Sur dotado de un puerto y de ricos yacimientos de uranio, afirmó su voluntad de independencia.
Las presiones destinadas a reducir a estos últimos rebeldes se fueron endureciendo a medida que se aproximaba el 15 de agosto. Vallabhbhai Patel hizo organizar manifestaciones en los Estados principescos en que existían secciones del partido del Congreso. Un maharajá de Orissa fue sitiado en su palacio por una multitud que se negó a dejarle salir mientras no firmara su sumisión. El Primer Ministro de Travancore fue apuñalado. Turbado, el soberano envió inmediatamente por telegrama su conformidad a Nueva Delhi.
Ninguna decisión fue tan agitada como la del joven maharajá de Jodhpur, cuyo bisabuelo había introducido en Europa los calzones que llevan su nombre. Consciente de que su reputación de extravagancia no podría atraerle la simpatía del futuro Estado socialista indio, el príncipe organizó una entrevista secreta con el soberano de Jaisalmer y Jinnah para saber qué recibimiento les dispensaría el dirigente musulmán en el caso de que decidieran integrar sus reinos hindúes en el Pakistán.
Encantado por la idea de privar a sus rivales del Congreso indio de dos importantes principados, Jinnah tendió al instante una hoja en blanco al maharajá de Jodhpur.
—No tienen más que escribir aquí sus condiciones —declaró—, y firmaré.
Cogidos por sorpresa, los dos visitantes pidieron tiempo para reflexionar. De regreso a su hotel, encontraron a V. P. Menon, que les estaba esperando. El colaborador indio que en Simla redactó un nuevo plan de partición par el virrey se había convertido en la eminencia gris de Vallabhbhai Patel en el Ministerio de Estados principescos. Misteriosamente informado de un paso que amenazaba arrastrar a otros Estados del Rajastán a la órbita del Pakistán, Menon anunció al maharajá de Jodhpur que Mountbatten deseaba verle urgentemente.
Al llegar al palacio, Menon dejó al príncipe en una antecámara y se precipitó por los pasillos en busca del virrey, que ignoraba por completo esta visita. Acabó encontrándole en el cuarto de baño y le imploró que fuera a sermonear al recalcitrante soberano. Mountbatten logró convencer al joven príncipe de que cometería una locura arrojando su reino hindú en las manos de Jinnah. Si renunciaba a este proyecto, le prometía obtener la indulgencia de Patel para sus pasadas excentricidades.
No bien había emprendido de nuevo el virrey el camino hacia sus aposentos, cuando el príncipe encañonó con un revólver al pobre y aterrorizado Menon y exclamó: «No me someteré a sus amenazas». Alertado por su destemplada voz, Mountbatten volvió sobre sus pasos, desarmó al impetuoso soberano y confiscó la pistola. Tres días más tarde, el maharajá estampó su rúbrica al pie del Acta de Adhesión. Luego, dominado por un súbito deseo de borrar este cruel momento, decidió enterrar su pasado dando una fiesta cuyo invitado de honor sería Menon. Durante todo el día, atiborró de whisky y champaña al sobrio y vegetariano funcionario, después de lo cual hizo servir un suntuoso banquete con asados, caza, orquesta y bailarinas. La velada fue una pesadilla para el pobre Menon. Sin embargo, todavía faltaba lo peor.
Arrojando su turbante al suelo en un ataque de etilismo, el maharajá despidió a músicos y bailarinas y anunció que iba a llevar a Menon a Nueva Delhi en su avión personal. Despegó como un cohete y sometió a su pasajero, muy castigado ya por el alcohol y los manjares, a las más terribles acrobacias, antes de dejarle en buen puerto. Con el rostro verdoso y vomitando, Menon se tambaleaba al salir del avión, pero sus temblorosos dedos sostenían el documento que hacía caer una manzana más en el cesto de Patel.
Pese a las tergiversaciones de un último grupo de irreductibles, el virrey iba a poder hacer honor a su contrato con Vallabhbhai Patel antes del 15 de agosto. El cesto que iba a ofrecerle con motivo de la independencia de la India rebosaba de manzanas. Aparte cinco príncipes —cuyos territorios debían quedar en el interior del Pakistán después de la partición y que, por tanto, se unieron a Jinnah—, Mountbatten había obtenido la adhesión de casi todos los demás de la nueva India. No había más que tres excepciones, pero eran de envergadura.
Instigado por una caterva de fanáticos musulmanes enloquecidos ante la idea de perder sus privilegios en una India hindú, el soberano del Estado más extenso y poblado de la península había rechazado todas las exhortaciones de Mountbatten. Rehusando someterse a la hegemonía de la nueva India, el nizam de Hyderabad intentó desesperadamente obtener de Gran Bretaña el reconocimiento de la condición de dominio independiente. Desde su palacio —abarrotado de joyas, de piedras preciosas y de fajos de billetes de Banco envueltos en periódicos viejos—, el monarca no había dejado de gemir que se veía «abandonado por su más antiguo aliado» y deplorar que quedaran rotos «los lazos de prolongada devoción» que le unían al rey-emperador.
Cachemira rehusaba también someterse. En cuanto al tercer príncipe, las razones que le habían inducido a mantenerse inflexible eran de orden muy distinto. Convencido por un agente de Jinnah de que el primer acto de la India independiente sería envenenar a sus amados perros, el nabab de Junagadh había decidido proclamar la unión al Pakistán de su pequeño reino, situado, no obstante, en pleno territorio indio.
—Señores, les presento al inspector Savage, de la Brigada de Investigación Criminal del Penjab —anunció Mountbatten a los dirigentes musulmanes que había retenido en su despacho aquel 5 de agosto—. Creo que les interesará lo que tiene que decirles.
Jinnah y su brazo derecho, Liaquat Ali Khan, parecieron tanto más atentos cuanto que la organización a que pertenecía el policía británico tenía fama de ser el mejor servicio de información existente en la India.
Savage carraspeó nerviosamente y empezó a hablar. La información que se disponía a revelar había sido obtenida merced a una serie de interrogatorios de criminales detenidos en el Penjab. Estaba considerada tan confidencial, que se le había rogado que se la aprendiera de memoria antes de su salida de Lahore.
Un grupo de extremistas sikhs —reveló Savage— acababa de asociarse con la organización más nacionalista de la India: los fanáticos hindúes del Rashtriya Swayam Sewak Sangh (el famoso R. S. S. S.). A su frente se encontraba Tara Singh, el maestro de escuela maternal que, en el mes de junio, había llamado a sus partidarios a sumergir al país en un baño de sangre. Ambos grupos habían convenido aunar sus energías y recursos para llevar a cabo dos acciones terroristas.
Aprovechando su instrucción militar y su experiencia con explosivos, los sikhs debían volar los trenes especiales que transportaban de la India al Pakistán el personal y la parte de la herencia material destinados al nuevo Estado. Tara Singh había instalado ya un puesto de transmisiones y un operador para comunicar la salida y el itinerario de otros convoyes a las bandas armadas encargadas de atacarlos y destruirlos.
La responsabilidad de la segunda operación había sido confiada a la R. S. S. S., cuyos miembros hindúes, contrariamente a los sikhs, podían hacerse pasar fácilmente por musulmanes. La organización se proponía infiltrar en la ciudad de Karachi a los militantes más violentos. Se ignoraba su número, pero cada uno de ellos había recibido una granada «Mills» británica. Como estos hombres no se conocían entre sí, la realización de detenciones aisladas no podría comprometer el conjunto de la operación.
El 14 de agosto, estos asesinos debían situarse a lo largo del itinerario que habría de seguir el cortejo que conduciría a Mohammed Ali Jinnah desde la Asamblea Nacional hasta su residencia oficial, a través de las calles en fiesta. Así como un joven fanático servio había sumido a Europa en los horrores de la Primera Guerra Mundial, bastaba uno solo de estos terroristas para asesinar al Pakistán en la persona de su fundador, a la sazón en la cúspide de su gloria, arrojando una granada contra su automóvil descubierto. El R. S. S. S. esperaba que el furor provocado por este asesinato se extendiera por todo el subcontinente indio, desencadenando una salvaje guerra civil de la que los hindúes —más numerosos— saldrían fatalmente vencedores.
Al oír estas palabras, Jinnah se puso blanco como el papel. Liaquat Ali Khan urgió a Mountbatten que mandara detener inmediatamente a todos los dirigentes sikhs. El virrey vacilaba. También esto corría el riesgo de desencadenar la guerra civil deseada por el R. S. S. S.
Volviéndose hacia el inspector de Policía, preguntó:
—Supongamos que ordeno al gobernador del Penjab que proceda a practicar esas detenciones, ¿qué ocurriría?
Ante esta perspectiva, Savage pensó prosaicamente: «¡Bueno, yo me cagaría en los pantalones!». Sabía que los jefes sikhs vivían en el refugio de su Templo de Oro de Amritsar, cuyos sótanos estaban repletos de armas. Ningún policía sikh o hindú aceptaría ir a desalojarlos de allí, y era inconcebible la intervención de policías musulmanes.
—Lamento tener que decirlo, pero no quedan suficientes elementos leales en la Policía del Penjab para realizar una acción de esa naturaleza —respondió—. Me repugna insistir, pero no veo ningún modo de cumplir tal orden.
Tras profunda reflexión, Mountbatten anunció que iba a pedir su opinión a Sir Evan Jenkins, gobernador del Penjab, y a los dos responsables encargados de gobernar, después de la independencia, las partes pakistaní e india de la provincia.
Al oír esta decisión, Liaquat Ali Khan saltó literalmente de su sillón.
—¡Entonces, lo que usted quiere es que asesinen al señor Jinnah! —exclamó indignado.
—Si es así como ve usted las cosas —replicó secamente el virrey—, sepa que yo subiré al mismo coche que él y que, si él ha de morir, yo moriré también. Pero, aunque esto fuese posible, no tengo intención de hacer encarcelar a los jefes de seis millones de sikhs sin la conformidad de estos tres gobernadores.
Aquella misma noche el inspector Savage regresó a Lahore, portador de una carta para el gobernador Jenkins que tuvo buen cuidado de ocultar en su calzón. Cuando leyó el mensaje, la persona que conocía el Penjab mejor que nadie se encogió de hombros en señal de impotencia.
—No podemos hacer nada para impedirles actuar —suspiró, tristemente, Sir Evan Jenkins.
Cinco días después, durante la noche del 11 al 12 de agosto, los comandos sikhs de Tara Singh ejecutaron la primera parte del plan preparado por la R. S. S. S. Dos cargas de gelignita colocadas en la vía férrea hicieron saltar el tren especial del Pakistán, a nueve kilómetros de la estación de Giddarbaha, en el distrito de Ferozepore, en el Penjab.
El jurista británico que hasta entonces no había puesto jamás los pies en la India, acababa de comenzar su labor de vivisección. Encerrado en la villa de persianas verdes que el virrey había puesto a su disposición en los terrenos de palacio, asfixiándose bajo el oprimente calor de Nueva Delhi, Sir Cyril Radcliffe trazaba sobre su mapa de Estado Mayor del Royal Engineers las fronteras que separarían a ochenta y ocho millones de indios.
El plazo que le habían impuesto todas las partes le condenaba a cumplir su misión en la soledad de esta casa. Privado de todo contacto con las grandes entidades vivas que se disponía a diseccionar, sólo podía prever las consecuencias de sus golpes de bisturí sobre aquellas tierras hormigueantes de vida, remitiéndose a datos abstractos, mapas, estadísticas e informes.
Todos los días cortaba un sistema de irrigación implantado en el suelo del Penjab como venas en la piel de un hombre, sin poder calibrar sobre el terreno las repercusiones de su trazado. Sabía que en el Penjab el agua era la vida, y que quien controlaba el agua controlaba la vida. Sin embargo, era incapaz de seguir el curso de su lápiz sobre la red de canalizaciones, de presas, de pantanos. Mutilaba arrozales y campos de té sin haberlos visto jamás. No había podido visitar ni una sola de las centenares de aldeas a través de las cuales iba a pasar su frontera, sin hacerse una idea de los dramas que originaría para pobres campesinos súbitamente privados de sus campos, de sus pozos, de sus caminos. Nunca tendría la posibilidad de ver las cosas sobre el terreno y atenuar ninguna de las tragedias humanas que provocarían sus decisiones. Habría comunidades que quedarían amputadas de sus culturas; fábricas, de sus fuentes de aprovisionamiento; centrales eléctricas, de sus líneas de distribución. Todo ello, a causa de la demencial necesidad en que se encontraba de cortar diariamente decenas de kilómetros de un país cuya economía, agricultura y, sobre todo, población, le eran casi por completo desconocidas.
El mismo material de que disponía era con frecuencia lastimoso. Carecía de mapas a gran escala, y las informaciones suministradas sobre los otros resultaban a veces erróneas. Así advirtió que los cinco ríos del Penjab tenían una curiosa tendencia a discurrir en ocasiones a varios kilómetros del cauce que les habían asignado los servicios hidrográficos oficiales. Las estadísticas demográficas que debían constituir su referencia básica eran inexactas y perpetuamente falsificadas por las partes interesadas, para apoyar sus antagónicas pretensiones.
De las dos provincias, Bengala fue la que menos complicaciones le planteó. Radcliffe sólo vaciló sobre la suerte de Calcuta. La reclamación de la ciudad por parte de Jinnah le parecía justificada: permitiría una salida natural del yute hacia las fábricas de transformación y el puerto de exportación. Pero la gran mayoría hindú de su población representaba en su opinión un factor más importante que las consideraciones económicas. Una vez establecido este principio, el resto era relativamente sencillo. Sin embargo, su frontera era «sólo un trazo de lápiz sobre un mapa», con todo lo que ello suponía de arbitrario. En la inextricable maraña de marismas y llanuras semiinundadas de Bengala, no existía ninguna barrera geológica que pudiera servir de línea de demarcación natural.
Por el contrario, el reparto del Penjab era empresa sumamente delicada. Las poblaciones musulmanas e hindúes que habitaban Lahore en proporción casi igual, reivindicaban la ciudad con la misma pasión. Para los sikhs, Amritsar y su Templo de Oro sólo podían pertenecer a la India; pero su ciudad estaba rodeada de zonas pobladas por musulmanes. En realidad, toda la provincia era un mosaico de comunidades dispares, imbricadas entre sí. Si intentaba delimitar una frontera que respetase la integridad de estas comunidades, Radcliffe corría el riesgo de crear una miríada de minúsculos enclaves, el acceso a los cuales resultaría incierto; por el contrario, si se esforzaba en inspirarse en imperativos geográficos e imponer una frontera más práctica, habría de cortar por lo sano.
El jurista inglés recordaría siempre el tórrido calor de estas semanas de verano, una humedad cruel, sofocante, aniquiladora. Tres habitaciones de su residencia estaban atestadas de mapas, de documentos, de informes mecanografiados en centenares de impalpables hojas de papel de arroz. Cuando trabajaba, en mangas de camisa, las hojas se le pegaban a los húmedos brazos, dejándole pequeños y extraños estigmas sobre la piel: la huella de unas cuantas palabras que significaban quizá las esperanzas o las desesperadas súplicas de centenares de miles de seres humanos. Suspendido del techo, un ventilador agitaba el caldeado aire. A veces, impulsadas por alguna misteriosa descarga eléctrica, las aspas enloquecían y llenaban la villa de violentas ráfagas de aire caliente. Las hojas se arremolinaban entonces en torbellinos por la habitación, tempestad simbólica que presagiaba el triste destino que esperaba a las infortunadas aldeas del Penjab.
Radcliffe comprendió que seguiría un baño de sangre a la promulgación de su plan de reparto. Sabía que un viento de demencia comenzaba a soplar sobre ciertas aldeas, las mismas que él se disponía a dividir. Tras siglos de apacible vida en común, hindúes y musulmanes se lanzaban unos contra otros en un frenesí de muerte y destrucción.
Aparte de estas informaciones, no tenía prácticamente ningún contacto con el exterior. En cuanto se aventuraba en una recepción o una cena, se veía inmediatamente rodeado por una multitud de personas que le asaltaban con sus peticiones. Su única distracción era un corto paseo. Todas las tardes, caminaba a lo largo del terraplén en el que, en 1857, los ingleses habían reunido sus fuerzas para aplastar las sublevaciones de Delhi.
Hacia medianoche, deshecho de fatiga, salía a dar una vuelta bajo los eucaliptos de su jardín. El joven funcionario que le servía de ayudante le acompañaba de vez en cuando. Prisionero de sus angustias, Radcliffe solía recorrer en silencio el jardín. A veces, los dos hombres conversaban. Pero el sentido de las conveniencias impedía que Radcliffe comunicara a nadie sus preocupaciones, y su joven ayudante era demasiado discreto para formular la menor pregunta. Entonces, estos dos antiguos alumnos de Oxford hablaban de Oxford en la cálida noche india.
Lentamente, en pequeños trazos, tomando primero las decisiones más fáciles, Radcliffe dibujó su frontera. Un pensamiento le obsesionaba sin cesar: «Realizo este terrible trabajo lo más rápidamente y lo mejor que puedo —se decía—, pero todo esto no servirá para nada. Haga lo que haga, cuando haya terminado se matarán unos a otros».
En el Penjab había empezado ya la tragedia. Habían dejado de ser seguras las carreteras y las vías férreas de la provincia mejor administrada de la India. Hordas de sikhs merodeaban por los campos, lanzándose sobre las aglomeraciones y los barrios musulmanes. Era tan violenta la ola de asesinatos y saqueos que se abatió sobre Lahore, que un inspector de Policía británico tuvo «la impresión de que la ciudad entera estaba a punto de suicidarse». La Oficina Central de Correos estaba inundada de millares de tarjetas postales dirigidas a hindúes y sikhs. Mostraban cadáveres de hombres mutilados, de mujeres violadas y degolladas. Al dorso, la misiva anunciaba: «Ésta es la suerte de nuestros hermanos y nuestras hermanas cuando caen en manos de los musulmanes. ¡Huid antes de que esos salvajes os hagan lo mismo a vosotros!». Esta guerra psicológica era obra de la Liga musulmana, que trataba de sembrar el pánico entre los hindúes y los sikhs.
En los barrios residenciales —cuyos habitantes se sentían antaño tan orgullosos de su tolerancia— apareció en las paredes de las casas de los musulmanes la media luna verde del Islam, con la esperanza de que este signo les protegería de los saqueadores correligionarios. En la puerta de su hogar de Lawrence Road, un hombre de negocios, perteneciente a la pequeña comunidad de los parsis, que evitaba el frenesí religioso, inscribió un mensaje que constituía una especie de epitafio al desvanecido sueño de Lahore. «Los musulmanes, los sikhs y los hindúes son todos hermanos —decía—. Pero, oh, hermanos míos, esta casa pertenece a un parsi».
Al multiplicarse las defecciones entre los policías indígenas, la responsabilidad de contener esta ola de violencia recayó en un pequeño puñado de inspectores británicos. «No había tiempo de conmoverse —cuenta Patrick Farmer, que en quince años de servicio en el Penjab no había hecho más que un solo disparo—. Aprendía uno a utilizar primero la metralleta, y a preguntar después».
Otro inspector, Bill Rich, recuerda, sus patrullas nocturnas en jeep a través de los desiertos bazares de la ciudad vieja iluminados por los incendios, mientras llegaba desde los tejados el penetrante aviso de los vigías musulmanes, gritando de calleja en calleja: «¡Cuidado, cuidado, cuidado…!».
Dedicados en cuerpo y alma a la India; orgullosos de servir en la Policía, y convencidos, pese a todo, de su aptitud para mantener el orden en el Penjab, estos hombres sufrían doloridamente el drama que inflamaba su provincia. Acusaban a los instigadores, a los sikhs, a la Liga musulmana. Mas, por encima de todo, culpaban al «arrogante almirante» que residía en su palacio de Nueva Delhi y a «su odiosa prisa por poner fin al reinado de la Gran Bretaña en la India».
La propia Naturaleza parecía aliarse contra ellos. Días tras día escrutaban el cielo en busca de las nubes de un monzón que se negaba a llegar. Sólo sus torrenciales trombas hubieran podido apagar los incendios, y sus tornados de aire fresco, disipar el horno que enloquecía a aquellos hombres. El monzón había sido siempre el arma más eficaz para sofocar un disturbio, pero era un arma sobre la que los policías no tenían ningún control.
La situación todavía era peor en Amritsar. Se mataba en las callejuelas de los bazares con la misma naturalidad con que se escupía en ellas. Los hindúes habían ideado una táctica particularmente cruel. Vestidos de musulmanes, se acercaban a verdaderos musulmanes y les arrojaban a los ojos ácido nítrico o sulfúrico. Los incendiarios lanzaban antorchas a las casas y tiendas.
Finalmente, fueron llamadas tropas británicas como refuerzos, y se decretó un toque de queda de cuarenta y ocho horas. Pero estas medidas no aliviaron en absoluto la situación. Como último recurso, Rule Dean, el jefe de la Policía, utilizó una estratagema que no mencionaba ningún manual de mantenimiento del orden. Una día, después de una explosión de violencia particularmente salvaje, envió a la banda de música de la Policía a la plaza mayor. Allí, en el corazón de una ciudad a punto de naufragar en el fuego y la sangre, desgañitándose para cubrir el crepitar de los incendios, los músicos de la Policía interpretaron fragmentos de Gilbert y Sullivan, una opereta popular cuyas melodías constituían la última esperanza de hacer volver a la razón a una ciudad en plena locura.
Para mantener el orden en el Penjab después del 15 de agosto, Mountbatten decidió crear una fuerza especial de cincuenta mil hombres. Sus miembros procederían de unidades del antiguo Ejército de la India, como los gurkhas, a quienes su disciplina y sus orígenes nepaleses ponían a cubierto de las pasiones raciales y religiosas. Llamado «Punjab Boundary Force», este pequeño ejército fue puesto bajo el mando del general inglés T. W. Pete Rees. Sus efectivos representaban el doble de los que el gobernador de la provincia había considerado necesarios en caso de partición. Sin embargo, cuando estallase la tormenta, esta fuerza sería arrastrada como una brizna de paja.
La verdad era que nadie —ni Nehru, ni Jinnah, ni el eminente gobernante del Penjab, Sir Evan Jenkins, ni el propio Mountbatten— preveía entonces la amplitud del desastre que se preparaba. Ésta ceguera desorientaría a los historiadores y suscitaría numerosos críticas hacia el último virrey de la India.
Hombres tolerantes, carentes de fanatismo religioso, Nehru y Jinnah cometieron el grave error de subestimar el grado de frenesí al que las pasiones religiosas podían empujar a las masas indias. Creían que sus pueblos reaccionarían con la lógica y la tolerancia de que ellos mismos daban pruebas. Ambos pensaban sinceramente en que la partición no provocaría pruebas de fuerza. Se engañaban. Llevados por la euforia de su próxima independencia, confundían sus deseos y la realidad. Y habían hecho compartir su convicción a Mountbatten.
El único dirigente indio que previó la tragedia fue Gandhi. Se sumergía de tal modo en las masas, compartiendo su vida cotidiana y sus sufrimientos, que había adquirido la facultad casi mágica de captar hasta sus más mínimos cambios de humor. Sus íntimos gustaban de compararle con el profeta de una antigua leyenda hindú sentado junto a una hoguera en una glacial noche de invierno y que, de pronto, empieza a tiritar. «Mira afuera —decía el profeta a su discípulo—. En alguna parte, en la oscuridad, hay un pobre hombre a punto de morir de frío». El discípulo miraba en la noche y descubría, en efecto, la presencia de un desgraciado. Tal era —afirmaban sus allegados— el género de intuición que el Mahatma tenía del alma india.
Una musulmana le reprochó un día su hostilidad a la partición.
—Si dos hermanos que viven bajo el mismo techo quisieran separarse y vivir en casas diferentes, ¿os opondríais a ello? —preguntó.
—¡Ah! —suspiró Gandhi—. Si al menos pudiéramos separarnos como hermanos… Por desgracia, no será así. Vamos a desgarrarnos mutuamente en las entrañas mismas de la madre que nos lleva.
La verdadera pesadilla del virrey, en aquellos últimos días en que encarnaba aún el poder imperial de Inglaterra en la India, no era el Penjab. En la fétida y hormigueante maraña de sus barrios de chabolas y de sus bazares, ninguna Policía, por numerosa que fuese, podría mantener el orden. De todos modos, la creación de su ejército para el Penjab había absorbido casi todas las unidades locales consideradas todavía seguras.
«Si hubieran tenido que estallar disturbios en Calcuta —diría un día Mountbatten—, los torrentes de sangre que hubiesen hecho correr habrían hecho que, en comparación, todo lo que pudiera suceder en el Penjab pareciese un lecho de rosas».
Necesitaba encontrar otro medio para mantener la calma en la ciudad. El que eligió descansaba en un envite desesperado, pero el mal era tan grande en Calcuta, y los remedios tan limitados, que sólo un milagro podía salvar la situación. Para contener el frenesí de la ciudad más fanatizada del mundo, decidió recurrir a su «pobre gorrioncillo»: el Mahatma Gandhi.
Le expuso su proyecto a finales de julio. Con su ejército del Penjab podía sostener esta provincia —explicó—, pero sí se producían disturbios en Calcuta, «estamos perdidos. No podré hacer nada. Hay allí una Brigada, pero no le enviaré refuerzos. Si Calcuta se incendia… bien, Calcuta arderá».
—Ése es el resultado de sus concesiones y de las del Congreso a Jinnah —replicó Gandhi.
Quizá, reconoció Mountbatten. Pero ni Gandhi ni nadie habían sido capaces de proponer otra solución. Sin embargo, había algo que Gandhi podía hacer ahora. Su personalidad y su ideal de no violencia podían hacer reinar en Calcuta la paz que las tropas se veían impotentes para imponer. Él, Gandhi, sería el único refuerzo que enviaría a su acorralada Brigada.
—Vaya a Calcuta; usted sólo será allí mi ejército.
El anciano no tenía ninguna intención de ir a Calcuta. Había decidido pasar el día de la independencia rezando, hilando su rueca y ayudando en medio de la aterrorizada minoría hindú en el distrito de Noakhali, en el sur de Bengala, por cuya seguridad había ofrecido su vida durante su peregrinación de penitencia del Año Nuevo. Sin embargo, Mountbatten no sería el único que suplicara a Gandhi que fuera a salvar la paz en los efervescentes barrios de chabolas de Calcuta.
No tardó en elevarse otra voz. Y ésta era del último hombre que se hubiera podido esperar que estuviera al lado de Gandhi. En efecto, el dirigente musulmán Sayyid Suhrawardy representaba la antítesis absoluta de todos los valores que defendía el Mahatma.
Este hombre adiposo, de cuarenta y siete años, era desde hacía años el jefe de los musulmanes de Calcuta. Era el tipo clásico del político corrompido y venal que Gandhi denunciaba. Su filosofía política era sencilla: una vez elegido, no existía razón alguna para que un hombre abandonara jamás su función. Así, Suhrawardy había asegurado su presencia continua en el poder utilizando los fondos públicos para mantener una mafia de activistas encargados de reducir al silencio, a palos o cuchilladas, a sus adversarios políticos.
Durante el hambre que devastó Bengala en 1943, había interceptado y vendido en el mercado negro decenas de toneladas de alimentos destinados a sus compatriotas. Vestía trajes de seda hechos a medida y llevaba zapatos de cocodrilo bicolor. Sus negros cabellos (cuidados todas las mañanas por su peluquero personal) relucían de brillantina. Mientras que Gandhi luchaba desde hacía cuarenta años por extirpar de su ser los últimos vestigios de deseo sexual, Suhrawardy hacía cuestión de honor seducir a todas las bailarinas de cabaret y a todas las prostitutas de altos vuelos de Calcuta. Si Gandhi se permitía a veces los benéficos efectos de un poco de bicarbonato en su agua, el vaso de Suhrawardy solía burbujear sólo de champaña. Mientras los menús del Mahatma se limitaban a unas cuantas cucharadas de puré de lentejas, de soja y de yogur, los de Suhrawardy contenían gruesas lonchas de carne, toda una variedad de especias y de exóticas reposterías, régimen que le había envuelto en un colchón de grasa que contrastaba con la delgadez de sus conciudadanos.
Pero había algo más grave: sus manos estaban manchadas de sangre. Al declarar día festivo la famosa jornada de acción directa organizada por Jinnah; al retener a la Policía; al alentar secretamente a sus partidarios de la Liga musulmana, Suhrawardy, a la sazón Primer Ministro de Bengala, era responsable de las atroces matanzas que asolaron Calcuta en agosto de 1946.
El temor a represalias hindúes le incitaba ahora a pedir socorro a Gandhi.
Precipitándose al ashram de Sodepur —donde el Mahatma hacía escala antes de partir, a la mañana siguiente, para el distrito de Noakhali— le suplicó que no abandonase Calcuta. Sólo él —afirmaba— podía salvar a los musulmanes que vivían en ella y aplacar el huracán de odio y de fuego que amenazaba la ciudad.
—Después de todo —alegó—, los musulmanes tienen tanto derecho como los hindúes a su protección. Siempre ha dicho usted que pertenecía tanto a unos como a otros.
Una de las grandes fuerzas de Gandhi había sido siempre el saber distinguir el bien en un adversario. Percibió en el corazón de Suhrawardy una angustia auténtica.
Si aceptaba permanecer en Calcuta —respondió Gandhi—, solamente podría ser con dos condiciones: En primer lugar, Suhrawardy debería obtener de los musulmanes del distrito de Noakhali la garantía solemne de la seguridad de la población hindú. Si un solo hindú resultara muerto allí, él, Gandhi, no tendría más opción que ayunar hasta la muerte. Con esta sutil transferencia de responsabilidad, el Mahatma hacía a Suhrawardy garante de su propia existencia.
Cuando recibió la garantía pedida, Gandhi formuló su segunda exigencia. Propuso la alianza más incongruente que pudiera imaginarse. Su presencia en Calcuta estaba subordinada a la del dirigente musulmán: Suhrawardy debería instalarse junto a él, día y noche, sin armas y sin protección, en el corazón del poblado de chabolas más sórdido de la ciudad. Allí, los dos hombres ofrecerían juntos su vida en prenda de la paz en Calcuta.
«Me he encontrado inmovilizado aquí —escribió Gandhi después de que Suhrawardy hubo aceptado su trato—, y ahora voy a correr grandes riesgos… El futuro nos reserva sorpresas. ¡Abrid los ojos!».
El calendario de Mountbatten apenas si tenía ya más hojas que una margarita. Estas últimas jornadas del Imperio británico de la India le parecían al virrey —sobrecargado de trabajo— «las más fatigosas de todas». Cada día traía «nuevos problemas que resolver». No eran los menores los que se referían a la organización de las festividades que señalarían la independencia. Los dirigentes del Congreso insistieron en que «hubiera gran fastuosidad», dentro de la grandiosa y antigua tradición del Imperio. El austero rostro del socialismo aparecería más tarde.
El Congreso ordenó para el 15 de agosto el cierre de los mataderos y la organización de sesiones gratuitas de cine en todo el país. La distribución, en las escuelas, de bombones y de una medalla conmemorativa. Pero nada era sencillo. En Lahore, una comunidad oficial anunció que «quedaban suprimidas las fiestas públicas a causa de la turbulenta situación». Los dirigentes del movimiento extremista de los hindúes Mahasabha —encarnizados adversarios de la partición— advirtieron a sus militantes que era «imposible alegrarse y participar en las celebraciones del 15 de agosto». Por el contrario, exhortaron a sus tropas a lanzar todas sus fuerzas en la lucha por la reunificación «de la patria mutilada».
Una disputa de protocolo suspendió momentáneamente la preparación de las ceremonias previstas en el Pakistán para el 14 agosto: Jinnah exigía tener precedencia sobre el virrey antes, incluso, de la hora oficial de la independencia. Otros contratiempos esperaban al dirigente musulmán. Se comprobó que estaba cojo uno de los seis caballos del tiro de la carroza que un juego de cara o cruz le había asignado. En su lugar, Mountbatten tuvo que ofrecerle un «Rolls-Royce» descubierto para su primer desfile solemne a través de las calles de Karachi. El propio Jinnah confeccionó la lista de los actos que debían celebrar el nacimiento del Pakistán. Se iniciarían —ordenó— con un almuerzo oficial en su residencia el jueves, 13 de agosto. Un turbado silencio acogió la petición. Uno de sus colaboradores recordaría entonces, discretamente, al hombre que estaba a punto de convertirse en jefe de la primera nación islámica del mundo, que el jueves 13 de agosto caía en la última semana del Ramadán, época en la que todos los musulmanes piadosos del Universo debían ayunar desde la salida hasta la puesta del Sol.
Mientras el virrey y los jefes de los dos nuevos dominios regulaban esta multitud de detalles, tres siglos y medio de colonización británica en la India terminaban en el vibrante entrechocar de millares de vasos y las melancólicas promesas que inspiraban la ginebra y el whisky de los cócteles de despedida. De un extremo a otro de la India, una ronda ininterrumpida de recepciones, de tés, de cenas, de galas, señaló el paso del Imperio a la independencia.
Numerosos ingleses —en particular los que ejercían las funciones comerciales que antaño llevaron a sus antepasados a este país— continuarían viviendo en la India. Mas para otros sesenta mil soldados, funcionarios, inspectores de Policía, ingenieros de ferrocarriles, empleados de telecomunicaciones o guardabosques había llegado el momento de regresar a la isla que siempre habían llamado «la casa lejana». Para algunos, la transición sería brutal. De la noche a la mañana, trocarían un palacio de gobernador y sus legiones de criados por una casita de campo y una pensión de retiro, que la inflación devoraría rápidamente. A pesar del dicho según el cual la vista más bella de la India era la que se divisaba desde la popa de un paquebote de la Peninsular and Oriental al alejarse de Bombay, millares de ingleses, temiendo las restricciones de una Inglaterra socialista, conservaban la nostalgia de sus bellos años indios. La última imagen de la rada de Bombay seria para ellos la más triste de las visiones.
En centenares de villas se procedía a embalar febrilmente los encajes y la plata; las pieles de tigres; los retratos de tíos bigotudos, desaparecidos en el IX de lanceros de Bengala o en el VI Rajput; los cascos de plumas; los muebles pesados y tristes traídos de Inglaterra cuarenta años antes. Un pueblo, cuyo gran error en la India había sido —según Winston Churchill— vivir al margen, se despedía en una explosión de cordialidad. Como si antes de su marcha quisieran rendir homenaje al nuevo orden que les sucedía, los ingleses abrieron de par en par a los indios las puertas de sus clubs y mansiones, permitiendo por primera vez que los saris, las túnicas sherwani y los velos de khadi se codeasen con la antigua raza imperial. Una extraordinaria atmósfera de simpatía reinaba en estas reuniones. Acontecimiento único: unos colonizadores dejaban a los que habían colonizado con un verdadero fuego de artificio de buena voluntad y de amistad.
Chandri Chowk, el bazar de la Vieja Delhi, hervía de funcionarios ingleses llegados para cambiar su frigorífico, su radio e incluso su automóvil, por tapices de Oriente, colmillos de elefante, objetos de oro o plata o pieles disecadas de tigres y panteras para aquéllos que nunca habían podido matarlos en las junglas de la península.
Este pueblo que se iba, dejaba tras sí una fúnebre herencia: los monumentos, las estatuas, los cementerios solitarios donde reposaban cerca de dos millones de ingleses en «esas tumbas errantes» de que habla Oscar Wilde, «al pie de los muros de Delhi» o «en las tierras afganas y junto a las arenas movedizas de las siete bocas del Ganges».
La tierra en que dormían estos testigos del pasado no volvería a ser inglesa, pero la protección de sus despojos quedaría encomendada para siempre a Gran Bretaña. Considerando que «era inimaginable que dejáramos a nuestros muertos en manos extranjeras», el virrey mandó situar la custodia de estas sepulturas bajo la autoridad directa del Gobierno británico. En Inglaterra, el arzobispo de Canterbury organizó incluso una colecta para su sostenimiento[27].
Se decidió trasladar al cementerio de la iglesia de Cawnpore la siniestra fosa en que los rebeldes indios de la gran sublevación de 1857 habían arrojado los mutilados restos de 950 hombres, mujeres y niños. La inscripción que inflamaba esta matanza fue discretamente ocultada, a fin de no herir el amor propio indio.
Muchas despedidas antes de partir fueron acompañadas de escenas típicamente británicas. Al no querer que los valerosos poneys —cuyo galope les había hecho ganar tantos partidos de polo— terminaran sus días entre las varas de una tonga, numerosos oficiales prefirieron matarlos de un pistoletazo. En la imposibilidad de encontrar una digna hospitalidad para la traílla de caza a caballo de la Escuela de Estado Mayor de Quetta, el coronel George Noel Smith hizo matar a sus cien perros. La tarea de dar muerte a «nuestros queridos y viejos compañeros, con los que habíamos celebrado tantas competiciones deportivas fue —recuerda el coronel— una de las más dolorosas» de su carrera. En un consejo del virrey se planteó incluso el futuro del «Club Canino» en una India dividida.
Mountbatten dio órdenes formales para que permanecieran todos los recuerdos oficiales del Imperio. Los impresionantes retratos de Clive, de Hastings y de Wellesley, así como las vigorosas estatuas de su bisabuela Victoria. Todos los trofeos, la plata, las banderas, los uniformes, las chucherías; todos los testigos del reinado y de las pompas de la Inglaterra imperial, debían ser legados a la India y al Pakistán, que harían de ellos el uso que quisiesen.
Gran Bretaña deseaba —declaró Lord Ismay— que «los dos nuevos Estados puedan recordar con orgullo nuestros tres siglos de asociación con la India. Tal vez no quieran esos recuerdos, pero eso les corresponderá a ellos decirlo».
Las órdenes del virrey no impidieron que desaparecieran algunos tesoros de la dominación británica. Desesperados por tener que abandonar sus regimientos, hubo oficiales que llevaron hacia sus brumosas guarniciones insulares los trofeos deportivos ganados en el polvo del Decán o del Penjab. En Bombay, dos inspectores de Aduanas fueron llamados al despacho de su jefe, Victor Matthews, quien se disponía a regresar a Inglaterra.
—Puede que estemos liquidando el imperio —gruñó este último—, pero no vamos a abandonar ese tesoro a los indios.
Señalaba un gran baúl metálico colocado detrás de su mesa y cuya única llave poseía él. John Ward Orr, uno de sus dos subordinados, abrió ceremoniosamente el baúl, esperando ver aparecer alguna fabulosa escultura hindú o un Buda cubierto de joyas. Para su estupefacción, comprobó que estaba lleno de libros cuidadosamente apilados. Este «tesoro» constituía un homenaje supremo a las virtudes del espíritu burocrático. Era la colección completa de las obras pornográficas que las Aduanas británicas habían confiscado desde hacía cincuenta años, juzgándolas demasiado escabrosas para el país cuyos templos estaban, sin embargo, adornados con las esculturas más eróticas jamás labradas por la mano del hombre. John Ward Orr hojeó una de las obras, un álbum titulado Las treinta posturas del amor. Comprobó que las prosaicas posturas que en él se representaban, no tenían más relación con los exquisitos refinamientos eróticos de los dioses hindúes representados en los templos de Khajuraho, que la que podía tener una mujerona de café-concierto comparada con la gracia de una primera bailarina de la Ópera.
Matthews tendió solemnemente la llave del baúl a William Witcher, el más antiguo de sus adjuntos. Ahora podía marcharse tranquilo de la India, anunció: el mayor «tesoro» de las Aduanas permanecería en manos inglesas[28].
Como siempre, estaba solo. Encerrado en su silencio, Mohammed Ali Jinnah se dirigía hacia una lápida sepulcral del cementerio musulmán de Bombay. Había acudido para hacer algo que harían también en los próximos días millones de musulmanes. Antes de partir para su tierra prometida del Pakistán, Jinnah depositó un último ramo de flores sobre la tumba que dejaba para siempre tras de sí. Jinnah era un hombre notable, aunque, probablemente, nada en su vida había sido más notable o, en todo caso, más insólito, que el profundo y apasionado amor que había profesado a su mujer. Su amor y su matrimonio habían desafiado casi todas las reglas de la sociedad india de su época. En realidad, Ruttie Jinnah no hubiera debido ser enterrada en este cementerio islámico. La esposa del mesías musulmán de la India no había nacido en la religión de Mahoma: era una parsi, miembro de la secta que descendía de los zoroastrianos adoradores del fuego de la Persia antigua y que depositaban los cuerpos de sus muertos en lo alto de torres para que fuesen devorados por los buitres.
A los cuarenta y un años, durante unas vacaciones en Darjeeling, y cuando parecía destinado al celibato, Jinnah se había enamorado locamente de Ruttie, la hija de uno de sus amigos. Tenía veinticuatro años menos que su pretendiente y quedó literalmente fascinada por él[29]. Enloquecido de cólera, el padre de la muchacha obtuvo una sentencia de un tribunal que prohibía a su ex amigo volver a ver a la muchacha; pero el día en que cumplió los dieciocho años, llevando en brazos su perrito por todo equipaje, la enamorada Ruttie huyó del hogar de su millonario padre y se casó con Jinnah.
Su matrimonio duró diez años. Muy bella, la seducción de Ruttie Jinnah llegó a ser legendaria en Bombay, ciudad ya famosa por el esplendor de sus mujeres. Gustaba de envolver su silueta en saris diáfanos, o exhibirse en vestidos que se amoldaban a su cuerpo y que escandalizaban a la buena sociedad. Era a la vez una mundana y una ardiente nacionalista india.
Pero la diferencia de edad y de carácter tenía que provocar inevitables crisis. Con frecuencia, la exuberancia de la joven puso a su marido en situaciones embarazosas y comprometió su carrera política. Pese a su pasión, el austero Jinnah encontró cada vez más difícil entenderse con su inconstante y ávida esposa. Su sueño se derrumbó una tarde de 1928, cuando la mujer que amaba, pero a la que no había logrado comprender, lo abandonó. Un año más tarde, en febrero de 1929, ella moría víctima de una dosis excesiva de morfina, que utilizaba para calmar los dolores del mal incurable que padecía. Jinnah, herido ya por la humillación pública de su marcha, quedó abrumado de pesar. Al arrojar el primer puñado de tierra en la tumba sobre la que ahora depositaba sus flores, lloró como un niño. Fue la última manifestación pública de la emotividad de Jinnah. A partir de ese día, consagró su vida al despertar de los musulmanes indios.
El monóculo era el único accesorio de gentleman británico que había conservado Jinnah. Había renunciado a sus ricos trajes y a sus elegantes zapatos de cuero negro y blanco. Mohammed Ali Jinnah volaba hacia Karachi, su capital, vestido como raras veces lo había estado desde que, cincuenta años antes, saliera de este puerto para ir a estudiar Derecho en Londres. Llevaba una larga y estrecha guerrera sherwani, abrochada hasta la barbilla, y churidar, pantalones ajustados hasta los tobillos.
Su joven ayudante de campo, el teniente de navío Sayyid Ahsan —hasta entonces ayudante de campo favorito del virrey, que le había asignado personalmente, por sus excepcionales cualidades, para velar por el nuevo gobernador general del Pakistán—, acompañó a Jinnah hasta la escalerilla del plateado «DC 3» prestado por Mountbatten. Antes de penetrar en el avión, el dirigente musulmán se volvió para abrazar con la mirada la capital en que había librado su combate por un Estado islámico. «Supongo —dijo— que es la última vez que contemplo Nueva Delhi».
Su casa del número 10 de Aurangzeb Road había sido vendida. Durante años había organizado en ella la lucha, sentado sobre un gigantesco mapa de la India en plata, en el que estaban trazadas las fronteras de su «sueño imposible». Por una ironía del destino, su nuevo propietario era un rico industrial hindú llamado Seth Dalmia. Dentro de unas horas, allí donde había ondeado el estandarte verdiblanco de la Liga musulmana, haría flamear «la bandera sagrada de la vaca», emblema de otra Liga: la de la Prohibición del Sacrificio de Vacas, cuyo cuartel general sería, en lo sucesivo, la ex residencia de Jinnah.
Agotado por el esfuerzo que le había exigido subir los pocos peldaños que conducían a su avión, Jinnah se desplomó en su asiento, jadeando. Permaneció impasible, con la mirada inmóvil, mientras el piloto ponía en marcha los motores y conducía el aparato hacia la pista. En el instante en que el «DC 3» despegó, el joven Sayyid Ahsan le oyó murmurar, como para sí mismo: «Se ha vuelto una página».
Todo el tiempo que duró el vuelo lo dedicó a saciar su pasión por la lectura de periódicos. Los cogía uno a uno del montón situado a su izquierda, los leía, los volvía a doblar cuidadosamente y los depositaba en el asiento, a su derecha. Ningún rastro de emoción se traslució en su rostro al leer los entusiásticos reportajes consagrados a su triunfo. No pronunció una sola palabra en todo el viaje, no delató el menor sentimiento, no dejó escapar la más mínima indicación sobre lo que podía sentir en el momento en que su sueño se convertía en realidad. Cuando el avión llegó a las proximidades de Karachi, su ayudante de campo, Sayyid Ahsan, descubrió súbitamente, bajo las alas del aparato, «el inmenso desierto por el que avanzaba un blanco mar de gentes». El reflejo del sol realzaba la blancura de los vestidos. Fátima, la hermana de Jinnah, le cogió la mano con excitación.
—¡Jinn, Jinn, mira! —exclamó.
Jinnah volvió la cabeza hacia la ventanilla. Su rostro se mantuvo imperturbable.
—Sí —murmuró entre dientes—, hay mucha gente.
El dirigente musulmán estaba tan extenuado por el viaje que al detenerse el «DC 3» ni siquiera tenía fuerzas para levantarse de su asiento. Sayyid Ahsan le ofreció su ayuda, pero Jinnah le rechazó. El Quaid i-Azam no haría su entrada en su capital apoyado en el brazo de otro hombre. Haciendo acopio de sus últimas fuerzas, se incorporó para descender la pasarela y abrirse camino hacia su automóvil a través de la jubilosa multitud.
El mar humano que habían visto desde el avión se desplegaba a todo lo largo del recorrido hasta el centro de la ciudad. De millares de corazones brotaban vivas ininterrumpidos, Pakistan Zindabad! y Jinnah Zindabad!.
Sin embargo, atravesaron un barrio en el que la multitud se mantenía silenciosa. «Un barrio hindú —observó Jinnah—. Después de todo, no tienen muchos motivos para alegrarse». Con la misma impasibilidad de que había dado pruebas durante todo el trayecto desde Nueva Delhi, Jinnah pasó ante la casa de dos pisos de greda amarilla en que naciera el día de Navidad de 1876.
Sólo al subir lentamente la escalinata del antiguo palacio de los gobernadores británicos, se relajó su impenetrable máscara. Aquel alargado edificio iba a ser su residencia oficial. Deteniéndose en lo alto de la escalera para recuperar el aliento, se volvió hacia su joven ayudante de campo. Por unos instantes, algo parecido a una sonrisa iluminó su rostro.
—¿Sabe usted? —le confió—. No creía que pudiera llegar a ver el Pakistán.
Antes de que pasaran 36 horas iba a tener fin la epopeya de Gran Bretaña en la India. De las entrañas de la India inglesa iban a nacer dos países que serían, respectivamente, la segunda y la quinta naciones del Globo. La aventura terminaba mucho antes de lo que nadie había previsto, incluido el propio virrey cuando, cinco meses antes, su avión despegó de las brumas del aeródromo de Northolt para poner rumbo hacia Oriente.
Sin embargo, una preocupación obsesionaba a Mountbatten. Él quería que la desaparición del Imperio se efectuara en una apoteosis de gloria, una explosión de simpatía y de amistad que prefigurasen los excepcionales lazos que debían persistir entre Inglaterra y las antiguas joyas de su Imperio.
Pero esta atmósfera podía degradarse en cualquier momento. Bastaba con hacer público el resultado del trabajo de Sir Cyril Radcliffe. Consciente de que las dos partes iban a impugnar con violencia el arbitraje del jurista inglés, Mountbatten había ordenado que sus conclusiones permanecieran secretas hasta el 16 de agosto. Sabía que su decisión representaba un grave riesgo. La India y el Pakistán nacerían sin que los dirigentes de ninguno de los Estados conociesen los componentes fundamentales de su país, el número de sus ciudadanos y los límites de su territorio. Millares de personas, en centenares de pueblos del Penjab y de Bengala, estaban condenados a pasar la jornada del 15 de agosto en el miedo y la incertidumbre. ¿Cómo celebrar una independencia que se ignoraba si iba a ser fuente de felicidad o de tragedia?
Mas, para centenares de millones de personas, aquél sería un día de euforia. «Dejemos a los indios saborear su día de la Independencia —se decía el virrey—; ya tendrán tiempo de sobra para descubrir el reverso de la medalla».
He decidido —telegrafió a Londres— actuar de manera que los dirigentes indios no puedan conocer el trazado de las fronteras antes del 15 de agosto. Todos nuestros esfuerzos y nuestras esperanzas de establecer buenas relaciones entre Inglaterra, la India y el Pakistán el día de la Independencia, correrían el riesgo de verse frustrados si actuásemos de otro modo.
El informe de Sir Cyril Radcliffe llegó al palacio del virrey la mañana del 13 de agosto. Mountbatten mandó guardar los dos sobres amarillos destinados a Jinnah y a Nehru en el cofrecito de cuero verde de sus despachos oficiales. Durante las 72 horas siguientes, mientras la India danzaba y cantaba, las nuevas fronteras trazadas por el jurista inglés permanecían en el cofrecito como los malos espíritus encerrados en la caja de Pandora, esperando sólo una vuelta de llave para entregar su cruel contenido a un continente desbordado por el júbilo.
En los cuarteles, acantonamientos, fuertes y puestos de campaña, soldados hindúes, sikhs y musulmanes del gran Ejército que la partición mutilaba al mismo tiempo que la península, se dirigían a tributar un último homenaje. En Nueva Delhi, los hombres de los escuadrones sikhs y dogra del Probyn’s Horse —uno de los más antiguos y más célebres regimientos de caballería— ofrecieron un gigantesco banquete a sus camaradas del escuadrón musulmán que se separaban de ellos. Todos saborearon juntos, en el terreno destinado a los desfiles, un festín compuesto de montañas de humeante arroz, de pollo al curry, de kebab de carnero y de dulces tradicionales hechos de arroz, de caramelo, de canela y de almendras. Cuando se hubo consumido todo, los sikhs, los hindúes y los musulmanes se dieron la mano para danzar una última bhangra, alocada farándola, apoteosis de la velada más conmovedora de la historia del regimiento.
Los musulmanes de los regimientos estacionados en las zonas destinadas a pertenecer al Pakistán, ofrecieron fiestas análogas a sus camaradas sikhs e hindúes que se iban a la India. En Rawalpindi, el II de Caballería organizó un enorme barakana, «un banquete de buena suerte», en honor de los que se marchaban. Todos los oficiales hindúes y sikhs pronunciaron discursos, algunos con lágrimas en los ojos, para saludar al coronel musulmán Mohammed Idriss, que los había mandado en algunos de los más encarnizados combates de la Segunda Guerra Mundial.
—Adondequiera que vayáis —exclamó a su vez, Idriss—, siempre continuaremos siendo hermanos, porque hemos vertido juntos nuestra sangre.
El coronel musulmán hizo caso omiso de la orden que había recibido del Cuartel General del futuro Ejército paquistaní mandando que todas las tropas hindúes y sikhs entregaran sus armas antes de su marcha. «Estos hombres son soldados —declaró—. Vinieron aquí con sus armas. Se marcharán con ellas».
Al día siguiente por la mañana, los sikhs y los hindúes del II de Caballería deberían la vida a la caballeresca actitud de su antiguo coronel musulmán. Una hora después de haber salido de Rawalpindi, su tren cayó en una emboscada musulmana. Sin sus fusiles, habrían muerto todos.
La más conmovedora fiesta de despedida se celebró en el césped y en la sala de baile de una institución que había sido uno de los santuarios de los dueños británicos de la India: el Imperial Delhi Gymkhana Club. Las invitaciones fueron enviadas en cartulinas impresas a nombre de los «Oficiales de las Fuerzas Armadas del Dominio de la India», para «una recepción de despedida en honor de sus viejos camaradas, los Oficiales de las Fuerzas Armadas del Dominio del Pakistán».
Un aire de «tristeza e irrealidad» impregnaba la velada, recuerda un oficial indio. Con sus bigotes cuidadosamente recortados, sus uniformes a la inglesa y los pasadores de condecoraciones ganadas al servicio de la Gran Bretaña, los hombres que se mezclaban bajo los faroles parecían salidos todos del mismo molde: el de sus colonizadores. Acompañados de sus mujeres, vestidas con saris multicolores, charlaban sobre los céspedes centelleantes de guirnaldas o danzaban un último fox-trot en la iluminada sala de baile.
Tomaron asiento en el bar para beber juntos y contarse por última vez los viejos relatos del pasado, relatos de guarnición, de polo, de desiertos de África, de junglas birmanas, de incursiones contra sus compatriotas de la frontera afgana, todas esas anécdotas que jalonan una carrera de peligros y de aventuras vividos en la camaradería de la sangre derramada.
Ninguno de estos hombres podía imaginar, en el transcurso de esa nostálgica velada, la trágica suerte que les esperaba. Abrazándose, dándose amistosas palmadas en la espalda, se decían alegremente unos a otros: «¡Volveremos en setiembre para la caza del jabalí!». O «¡No te olvides del polo en Lahore!». O «¡Recuerda que tenemos una cuenta que saldar con un íbice de Cachemira!».
Cuando llegó el momento de separarse, el general Cariappa, un hindú del VII Rajput, subió a un pequeño estrado y rogó silencio.
—Estamos aquí para decirnos hasta la vista, y sólo hasta la vista, pues no tardaremos en volver a encontrarnos en el mismo espíritu fraternal que siempre nos ha reunido —declaró—. Hemos compartido durante tanto tiempo el mismo destino, que nuestra historia es indivisible.
Evocó su experiencia común y concluyó:
—Hemos sido hermanos. Seguiremos siendo siempre hermanos. Y nunca olvidaremos los grandes años que hemos vivido juntos.
Cuando terminó, el general hindú se volvió para coger un pesado trofeo de plata cubierto por una funda. Se lo ofreció al general Aga Raza, el oficial musulmán de más alta graduación, como regalo de despedida de los oficiales hindúes a sus camaradas de armas musulmanes. Raza descubrió el objeto y lo levantó en alto para mostrarlo a los concurrentes. Labrada por un orfebre de la Vieja Delhi, representaba dos cipayos, un hindú y un musulmán, de pie, al lado uno de otro, con el fusil junto a la mejilla apuntando contra un enemigo común.
Cuando Raza hubo dado las gracias en nombre de todos los musulmanes presentes, la orquesta atacó el canto de despedida. Espontáneamente, todas las manos se tendieron unas hacia otras. En pocos segundos se formó un círculo de hindúes y de musulmanes mezclados, cadena fraternal, vibrante de amistad, de la que ascendía el canto de esperanza del himno escocés.
Un largo silencio siguió a la última estrofa. Luego, los oficiales indios se dirigieron hacia la puerta de la sala de baile, con su copa en la mano, y se alinearon sobre los escalones que conducían a la salida. Uno a uno, los oficiales paquistaníes pasaron ante esta fila de honor y se hundieron en la noche. Al paso de cada uno de ellos, los indios levantaban sus copas para un último y silencioso brindis.
Volverían a verse, en efecto, como se habían prometido, pero mucho antes y en circunstancias muy distintas de las que habían imaginado. Los antiguos miembros del Ejército de la India no volverían a encontrarse en los terrenos de polo de Lahore, sino en los campos de batalla de Cachemira. Allí, los fusiles de los dos cipayos del trofeo no estarían apuntando sobre un enemigo común, sino vuelto uno contra otro.