SEGUNDA ESTACIÓN DEL VIACRUCIS DE
GANDHI:
CASCOS DE BOTELLAS Y EXCREMENTOS
Cuanto más se adentraba su pequeño grupo en los pantanos del distrito de Noakhali, más difícil se tornaba la misión de Gandhi. El caluroso recibimiento dispensado por las poblaciones musulmanas de las primeras aldeas irritaba vivamente a los responsables de los poblados que se disponía ahora a visitar. Considerando que amenazaba su propia autoridad, decidieron provocar la hostilidad de los habitantes contra el Mahatma.
Aquella mañana, sus pasos le guiaron hacia una escuela musulmana en la que niños de siete y ocho años, sentados en cuclillas en torno a su jeque, asistían a una clase al aire libre. Resplandeciente de alegría, como un anciano abuelo que se sintiera feliz al volver a encontrar a sus nietos preferidos, Gandhi se precipitó hacia la joven asamblea. Pero el jeque se levantó al instante. Con gesto brusco y encolerizado, hizo entrar a los niños en su cabaña, como si el anciano fuese algún brujo llegado para echarle un maleficio. Petrificado de estupor, Gandhi permaneció ante la cabaña haciendo tristes señas con la mano a las cabecitas que distinguía en la penumbra, recogiendo en respuesta sus sombrías miradas llenas de perpleja curiosidad. Luego, se llevó la mano al corazón para saludarles con un «salam», a la manera musulmana. Ninguna mano le respondió. Ni siquiera aquellos niños inocentes tenían derecho a aceptar su mensaje de fraternidad. Con un doloroso suspiro, Gandhi dio media vuelta y reemprendió su camino.
Hubo otros incidentes. Cuatro días antes, alguien había saboteado los soportes de una pasarela de bambú y cuerda de yute por la que debía pasar Gandhi. Afortunadamente, el hecho había sido descubierto antes de que el puente se derrumbara y precipitase a Gandhi y su grupo en las fangosas aguas que corrían cinco metros más abajo. Otra mañana, por el camino que atravesaba un bosque de bambúes y cocoteros, Gandhi encontró fijados en los árboles numerosos carteles cubiertos de eslóganes hostiles: «Vete de aquí». «Acepta el Pakistán».
Estos mensajes de odio le dejaban indiferente. El valor físico, la capacidad de soportar sin protesta los golpes, de afrontar resueltamente el peligro eran, creía él, las cualidades esenciales de un militante de la no violencia. Desde el castigo que recibiera en África del Sur cuando el postillón blanco de una diligencia quiso expulsarlo del lugar que ocupaba, el frágil hombrecillo había dado numerosas pruebas de este género de valor.
Dominando el profundo dolor de haber visto a unos niños apartarse de él, Gandhi prosiguió su camino hacia el pueblo próximo. La noche había sido fría y húmeda, y el rocío tornaba resbaladizo el estrecho sendero por el que avanzaba el pequeño grupo. De pronto, todo el mundo se detuvo, mientras Gandhi dejaba su bastón de bambú y se inclinaba hacia el suelo. Una mano enemiga había cubierto el camino que iba a recorrer descalzo con cascos de botellas y excrementos humanos. Sin apresurarse, Ghandi cortó una rama de palmera, se agachó y realizó humildemente el acto más deshonroso para un hindú de casta: utilizando la palma como escoba, limpió el sendero.