XV. «CACHEMIRA, TU NOMBRE ESTÁ ESCRITO
EN MI CORAZÓN»
La ceremonia que se desarrollaba en Srinagar, en el palacio brillantemente iluminado del maharajá de Cachemira, coronaba una de las celebraciones más memorables del calendario hindú. Todos los años, en el noveno día de la luna creciente del mes de Asvina, en octubre, los hindúes celebraban Dasakra, la legendaria victoria de la diosa Durga, esposa del dios Siva, sobre el demonio-búfalo Mahishasura, símbolo de la ignorancia. En la noche del 24 de octubre de 1947, el maharajá Hari Singh clausuraba las celebraciones de esta nueva fiesta según el rito ancestral, recibiendo el tradicional juramento de fidelidad de los dignatarios de su Corte. Avanzaban de uno en uno hacia el trono y depositaban en la mano abierta del soberano la ofrenda simbólica de una moneda de oro envuelta en un pañuelo de seda.
El inconstante maharajá era un hombre feliz. De la extravagante cofradía de los 565 príncipes que había reinado sobre un tercio del continente indio, él era uno de los tres únicos que todavía poseían un reino. Los otros dos eran en la nabab de Junagadh —ese pequeño Estado en el que era mejor nacer en el pellejo de un perro que en el de un hombre— y el nizam de Hyderabad. El nabab de Junagadh había intentado, contra toda lógica, incorporar al Pakistán su minúsculo principado, situado, no obstante, en pleno corazón del territorio indio. Sus días estaban contados: antes de que transcurrieran dos semanas, una invasión del Ejército indio le dejaría el tiempo justo para llenar un avión con sus perros favoritos, sus mujeres y sus joyas, antes de huir al Pakistán. También estaban contados los días del nizam: a pesar de un último combate para que fuera reconocida su autonomía, poco después de la marcha del último virrey, vería su reino integrado por la fuerza de la India independiente.
El maharajá de Cachemira se había «restablecido» de la indigestión diplomática que, en el mes de junio, le había evitado tener que responder a las exhortaciones de su viejo amigo «Dickie» Mountbatten de incorporarse a la India o al Pakistán. Sentado bajo su sombrilla de oro en forma de flor de loto, tocado con un turbante de muselina adornado con un medallón de diamantes, ceñido el cuello por doce hileras de perlas que enmarcaban una esmeralda —joya de su dinastía—, Hari Singh se aferraba a su sueño: la independencia del «Valle encantado» que la East India Trading Company había vendido a sus antepasados un siglo antes por seis millones de rupias y un tributo anual de seis chales de pashmina tejidos con lana de cabras del Himalaya.
Mientras continuaba el desfile de sus nobles súbditos bajo las arañas de cristal de su palacio, a ochenta kilómetros de allí, a orillas del río Jhelam, un comando de dinamiteros forzaba la puerta de la central eléctrica de Mahura. Uno de los hombres sujetó unos explosivos sobre un panel cubierto de cuadrantes y manivelas. Diez segundos después, una violenta detonación desgarraba el aire.
En el mismo instante se apagaban todas las luces desde la frontera paquistaní hasta Ladakh y los confines de China. El palacio y la capital entera quedaron repentinamente sumidos en las tinieblas. En su salón de peluquería flotante «Vanity», la vieja señorita inglesa Florence Lodge no ocultó su contrariedad. El corte de corriente privaba a su última cliente de los servicios de la «máquina de rizar» que ella había traído de París en 1929. Decenas de ingleses retirados en sus casas flotantes amarradas a orillas del lago Dal se preguntaron qué podía significar la súbita oscuridad. Estos antiguos oficiales del Ejército de la India y estos funcionarios del Imperio lo ignoraban aún, pero aquélla avería anunciaba el fin de su plácida existencia en un paraíso de sol y de flores, donde podía uno creerse el emperador Jehangir por treinta libras esterlinas al mes.
En su habitación, donde le tenía postrado una operación en la pierna, el joven Karan Singh, hijo mayor del maharajá, escuchaba en la noche el silbido del viento invernal que llegaba de los glaciares del Himalaya. De pronto, como su padre, como sus invitados, como millares de habitantes de Srinagar, percibió otro ruido llevado por el viento. Era el lejano aullido de chacales que bajaban hacia la ciudad.
Una jauría de otro tipo se precipitaba también hacia Srinagar y el valle de Cachemira en aquella noche del 24 de octubre de 1947. Desde hacía cuarenta y ocho horas, centenares de guerreros de las tribus pathans paquistaníes habían invadido el reino de Hari Singh. Su ejército privado había desertado casi por entero para unirse a las filas de los invasores.
Este ataque por sorpresa tenía, verosímilmente, su origen en la inocente petición dirigida dos meses antes por Mohammed Ali Jinnah al director de su gabinete militar, el coronel inglés E. S. Birnie. Agotado por semanas de difíciles negociaciones, debilitado por el mal implacable que le roía los pulmones, Jinnah había decidido descansar. Envió a Birnie para que adoptara en Cachemira las disposiciones necesarias que le permitieran pasar allí dos semanas de vacaciones a mediados de setiembre. La elección de este lugar era natural. Para Jinnah y la mayoría de sus compatriotas, parecía inconcebible, después de la partición, que Cachemira, cuya población era musulmana en un 75 por ciento, pudiera tener otro destino que el de formar parte del Pakistán.
Sin embargo, el oficial británico traería una noticia asombrosa: Hari Singh no deseaba que Jinnah pusiera los pies en su reino, ni siquiera como turista. Esta negativa revelaba brutalmente al jefe del Pakistán que la situación en Cachemira amenazaba no seguir el curso previsto. Para cerciorarse, encargó a un emisario que averiguara las verdaderas intenciones del poco hospitalario maharajá.
El informe produjo el efecto de una bomba: el monarca no tenía en absoluto la intención de someter de nuevo su reino al Pakistán. Jinnah no podía por menos de aceptar el desafío. Su Primer Ministro, Liaquat Ali Khan, reunió en Lahore a un grupo de calificados colaboradores con el fin de estudiar el mejor modo de obligar al recalcitrante maharajá.
Se excluyó desde el primer momento la posibilidad de una invasión abierta. El Ejército paquistaní no se hallaba preparado para una aventura semejante, que no dejaría de provocar una guerra con la India. Se ofrecían otras dos posibilidades. La primera fue presentada por el coronel Akbar Khan, antiguo alumno de la Academia Militar de Sandhurst, animado por una desmedida afición a las conspiraciones. Sugirió fomentar una insurrección general de los musulmanes de Cachemira contra su soberano hindú. Esto exigiría varios meses de preparación, pero, concluida ésta, «cuarenta o cincuenta mil cachemiris descenderían sobre Srinagar para obligar al maharajá a firmar su incorporación al Pakistán».
Más atractiva, la segunda proposición tenía por autor al Primer Ministro de la famosa Provincia Fronteriza del Noroeste. Apelaba a la población más turbulenta y más temida del subcontinente, las tribus pathans que vivían en las fronteras del Afganistán. El Pakistán había heredado de Inglaterra la carga de mantener la paz en la agitada región que aquéllas ocupaban. La indocilidad de estas tribus era tal que no había nada menos seguro que su sumisión a la dominación política de sus hermanos musulmanes de Karachi. Soliviantados por los agentes del rey de Afganistán, que soñaba con una expansión hacia el valle del Indo, constituían en realidad un verdadero peligro para el joven Estado de Mohammed Ali Jinnah. Desviar hacia Cachemira a estos feroces guerreros ofrecía, pues, considerables ventajas. Ello permitiría contemplar una caída rápida del maharajá hindú y la anexión de su Estado, pero también apartar la codicia de los pathans.
La reunión finalizó con una advertencia por parte del Primer Ministro: la operación debía ser montada en la más absoluta clandestinidad, y su financiación asegurada por fondos secretos. Ni el Ejército, ni la Administración, ni, sobre todo, los oficiales y funcionarios británicos que habían permanecido al servicio del nuevo Estado debían tener la menor sospecha de ella.
Tres días más tarde, en el sótano de una casa de la vieja ciudad de Peshawar, los principales jefes de tribus entablaban conocimiento con el hombre elegido para dirigir su marcha sobre Srinagar, el mayor Kurshid Anwar, un extraño personaje singularmente dotado para los disfraces. Sentados en cuclillas a su alrededor, vestidos con túnicas y las largas barbas cayéndoles sobre el pecho, los pathans se parecían a los soldados de Saúl o de David. Bebiendo té, chupando sus hukka, pipas de agua, siguieron atentamente el sombrío cuadro que les trazó el enviado de Jinnah.
Les explicó que el infiel e idólatra monarca hindú estaba a punto de arrojarse en brazos de la India, la cual no tardaría en ocupar todo su reino. Millones de musulmanes caerían entonces bajo el yugo hindú. Su deber, por tanto, era correr en socorro de sus hermanos de Cachemira. Tras esta invitación a una cruzada patriótica se ocultaba una operación muy diferente, una cruzada también antigua, pero menos heroica, susceptible, no obstante, de galvanizar el ardor de los pathans mejor que una movilización religiosa: la promesa del pillaje.
Pocas horas después, en los morkha de barro y paja de las aldeas, en los campamentos situados alrededor de Landi Kotal, en las cumbres del paso de Khyber y en las escondidas cuevas donde fabricaban sus fusiles desde hacía generaciones, así como en los escondrijos de sus caravanas de contrabando, los pathans lanzaron la vieja llamada del Islam a la guerra santa, el Jihad. De bazar en bazar, agentes clandestinos aseguraron el aprovisionamiento de galletas de maíz, garbanzos y azúcar. Sujetándose estos víveres en torno a la cintura, los combatientes tendrían con qué alimentarse durante varios días. Luego, los hombres, las armas y las vituallas llegaron a los puntos de concentración.
Las voces eran las de dos altos funcionarios del Pakistán. Sin embargo, se expresaban en inglés. Sir George Cunningham, nuevo gobernador de la Provincia Fronteriza del Noroeste, telefoneaba al general Sir Frank Messervy, comandante en jefe del Ejército paquistaní. En estos primeros meses de su existencia, el Pakistán continuaba siendo en gran parte administrado por los ingleses. Consciente de que, tras la Independencia, su país y su Ejército se verían en una crucial necesidad de cuadros dirigentes competentes, Jinnah —como Nehru en la India— había tenido la prudencia de refrenar el orgullo nacional y nombrar a británicos para los principales puestos de mando de la nación. No por ello dejaba el Pakistán de ser una tierra oriental, y las cosas se habían llevado con bizantinas sutilezas. Como ordenara el Primer Ministro, los organizadores de la invasión de Cachemira habían actuado de tal modo que sus antiguos amos, ahora a su servicio, lo ignoraban todo acerca de sus proyectos.
—Oye, old boy —decía el gobernador Cunningham desde su despacho de Peshawar— tengo la impresión de que se están tramando cosas muy extrañas.
Hacía varios días, explicó al general Messervy, camiones cargados de hombres de las tribus llegaban a la ciudad a los gritos de «Allah Akbar». Todo el mundo parecía conocer el destino de estas entusiastas gentes, excepto él.
—¿Estás seguro —continuó— de que los paquistaníes son verdaderamente hostiles a una invasión de Cachemira por parte de los pathans? Yo me sentiría más bien inclinado a creer que es el propio Primer Ministro de mi provincia en persona quien les anima a lanzarse a esta aventura.
Esta llamada telefónica había sorprendido al general Messervy en el instante mismo en que cerraba su maleta. El Gobierno, en efecto, había dispuesto que el día D se encontrara a diez mil kilómetros de su cuartel general. Una misión a Londres para obtener las armas destinadas a sustituir a las que la India no había entregado, en violación de los acuerdos de la partición, había servido de pretexto para el alejamiento del comandante en jefe británico del Ejército paquistaní.
—Puedo asegurarte que yo, personalmente, soy opuesto a toda empresa de ese género —respondió el general Messervy—, y el Primer Ministro me ha garantizado que él también lo era.
—En ese caso —suspiró Cunningham—, harías bien en informarme de lo que ocurre aquí.
Camino de Londres, Messervy se detuvo en Lahore para precipitarse en casa de Liaquat Ali Khan. Con toda la serenidad de un buda en un bajorrelieve de Gandhara, el Primer Ministro del Pakistán tranquilizó al jefe de su Ejército. Sus temores carecían de fundamento. El Pakistán no toleraría jamás semejante operación. Ante su visitante, telegrafió en el acto a los responsables de la Provincia Fronteriza del Noroeste y les ordenó que hicieran cesar estos escandalosos preparativos. Messervy emprendió tranquilamente el vuelo hacia Londres. En realidad, los cañones y obuses que iba a comprar allí servirían para alimentar muy pronto un conflicto hábilmente provocado durante su ausencia.
Con todas las luces apagadas y el motor parado, el break «Ford» se deslizó en la noche glacial y se inmovilizó a cien metros de un puente. Detrás de él se alargaba una fila de sombras negras, una docena de camiones en los que se apiñaban en silencio hombres armados. El estruendo del torrente que bajaba por el fondo del lecho del Jhelam llenaba la noche. En el break, Sairab Khayat Khan, el joven jefe de la sección local de los Camisas Verdes, se alisaba nerviosamente el bigote. El reino de Cachemira comenzaba al otro extremo del puente, y el oficial esperaba con impaciencia el momento en que brillara el cohete que debía anunciarle que los soldados musulmanes del ejército del maharajá se habían sublevado, habían asesinado a sus superiores hindúes, cortado la línea telefónica de Srinagar y neutralizado a los centinelas del puesto de guardia.
Un rosáceo relámpago dibujó por fin el esperado arco luminoso. Sairab Khayat Khan volvió a poner en marcha el motor de su vehículo. Empezaba la guerra en Cachemira.
LA INVASIÓN DE CACHEMIRA
Pocos minutos después, la columna llegaba ante el edificio de Aduanas de la pequeña ciudad de Muzaffarabad. Creyendo que se trataba de la tardía llegada de un convoy de mercancías, dos somnolientos aduaneros le hicieron señal de que se detuviese. Los pathans saltaron entonces de sus camiones lanzando su grito de guerra y ataron a los dos funcionarios con el hilo cortado del teléfono.
El joven jefe de la vanguardia de las fuerzas de invasión estaba exultante: la operación no podía empezar bajo mejores auspicios. Estaba abierto el camino de Srinagar, una carretera sin defensa ni obstáculos, doscientos kilómetros de un paseo sin peligro que podrían realizar antes del amanecer. A las primeras luces del alba, millares de pathans invadirían la capital dormida de Hari Singh. Sus hombres se apoderarían del palacio, imaginaba Sairab Khayat Khan, y él mismo llevaría al maharajá, en la bandeja de su desayuno, la noticia que daría la vuelta al mundo en este 22 de octubre de 1947: «Cachemira pertenece al Pakistán».
Todo esto no era más que un sueño, y el joven militante no tardaría en desilusionarse. Los estrategas de Lahore que habían concebido esta invasión, habían cometido, en efecto, un error fatal. Cuando Sairab Khayat Khan quiso reagrupar sus tropas para lanzarlas por la carretera de Srinagar, habían desaparecido. No quedaba un solo pathan en sus camiones. Se habían desvanecido en la noche, inaugurando su cruzada para liberar a sus hermanos musulmanes de Cachemira con una escapada nocturna a las tiendas del bazar de Muzaffarabad. La abundancia de las riquezas que encontraron allí privaría para siempre a Mohammed Ali Jinnah de la alegría de volver a ver y poseer el valle encantado de Cachemira.
«Cada uno hacía la guerra por su cuenta —cuenta Sairab Khayat Khan—. Disparaban contra las cerraduras, destrozaban las puertas, se llevaban todo lo que tuviera el más mínimo valor». Ayudado por sus oficiales, intentó arrancarles de esta orgía agarrándoles por los faldones de sus túnicas.
—¿Qué hacéis? —gemía desesperado—; ¡es a Srinagar adonde tenemos que ir!
Pero la embriaguez del botín había trastornado a los pathans. Nada podía calmar su frenesí. Srinagar no caería esa noche en manos de aquellos hombres. Al ritmo de sus sistemáticos saqueos, necesitarían cuarenta y ocho horas para recorrer los 130 kilómetros que les separaban de la central eléctrica y sumir en las tinieblas el palacio y la capital de Hari Singh.
Las primeras informaciones sobre la invasión de Cachemira por las tribus paquistaníes no llegaron a Nueva Delhi hasta dos días más tarde. Arribaron, no bajo la forma de un S. O. S. del maharajá hindú, sino por el camino menos ortodoxo que pudiera imaginarse. A lo largo de la gran carretera del éxodo del Penjab, por la que millones de hombres arrastraban su miseria desde hacía semanas, sujeto a postes sobre los que se posaban los buitres después de sus macabros festines, corría un cable telefónico que unía todavía el Pakistán con la India. Esta línea continuaba permitiendo al 17.04 de Rawalpindi, en el Pakistán, comunicar con el 30.17 de Nueva Delhi. Estos dos números de teléfono eran las líneas privadas de los comandantes en jefe del Ejército paquistaní e indio, dos generales ingleses, dos antiguos miembros del difunto Ejército de la India, dos amigos.
El viernes, 24 de octubre, poco antes de las cinco de la tarde, el general Douglas Gracey, que sustituía al general Messervy, desplazado a Londres, tuvo conocimiento de la invasión de Cachemira. Utilizando la línea privada de su jefe, llamó inmediatamente a Nueva Delhi a la última persona que Jinnah hubiera deseado que fuera informada, el escocés Roben Lockhart, comandante en jefe del Ejército indio, única fuerza capaz de oponerse a su empresa. A su vez, Lockhart se apresuró a transmitir la noticia a otros dos ingleses, el gobernador general, Lord Mountbatten, y el comandante en jefe de las fuerzas británicas, mariscal Sir Claude Auchinleck.
El conflicto que acababa de estallar plantearía un dramático caso de conciencia a los oficiales británicos que servían respectivamente en los Ejércitos indio y paquistaní. Como hombres, deseaban evitar por encima de todo la extensión de las operaciones e impedir que sus antiguos camaradas del Ejército de la India se mataran entre sí. Pero, como militares, debían, ante todo, ejecutar las órdenes.
El diálogo iniciado gracias a la extraña línea telefónica que continuaba uniendo Nueva Delhi con Rawalpindi proseguiría entre los dos generales ingleses mientras los ejércitos situados bajo su mando se enfrentaban en las nieves de Cachemira. Esto les valdría un día la severa reprobación de los Gobiernos a los que servían y sería causa de su marcha. Sin embargo, si ese otoño no estalló una guerra entre la India y el Pakistán, fue debido en gran parte a sus conversaciones secretas.
Lord Mountbatten se enteró de la invasión de Cachemira mientras se vestía para asistir a un banquete en honor del ministro de Asuntos Exteriores de Thailandia. Rogó a Nehru que se quedase después de la salida del último invitado. El Primer Ministro indio quedó consternado por la noticia. Sin duda, ninguna información podía afectarle más. Adoraba el antiguo país de sus antepasados «semejante a una mujer supremamente bella…, adornado con toda la belleza femenina de sus ríos y de sus valles, de sus lagos y de sus graciosos árboles». Durante su lucha por la libertad, había vuelto allí para contemplar «sus altas murallas, sus precipicios, sus picos cubiertos de nieve, sus glaciares, sus torrentes feroces y crueles que se precipitaban en el valle».
Con motivo del asunto de Cachemira, Mountbatten descubriría un Nehru desconocido, un Nehru que perdería de pronto su extraordinaria sangre fría para dejar hablar solamente a su pasión de brahmán de Cachemira. «Así como el nombre de Calais estuvo en otro tiempo escrito en el corazón de su reina María —exclamaría para explicar su actitud—, el de Cachemira está escrito en el mío».
Otra confrontación, igualmente tormentosa, esperaba a Mountbatten, gobernador general de la India, cuando el mariscal Auchinleck le advirtió que se proponía transportar urgentemente por avión una Brigada inglesa hasta Srinagar con la misión de proteger y evacuar a los centenares de jubilados británicos que vivían en Cachemira. En efecto, temía que, si esta intervención no se producía, fueran víctimas de una matanza general. Por terrible que pudiera ser esta perspectiva, Mountbatten no tenía, sin embargo, intención de autorizar la utilización de soldados británicos en el suelo de un Estado independiente.
—Lo siento —declaró—, pero no estoy de acuerdo. Si ha de haber una intervención militar en Cachemira, ésta sólo puede ser india.
—¡Van a ser asesinados todos nuestros compatriotas, y su sangre caerá sobre vuestras manos! —replicó, enfurecido, Auchinleck.
—Es una responsabilidad que, desgraciadamente, estoy obligado a aceptar —respondió Mountbatten—. Es el precio del puesto que ocupo. Pero peor sería que soldados ingleses se encontraran mezclados en este asunto.
Un «DC 3» de las fuerzas aéreas indias aterrizó la tarde siguiente sobre los hierbajos de la abandonada pista del aeródromo de Srinagar. Descendieron de él V. P. Menon, el alto funcionario indio especialista en negociaciones con los maharajás, el coronel del Ejército indio Sam Manekshaw, y un oficial de Aviación.
La misión de los tres hombres se había decidido esa misma mañana en el curso de una reunión extraordinaria del comité de defensa del Gobierno indio, celebrada tras haberse recibido un S. O. S. del maharajá Hari Singh. Mountbatten había comprendido entonces que sería inevitable una intervención india. Deseoso de que ésta se efectuara con el más estricto respeto a la legalidad, convenció al Gobierno para que retrasase el envío de tropas a Cachemira hasta el momento en que el soberano hubiera proclamado oficialmente su incorporación a la India, convirtiéndose entonces su reino, jurídicamente, en parte de la India.
Mountbatten fue más lejos incluso. Al igual que antes al servicio de Inglaterra, se mantenía ardientemente fiel a los principios democráticos. Del mismo modo que siempre había creído imposible que Gran Bretaña pudiera mantenerse en la India contra la voluntad del pueblo, así también estimaba que no podría existir en Cachemira ninguna solución que fuera contra los sentimientos de la mayoría musulmana. Llevado de su realismo, no tenía ninguna duda sobre la naturaleza de éstos. «Estoy convencido de que una población en la que existe semejante proporción de musulmanes no dejará de votar por la incorporación de su país al Pakistán», escribió el 7 de noviembre a su primo Jorge VI.
Por ello, Mountbatten persuadió igualmente al Gobierno indio para que agregara una cláusula fundamental a la integración de Cachemira. La decisión del maharajá sólo podría ser provisional. No adquiriría carácter definitivo hasta después del restablecimiento de la paz y de su ratificación por un plebiscito popular.
En el momento en que los emisarios de Nueva Delhi emprendían el vuelo, Mountbatten ordenó que todos los aparatos de la aviación comercial india abandonaran sus pasajeros allá donde se encontrasen y se dirigieran urgentemente a la capital. Comenzaba una operación histórica: un puente aéreo hacia el Himalaya.
Poco antes de la medianoche del sábado 26 de octubre de 1947, un refugiado más se agregó a los diez millones y medio de hindúes, sikhs y musulmanes que habían huido de sus casas: Hari Singh, el maharajá de Cachemira. Mientras sus servidores recogían los cofrecillos de perlas, de esmeraldas, de diamantes, y los tapices de seda, él se fue a buscar los dos objetos que más estimaba, un par de escopetas de caza «Purdey», cuyos cañones de azulado acero le habían permitido conquistar el título de campeón del mundo de tiro al plato. Con melancólica expresión, acarició sus culatas de madera preciosa, las colocó cuidadosamente en su estuche y, luego, las llevó él mismo a su coche. Pues su charabán era, en realidad, una confortable limousine americana que precedería a toda una caravana de camiones y automóviles en los que habían sido amontonados sus bienes más preciosos. No había peligro de que ninguna banda de asesinos amenazara su huida: la guardia principesca, fuertemente armada, velaría por la seguridad del fugitivo. En cuanto a su destino, el coche no conduciría al infortunado maharajá hacia la degradación de un campo de refugiados infestado de cólera, sino hacia el dorado exilio de otro palacio, su palacio de invierno de Jammu, situado en el sur de su Estado, donde la mayoría de los habitantes eran hindúes y donde antaño había recibido al príncipe de Gales y a su joven ayudante de campo, Lord Louis Mountbatten. Allí podía esperar sentirse seguro.
La precipitada marcha de la Historia había barrido las vanas esperanzas de independencia de quien había sido «Mr. A» en un escándalo de los años 30 en Londres. Sus tergiversaciones no le habían hecho ganar ni siquiera tres meses fuera del «cesto de manzanas» de Louis Mountbatten. Huía de su amenazada capital mientras V. P. Menon, que le había aconsejado esta partida, regresaba a Nueva Delhi para informar al Gobierno indio que el maharajá estaba dispuesto a aceptar cualquier acuerdo a cambio de su protección.
Hari Singh no regresaría jamás a su palacio de Srinagar. Pocos años después, cuando estos lugares quedaran transformados en un hotel de lujo, las habitaciones en que había corrompido a los jóvenes oficiales de su Ejército, cuya lealtad se había mostrado tan frágil, acogerían a ricos turistas americanos.
Tras diecisiete horas de penoso viaje, la caravana del maharajá llegó a Jammu. Agotado, Hari Singh se retiró en seguida a sus aposentos. Antes de dormirse, llamó a su ayudante de campo y le dio su última orden de príncipe reinante. «Despiértame sólo si V. P. Menon vuelve de Nueva Delhi —pidió—, ya que eso significaría que la India ha decidido venir en mi auxilio. Si no ha llegado para el amanecer, pégame un tiro mientras esté dormido, pues ello querrá decir que todo está perdido».
A su regreso a Nueva Delhi, V. P. Menon y los dos oficiales que le acompañaban se presentaron a Lord Mountbatten y a los ministros indios para someterles su informe. Traían noticias alarmantes. Ciertamente, el maharajá había aceptado por fin echar su reino en el cesto de la India, pero la situación militar inspiraba vivas inquietudes. Los pathans se encontraban a menos de cincuenta kilómetros de la capital, amenazando continuamente el único aeródromo de Cachemira donde la India podía desembarcar tropas.
Mountbatten invitó al Gobierno indio a pasar urgentemente a la acción. Ordenó que los primeros elementos indios fuesen aerotransportados al amanecer del día siguiente al aeródromo de Srinagar. Estas tropas deberían mantenerse a toda costa en las pistas hasta la llegada de refuerzos blindados y artillería. Éstos partirían inmediatamente por la única vía terrestre que unía la India con Cachemira, la precaria carretera que el lápiz de Sir Cyril Radcliffe había entregado providencialmente a Nueva Delhi, adjudicando a la India el enclave de Gurdaspur aunque su población fuese musulmana en su mayoría.
Hari Singh no moriría de un balazo en la cabeza. Mountbatten le envió de nuevo a V. P. Menon para hacerle firmar el acta oficial de la incorporación de su reino a la India, que debía amparar con una garantía legal la intervención militar india en Cachemira.
Una vez cumplida esta formalidad, V. P. Menon regresó inmediatamente a Nueva Delhi. Su amigo Sir Alexander Symon, alto comisionado británico adjunto, acudió a felicitarle. Menon exultaba de una alegría tal que llenó el vaso de su anfitrión y el suyo propio con una enorme cantidad de whisky. Levantando el vaso con radiante expresión, sacó del bolsillo de su chaqueta una hoja de papel que agitó febrilmente en dirección al inglés.
—¡Está hecho! —exclamó—. Cachemira es nuestra. El cerdo ha firmado. ¡Y ahora será nuestra para siempre!
La India sería fiel a esta promesa. Los 329 soldados del l.er Regimiento de Infantería sikh y las ocho toneladas de material que desembarcaron de nueve «DC 3» sobre las pistas de Srinagar, milagrosamente desiertas, en el amanecer del 2 de octubre de 1947, constituían la vanguardia de un verdadero ejército de hombres y material. Más de cien mil soldados combatirían un día en las nevadas pendientes que habían sido el paraíso de los pescadores de truchas y los cazadores de íbices.
Curiosamente, los indios no deberían su éxito inicial en Cachemira al estratega que había conducido a los ejércitos aliados a la victoria a través de las junglas birmanas, sino al sacrificio de catorce religiosas francesas, belgas, españolas, italianas, portuguesas y escocesas de la Orden de Franciscanas Misioneras de María. Deteniéndose para saquear su convento en la pequeña ciudad de Baramullah, a sólo cincuenta kilómetros de Srinagar, en lugar de precipitarse hacia la capital y el vital objetivo de su aeródromo, los pathans pusieron fin al sueño de Jinnah de anexionarse el valle encantado del emperador Jehangir. Durante todo el lunes 27 de octubre, mientras los primeros sikhs se atrincheraban en el único aeródromo de Cachemira, los pathans daban rienda suelta a su ansia de pillaje, de violación y de matanza. Se arrojaron sobre las religiosas de la pequeña comunidad, mataron a los enfermos y los heridos de su hospital, saquearon el convento y la capilla hasta el último picaporte.
Esa noche, estrechando contra el pecho su crucifijo, la superiora belga, madre Marie-Adeltrude, sucumbió a sus heridas ofreciendo sus sufrimientos a Dios «por la conversión de Cachemira». El martirio de estas santas mujeres no cambiaría en nada la omnipotente influencia del Islam en este enclave situado al pie del Himalaya. Pero dio a los soldados de Jawaharlal Nehru las pocas y decisivas horas de respiro que necesitaban para apoderarse de las posiciones clave del Valle Encantado.
Cuando los pathans reanudaron su marcha sobre Srinagar, era demasiado tarde. Los indios bloquearon su avance. Luego, cuando llegaron sus primeros blindados por la carretera de Sir Cyril Radcliffe, los detuvieron y les obligaron a retroceder en desorden hacia la frontera que habían cruzado dos días antes seguros de conquistar toda Cachemira sin hacer un solo disparo. Espumeando de cólera, Jinnah no vaciló en desafiar a los oficiales británicos de su ejército enviando soldados paquistaníes camuflados como guerrilleros con la misión de avivar la moral de las desfallecientes tribus. Durante meses, el conflicto fue astutamente contenido por los comandantes en jefe británicos de los dos ejércitos enemigos; daría lugar, sobre todo, a proezas de alpinismo militar.
La ONU acabaría ocupándose de la querella. El Valle Encantado se reunió entonces con Palestina, Berlín, Corea y Vietnam en la galería de los problemas insolubles del mundo. El plebiscito al que Mountbatten había logrado atraerse a Nehru dormiría para siempre en el grueso legajo de las buenas intenciones. El país permanecería dividido a lo largo de la línea de alto el fuego fijada en 1948, quedando en manos de la India todo el valle de Cachemira y su capital Srinagar, mientras que una pequeña región montañosa del Norte, en torno a Gilgit, era ocupada por el Pakistán.
Casi treinta años más tarde, la posesión de Cachemira continuaría siendo la principal fuente de discordia entre la India y el Pakistán, el obstáculo quizá más importante para su reconciliación.