II. CUATROCIENTOS MILLONES DE FANÁTICOS DE DIOS

A diez mil kilómetros de Downing Street, en una aldea del delta del Ganges, al norte del golfo de Bengala, un anciano se tendió sobre la tierra apisonada de una cabaña de campesino. Eran las doce en punto de la mañana. Como todos los días a esa misma hora, cogió un saquito húmedo que se le entregaba y se lo colocó cuidadosamente sobre el vientre. Luego, tomó otro saquito, más pequeño, y se lo puso sobre el calvo cráneo. Así tendido en el suelo, parecía una criatura frágil e insignificante. Sin embargo, este anciano de setenta y siete años, apergaminado bajo su cataplasma de arcilla había hecho más que nadie para derruir el Imperio británico. Por causa de él, el Primer Ministro inglés se había visto obligado a enviar a Nueva Delhi al bisnieto de la reina Victoria para encontrar un medio de liquidar la presencia británica en la India.

Apacible profeta del movimiento de liberación más extraordinario que jamás haya existido, Mohandas Karamchand Gandhi era un revolucionario muy singular. A su lado estaban sus gafas de montura de acero y, resplandecientemente limpia, la dentadura postiza que sólo se ponía para comer. Con su menuda estatura, sus 52 kilos de peso, sus brazos y piernas desproporcionadamente largos con relación al torso, sus orejas separadas del cráneo, su nariz chata sobre un fino bigote gris, hacía pensar en una vieja ave zancuda. Pese a su fealdad, el rostro de Gandhi irradiaba una extraña belleza a causa del perpetuo reflejo de humores, de sentimientos y de malicia que le animaba.

En un mundo abrumado por la violencia, Gandhi había propuesto otra vía, la del ahimsa, la no violencia. Propagando esta doctrina, había logrado movilizar al pueblo indio para expulsar a Inglaterra de la península. Gracias a él, una campaña moral había sustituido a una rebelión armada, la oración a los fusiles, un despreciativo silencio al estruendo de las bombas terroristas. Mientras que Europa retumbaba bajo los aullidos y las arengas de una legión de demagogos y dictadores, Gandhi exaltaba a las masas del país más poblado del mundo sin levantar la voz. No había atraído a sus discípulos bajo su bandera mediante el señuelo del poder o de la fortuna, sino con una advertencia: «Los que quieran seguirme —había dicho— deben estar dispuestos a dormir en el suelo, a vestir ropas rudimentarias, a levantarse antes del amanecer, a vivir con un alimento frugal y limpiarse ellos mismos sus retretes». A modo de uniformes, proponía a sus compañeros algodón crudo hilado a mano. Instantáneamente reconocible, este vestido había de soldar tan sólidamente entre sí a las multitudes indígenas como las camisas pardas y negras que habían unido a las tropas de los dictadores europeos.

Para transmitir su doctrina Gandhi había recurrido a los métodos más elementales. Escribía de su puño y letra a la gran mayoría de sus corresponsales, pero, sobre todo, hablaba. Hablaba a sus discípulos, a sus fieles en sus reuniones de oración, en las reuniones del partido del Congreso. No utilizaba ninguna de las técnicas creadas para condicionar a las masas y someterlas a la voluntad de agitadores e ideólogos. Sin embargo, su mensaje penetraba profundamente en un continente desprovisto de todo medio moderno de comunicación: Gandhi poseía el arte de los gestos sencillos que hablan al alma de la India. Emprendía acciones de originalidad sorprendente. En un país asolado por el hambre desde hacía siglos, su táctica más eficaz consistía en privarse de alimento, en realizar una serie de ayunos públicos. Ponía de rodillas a Inglaterra bebiendo agua con bicarbonato sódico.

La India mística había reconocido en este frágil hombrecillo, en la luz de sus actos, el genio de un Mahatma —una Gran Alma— y le había seguido. Venerado como un santo por sus discípulos, era sin discusión una de las figuras más extraordinarias de su época. Para los ingleses, cuya marcha había acelerado, no era más que un político astuto, un falso mesías cuyas cruzadas no violentas habían terminado siempre en la violencia. Incluso un hombre tan benévolo como el mariscal Wavell, el virrey a quien iba a suceder Mountbatten, le consideraba como «un viejo líder maléfico…, hábil, obstinado, tiránico, trapacero, con muy poca santidad auténtica».

Pocos eran los ingleses que, habiendo negociado con él, le habían comprendido, y menos aún los que le querían. Era comprensible su turbación ante el hombrecillo. Mezcla sorprendente de grandes principios morales y de obsesiones absurdas, no vacilaba en interrumpir graves discusiones políticas para disertar sobre las ventajas de la continencia o las causas del estreñimiento.

Allá donde iba Gandhi estaba la capital de la India, se decía. En este uno de enero de 1947, ese honor correspondía a la aldea bengalí de Srirampur, desde la que el Mahatma, tendido bajo sus cataplasmas de arcilla, ejercía su autoridad sobre todo un continente sin el auxilio de las ondas de la radio, sin electricidad, sin agua corriente, a cincuenta kilómetros del teléfono o del telégrafo más próximos. El distrito de Noakhali, al que pertenecía la aldea de Srirampur, era una de las regiones más inaccesibles de la India, un laberinto de pantanos y de islotes perdidos en medio del delta formado por el Ganges y el Brahmaputra. En una superficie de apenas sesenta kilómetros cuadrados vivían dos millones y medio de seres humanos, el ochenta por ciento de los cuales eran musulmanes. Se amontonaban en miserables aldehuelas separadas por toda una red de canales, de ríos. Solamente podía llegarse a ellas en lancha, a bordo de barcazas tiradas por búfalos o por pasarelas de bambú peligrosamente suspendidas sobre unas aguas fangosas generalmente cubiertas por una alfombra de jacintos silvestres.

Esta fiesta de Año Nuevo hubiera debido ofrecer a Gandhi la ocasión de especiales alegrías. ¿No estaba a punto de alcanzar el fin que había movilizado todas sus fuerzas desde hacía más de treinta años? Cuando se perfilaba ya el término glorioso de su combate, Gandhi padecía sin embargo, una profunda desesperación, cuyos motivos aparecían manifiestamente ostensibles a su alrededor en Srirampur. Esta aldea tenía la triste gloria de haber figurado en los despachos cuya gravedad había acelerado la decisión de Clement Attlee. Excitados por jefes fanáticos y por los relatos de las atroces represalias perpetradas contra los suyos en Calcuta, los musulmanes del distrito de Noakhali habían atacado a las minorías hindúes que compartían sus poblados. Habían matado, violado, saqueado, incendiado y obligado a sus vecinos a comer la carne de las vacas sagradas. La mitad de las chozas de Srirampur no eran más que ruinas ennegrecidas. Incluso la cabaña que habitaba Gandhi había resultado parcialmente destruida por el fuego.

Estas explosiones de violencia continuaban siendo todavía casos aislados, pero existía el riesgo de que las pasiones que las habían desencadenado se extendieran rápidamente a todo el subcontinente. Iniciados en Calcuta, estos sanguinarios disturbios se habían propagado ya a la provincia de Bihar, donde, esta vez, los hindúes habían matado musulmanes con igual salvajismo. Su amplitud justificaba la angustia del Primer Ministro británico y su voluntad de enviar urgentemente a Mountbatten a Nueva Delhi.

Explicaba también la presencia de Gandhi en Srirampur. El hecho de que sus compatriotas hubieran podido lanzarse con semejante locura homicida unos contra otros en el instante triunfal de su libertad era algo que destrozaba el corazón del anciano. Le habían seguido por el camino de la independencia, pero no habían comprendido la doctrina fundamental de su acción. Gandhi creía apasionadamente en la no violencia. El holocausto que el mundo acababa de vivir, el espectro de la destrucción nuclear que le amenazaba hoy, le demostraban de manera indiscutible que sólo la no violencia podía salvar a la Humanidad. Deseaba desesperadamente que la nueva India pudiera mostrar a Asia y a la tierra entera un camino no violento para lograr la redención del hombre. Pero, si su pueblo se apartaba de los principios mismos que él había utilizado para guiarle hasta la libertad, ¿qué quedaría de sus esperanzas? Una tragedia que transformaría la independencia en un triunfo inútil.

En este día de Año Nuevo de 1947, la amenaza de una partición de la India afligía igualmente a Gandhi. Todas las fibras de su ser se rebelaban contra la división de su amado país que exigían los jefes musulmanes de la India y que muchos ingleses estaban dispuestos a aceptar. A sus ojos, los diferentes pueblos indios y sus creencias estaban tan inextricablemente mezclados como los entrelazados hilos de un tapiz oriental. Estaba firmemente convencido de que la India no podría ser dividida sin que quedara destruida la esencia de su realidad, como un tapiz no puede ser desgarrado sin que quede rota la armonía de su dibujo.

Cuando las primeras matanzas religiosas ensancharon el abismo que separaba a las comunidades hindúes y musulmanas, Gandhi había exclamado en un grito de congoja: «No percibo ninguna luz en la impenetrable noche. Los principios de verdad, de amor y de no violencia que me han sostenido durante cincuenta años parecen desprovistos de las cualidades que yo les había atribuido».

Había acudido a la devastada aldea de Srirampur con el fin de buscar nuevas razones para creer, de encontrar un medio para curar la enfermedad, de impedir que contaminara y devorase a la India entera. Había recorrido el poblado durante varios días, hablando con los habitantes, rezando y meditando a la escucha de su «voz interior» que con tanta frecuencia le había iluminado en momentos de crisis.

Esta noche del uno de enero, convocó a sus discípulos. Su «voz interior» le había hablado por fin. Así como los santos hombres de la India habían atravesado antaño descalzos el continente para ir a rezar en sus santuarios, él iba a emprender una peregrinación de penitencia a través de las aldeas del distrito de Noakhali devastadas por el odio. En siete semanas, caminando descalzo en señal de mortificación, Gandhi iba a recorrer 185 km y visitar 47 aldeas. Él, un hindú, iba a aventurarse entre aquellos musulmanes enfurecidos, corriendo de pueblo en pueblo, de cabaña en cabaña, para intentar hacer volver la paz con el solo bálsamo de su presencia.

Dejemos que los políticos se enzarcen en Nueva Delhi en discusiones interminables sobre el futuro de la India, declaró. Como siempre había ocurrido, las verdaderas soluciones a los problemas de la India deberían ser encontradas en sus aldeas. «Éste será mi último gran intento», confió. Si lograba «encender nuevamente la lámpara de la fraternidad» en estas aldeas sometidas a la maldición de la sangre y el rencor, su ejemplo inspiraría a la nación entera. Aquí, en Noakhali, esperaba poder enarbolar de nuevo la antorcha de la no violencia para conjurar los demonios de la intolerancia y de la división que asediaban a la India.

Para esta peregrinación de penitencia, Gandhi no deseaba más compañero que Dios. Sólo le acompañarían cuatro discípulos y vivirían todos de la caridad de los campesinos. Manu, su fiel sobrina-nieta de diecinueve años, metió en su hatillo de ropa un lápiz y papel, hilo y una aguja, un cuenco de tierra cocida, una cuchara de madera y su rueda de chispas. No olvidó la figurilla de marfil de la que Gandhi no se separaba nunca y que, bajo la forma de tres monos que se tapaban con las manos las orejas, los ojos y la boca, representaba los tres secretos de la sabiduría: «No escuches el mal, no veas el mal, no digas el mal». En una bolsa de algodón, colocó los libros que reflejaban el eclecticismo de este original mensajero de la reconciliación: el Bhagavad Gita hindú, un Corán, Práctica y Preceptos de Jesús y una selección de pensamientos judíos.

Con Gandhi a la cabeza, el pequeño grupo se puso en camino al salir el sol. Los habitantes de Srirampur acudieron para echar una última mirada a este anciano de setenta y siete años que, encorvado sobre su bastón de bambú, marchaba en busca de su sueño perdido. Al empezar a andar por el sendero, Gandhi entonó un poema de Rabindranath Tagore. Era uno de sus poemas preferidos. Mientras se alejaba, los campesinos oyeron elevarse su débil voz.

«Si no responden a tu llamada —cantaba—, camina solo, camina solo».

El baño de sangre racial y religiosa que Gandhi esperaba contener con su peregrinación de penitente solitario había sido, con el hambre, la maldición más terrible de la India. El gran poema épico hindú, el Mahabharata, glorificaba una terrible guerra civil que tuvo lugar 2500 años antes de Cristo en Kurukshetra, cerca de la actual Delhi. El hinduismo había nacido del contacto brutal y fecundo entre la civilización de las tribus arias llegadas del Irán y la de las poblaciones aborígenes de la región del Indo. Los arios trajeron consigo el Veda, recopilación del saber, que los sabios de la India desarrollaron y que se convirtió en el fundamento de la religión hindú.

La religión de Mahoma había llegado mucho más tarde, después de que las hordas de Gengis Khan y de Tamerlán hubieron forzado el cerrojo del paso del Khyber para desparramarse sobre la gran llanura indogangéstica hindú. Durante dos siglos, los emperadores mogoles musulmanes habían impuesto su dominación soberbia e implacable sobre una gran parte de la península, difundiendo el mensaje de Alá, único y misericordioso.

Las dos grandes religiones así injertadas en el cuerpo de la India estaban fundadas en dos concepciones distintas de la divinidad. Mientras el Islam se apoya en una persona —el profeta Mahoma— y en un texto concreto —el Corán—, el hinduismo es una religión sin fundador, aunque revelada, sin dogma, sin liturgia, sin iglesia. Para el Islam, el creador se desliga de su creación, ordena y reina sobre su obra. Para los hindúes, el creador y su creación no son más que una misma cosa. Dios no es un personaje que tenga una existencia separada de su manifestación sin límites.

Los hindúes creen que Dios está presente en todas partes y es en todas partes el mismo, bajo los aspectos más variados. Dios es las plantas, los animales, el fuego, la lluvia, el falo, los insectos, los planetas, las estrellas. Dios es el hombre en su locura y su sabiduría. No hay para los hindúes más que una sola falta, la avidya, la ignorancia: no «ver» la evidencia de la presencia de Dios en todas las cosas.

Para los musulmanes, por el contrario, Alá es un absoluto tan lejano que el Corán prohíbe su representación bajo cualquier forma. Una mezquita es un lugar desnudo. Las únicas decoraciones permitidas en ella son motivos abstractos o la incansable repetición de los noventa y nueve nombres de Alá. Un templo hindú es todo lo contrario: un inmenso bazar espiritual, un batiburrillo de diosas con el cuello enguirnaldado de serpientes, de dioses con seis brazos o con cabeza de elefante, de monos encantadores, dé jóvenes vírgenes e, incluso, de representaciones eróticas.

Los musulmanes se reúnen para una oración semanal en común, prosternándose juntos en dirección a La Meca y salmodiando a coro los versículos del Corán. El hindú reza solo, eligiendo él mismo su dios personal, emanación del Dios único, en un asombroso panteón de tres millones de divinidades. Su religión es una jungla tan completa que sólo unos pocos hombres santos que han consagrado la vida a su estudio pueden ver claro en ella. El principio básico, en la medida en que sea lícito simplificar hasta ese punto, explica el misterio de la vida por la acción de una trinidad de dioses, Brahma el creador, Siva el destructor, Vishnú el preservador, expresiones de fuerzas cósmicas que se manifiestan en el mundo y aseguran su equilibrio en una creación continua. Vienen luego todas las demás divinidades, los dioses y las diosas de las estaciones, del clima, de las cosechas y de las enfermedades del hombre, tales como Mariamma, la diosa de la viruela, venerada con una fiesta anual extrañamente parecida a la Pascua judía.

Sin embargo, lo que más separaba a los hindúes de los musulmanes no era de orden metafísico, sino social. La gran barrera era el sistema hindú de castas. Según las escrituras védicas, su origen se remonta a Brahma, el Creador. Los brahmanes, la casta más elevada, habían salido de su boca; los chatrias, los guerreros, de sus bíceps; los vacias, los comerciantes, de sus caderas; los sudras, los artesanos, de sus pies. Abajo del todo se encontraban los sin casta, a quienes se llamaba los intocables y que habrían nacido de la tierra. No obstante, esta segregación era mucho menos divina de lo que sugerían los Vedas. Había sido utilizada por las clases dominantes arianizadas para perpetuar la esclavización de las poblaciones aborígenes de piel negra que habitaban la península. Por otra parte, se aduce a veces que la palabra sánscrita varna, que significa casta, significa también color. La piel negra de los parias de la India revelaría así, de una manera concreta, los verdaderos orígenes del sistema.

Las cinco divisiones originales se multiplicaron como células cancerosas hasta convertirse en cerca de cinco mil subcastas, de ellas sólo 1886 para los brahmanes. Cada oficio tenía su casta, lo que dividía a la sociedad hindú en una miríada de corporaciones semejantes a compartimientos estancos en el interior de los cuales estaban todos condenados a vivir y morir sin esperanza alguna de evasión. Sus definiciones eran tan precisas que un ferretero, por ejemplo, no pertenecía a la misma subcasta que un hojalatero.

El segundo concepto fundamental del hinduismo, la reencarnación, estaba igualmente ligado, de cierta manera, al sistema de castas. Los hindúes consideraban que el cuerpo no es más que una envoltura provisional del alma. La vida del cuerpo es sólo una de las numerosas encarnaciones del alma durante su viaje a través de la eternidad, cadena que empieza y termina en la unión con el cosmos. El balance del bien y el mal acumulados durante todas las existencias mortales se llama el karma. El karma determina si en su nueva encarnación, un alma va a elevarse o a descender en la jerarquía de las castas. Esta sanción moral había suministrado así al poder el medio ideal para mantener las desigualdades sociales. Del mismo modo que la Iglesia cristiana invitaba a los siervos de la Edad Media a soportar su suerte mostrándoles la esperanza en recompensas de la vida eterna, el hinduismo alentó a los indigentes de la India a aceptar la suya con resignación; ésta constituía el medio más seguro de obtener un destino mejor en una próxima encarnación.

Los musulmanes, para quienes el Islam representaba una privilegiada fraternidad de creyentes, lanzaron su anatema sobre este sistema. Religión acogedora y generosa, la fe de Mahoma atrajo millones de conversos hacia las mezquitas. La mayoría de estos nuevos fieles, provenía, evidentemente, de los parias del hinduismo, los intocables. Éstos encontraban inmediatamente en el Islam la rehabilitación que solamente se les había prometido en una lejana encarnación, escapando al mismo tiempo al impuesto sobre los infieles.

Al producirse el derrumbamiento del Imperio mogol a principios del siglo XVIII, un renacimiento hindú se extendió clamorosamente a través de la India, originando una oleada de sangrientos conflictos entre hindúes y musulmanes. Vinieron después Inglaterra, su Pax britannica y un apaciguamiento temporal. Pero subsistía la recíproca desconfianza que separaba a las dos comunidades. Los hindúes no olvidaban que la mayoría de los musulmanes descendían de intocables que habían abandonado en otro tiempo su religión para escapar a su condición. Se negaban a ingerir el menor alimento en compañía de un musulmán, cuya sola presencia estaba considerada como una contaminación. Un contacto corporal con un musulmán obligaba a un brahmán a largas purificaciones rituales.

Hindúes y musulmanes vivían juntos en el distrito de Noakhali, que visitaba Gandhi, del mismo modo que compartían los millares de aldeas del norte de la India, de Bihar, de las Provincias Unidas y del Penjab. Si bien se mezclaban en la vida cotidiana, hasta el punto de prestarse sus herramientas e ir unos a las fiestas de los otros, sus lazos no pasaban de ahí. Los matrimonios entre las dos comunidades permanecían prácticamente desconocidos. Vivían en barrios separados. Una carretera o un camino, a menudo llamados la Ruta del Medio, servía de frontera. Los musulmanes vivían a un lado, los hindúes al otro. Unos y otros extraían su agua de pozos distintos, y un hindú habría preferido morir de sed antes que beber el agua de un pozo musulmán situado a sólo unos metros del suyo. Los niños hindúes aprendían a leer y escribir en hindú con el pandit del pueblo, los jóvenes musulmanes recibían en urdu la enseñanza del jeque de la mezquita. Incluso las atávicas drogas a base de hierbas y de orina de vaca a las que todos habían recurrido para luchar contra enfermedades idénticas estaban elaboradas según dosis y ritos diferentes.

A estas distinciones sociales y religiosas se añadió muy pronto una división más insidiosa aún, la desigualdad económica. Los hindúes fueron más rápidos que los musulmanes en comprender las ventajas que la educación británica y el pensamiento occidental aportaban a la India. Además, aunque los ingleses se sentían socialmente más cercanos a los musulmanes, fueron los hindúes quienes hicieron funcionar los engranajes de la maquinaria administrativa británica. Se convirtieron en los financieros, los hombres de negocios, los administradores del país. Con los parsis, minoría surgida de los zoroastrianos, adoradores del fuego de la Persia antigua, monopolizaban los seguros, la Banca, el gran comercio y las escasas industrias nacientes. En las ciudades y las pequeñas aglomeraciones, constituían la clase comerciante dominante. Casi en todas partes el papel de usurero era asumido por hindúes, en parte debido a sus aptitudes, en parte porque la ley coránica prohíbe a los musulmanes el comercio del dinero.

Los grandes burgueses musulmanes, muchos de los cuales descendían de los conquistadores mogoles, continuaban siendo, cuando no habían elegido el oficio de las armas, grandes terratenientes. En cuanto a las masas musulmanas, las estructuras de la sociedad india rara vez les habían permitido, pese a su nueva religión, escapar a la condición de parias que había sido la suya. Volvían a encontrarse en los campos, campesinos sin tierra encadenados a las explotaciones de grandes propietarios hindúes o musulmanes, y en las ciudades como pequeños artesanos generalmente al servicio de comerciantes hindúes.

Esta desigualdad económica ahondaba más aún el abismo religioso y social que separaba de forma irreversible a las dos comunidades y mantenía constante la posibilidad de una matanza como la que acababa de sumergir en un baño de sangre a la aldea de Srirampur. Podía desencadenarla la menor chispa, y cada comunidad tenía sus provocaciones favoritas. Para los hindúes, era la música. No tenían medio más seguro de desencadenar la cólera de sus vecinos musulmanes que el de turbar su oración del viernes con un concierto blasfemo ante la mezquita. Para los musulmanes, el mejor desafío debía ejercerse sobre un animal, una de esas reses esqueléticas que rondan por las calles de todas las ciudades y de todos los pueblos de la India y son objeto de un singular respeto por parte del hinduismo, las «vacas sagradas».

La veneración por la vaca se remonta a los tiempos bíblicos, en los que el destino de las tribus arias que marchaban hacia el subcontinente estaba en función de la vitalidad de sus rebaños. Así como los rabinos de la antigua Judea prohibieron a los judíos el consumo de carne de cerdo para salvarles de los estragos de la triquinosis, los sabios de la India antigua habían sacralizado la vaca para salvar de la matanza a los rebaños de los que dependía la supervivencia de sus pueblos.

En 1947 la India poseía el rebaño más importante del mundo: doscientos millones de cabezas, cinco veces más que franceses en Francia, es decir, un bóvido por cada dos indios. Cuarenta millones de estos animales no daban ni siquiera un litro de leche al día. Otros cuarenta o cincuenta millones, uncidos a los carros y a los arados, servían de animales de tiro. El resto, unos cien millones de cabezas, estériles e inútiles, erraban a su antojo a través de los campos y las ciudades, robando diariamente a diez millones de indios parte de su exigua pitanza. El más elemental instinto de supervivencia habría exigido la destrucción de estos animales, pero la superstición era tan tenaz que la muerte de una sola vaca continuaba siendo un crimen inexpiable para los hindúes. El propio Gandhi proclamaba que, al proteger a la vaca, el hombre protegía a toda la obra de Dios.

Este respeto idólatra inspiraba a los musulmanes la más viva repugnancia. Encontraban un maligno placer en hacer pasar ante las puertas de los templos hindúes las vacas que conducían al matadero. En el transcurso de los siglos, millares de seres humanos habían acompañado a estos animales a la muerte, víctimas de los sangrientos disturbios que seguían inevitablemente a tales provocaciones. Durante su reinado en la India, los ingleses lograron mantener un frágil equilibrio entre las dos comunidades, no vacilando en servirse de sus antagonismos para facilitar su propia dominación. Al principio, la lucha por la independencia de la India fue obra de una pequeña élite intelectual. Olvidando sus prejuicios raciales y religiosos, hindúes y musulmanes trabajaron codo a codo por un fin común. Paradójicamente, Gandhi fue quien destruyó esta asociación.

Era inevitable que en esta región del mundo, la más impregnada de espiritualidad, el combate por la libertad adoptara la forma de una cruzada. Nadie era más tolerante que Mohandas Gandhi. Pero sus esfuerzos para asociar a los musulmanes a su campaña de liberación, no pudieron impedir que fuera considerado, ante todo, como un santo hombre hindú. Fatalmente, su movimiento por la independencia se teñiría de una coloración religiosa hindú que no tardaría en despertar la sospecha de los musulmanes. Su desconfianza fue agravándose a medida que se veían despojados por sus rivales hindúes de su justa parte del poder local. Un angustioso temor fue creciendo en la conciencia musulmana: la de encontrarse sumergida en una India independiente bajo dominación hindú y condenada a la existencia de una minoría indefensa en el país que habían conquistado sus antepasados mogoles. Sólo una secesión y su reagrupamiento en un Estado independiente podían ofrecer a los musulmanes indios la perspectiva de escapar a ese destino.

El proyecto de crear un Estado musulmán autónomo había sido formulado por primera vez el 28 de enero de 1933 en un documento mecanografiado de cuatro páginas y media redactado en Inglaterra, en una casa de campo de Cambridge. Su autor, Rahmat Ali, era un universitario indio musulmán de cuarenta años de edad. La idea de que la India constituía una sola nación, era, según él, una «absurda mentira». «No nos dejaremos crucificar en la cruz del nacionalismo hindú», escribía Rahmat Ali. Reclamaba la reunión de las provincias del noroeste de la India, donde los musulmanes constituyen mayoría, el Penjab, Cachemira, Sind, la provincia fronteriza del Noroeste, y el Beluchistán. Proponía incluso un nombre para el nuevo Estado: «Pakistán», el país de los puros.

Adoptada por los jefes nacionalistas de la Liga musulmana, la sugerencia de Rahmat Ali inflamó poco a poco la imaginación de las masas musulmanas indias. Sus progresos se veían alentados además por el chauvinismo de que daban muestras los dirigentes hindúes del partido del Congreso obstinándose en negar hasta la menor concesión política a sus rivales musulmanes.

El acontecimiento que serviría de catalizador al odio que enfrentaba a musulmanes e hindúes se produjo el 16 de agosto de 1946, cinco meses antes de la salida de Gandhi en su peregrinación de penitencia. Su escenario fue la segunda ciudad del Imperio británico después de Londres, una metrópoli cuya reputación de violencia y salvajismo no tenía rival, Calcuta. La larga tradición criminal de esta ciudad había enriquecido los diccionarios de la lengua inglesa con la palabra «thug», estrangulador, nombre de una secta cuyos miembros desvalijaban a sus víctimas después de haberlas estrangulado con un pañuelo en cuyas esquinas estaban cosidas medallas con la efigie de Kali, la diosa hindú de la destrucción. El infierno, se decía, era haber nacido intocable en los suburbios de Calcuta. Allí se amontonaba la mayor concentración mundial de indigentes, musulmanes e hindúes entremezclados sin orden ni concierto.

Al amanecer del 16 de agosto de 1946, grupos de fanáticos musulmanes salieron aullando de sus cuchitriles. Blandían porras, barras de hierro, palas. Ése era el resultado del llamamiento lanzado por la Liga musulmana declarando el 16 de agosto de 1946 «jornada de acción directa», a fin de demostrar a los ingleses y a los hindúes que los musulmanes estaban dispuestos «a conquistar por sí solos el Pakistán y, si era necesario, por la fuerza». Estos homicidas asesinaron implacablemente a todos los hindúes que encontraban, arrojando sus despojos a las alcantarillas. La Policía, aterrorizada, evitó prudentemente intervenir. Muy pronto, espesas columnas de humo se elevaron en numerosos puntos por encima de la ciudad: los bazares hindúes ardían. Pocas horas después, los hindúes salieron, a su vez, de sus barrios, exterminando a todos los musulmanes que encontraban. Jamás en toda su violenta historia había conocido Calcuta veinticuatro horas de un salvajismo semejante. Hinchados como odres llenos, decenas de cadáveres flotaban a la deriva por el río Hooghly, que atraviesa la ciudad. Cuerpos mutilados cubrían las calles. En todas partes, quienes más habían sufrido eran los débiles indefensos. En una plaza, yacía toda una hilera de coolíes, apaleados hasta la muerte en el lugar mismo en que los habían sorprendido sus asesinos, entre las varas de sus carritos. Cuando la carnicería hubo terminado, Calcuta quedó en poder de los buitres. Volaban en bandadas compactas, lanzándose continuamente en picado para alimentarse con la carne de los seis mil muertos de la jornada.

Esta matanza de Calcuta desencadenó nuevos asesinatos musulmanes en el distrito de Noakhali y, luego, feroces represalias hindúes en la vecina provincia de Bihar. Iba a cambiar el rumbo de la historia de la India. Durante años, los musulmanes habían predicho que un terrible cataclismo anegaría a la India si les era negado un Estado nacional. Su amenaza adquiría entonces aterradora realidad. El móvil que había lanzado a Gandhi a los pantanos de Noakhali —la guerra civil— se perfilaba en el horizonte.

Para otro hombre, para el glacial y brillante abogado musulmán que durante un cuarto de siglo había sido el principal adversario de Gandhi, esta perspectiva se convertía hoy en el mejor medio de desgarrar el mapa de la India y conquistar el Pakistán. Era él, Mohammed Ali Jinnah, más aún que Gandhi, quien en aquel uno de enero de 1947 poseía la llave del futuro de la India. Este severo e inflexible mesías musulmán era con quien debía enfrentarse el bisnieto de la reina Victoria a su llegada a la India. En el curso de una manifestación en Bombay, en agosto de 1946, Mohammed Ali Jinnah extrajo para sus partidarios las lecciones de las matanzas de Calcuta. Si los hindúes quieren la guerra, anunció ese día, los musulmanes indios «la aceptan sin vacilar».

Con los labios crispados en una despreciativa sonrisa, había lanzado entonces un desafío tanto a los hindúes como a los ingleses: «O provocaremos la división de la India, o provocaremos su destrucción».