XIV. «EL TRISTE Y DULCE LAMENTO
DE LA HUMANIDAD»

Lord Mountbatten tenía la impresión de revivir una vida anterior. Era de nuevo comandante en jefe, la función que mejor conocía. Pocas horas después de haber sido invitado a presidir el comité de urgencia, había convertido el palacio de greda rosa edificado para albergar las pompas del Imperio en cuartel general de un Ejército en campaña.

De hecho, cuenta uno de sus colaboradores, apenas habían salido de su despacho Nehru y Patel cuando «se desencadenó el infierno». Mountbatten requisó la antigua sala del consejo del virrey para las reuniones del comité. Hizo transformar el despacho contiguo de Lord Ismay en puesto de mando operacional, y mandó que se le trajeran los mejores mapas de Estado Mayor del Penjab. Ordenó a la Aviación que, desde la salida hasta la puesta del sol, efectuara vuelos de reconocimiento sobre la parte india de la provincia. Los pilotos debían enviar cada hora mensajes de radio indicando la posición de cada columna de refugiados, su importancia, longitud, itinerario y avance. Las principales líneas de ferrocarril fueron colocadas bajo vigilancia aérea, y las emboscadas sistemáticamente detectadas. Con su pasión por las telecomunicaciones, Mountbatten hizo que su palacio quedara enlazado con los puntos neurálgicos del sector por una red especial de transmisiones por radio. Decidido a que todos participaran en la solución de la crisis, contrató incluso a su hija Pamela, de diecisiete años, como secretaria.

Mountbatten inició la primera sesión del comité de urgencia situando brutalmente a los responsables indios ante las realidades que traducían los mapas geográficos y los cuadros estadísticos en las paredes de su puesto de mando. Algunos ignoraban hasta entonces la gravedad de la situación. Su descubrimiento provocó «una reacción de estupor y como de vértigo ante el abismo», recuerda el agregado de Prensa de Mountbatten. Nehru parecía «abrumado de tristeza y resignación», Patel «claramente inquieto», hirviente «de cólera y de frustración».

Mountbatten no les dio respiro. El encantador virrey de la India que habían conocido se convirtió en un jefe intransigente, decidido a todo para obtener el resultado buscado.

El director de la Aviación civil india no tardaría en darse cuenta de ello a su propia costa. Al saber que no había podido encontrar un avión para enviar urgentemente un cargamento de medicinas, Mountbatten montó en cólera:

—Señor director —declaró—, va usted a dirigirse inmediatamente al aeropuerto. Y no saldrá de allí, no comerá ni dormirá, hasta que usted personalmente haya asistido al despegue del aparato y me haya informado de ello.

El hombre se levantó y salió cabizbajo. Poco después, un avión llevó los medicamentos.

Mountbatten se apresuró a familiarizar a los que le rodeaban con los métodos particularmente radicales que se proponía utilizar. Informado de que los soldados encargados de escoltar los trenes de refugiados se abstenían, por regla general, de abrir fuego sobre sus correligionarios, ordenó que los destacamentos de escolta de todos los convoyes cuya defensa había resultado ineficaz, fuesen detenidos inmediatamente y que todo militar indio fuese juzgado en consejo de guerra y fusilado en el acto.

Estos ejemplos ejercerían el mejor efecto sobre la disciplina, anunció. La situación en la capital preocupaba especial al almirante. «Si fracasamos en Nueva Delhi, todo el país se hundirá con nosotros», declaró. Decretó medidas de urgencia, mandó llamar tropas de refuerzo, confió a los escuadrones de su guardia personal misiones de mantenimiento del orden, requisó camiones para el transporte de víveres, impuso la retirada y la cremación de los cadáveres que cubrían las calles de la ciudad. Suprimió los días festivos y los domingos, movilizó a los funcionarios, adoptó disposiciones para la nueva puesta en funcionamiento del teléfono y de los servicios públicos esenciales. Por último, para disminuir los riesgos de incidentes, hizo evacuar a los refugiados sikhs hacia otras provincias.

Se necesitarían semanas antes de que estos esfuerzos lograran contener la pleamar que anegaba el norte de la India, pero, diría un testigo, «se había pasado, en menos de una noche, de la velocidad de un carro de bueyes a la de un avión de reacción».

Durante los dos meses siguientes, toda la aflicción del Penjab estaría representada por una miríada de alfileres de colores avanzando como hormigas sobre los mapas del puesto de mando de Mountbatten. Cada minúscula pieza de metal correspondía a un volumen de miseria y de sufrimientos difícilmente concebible. Una de ellas simbolizaba por sí sola una caravana de ochocientas mil personas, la más grande columna de refugiados que jamás haya engendrado la tumultuosa historia de la Humanidad. Imagínese a la población entera de una ciudad como Marsella —cada hombre, cada mujer, cada niño— obligada a huir a pie hacia Lyon.

Jinnah y Nehru habían intentado oponerse a esta fantástica emigración, tratando de convencer a las aterrorizadas familias para que se quedaran en sus casas. Pero la amplitud de la tragedia había tornado vanos sus esfuerzos y obligado a admitir este inevitable intercambio de comunidades como el precio que pagar por la independencia de sus países.

Día tras día, el movimiento de los alfileres de cabeza roja reflejaba el doloroso avance de los refugiados. Cada mañana, al amanecer, los pilotos regresaban para localizar el interminable torrente abandonado la víspera, señalando en sus mapas el corto trayecto recorrido en la oscuridad cómplice de las primeras horas del día. El capitán de Aviación Patwant Singh se acordaría siempre de «aquellas filas de seres humanos que atravesaban el campo como los inmensos rebaños de las películas del Oeste». Otro recuerda haber sobrevolado una columna durante quince minutos y a más de trescientos kilómetros por hora sin llegar a ver su final. A veces, estrangulado en un camino más estrecho, el torrente se hinchaba en un inextricable revoltijo de personas, de animales y de vehículos que se estiraban entonces en un delgado hilillo antes de amontonarse de nuevo a la entrada del siguiente cuello de botella.

Levantada por las pezuñas de los bóvidos, por el desenfrenado pisoteo del mar humano, una nube de polvo trazaba en el horizonte una gigantesca estela grisácea que revelaba el avance de los fugitivos. Al caer la noche, las columnas se detenían, y los exhaustos refugiados encendían pequeñas fogatas en las que cocían su único alimento cotidiano: un ligero chapati. Vistas desde el cielo, estos cientos de miles de hogueras parecían cubrir la tierra, enrojecida por los últimos rayos del sol poniente, con una nube de fuegos fatuos.

Pero donde aparecía en todo su horror el drama del éxodo era al nivel del suelo, en medio de la aflicción de los hombres. Con los ojos y la garganta quemados por el polvo, abrasadas las plantas de los pies por el calor de las piedras y del asfalto, torturados por el hambre y la sed, envueltos en un asfixiante olor a orina, a excrementos, a sudor, los condenados del Penjab se arrastraban como autómatas en sus dhoti desgarrados y en sus saris hechos jirones. Mujeres viejas se aferraban a los hombros de sus hijos, otras, a punto de dar a luz, a los de sus maridos. Los más jóvenes cargaban ancianos sobre sus espaldas, los inválidos o los moribundos marchaban sobre improvisadas literas de bambú acarreadas por padres o amigos. Las madres estrechaban contra sus pechos a sus hijos durante centenares de kilómetros. Atados a la espalda o en equilibrio sobre la cabeza, eran transportados los escasos bienes que se habían podido llevar: unos cuantos utensilios de cocina, un lío de ropa, imágenes de Siva o del guru Nanak, un ejemplar del Corán. Algunos hombres se encorvaban bajo el peso de largas varas a cuyo extremo estaba sujeto lo que habían podido salvar del desastre. Un niño sentado sobre una tabla hacía a veces contrapeso a todo lo que le quedaba una familia para comenzar una nueva vida: una pala, una azada, una rueca, una lota con un poco de agua, un saquito de dal.

Toda la fauna doméstica de la India mezclaba su infortunio con el de los humanos: patéticos rebaños de búfalos, de vacas, de bueyes, de camellos, de caballos, de burros, de cabras, de corderos. Los búfalos y los bueyes tiraban de las pesadas carretas que crujían bajo la heterogénea carga. Pirámides de charpoy, jergones, herramientas, balas de forraje, utensilios, sacos de cereales, desbordaban de estas balsas rodantes arrancadas al naufragio de toda una existencia. Algunos fardos contenían vestidos de boda, preciosas reliquias de un pasado feliz. Había matrimonios que lograron llevarse los regalos de bodas, teniendo cuidado, si eran hindúes, de que su número no terminase en cero, ya que esta cifra era sumamente nefasta. Los camellos y los caballos jadeaban entre las varas de las carretas, de las tongas con las cortinillas echadas que utilizaban las mujeres musulmanas, de todo lo que tuviese ruedas.

Estos indios y paquistaníes no emprendían un viaje hasta el pueblo vecino. Partían hacia un mundo desconocido, efectuaban un trayecto sin retorno de trescientos, cuatrocientos e, incluso, quinientos kilómetros, que duraría semanas, bajo la perpetua amenaza del agotamiento, del hambre, del cólera y, en más de la mitad del recorrido, de salvajes ataques contra los que se hallaban casi indefensos. Hindúes, musulmanes o sikhs, las víctimas inocentes de esta convulsión eran campesinos analfabetos que se habían afanado durante toda su vida en sus campos, ignorantes la mayoría de que la India había sido conquistada por los ingleses, indiferentes a las luchas políticas del partido del Congreso y de la Liga musulmana y que jamás se habían preocupado de acontecimientos como la partición, el trazado de fronteras o, incluso, la Independencia, en cuyo nombre se encontraban sumidos en la desgracia. Y, para consumar la desventura de los millones de seres que atravesaban las llanuras del Penjab, estaba el sol, un sol cruel que les obligaba a volver sus despavoridos rostros hacia el cielo incandescente para suplicar a Alá, a Siva o al guru Nanak que les enviara el socorro del monzón, cuyas lluvias se obstinaban en no caer.

El teniente Ram Sardilal, encargado de escoltar una columna de musulmanes que abandonaban la India rumbo al Pakistán, recordaría siempre a «los sikhs que seguían a la caravana como buitres, regateando con los desventurados la compra de los escasos bienes que intentaban conservar, esperando pacientemente a que los kilómetros hicieran bajar los precios, hasta el momento en que, resignados, los refugiados lo darían todo a cambio de unas gotas de agua».

El capitán Robert E. Atkins acompañó durante semanas a varias columnas en ambas direcciones. «Se ponían en camino con una especie de euforia —cuenta—. Luego, bajo la tortura del calor, de la sed, del hambre, de los kilómetros que se sumaban a los kilómetros, abandonaban poco a poco todo lo que llevaban hasta quedarse sin nada». Cuando aparecía un avión en el cielo y lanzaba algunos víveres, se producía la estampida. Sus soldados gurkhas debían proteger los víveres a punta de bayoneta para asegurar una justa distribución. Atkins vio un día a unos refugiados correr como locos detrás de un perro que había robado una chapati, dispuestos a matarlo para recuperar la galleta.

Extenuados por las privaciones, la enfermedad, los sufrimientos de esta marcha forzada, millares de ancianos, mujeres y niños renunciaban a continuar, dejándose pisotear allí mismo por los que venían detrás, o arrastrándose hacia la sombra de una zanja o de un matorral para esperar la muerte. No teniendo ya fuerzas para llevarlos, las mujeres dejaban a sus criaturas a la orilla del camino con la esperanza de que una mano providencial los recogiese antes de que fuera demasiado tarde. Algunos desventurados encontraban la muerte al arrojarse sobre el agua de pozos envenenados por sus enemigos. La imagen de un niño abandonado al borde de la carretera, estirándole del brazo a su madre muerta, incapaz de comprender por qué ella no le recogía, permanecería grabada para siempre en la memoria de la fotógrafo Margaret Bourke-White.

Millares de cadáveres jalonaron pronto los caminos de este éxodo infernal. Los setenta kilómetros de la carretera que une Lahore con Amritsar se convirtieron en un interminable cementerio a cielo descubierto. Para atenuar su atroz fetidez, el capitán Atkins debía tomar la precaución de taparse la boca y la nariz con un pañuelo empapado en loción refrescante. «A cada metro, pasábamos ante algún cadáver —recuerda—, unos, asesinados; otros, muertos de cólera. Los buitres habían engordado tanto que ni siquiera podían levantar el vuelo, y los perros salvajes se habían vuelto tan exigentes que no comían más que los hígados de los cadáveres».

H. V. R. Iyengar, secretario particular de Nehru, recuerda haber encontrado a dos tenientes del Ejército indio que tenían la misión de seguir en camioneta a una columna de cien mil refugiados sólo para ocuparse de los recién nacidos y de los muertos. Cuando una mujer empezaba a dar a luz, la tendían en la trasera del vehículo, que detenían durante el tiempo necesario para que naciera el niño. En cuanto llegaba otra mujer, la anterior debía cederle su lugar, levantarse y reanudar, con su criatura, su marcha hacia la India.

El periodista indio Kuldip Singh no olvidaría nunca «al viejo sikh de barba blanca que le tendía su nieto implorando: “¡Cójale! Que viva por lo menos para ver la India”».

La protección de estos convoyes que se estiraban a lo largo de centenares de kilómetros era una tarea sobrehumana. Podían producirse ataques en cualquier momento. Los de los sikhs eran los más mortíferos. Por bandas enteras, surgían de los campos de caña de azúcar o de trigo, mataban, saqueaban, raptaban a las niñas y las mujeres y desaparecían. El teniente G. D. Lal recuerda, como si aún lo estuviera viendo, a un viejo musulmán que arrastraba hacia el Pakistán lo que había podido conservar de su granja, una cabra. A una decena de kilómetros de su nueva patria, el animal, presa de pánico, echó a correr por un campo. El anciano se lanzaba en su persecución cuando un sikh salió de un matorral, le cortó la cabeza de un sablazo y huyó con la cabra.

Al prestar auxilio a musulmanes indefensos, varios oficiales sikhs de las unidades de escolta compensarían el salvajismo de algunos de sus correligionarios. En las proximidades de la pequeña ciudad de Ferozepore, el teniente coronel sikh Gurba Singh tropezó con el espectáculo más atroz que jamás había visto: los cadáveres de toda una caravana de refugiados musulmanes asesinados por sikhs y que estaban siendo devorados por los buitres. Mandó a sus soldados cuadrarse ante ellos y les declaró: «Los sikhs que han cometido estos crímenes han deshonrado a nuestro pueblo. Pero el deshonor sería mayor aún si vosotros dejarais causar nuevas víctimas entre los que hoy están bajo vuestra protección».

Dos columnas —una que subía hacia el Pakistán y otra que bajaba hacia la India— se cruzaban a menudo por los caminos del éxodo. Ocurría, en ocasiones, que refugiados ávidos de venganza salían de las filas y se arrojaban sobre los que caminaban en dirección contraria, breve y sanguinaria explosión que aumentaba el número de los muertos. A veces, por el contrario, campesinos hindúes y musulmanes se indicaban mutuamente el emplazamiento de las granjas y los campos que acababan de abandonar, a fin de que fueran a instalarse en ellos.

El joven oficial de Policía Ashwini Kumar fue testigo de una escena inolvidable en la Grand Trunk Road, entre Amritsar y Jullundur. En esta histórica carretera que habían seguido los macedonios de Alejandro Magno y las hordas de los mogoles, vio a dos columnas de musulmanes y de hindúes cruzarse a lo largo de varios kilómetros en una atmósfera de otro mundo. No intercambiaron ningún gesto hostil, ninguna mirada amenazadora. Millares de hombres pasaban sin verse. De vez en cuando, una vaca se extraviaba de una fila a otra y lanzaba un mugido. Aparte de esto, el rechinar de las ruedas de madera y el cansado frotar de los pies sobre el asfalto eran los únicos ruidos que se elevaban de estas muchedumbres en movimiento. Como si, en las profundidades de su desgracia, los refugiados de cada nación compartieran instintivamente la aflicción de los que encontraban.

Ya se dirigiera el éxodo hacia el Pakistán o hacia la India, sus innumerables ramas se reagrupaban allá donde un puente, un vado o un pontón permitían cruzar tres grandes ríos del Penjab: el Ravi, el Satlej y el Byas.

Prisioneros de los gigantescos embotellamientos que se formaban en cada orilla, los refugiados quedaban inmovilizados durante horas o días enteros hasta poder atravesar estos angostos pasos. Perdido en la anónima multitud que se derramaba una tarde de setiembre por el puente de Sulemanki, sobre el Satlej, se hallaba un robusto muchacho de veinte años. Tenía grandes ojos negros, espesos cabellos castaños peinados a raya y gruesos labios coronados por un fino bigote. Era Madanlal Pahwa, el joven marinero hindú que huyó en el autobús de su primo mientras su padre se quedaba para esperar la fecha propicia indicada por su astrólogo.

Soldados paquistaníes apostados a la entrada del puente habían confiscado el autobús y todo su cargamento: los muebles, la ropa, las joyas, el dinero, las imágenes de Siva. Al igual que millares de otros refugiados, Madanlal Pahwa iba a entrar en su nueva patria sin un céntimo en el bolsillo, sin más equipaje que las ropas que llevaba puestas. Mientras avanzaba por el puente a cuyo extremo comenzaba la India, se sentía «desnudo como un gusano, como si hubiera sido despojado de todo y arrojado a la carretera». Lleno de ira, juró que no quedaría en la India un solo musulmán, que todos debían ser expulsados de ella como lo había sido él de Pakistán, sin una rupia, sin una maleta.

Era sólo un rebelde más en el desventurado torrente unido por un sufrimiento común. Y, sin embargo, Madanlal Pahwa había sido elegido por los astros para distinguirse de las anónimas multitudes que le rodeaban. Poco después de su nacimiento, los astrólogos hacían predicho que «su nombre sería conocido en toda la India». Su padre recuerda:

«No había reparado en el cartero que estaba a mi lado aquel día de diciembre de 1928 hasta que me cogió de la mano para entregarme un telegrama. Me había nacido un hijo la noche anterior. Me había convertido en padre a los diecinueve años. Le di unas monedas al cartero porque me había traído una buena noticia y salí a comprar ladu, golosinas para mis compañeros de oficina. Luego, me puse en camino para volver a mi casa.

»Cuando llegué, saludé primero a mi padre, rozando ligeramente sus pies en señal de respeto. Él me puso en la boca un trozo de azúcar para celebrar nuestro feliz reencuentro. Tomé a la criatura en mi regazo y me dije: “Voy a ofrecerle la mejor instrucción posible. Es preciso que se haga ingeniero o médico para que asegure una buena reputación al nombre de nuestra familia”. Convoqué a los pandits más ilustrados del pueblo y a los astrólogos para que me ayudaran a encontrar un nombre. Dijeron que debería empezar por “M”. Elegí Madanlal. Los astrólogos estudiaron sus mapas celestes y profetizaron que Madanlal crecería sano y fuerte. Me anunciaron que su nombre sería algún día célebre en toda la India.

»Sin embargo, el mal de ojo se abatió sobre mí. Cuarenta días después del nacimiento de mi hijo, mi mujer murió a consecuencia de un enfriamiento. Madanlal fue brillante y travieso en sus primeros años de escuela, luego se convirtió en un niño cada vez más difícil y mostró una lamentable tendencia a rebelarse. En 1945, huyó de nuestra casa. Avisé a nuestros parientes y amigos a todo lo largo del Penjab, pero nadie sabía a dónde había ido. Al cabo de unos meses, recibí una carta. Estaba en Bombay para alistarse en la Marina. Cuando regresó, en 1946, comenzó a militar en las filas de la organización nacionalista R. S. S. S., y a atacar a los musulmanes. Me sentía inquieto por él. Por eso, en julio de 1947, fui a Nueva Delhi a visitar a mi amigo Sardar Tarlok Singh, uno de los colaboradores del gran pandit Nehru. Le pedí que me ayudara a proteger a Madanlal de sus malas compañías. Aceptó. Prometió intervenir y lograr que mi hijo fuese nombrado para el mejor puesto que yo hubiese podido soñar para él, el de brigadier de la Policía».

Poco después de su entrada en territorio indio, Madanlal Pahwa supo que su padre había sido gravemente herido en el tren que le evacuaba del Pakistán. Lo encontró en el hospital militar de Ferozepore. Allí, en medio de los gemidos de la sala común, en el olor a sangre, a éter y a podredumbre, los sufrimientos de sus hermanos hindúes asumieron para Madanlal el rostro de su padre, «pálido y tembloroso bajo sus vendas».

El pobre hombre sacó de su bolsillo la carta de recomendación que había ido a buscar a Nueva Delhi y se la tendió a su hijo. «Vete a Delhi —imploró—. Empieza una nueva vida e ingresa en una buena dependencia del Gobierno».

Madanlal tomó la carta, pero no tenía deseo de ingresar en una «buena dependencia del Gobierno». Los astrólogos tenían razón. Su destino no sería el de convertirse en un oscuro policía en la comisaria de una lejana ciudad de provincias. Al salir del hospital, con los ojos todavía llenos de la dolorosa visión de su padre herido, se apoderó de él un sentimiento nuevo, un sentimiento que compartían entonces cientos de miles de indios y de paquistaníes. Él no tenía nada que ver con un alistamiento en la Policía. «Voy a vengarme», juró.

La vida de la inglesa Vickie Noon, la bella esposa de Sir Feroz Khan Noon, alta personalidad musulmana del Pakistán, iba a depender de una cajita de betún color caoba. El escondrijo que había encontrado en el palacio de su amigo el rajá hindú de Mandi había sido descubierto. Toda la población estaba ahora tras ella. Los sikhs habían amenazado al rajá con secuestrar a sus hijos si no entregaba a la fugitiva.

Ayudado por el joven comerciante hindú Gautam Sahgal, llegado en su auxilio desde Lahore, el príncipe acababa de sumergir a su protegida en un baño de permanganato potásico para oscurecer el color de su piel. Y, ahora, le maquillaba el rostro con el betún que debía hacerla pasar por una india auténtica. Al anochecer, el «Rolls-Royce» del rajá, con las cortinillas echadas para perfeccionar la superchería, salió como una bala del palacio, sirviendo de cebo a los perseguidores. Pocos minutos después, vestida con un sari hindú, un tilak rojo en la frente y un anillo de oro en la aleta de la nariz, la inglesa salió discretamente de su refugio en el «Dodge» color crema del comerciante Gautam Sahgal.

A los pocos kilómetros, Vickie rogó a su amigo que le permitiera satisfacer una necesidad natural. Llovía a mares, y la mujer tropezó en la oscuridad. Al oír el ruido de un objeto que rebotaba en el suelo, se estremeció de pánico. Acababa de caérsele la cajita de betún, perdiendo así la única garantía de su anonimato y, por consiguiente, de salvación. Bajo las cataratas del monzón, en efecto, había recuperado la clara tez de una europea. Puesta a cuatro patas y palpando a tientas en medio de las piedras y los hoyos, se lanzó en busca de la cajita salvadora. Soltó un grito de alegría cuando por fin la encontró. Apretándola en sus manos como un tesoro, regresó al coche, donde su compañero se apresuró a embadurnarle el rostro con una nueva capa de betún.

Poco antes de la pequeña ciudad de Gurdaspur, encontraron una barrera custodiada por sikhs que rodearon inmediatamente su vehículo. Sahgal reconoció entre ellos a un comerciante en cemento con el que había mantenido relaciones comerciales.

—¿Qué ocurre?

—La esposa de Feroz Khan ha huido del palacio del rajá de Mandi —explicó el hombre—, y todos los sikhs de la región la están buscando.

Sahgal dijo que precisamente acababa de adelantar al «Rolls-Royce» del príncipe unos treinta kilómetros antes, y que él mismo tenía prisa, pues llevaba a su mujer, embarazada, al hospital.

El sikh echó un vistazo al interior del coche. Aterrada, Vickie Noon rogó a todos los dioses del panteón hindú que su maquillaje no delatara su disfraz y que el sikh no se pusiera a hablarle en hindi. Tras haberla contemplado fijamente con admirativa curiosidad, el hombre se incorporó por fin y mandó que abrieran paso.

Cuando el coche hubo alcanzado la frontera del Pakistán, la joven inglesa, aliviada, acarició con gratitud la cajita de betún.

—¿Sabe, Gautam? —confió a su compañero—. Mi marido nunca podrá regalarme nada más precioso.

Esta aventura fue probablemente única, pues fueron escasas las británicas que temieron por su vida durante este atormentado otoño. En efecto, a todo lo largo de las semanas más agitadas de setiembre, el hotel «Faletti» de Lahore constituyó un oasis de paz en medio del Penjab enfurecido. Caballeros vestidos de esmoquin, acompañados de señoras con vestidos largos, tomaban todas las noches un cóctel en la terraza, antes de degustar a la luz de los candelabros la especialidad de su cocina, langosta Thermidor, y bailar a los ritmos de su orquesta sudamericana a pocos centenares de metros de las humeantes ruinas de un barrio hindú.

Sin embargo, de todas las columnas de refugiados que se alargaban de un Estado a otro, la más incongruente, la más insólita, no era hindú, ni sikh, sino británica. Dos autobuses, escoltados por una compañía de soldados gurkhas, evacuaron a lo largo de las primeras pendientes del Himalaya a respetables ancianos ingleses que huían del paraíso perdido de Simla, adonde se habían retirado. Abandonaban sus encantadoras villas, que ostentaban románticos nombres —«Mi Reposo», «Mi Retiro», «Al final del camino»—, rodeadas de céspedes esmaltados por macizos de flores, donde desearon terminar su existencia. Algunos habían nacido en la India y nunca conocieron otra patria. Eran los centuriones retirados del Imperio, ex coroneles de los últimos regimientos de Caballería del Ejército de la India, antiguos jueces y altos funcionarios del Indian Civil Service, que en otro tiempo administraron a millones de indios.

Para preparar su salida no habían tenido mucho más tiempo que los aterrorizados penjabíes de las llanuras. Cuando la situación se agravó bruscamente, les fueron enviados autobuses para llevarles a Nueva Delhi. Se les dio una hora para meter unos cuantos efectos personales en una maleta y cerrar las contraventanas de sus casas.

Fay Campbell-Johnson, esposa del agregado de Prensa de Mountbatten, hizo el viaje con ellos. Varios de estos ingleses eran de edad bastante avanzada y padecían incontinencia urinaria. Por ello, los autobuses debían detenerse cada dos horas. Viendo a estos antiguos dueños del prestigioso Imperio de la India orinar en la cuneta de la carretera bajo la impasible mirada de sus guardias gurkhas, la joven pensó en todas las bellas frases de Kipling.

—Dios mío —se dijo—, esta vez el hombre blanco ha bajado verdaderamente de su pedestal.

Como numerosos militares jóvenes sedientos de aventura, el capitán Edward Behr se había presentado voluntario para quedarse en el Pakistán después de la Independencia. Ahora era oficial de información de la Brigada de Peshawar. Para él, este domingo se presentaba igual a tantos otros que habían saboreado los oficiales británicos que prestaban servicios en la India. Cuando hubiese terminado su desayuno de papaya y huevos revueltos, tomado en el césped de su villa, iría a su club para jugar al squash, dar unas cuantas brazadas en la piscina, beber uno o dos gin and tonic y almorzar tranquilamente.

Nada había cambiado, al parecer, en esta ciudad que fue la puerta del Imperio de la India. Pese a la cercana y turbulenta presencia de los pathans, Peshawar no había conocido ningún disturbio.

Este día, sin embargo, sería muy diferente de lo que imaginara Edward Behr. Apenas comenzaba su papaya cuando sonó el teléfono.

—Ocurre algo terrible —le anunció un oficial del puesto de mando de la Brigada—, nuestros batallones están a punto de matarse entre sí.

El más estúpido de los incidentes era responsable de esta conflagración. Al centinela sikh de una unidad que aún no había sido repatriada a la India se le disparó accidentalmente el fusil mientras lo limpiaba. Por una increíble mala suerte, la bala había atravesado la trasera de un camión lleno de soldados musulmanes que llegaban del Penjab, en plena guerra civil. No necesitaron más estos exaltados combatientes para provocar un drama. Convencidos de que los sikhs les habían atacado, los musulmanes saltaron del camión y abrieron fuego sobre sus camaradas.

El capitán Behr se puso el uniforme y se precipitó en casa del comandante de la Brigada. El general G. R. Morris tomó un último sorbo de té, se enjugó reposadamente los labios, se levantó, se puso su gorra rodeada por la franja roja distintivo de su grado y subió al jeep vestido con el traje civil que llevaba todos los domingos para ir a la iglesia.

Al llegar al acantonamiento, los dos ingleses vieron a musulmanes y sikhs que se ametrallaban de un extremo a otro del campo de maniobras. Haciéndose cargo de la situación al primer golpe de vista, el general se enderezó, agarró con una mano el marco del parabrisas y apuntó la otra en dirección el campo de batalla.

—¡Adelante! —mandó al desconcertado capitán Behr.

En pie, erguida la cabeza, con su gorra por único uniforme, encarnación soberbia y eterna de la omnipotencia del sahib, el general inglés penetró en el campo de tiro gritando a sus soldados que cesaran el fuego. La legendaria disciplina del antiguo Ejército de la India fue más fuerte que el odio. El fuego cesó.

Pero Peshawar no saldría tan bien librada. El rumor de que los sikhs asesinaban a sus camaradas musulmanes se había extendido entre las tribus de la nación. Al igual que en ocasión de la visita de Mountbatten cuatro meses antes, los guerreros pathans se volcaron sobre la ciudad en camiones, en autobuses, en tongas, a caballo. Esta vez, sin embargo, no venían solamente a manifestarse. Venían a matar. Y mataron.

Pese a los esfuerzos del general inglés y del capitán Edward Behr, el infortunado disparo del centinela sikh causaría diez mil muertos en menos de una semana. Llamaradas de violencia semejante se extendieron por toda la provincia fronteriza del Noroeste, arrojando nuevas oleadas de refugiados a las carreteras. El hecho de que una torpeza tan nimia pudiera originar consecuencias tan trágicas revelaba la explosiva atmósfera que impregnaba entonces el subcontinente indio. Bastaba una chispa para que Bombay, Karachi, Lucknow, Hyderabad, Cachemira, Bengala entera se inflamaran a su vez.

Procedente de Calcuta, Mohandas Gandhi llegó a Nueva Delhi el 9 de setiembre de 1947. No volvería a salir de ella. Estaba ya descartada la posibilidad de que se instalase entre los barrenderos basureros intocables de la Bhangi Colony. Habiendo sido invadido el barrio por millares de desventurados refugiados del Penjab, era imposible garantizar la seguridad del Mahatma; el ministro del Interior Vallabhbhai Patel hizo, pues, conducir a Ghandi, nada más bajar del tren, al número 5 de Alburquerque Road, en pleno corazón del barrio residencial más elegante de la capital.

Con su tapia circundante, su rosaleda y sus espléndidos céspedes, sus suelos de mármol, sus puertas de madera de teca y su legión de solícitos criados, la casa del multimillonario Birla estaba en los antípodas del miserable chamizo de intocables que Gandhi acostumbraba elegir para sus estancias en Nueva Delhi. Sin embargo, ilustrando con una nueva paradoja su desconcertante carrera, el profeta de la pobreza, que viajaba en tercera clase, que había renunciado a toda posesión y a quien el robo de un reloj de ocho chelines podía hacerle llorar, aceptó, a instancias de Nehru y de Patel, instalarse en esta lujosa mansión.

Su propietario, Ghanshyamdas Birla, era el jefe patriarcal de una de las tres grandes familias industriales indias, un rey de las finanzas cuyos intereses abarcaban, entre otros, fábricas textiles, compañías de seguros, minas de carbón y toda una gama de industrias diversas. Aunque, en otro tiempo, Gandhi organizó en una de sus fábricas la primera huelga del movimiento obrero indio, Birla era uno de sus más antiguos discípulos y uno de los más generosos contribuyentes al partido del Congreso.

La capital de la India continuaba siendo sacudida por la violencia. En algunos lugares, se ofrecían a la vista verdaderos montones de cadáveres. Los servicios municipales encargados de recoger los muertos estaban desbordados. Las prohibiciones de las castas y de la religión hacían particularmente difícil su tarea. Al salir una mañana de palacio, Edwina Mountbatten encontró un cuerpo en la calle. Mandó detener inmediatamente al camión que pasaba. Pero el chófer era un hindú: su casta le prohibía tocar el cadáver. La última virreina de la India lo recogió por sí misma y lo subió al interior del vehículo.

—Ahora —ordenó al estupefacto conductor—, lleve a este hombre al depósito.

Los musulmanes de Nueva Delhi fueron reunidos en campos de refugiados para esperar en ellos, en una relativa seguridad, su evacuación hacia la tierra prometida de Mohammed Ali Jinnah. Por una cruel ironía, gran número de ellos fueron concentrados al pie de dos espléndidos monumentos elevados por sus antepasados, los emperadores mogoles. Se trataba de la tumba del gran rey Humayun, y del Viejo Fuerte —el Purana Qila—, joya de la Delhi del siglo XV. Ciento cincuenta mil personas vivirían en estos santuarios de la antigua grandeza del Islam en medio de condiciones espantosas, sin el menor cobijo para protegerse de las cataratas del monzón o del aplastante sol del otoño indio, y «sin otro alimento —cuenta el periodista Max Olivier-Lacamp— que el que ellas mismas habían podido llevar. Aturdidos por el terror, los desventurados no se atrevían a salir de los recintos en cuyo interior estaban hacinados, ni siquiera para enterrar a sus muertos. Los arrojaban a los chacales por encima de las murallas».

Por decenas de millares, murieron de hambre, de insolación, de tifus, de cólera. En Purana Qila, no había más que dos fuentes de agua para veinticinco mil refugiados. Las gentes hacían sus necesidades en letrinas descubiertas, abiertas en medio de la multitud. En semejante infierno, y pese a los estragos de las epidemias, los tabúes de la sociedad india no perdían su vigencia. Los musulmanes se negaron a vaciar sus letrinas. En los momentos culminantes de las matanzas que ensangrentaban la ciudad, el comité de urgencia tuvo que enviar al Viejo Fuerte cien intocables hindúes, bajo escolta armada, para realizar esta tarea[39].

Los defectos y carencias de la gigantesca burocracia india agravaban la situación. Cuando los refugiados establecidos en el recinto de la tumba de Humayun empezaron a abrir letrinas suplementarias, un representante del Ayuntamiento se apresuró a declarar que corrían el riesgo «de estropear la belleza y la armonía de los céspedes». A fin de disimular su incompetencia para suministrar suero a tiempo, el servicio de Sanidad atribuyó los estragos del cólera a una epidemia de «gastroenteritis». Cuando un funcionario de Sanidad se presentó en la puerta de Purana Qila con 327 dosis de suero, se comprobó que no había jeringuillas para administrarlas.

Pese a la enorme magnitud de todos los problemas, los efectos de las decisiones del comité de urgencia empezaron, no obstante, a notarse. La llegada de refuerzos militares permitió imponer un toque de queda de veinticuatro horas y proceder a la búsqueda sistemática de armas poseídas ilegalmente. La violencia se calmó poco a poco.

Las terribles pruebas de estas jornadas trágicas habían acercado a Jawaharlal Nehru y Louis Mountbatten. Nehru iba a entrevistarse con el virrey dos o tres veces al día, «en ocasiones por el solo placer de tener compañía —cuenta Mountbatten—. Gustaba de confiarme las cargas de su alma, pues estaba seguro de encontrar siempre consuelo en mí». Con frecuencia, Nehru enviaba también a su amigo inglés un mensaje que comenzaba así: «No sé por qué le escribo, si no es porque necesito escribir a alguien para descargar mi corazón».

Durante este período el dirigente indio se desgastó enormemente. «En pocos meses —observaría uno de sus compañeros— ha envejecido veinte años, pasando del físico de Tyrone Power al de un hombre consumido por tres años de trabajos forzados en un campo de concentración».

Su secretario le sorprendió un día con la cabeza entre las manos, tratando de dormitar unos minutos.

—Estoy extenuado —confesó Nehru—. Apenas si duermo cinco horas cada noche. ¡Si al menos pudiera descansar una hora más! Y usted, ¿cuántas horas duerme usted?

—Siete u ocho —respondió H. V. R. Iyengar.

Nehru se le quedó mirando.

—En momentos como los que estamos viviendo —dijo—, seis horas son un mínimo; siete, un lujo; ocho, vicio.