RETRATO DE UN ARISTÓCRATA AUDAZ

Nadie parecía más naturalmente destinado a desempeñar las grandiosas funciones de virrey de la India que Louis Mountbatten. Apenas nacido, había manifestado ya su instintiva desenvoltura para moverse entre reyes cuando, de un puñetazo, había hecho salir los quevedos de la nariz imperial de su bisabuela, la emperatriz Victoria, durante la ceremonia de su bautismo. Los orígenes de su familia se remontaban al siglo IV, y había tenido por antepasado directo al emperador Carlomagno. Estaba, o había estado, unido por la sangre o por la alianza al káiser Guillermo II, al zar Nicolás II, al rey Alfonso XIII de España, a Fernando I de Rumanía, a Gustavo VI de Suecia, a Constantino I de Grecia, al rey Aakon VII de Noruega y a Alejandro I de Yugoslavia. Para Louis Mountbatten, las crisis de Europa eran asuntos de familia.

No había muchos tronos vacantes en 1900. El cuarto hijo de la nieta preferida de la reina Victoria, la princesa Victoria de Hesse, y de su primo, el príncipe Louis de Battenberg, no gozaría los placeres de la existencia de los reyes más que por personas interpuestas. Pasó los veranos de su infancia en los castillos de sus primos más favorecidos, conservando intensos recuerdos de esas idílicas vacaciones: tazas de té sobre los céspedes del castillo de Windsor, donde casi todos los invitados eran testas coronadas; cruceros en el yate del zar; largos paseos por los bosques próximos a San Petersburgo en compañía de su primo el zarevitch Alexis y de la hermana de éste, la gran duquesa María, de la que se había enamorado apasionadamente.

Su nacimiento prometía al joven Louis Mountbatten una apacible vida de dignatario en alguna Corte de Europa: allí, habría podido aplicar su afición a la magnificencia a los usos y ceremoniales que comenzaban ya a declinar. Pero había optado por un camino diferente y se encontraba ahora en la cumbre de una carrera excepcional.

Mountbatten acababa de cumplir cuarenta y tres años cuando, en el otoño de 1943, Winston Churchill, que se hallaba a la sazón en busca de un «espíritu joven y vigoroso», le había nombrado comandante supremo interaliado en el teatro de operaciones del Sudeste asiático. Semejante responsabilidad y semejantes cargas sólo eran comparables a las del mando supremo interaliado de Dwight Eisenhower en el frente europeo. Ciento veintiocho millones de hombres estarían un día bajo su autoridad. No habiendo tenido hasta entonces ni victorias ni privilegios, éste mando ofrecía como únicas perspectivas «una moral terrible, un clima terrible, un enemigo terrible y terribles derrotas».

Muchos de sus subordinados tenían veinte años más que él y eran de graduación más antigua. Algunos le consideraban un play-boy que, gracias a sus relaciones reales, había logrado trocar su esmoquin por un uniforme de almirante.

Consagró toda su energía a reavivar la moral de sus tropas, visitó regularmente todos los frentes, obligó a sus generales a proseguir el combate bajo los diluvios del monzón birmano, arrancó, kilo a kilo, a sus superiores de Londres y Washington el avituallamiento indispensable para sus soldados. El resultado no se hizo esperar: en 1945, este ejército, ayer desalentado y desorganizado, alcanzaba la más grande victoria terrestre jamás obtenida sobre un ejército nipón. Sólo la explosión de la bomba atómica impidió a su jefe poner en práctica su gran proyecto, la «operación Zipper», tendente a reconquistar Malasia y Singapur mediante una audaz operación anfibia cuyas dimensiones sólo habrían sido sobrepasadas por el desembarco en Normandía.

Ya siendo niño, Mountbatten había elegido la carrera del mar. Quería seguir así las huellas de su padre, que había abandonado su Alemania natal para alistarse en la Royal Navy y obtener en ella el puesto de Primer Lord del Almirantazgo. Apenas había comenzado Mountbatten sus clases de cadete, cuando una tragedia puso fin a la carrera de su padre. La ola de hostilidad antigermánica que se abatió sobre Gran Bretaña al principio de la Primera Guerra Mundial le obligó a dimitir de sus funciones a causa de sus orígenes alemanes. Abrumado, cambió su apellido Battenberg por el de Mountbatten a petición del rey Jorge V[4]. El cadete Louis Mountbatten juró ocupar algún día el puesto del que había sido expulsado su padre por una campaña de odio nacionalista.

Durante el período de entreguerras, esta ascensión hubo de seguir forzosamente el ritmo lento y vulgar de toda carrera de oficial en tiempo de paz. Por ello, Mountbatten se distinguió en el ejercicio de actividades mucho menos militares. Su encanto, su incomparable seducción, su entusiasmo contagioso, le permitieron convertirse en el blanco preferido de una Prensa sensibilizada a las futilidades de un mundo sediento de distracciones tras los horrores de la guerra. Su boda con Edwina Ashley, una bella y rica heredera, constituyó el acontecimiento mundano del año 1922. Raros fueron los periódicos y las revistas que no publicaron cada semana alguna fotografía o indiscreción sobre esta pareja de moda: los Mountbatten en el teatro en compañía de Noel Coward, los Mountbatten en el palco real de Ascot, el atlético Lord Louis surcando en esquí náutico las aguas del Mediterráneo o disputando un partido de polo. Mountbatten no ocultó nunca su afición a las fiestas y las salidas. Pero tras esta imagen pública se escondía una personalidad que volvía a asumir el primer plano cuando había terminado la fiesta.

El joven Lord no olvidaba su juramento de adolescente. Era el más concienzudo y ambicioso de los oficiales de Marina. Estaba dotado de una sorprendente capacidad de trabajo que durante toda su vida agotaría a sus colaboradores. Persuadido de que el resultado de las guerras futuras dependería de la aplicación de técnicas científicas nuevas y de que no podrían ser ganadas sin un sistema de comunicaciones infalible, Mountbatten se dedicó a un profundo estudio de las telecomunicaciones. En 1927, superó con el grado de mayor el curso superior de trasmisiones de la Royal Navy y emprendió inmediatamente la tarea de redactar el primer manual de utilización de los aparatos de radio empleados en la Marina. Fascinado por las ilimitadas posibilidades de la técnica y de la ciencia, se absorbió en el estudio de la física, de la electricidad, de las transmisiones en todas sus formas. Tenía una pléyade de amigos, cuyos nombres no aparecían nunca junto al suyo en las crónicas mundanas, ingenieros, sabios, constructores de aviones, mecánicos. Logró interesar a la Royal Navy en los trabajos del gran especialista francés en cohetes Robert Esnautl-Pelterie, cuyo libro trazaba un cuadro profético sobre las bombas volantes V-l, los cohetes teledirigidos, e, incluso, el viaje del hombre a la Luna. Encontró en Suiza un cañón antiaéreo de tiro rápido capaz de derribar a los bombarderos «Stuka» en picado y luchó durante meses para convencer a una Marina escéptica a fin de que lo adoptara.

En sus distracciones, desplegaba la misma energía metódica para obtener siempre el mejor resultado. Cuando descubrió el polo, rodó películas para analizar el juego de los más grandes campeones pasándolas a cámara lenta. Estudió científicamente la forma del mazo e ideó un nuevo modelo. Todos estos esfuerzos no hicieron nunca de él un gran jugador, pero había aprendido con ello lo suficiente para poder redactar una autorizada obra sobre este deporte y conducir a la victoria a los equipos que dirigía.

Dotado de una instintiva comprensión del carácter germánico, Mountbatten siguió con creciente inquietud la ascensión de Hitler y el rearme alemán. Observaba igualmente con tristeza y sin ilusiones la evolución del régimen político que había expulsado del trono de los zares a su tío Nicolás II. En el transcurso de los años treinta, los Mountbatten fueron dedicando cada vez menos tiempo a actividades mundanas para consagrarse con preferencia a alertar a sus amigos y a los responsables políticos sobre la inminencia de un conflicto que veían aproximarse ineluctablemente.

En junio de 1939, Louis Mountbatten recibió con orgullo el mando de una flotilla de destructores. Su navío, el Kelly, le fue entregado el 23 de agosto. Pocas horas más tarde, la radio anunció la firma de un pacto de no agresión entre Hitler y Stalin. El comandante del Kelly comprendió al instante el alcance de esta noticia: la guerra era sólo cuestión de días. Ordenó a su tripulación trabajar sin descanso a fin de que el buque estuviera listo para hacerse a la mar en tres días, en lugar de las tres semanas habituales.

Once días más tarde, cuando estalló la guerra, Mountbatten, con una brocha en la mano, suspendido en el vacío junto a uno de los flancos del destructor, estaba ocupado, en unión de sus marineros, en camuflar el Kelly. Al día siguiente, el buque capturaba su primer submarino alemán. «No daré jamás la orden de abandonar el barco —había precisado Mountbatten a su tripulación—. Solamente lo abandonaremos si zozobra bajo nuestros pies». El Kelly escoltó convoyes a través del Canal de la Mancha, persiguió a los torpederos alemanes en el Mar del Norte, acudió, entre la niebla y bajo las bombas, en auxilio de los seis mil supervivientes de la desventurada expedición de Narvik. En el Mar del Norte, un torpedo destrozó su popa y destruyó sus calderas. Mountbatten se negó a hundir el navío; evacuó a la totalidad de la tripulación y pasó una noche, solo, en el barco a la deriva. Después de lo cual, con dieciocho voluntarios logró hacerlo remolcar a puerto.

Un año más tarde, en mayo de 1941, frente a las costas de Creta, la suerte abandonó al Kelly. Alcanzado de lleno por una bomba, se fue a pique en pocos minutos. Fiel a su juramento, Lord Mountbatten permaneció en el puente hasta que su buque se sumergió bajo las olas. Durante horas, aferrado con los supervivientes a la única balsa prisionera del mazut, mantuvo su moral haciéndoles cantar aires populares bajo los disparos de los bombarderos alemanes. Mountbatten recibió la cruz de la Distinguished Service Order, la más alta recompensa británica, después de la Victoria Cross, por el valor en combate, y su navío el imperecedero recuerdo de la película de Noel Coward In Which We Serve.

Cinco meses después, Churchill, buscando un hombre audaz para dirigir las «Operaciones combinadas» —fuerza de desembarco creada para poner a punto las técnicas de la futura invasión del continente—, recurrió a Mountbatten. Ninguna misión podía satisfacer mejor su curiosidad científica y, a la vez, su imaginación. Jurándose no rechazar jamás a priori una idea nueva, abrió su cuartel general a toda una legión de creadores, de sabios, de técnicos, de genios y de chiflados. Algunos de sus proyectos, como un iceberg-portaaviones de agua de mar helada mezclada con pasta de madera, pertenecían al campo de la más disparatada fantasía. Otros fueron brillantes: así, Pluto, el oleoducto submarino que atravesaría un día el Canal, al igual que los puertos artificiales y las pinazas que permitirían el desembarco en Normandía. Estas realizaciones le habían valido a su promotor el ser nombrado, a los cuarenta y tres años de edad, comandante supremo interaliado del Sudeste asiático.

Ahora, cuando, a los cuarenta y seis años, se disponía a asumir la tarea más difícil de su carrera, se encontraba en la cumbre de sus facultades físicas e intelectuales. La guerra en el mar y el ejercicio de altas responsabilidades habían avivado su poder de decisión y desarrollado su aptitud natural para el mando. No era ni un filósofo ni un pensador abstracto, pero poseía un penetrante espíritu analítico. No creía más que en el éxito. Siendo joven oficial, llevó un día a su tripulación a una victoria fulgurante en una regata de yolas gracias a una especial manera de remar que había ideado. Criticado por el estilo fantasista que acababa de introducir, adujo secamente que lo único importante era «cruzar el primero la línea de meta».

Una inagotable confianza en sí mismo, que sus detractores preferían calificar como orgullo, sostenía a esta mentalidad de vencedor. Cuando Churchill le ofreció el puesto de mando en Asia, pidió veinticuatro horas de reflexión.

—¿Por qué? —gruñó Churchill—. ¿No se siente usted capaz de ello?

—Señor —replicó Mountbatten—, padezco el defecto congénito de considerarme capaz de todo.

Durante las semanas siguientes el bisnieto de la reina Victoria no tendría demasiada de esta inalterable confianza en sí mismo.