EPÍLOGO
La muerte de Gandhi debía lograr lo que su vida no había podido conseguir. Puso fin a las matanzas religiosas en las ciudades y aldeas de la India.
Ciertamente, subsistirían los antagonismos, pero asumirían la forma de conflictos clásicos disputados por ejércitos nacionales en los campos de batalla. El asesinato de Birla House era el último sacrificio de la guerra civil y religiosa que asolaba la India desde hacía dos años.
El asesino, Nathuram Godsé, fue apresado en el acto con el revólver en la mano. No opuso ninguna resistencia. La captura de sus cómplices se produciría poco después. Narayan Apté y Vishnu Karkaré cayeron en las redes de la Policía a causa de una mujer. El 14 de febrero, día de san Valentín, fiesta de los enamorados, Apté se ocultaba en un hotel de Bombay cuando oyó llamar a la puerta. Creyendo abrir a su amante, se encontró en presencia de tres inspectores. Los policías había descubierto sus relaciones con la hija de su cirujano-jefe. Interceptando una conversación en su mesa de escucha, tuvieron conocimiento del lugar de su cita.
Nathuram Godsé, el asesino, Narayan Apté, su socio, el posadero Karkaré, Madanlal Pahwa, el joven refugiado rebelde que había colocado la bomba del 29 de enero, Gopal Godsé, hermano menor de Nathuram, Savarkar, el fanático inspirador del movimiento hindú extremista, el doctor Parchuré, el homeópata que había facilitado el revólver, y, por último, el criado de Digambar Badgé, comparecieron ante la justicia para responder del asesinato del Padre de la nación india.
Desde el comienzo del proceso, que se abrió el 27 de mayo de 1948, Nathuram Godsé reivindicó para sí la entera responsabilidad del homicidio. Declaró que sólo razones políticas habían determinado su gesto y negó toda participación de sus coinculpados. Se negó a someterse al único procedimiento que tal vez hubiera podido beneficiarle con circunstancias atenuantes, un examen psiquiátrico. Fue condenado a la pena capital.
La sentencia fue idéntica para su socio Narayan Apté, que pagaba así su cita incumplida con la azafata de «Air India». En efecto, su presencia en Gwalior al lado del asesino el día en que fue encontrada el arma del crimen le valió la pena capital. Otros cinco conjurados fueron condenados a cadena perpetua. El doctor Parchuré apeló y logró ser absuelto. Savarkar fue igualmente absuelto por falta de pruebas. En cuanto al falso sadhu Badgé, añadió un nuevo triunfo a su asombroso palmarés: puesto a disposición de la acusación, ni siquiera fue inculpado.
Pese a las apremiantes peticiones de clemencia enviadas por los hijos del Mahatma Gandhi y por gran número de sus discípulos, el más íntimo compañero del profeta de la no violencia, Jawaharlal Nehru, se negó a intervenir para salvar la vida de Nathuram Godsé y de Narayan Apté. Habiendo sido rechazado su indulto, al amanecer del 15 de noviembre los condenados fueron conducidos al patíbulo de la prisión de Ambala para ser «colgados hasta morir».
Hasta el fin, Apté se había negado a creer en su ejecución: conservaba la inquebrantable convicción de que le salvaría un indulto en el último momento. En tal sentido había leído en las líneas de su mano el augurio. Al descubrir al pie del patíbulo hasta qué punto la quiromancia no era una ciencia exacta, se derrumbó. Fue necesario arrastrarle hasta la horca.
Nathuram Godsé declaró en testamento que no tenía más bien que legar a su familia que sus cenizas. Decidió, sin embargo, aplazar su entrada en la inmortalidad hasta que se realizara el sueño por el cual había cometido su crimen. Desafiando la costumbre hindú, pidió que sus cenizas no fuesen sumergidas «en un río que vaya hacia el mar», sino conservadas hasta el día en que pudieran recibirlas las aguas del Indo deslizándose a través de un país reunido por fin bajo la dominación hindú. Murió valerosamente.
Vir Savarkar, el fanático que había teledirigido tantos asesinatos políticos, falleció en 1966, en su cama, de muerte natural a los ochenta y tres años.
Después de su absolución, el doctor Parchuré regresó a su consulta de homeópata. En la actualidad continúa curando los pulmones de los habitantes de Gwalior con sus drogas a base de granos de cardamomo, turiones, cebollas y miel.
Temiendo por su vida, el falso sadhu Badgé abandonó su tienda de Poona para irse a vivir a Bombay en un piso puesto a su disposición por la Policía. Allí, reanudó el ejercicio de la profesión por la que era honorablemente conocido en toda la provincia, la fabricación de chalecos a prueba de balas. En la actualidad, es un próspero artesano. Sus chalecos cuestan mil rupias (setecientos francos) y están tan solicitados que es preciso esperar seis meses para recibirlos.
Beneficiándose de un indulto parcial por buena conducta, Karkaré, Madanlal Pahwa y Gopal Godsé fueron puestos en libertad en 1969, después de veintiún años de encarcelamiento. Karkaré volvió a asumir en Ahmednagar la dirección de su posada, ofreciendo a sus clientes por 1,25 rupias (un franco) el espartano confort de sus habitaciones de siete charpoy. Murió de un ataque cardíaco en abril de 1974. Madanlal Pahwa se estableció en Bombay. Modesto competidor de las firmas japonesas cuyos artículos inundan los mercados de la India y de Extremo Oriente, fabrica juguetes en un camarachón contiguo a su vivienda. El terrorista que intentó matar a Gandhi con una bomba se encuentra hoy su mayor orgullo en un pequeño cohete de aire comprimido que se eleva a cien metros y vuelve a descender sostenido por su paracaídas.
Gopal Godsé, el joven hermano del asesino, vive en el tercer piso de una vieja casa de Poona. En la pared de su veranda se encuentra un mapa gigante del subcontinente indio. Todos los años, el 15 de noviembre, aniversario de la ejecución de su hermano, la urna que contiene las cenizas de Nathuram es colocada ante el mapa, por el que serpentea una línea de bombillas eléctricas que figuran el curso sagrado del Indo. Ante este emblema de la India una y entera, Gopal Godsé reúne a su familia y a los discípulos más fieles de Vir Savarkar. Ni el menor rastro de remordimientos, ni la más mínima sombra de contrición animan su reunión, cuyo fin exclusivo es glorificar el recuerdo de un «mártir» y justificar su acto ante la posteridad. Al pie del mapa, iluminado, embriagados por la melopea lancinante de un sitar, estos fanáticos agitan su puño derecho, juran ante las cenizas del asesino de Gandhi reconquistar «la porción amputada de nuestra madre patria, es decir, todo el Pakistán, y reunificar la India bajo la dominación hindú desde las orillas del Indo, donde los primeros rishi recitaron el Veda, hasta las selvas que se extienden más allá del Brahmaputra».
Como había anunciado al aceptar su cargo de primer gobernador general de la India independiente, Louis Mountbatten dimitió de sus funciones en junio de 1948.
Dedicó las últimas semanas de su poder a convencer al único príncipe indio todavía sentado en su trono, el nizam de Hyderabad, que abandonara pacíficamente sus pretensiones de independencia. En 1949, la India acabó por destronar al monarca mediante una operación militar incorporando por la fuerza su reino al territorio nacional.
Hasta el último día, Edwina Mountbatten se esforzó en aliviar la miseria de los refugiados. En cuanto llegaba a un campo, los desventurados se precipitaban para decirle adiós y testimoniarle su agradecimiento.
La víspera de su marcha, Jawaharlal Nehru dio en honor de los Mountbatten una gran cena en la sala de banquetes del palacio que se disponían a abandonar. Levantando su copa a la salud de la pareja británica, a la que le unían tantos lazos de afecto y de amistad forjados durante el año más memorable de su vida, Nehru se dirigió primeramente a Edwina Mountbatten:
—Adondequiera que habéis ido, llevasteis consuelo, esperanza y valor. ¿Es, pues, sorprendente que los indios os amen y os consideren como uno de los suyos?
Luego, volviéndose hacia Louis Mountbatten, continuó:
—Llegasteis aquí con la más alta reputación; pero, ¿no había ya engullido muchas la India? Habéis atravesado un período de graves dificultades, y, sin embargo, vuestra reputación ha conservado todo su esplendor. Ésta es la más extraordinaria de las hazañas.
Al día siguiente por la mañana, mientras Louis y Edwina Mountbatten se alejaban en el landó dorado que, quince meses antes, les había dejado al pie de la gran escalinata de honor, uno de los seis caballos del tiro se negó a avanzar. A la vista de este animal que ningún latigazo podía obligar a moverse, una voz exclamó entre la multitud: «¡Es un signo de Dios, debéis quedaros con nosotros!». Para Louis y Edwina Mountbatten, nada habría podido superar a este homenaje.
La cruel enfermedad ocultada desde hacía dos años como un secreto de Estado, acabó por abatir a Mohammed Ali Jinnah el 11 de septiembre de 1948, trece meses solamente después de la realización de su sueño y ocho del asesinato de su viejo adversario político.
Con el valor que había caracterizado toda su carrera, Jinnah luchó hasta el último instante por consolidar el futuro de su amado Pakistán. Murió en Karachi, su ciudad natal, convertida en capital provisional de una gran nación islámica gracias a su voluntad de hierro. Hasta en el borde mismo de la tumba, Jinnah continuó siendo el inflexible personaje que jamás había dejado de ser. A la cabecera de su cama, el último día, su médico aún quiso darle ánimos:
—Le he puesto una inyección. Si Dios quiere, todo irá bien.
Jinnah le miró, lleno de lucidez.
—No —respondió—, sé que voy a morir.
Media hora después, estaba muerto.
El Pakistán sobrevivió a la difícil época que siguió a su creación, pero no las instituciones democráticas que Jinnah le había dado. Un golpe de Estado militar dirigido por un antiguo oficial del Ejército de la India, el mariscal Ayub Khan, puso fin en 1958 al régimen parlamentario que la corrupción política había desacreditado. Tras diez años de un reinado autoritario pero beneficioso, el régimen de Ayub Khan fue derrocado por otro golpe de Estado militar.
La traumatizante experiencia de la guerra del Bangla-Desh que condujo en 1971 a la ruptura del Pakistán y a su separación en dos Estados, como lo había predicho antaño Louis Mountbatten, restableció un gobierno democrático bajo la dirección de Zulfikar Ali Bhutto. Aun cuando se vea periódicamente amenazada por revueltas tribales en la Provincia Fronteriza del Noroeste y la del Beluchistán, la cuarta nación islámica del mundo —después de Indonesia, Bangla-Desh e India— contempla actualmente el futuro con confianza, asegurándole la solidaridad musulmana una sustanciosa ayuda por parte de sus vecinos productores de petróleo.
En una eminencia situada en el corazón de Karachi un suntuoso mausoleo cobija bajo su cúpula de piedra el cenotafio de mármol del fundador de la nación, tributo de todo un pueblo al último heredero de sus grandes mogoles.
Como había predicho el Mahatma Gandhi, la terrible herencia de la partición continuaría sacudiendo durante años el subcontinente indio. En dos ocasiones, en 1965 y en 1971, la India y el Pakistán se enfrentaron en los campos de batalla. Este desacuerdo impuso a los dos Estados una abrumadora carga financiera que, con destino a estériles gastos militares, desvió recursos indispensables para su desarrollo económico y el aumento de la producción agrícola, es decir, para la elevación del nivel de vida de sus paupérrimos habitantes.
Sin embargo, en menos de una década los dos países realizaron la proeza de integrar a la mayoría de los millones de refugiados del trágico verano de 1947. Las fértiles llanuras del Penjab, regadas con la sangre de tantas víctimas inocentes, recuperaron poco a poco los colores de su feliz pasado, el oro de los campos de trigo, la nívea blancura de las cosechas de algodón, el verde de las plantaciones de caña de azúcar. Bajo el vigoroso impulso de su población sikh, la parte india de la mutilada provincia se puso a la cabeza de la «revolución verde», que le permitió realizar, en 1970, el gran sueño de la India: una producción de cereales capaz de subvenir a sus necesidades. Por desgracia, dos malas cosechas, en 1971 y 1972, interrumpirían provisionalmente este sueño.
Pero la restauración de la paz no podía borrar las dolorosas huellas dejadas por la pesadilla del éxodo. A ambos lados de la frontera trazada por el lápiz de Sir Cyril Radcliffe, subsistían el rencor e, incluso, el odio. El lastimoso destino de un hombre, Boota Singh, el campesino sikh que había comprado a una joven musulmana que huía de su raptor, simbolizaría para millones de penjabíes las trágicas consecuencias de sus escisiones, pero también la esperanza en que la capacidad del amor del hombre pudiera triunfar sobre los más tenaces odios.
Once meses después de su matrimonio, nació una niña en el hogar del sikh y la musulmana. Conforme a la costumbre, Boota Singh abrió al azar el libro santo de lo sikhs, el Granth Sahib, y eligió para la niña un nombre que empezaba por la primera letra de la primera palabra de la página. Ésta era una «T». Puso a su hija el nombre de «Tanvir», que significa «Milagro del Cielo» o «Fuerza de la Gracia».
Ocho años después de este nacimiento, dos sobrinos de Boota Singh, furiosos por la merma que ello supondría en su herencia, denunciaron a Zenib y su hija a las autoridades que buscaban a las mujeres raptadas durante el éxodo para proceder a su repatriación. Zenib fue arrancada del lado de su marido y depositada en un campo de tránsito en espera de que fuesen hallados sus padres en el Pakistán.
Loco de dolor, Boota Singh corrió a Nueva Delhi a realizar el acto más difícil para un sikh. Se cortó los cabellos y se hizo musulmán en la gran mezquita. Convertido en Jamil Ahmed, se presentó entonces en el despacho del alto comisario del Pakistán para pedir que le fuera devuelta su mujer. En vano. Los dos gobernadores habían acordado aplicar una norma implacable: casadas o no, las mujeres raptadas debían ser devueltas a su comunidad de origen.
Durante seis meses, Boota Singh visitó todos los días a su esposa en el campo en que esperaba su traslado al Pakistán. Permanecía sentado a su lado durante horas, llorando en silencio el sueño perdido de su felicidad. Un día, supo que había sido localizada su familia y que iba a ser enviada con ella. En una conmovedora escena de despedida, Zenib juró no olvidarle jamás y regresar en cuanto pudiera.
Proclamando su calidad de musulmán, Boota Singh cursó una solicitud para emigrar al Pakistán. Fue denegada. Pidió un visado, pero recibió una nueva negativa. Repartió entonces todos sus bienes entre los pobres de su aldea, hizo un hatillo con un poco de ropa y varios utensilios, introdujo dos mil rupias en su cinturón y cruzó clandestinamente la frontera con su hija, rebautizada Sultana. Dejando a la niña en Lahore, se dirigió al pueblo en que se había establecido la familia de Zenib. Al llegar, descubrió que su mujer se había vuelto a casar con un primo suyo a las pocas horas de bajar del camión que la había traído de la India. El pobre hombre gemía: «¡Devolvedme a Zenib! ¡Devolvedme a mi mujer!». Fue salvajemente apaleado por los hermanos y los primos de Zenib y, luego, denunciado a la Policía por haber cruzado ilegalmente la frontera.
Ante el tribunal, Boota Singh alegó que era musulmán y suplicó al juez que le devolviera su esposa, por lo menos que la dejara expresar libremente su voluntad. Conmovido por la aflicción del anciano, el juez aceptó.
El careo tuvo lugar una semana más tarde en una sala rebosante de una multitud advertida por los periódicos. Todo Lahore estaba ya al corriente y de parte de Boota Singh.
Llegó Zenib, rodeada por todos los miembros de su familia. Parecía aterrorizada.
—¿Conoces a este hombre? —le preguntó el juez.
—Sí —respondió ella, temblorosa—, es Boota Singh, mi primer marido.
—¿Conoces a esta niña?
—Sí. Es nuestra hija.
—¿Deseas volver a la India con ellos?
Zenib volvió la cabeza hacia los miembros de su familia, que no apartaban los ojos de ella. Una insoportable tensión reinaba en la sala. Boota Singh contenía el aliento. Por fin, Zenib, bajando los ojos, murmuró solamente:
—No.
Un grito de animal herido brotó de la garganta de Boota Singh. Se tambaleó. Cuando recuperó el dominio de sí mismo, llevó su hija hacia Zenib.
—No puedo privarte de tu hija. Te la dejo.
Mientras hablaba, había sacado del bolsillo un fajo de rupias, que ofreció a su esposa.
El juez preguntó a Zenib si aceptaba la custodia de su hija. De nuevo, un angustiado silencio llenó la sala. Desde sus asientos, los hombres del clan de la joven le hicieron seña de que rehusase. No querían que su familia pudiera quedar contaminada con sangre sikh.
Zenib miró a su hija. Tomarla consigo habría sido condenarla a una vida de desdicha.
—No —gimió.
Boota Singh permaneció inmóvil largo rato, mirándola. Luego, cogió de la mano a su hija y salió del tribunal sin volver la vista atrás.
El pobre hombre pasó la noche llorando y rezando en el mausoleo del santo musulmán Data Ganj Bakhsh, mientras su hija dormía al pie de una columna. Al amanecer, llevó a la niña a un bazar próximo. Con las rupias que su esposa no había aceptado, le compró un vestido nuevo y un par de sandalias bordadas con hilo de oro.
Cogidos de la mano, el anciano y su hija caminaron hasta la cercana estación de Shahdarah. En el andén, explicó a la niña que nunca volvería a ver a su mamá.
Cuando la locomotora entró en la estación, Boota Singh levantó dulcemente a su hija en brazos, la estrechó contra sí y avanzó hasta el borde del andén. La niña tuvo la impresión de que se apretaba el abrazo de su padre. De pronto, se sintió caer hacia delante. Oyó un pitido y un grito desgarrador. Luego se encontró al otro lado de la locomotora.
Boota Singh había saltado a la vía. Murió instantáneamente, pero, por un milagro, la niña estaba ilesa. Sobre el cuerpo destrozado del viejo sikh, la Policía encontró una carta de despedida manchada de sangre.
«Mi querida Zenib, has escuchado la voz de la multitud, pero esta voz nunca es sincera. No te guardo rencor. Mi último deseo es estar cerca de ti. Quisiera que me enterrases en tu pueblo y que vinieras de vez en cuando a poner flores sobre mi tumba».
El suicidio de Boota Singh conmovió al Pakistán. Sus funerales se convirtieron en una cuestión nacional. Sin embargo, aun en la muerte, continuaría siendo víctima del odio el viejo sikh que había creído escapar a la pesadilla comprando la felicidad por 1500 rupias. La familia de Zenib y los habitantes de su pueblo le negaron el derecho a reposar en su cementerio. El 22 de febrero de 1957, una barricada defendida por todos los hombres del clan bajo el mando del segundo marido de Zenib se opuso al paso del féretro.
Temiendo que se produjeran disturbios, las autoridades ordenaron al cortejo fúnebre, seguido por millares de paquistaníes, que regresara a Lahore, donde los restos de Boota Singh fueron sepultados bajo una montaña de flores.
Furiosa por el honor que se había rendido al viejo sikh, la familia de Zenib envió un comando para profanar y arrasar su sepultura. Este gesto provocó la indignación de la población. De todas las ciudades y aldeas del Pakistán afluyeron millares de rupias ofrecidas para que se edificara un grandioso mausoleo al mártir del amor. Boota Singh fue de nuevo enterrado bajo una montaña de flores. Esta vez, centenares de musulmanes montaban guardia ante la sepultura del viejo sikh, afirmando con este gesto la esperanza de que, algún día, el tiempo acabaría quizá borrando del Penjab la cruel herencia del año 1947[46].
El monumento edificado por la India a la gloria de su Mahatma es una simple plataforma de piedra negra erigida en el emplazamiento de su pira funeraria a orillas del Yamuna. Unas palabras grabadas en inglés y en hindi recuerdan el mensaje de Mohandas Gandhi.
«Quisiera que la India fuese lo bastante libre y fuerte como para ser capaz de ofrecerse en holocausto por un mundo mejor. Cada hombre debe sacrificarse por su familia, ésta por la aldea, la aldea por el distrito, el distrito por la provincia, la provincia por la nación y la nación por todos. Deseo el advenimiento del Khudai Râj, el “Reino de Dios” sobre la tierra».
¿Qué queda de este grandioso sueño treinta años después? No gran cosa, en verdad. Como temía en el último año de su vida, los sucesores de Gandhi se apartaron de su mensaje. Para intentar sustraer la India a su subdesarrollo económico, prefirieron la vía de la industrialización y de la técnica a la de la rueca. El lenguaje de una época sedienta de progreso material, con su vocabulario de planes quinquenales, de ritmo de crecimiento, de industria básica, remplazó para los nuevos jefes de la India las viejas palabras de no violencia, de fraternidad, de redención por el trabajo manual. El partido del Congreso, que Gandhi soñaba en transformar en un liga al servicio del pueblo, continuó siendo la principal fuerza política india, pero cayó presa de una creciente corrupción. Los intereses de las quinientas mil aldeas de las que Gandhi esperaba la salvación de la India fueron subordinados a los de ciudades invadidas por los grandes complejos industriales, que él consideraba responsables del peor de los males: la separación del hombre de sus raíces naturales, su explotación «con el fin de producir bienes que no necesitaba realmente».
Pero el acontecimiento quizá más significativo de los años que siguieron a la independencia se produciría en la primavera de 1974, en alguna parte del desierto del Rajastán. El Gobierno del país cuyo primer ciudadano había suplicado a América la víspera de su muerte que renunciase a la bomba atómica, hizo estallar un ingenio nuclear. La gigantesca deflagración que agitó aquel día las entrañas del desierto, ¿consagraban acaso la última derrota de la doctrina de la no violencia[47]?.
Sin embargo, si la India no ha realizado el sueño imposible de Mohandas Gandhi, tampoco ha renunciado a todos Sus ideales. El algodón de khadi que había propuesto como vestido a sus compatriotas es llevado todavía hoy por numerosos ministros y millones de indios. El príncipe de la elegancia que fue Jawaharlal Nehru continuó llevando hasta su muerte el traje nacional de que le había vestido su padre espiritual. Fiel a su mensaje de sencillez, se desplazaba solamente en un pequeño automóvil indio, con su chófer por única escolta.
A pesar de todas las fuerzas de desintegración con que les amenazaba la multiplicidad de sus lenguas, de sus pueblos, de sus culturas, a pesar de la cínica predicción de numerosos ingleses que habían anunciado el desgarramiento del país tan pronto como hubiera desaparecido el cemento de la dominación británica, la India continuó siendo lo que era el 15 de agosto de 1947, una nación firmemente soldada. Los enormes territorios y las dispares poblaciones que habitaban los viejos Estados principescos fueron integrados sin especiales dificultades.
Muchas ideas de Gandhi que parecían a la sazón excentricidades de viejo, se han revelado treinta años más tarde extrañamente adecuadas en un mundo superpoblado, invadido por la contaminación, amenazado por el agotamiento de sus recursos naturales. Recuperar los sobres usados en lugar de tirarlos, consumir solamente alimentos vitales en los estrictos límites de las necesidades vitales, renunciar a la producción de bienes inútiles, recurrir a las plantas medicinales, a una higiene natural, todas estas lecciones no parecen tan anacrónicas a los ojos de quienes tratan hoy de resolver la vida del hombre sobre el planeta de un modo distinto que mediante la superproducción y el crecimiento por el crecimiento.
Pero la India permaneció fiel a quien había conducido a la libertad de sus hambrientas multitudes especialmente en un terreno. La India había nacido nación libre. Continuó siendo una nación libre. Casi la única, entre todas las naciones que han roto las cadenas del dominio colonial, la India es una sociedad libre, un Estado respetuoso hacia los derechos y la dignidad de sus habitantes, donde los ciudadanos pueden discutir, protestar y expresarse abiertamente en las columnas de una Prensa libre, un país cuyos hombres y mujeres pueden elegir democráticamente a sus dirigentes.
Resistiendo la tentación de seguir el ejemplo de su gran vecino chino, negándose a obtener el bienestar de sus masas a costa de la esclavización de los espíritus, la India supo también resistir la tentación de imitar a los regímenes de dictaduras militares nacidos de la descolonización. Rechazando un «tradicionalismo» retrógrado, pero salvaguardando una tradición que tanto había contribuido al tesoro cultural de la Humanidad, se ha convertido en la democracia más grande del Globo, hazaña única en la Historia que merece respeto y suscita admiración.
Quince días después de la inmersión de las cenizas del Padre de la nación, una breve ceremonia realizada ante el monumento de la Puerta de la India en Bombay puso fin a la Era que había inaugurado aquel día de enero de 1915 cuando, regresando de África del Sur, pasó bajo este arco llevando consigo su manifiesto Hind Swaraj, Autonomía de la India.
Saludados por una guardia de honor de sikhs y de gurkhas, acompañados por la música de la Marina india, los hombres del Somerset Light Infantry, últimos soldados británicos que abandonaban el suelo de la India independiente, desfilaron bajo el arco para ir a embarcarse.
Mientras pasaban bajo el arco triunfal, un canto sorprendente se elevó de la multitud india apiñada en el muelle. Entonado por unos cuantos, fue multiplicándose de boca en boca hasta acabar brotando de millares de pechos. Era el Canto de las Despedidas. «Es sólo un hasta la vista, hermanos míos», cantaban viejos militantes del Congreso, varios de los cuales mostraban todavía en el cráneo las cicatrices de los lathi británicos, mujeres con sari llorando a lágrima viva, estudiantes imberbes, mendigos desalentados, incluso los soldados indios de la guardia de honor inmovilizados en posición de firmes, intensamente penetrados todos de la significación de este instante, uniendo todos sus voces. Mientras las últimas filas del Somerset Light Infantry ocupaban su puesto en las chalupas, los acentos de este canto espontáneo envolvieron la explanada entera, extraña y emocionante promesa de un hasta la vista para los ingleses que se marchaban.
Una época finalizaba ante esta Puerta de la India, otra época comenzaba, la que Gandhi había inaugurado para las tres cuartas partes del planeta, la Era de la descolonización. Los últimos representantes de la raza de grandes capitanes y soberanos reales abandonaban el continente indio; la ligera brisa que impulsaba sus chalupas anunciaba los huracanes que muy pronto habían de barrer los mapas del mundo. En los años futuros, serían numerosos los puertos que presenciarían una ceremonia semejante a la de este 28 de febrero de 1948 en Bombay.
Pero serían raras las ceremonias que se bañarían en el emocionante fervor que se manifestaba esta mañana a la sombra del arco triunfal del Imperio, última victoria del Mahatma asesinado, última consagración para los que —indios e ingleses— habían tenido la sabiduría de comprender la inexorable lógica de su mensaje.