V. «LAS LLAMAS NOS PURIFICARÁN»

Los dos hombres estaban solos en la habitación. No había ni siquiera un secretario para tomar notas. Convencido de que únicamente una solución podía evitar la catástrofe, Mountbatten había adoptado una táctica de negociación revolucionaria: el destino de la India no se discutiría en torno a una mesa de conferencias, sino en la intimidad de conversaciones privadas. La entrevista que se desarrollaba en el despacho recién pintado del virrey abriría la larga serie de ellas. De estas discusiones entre dos dependería que le fuera evitado a la India el horror de la guerra civil predicha en el primer informe de Mountbatten a Londres. Sólo cuatro interlocutores participarían en estas entrevistas sucesivas, el virrey y los tres principales líderes indios.

Estos últimos se habían pasado la vida conspirando contra Inglaterra, sin por ello entenderse entre sí. Todos habían rebasado los cincuenta años de edad. Todos eran abogados formados en Londres; allí habían aprendido las reglas de la retórica. Para ellos, estas entrevistas eran el gran debate final de su vida; en cierto modo, se habían preparado para él desde un cuarto de siglo.

Para Mountbatten, lo que importaba ante todo era salvaguardar la herencia más grande que Gran Bretaña podía dejar al mundo: la unidad de la India. Tenía un deseo profundo, casi evangélico, de conseguirlo. La reivindicación de los musulmanes, la división del país, no podía sino engendrar una tragedia.

Por eso, renunciando a las conferencias oficiales que no habían hecho sino conducir a otros tantos fracasos, decidió enfrentarse a sus adversarios, uno a uno, en la soledad de su despacho. Confiando en su poder de persuasión, seguro de la corrección de su pensamiento, iba a intentar triunfar en pocas semanas allí donde sus predecesores habían fracasado durante años en poner fin a la dominación de Inglaterra sin provocar el estallido de la India.

Con el pequeño gorro blanco del Congreso colocado sobre su incipiente calva y una rosa recién cogida introducida en el tercer ojal de su chaleco, el primer indio que penetró en el despacho de Mountbatten era una de las personalidades dominantes de la escena política india. Un rostro sensible, cuyas expresiones siempre cambiantes no cesaban de reflejar los humores y las emociones, algo de felino, de sensual en la actitud, una mirada de angélica dulzura iluminada a ratos por la llama de una pasión de poseso, Jawaharlal Nehru era, a los cincuenta y ocho años, un personaje de talla tan considerable como Mountbatten.

Los dos hombres ya se conocían. Se habían entrevistado al término de la guerra en Singapur, donde el joven almirante acababa de instalar su cuartel general de comandante supremo. Haciendo caso omiso de la recomendación de sus oficiales de no tener ninguna relación con un hombre que acababa de salir de una prisión británica, Mountbatten no había vacilado en recibir al líder indio.

Simpatizaron inmediatamente. Nehru volvía a encontrar en Mountbatten y su mujer a la Inglaterra acogedora y liberal de su juventud de estudiante, cuyo recuerdo habían borrado los años pasados en las cárceles británicas. Los Mountbatten, por su parte, se sintieron seducidos por el encanto del indio, por su cultura, su sentido del humor. Desafiando una vez más la reprobación de sus colaboradores, Mountbatten había decidido entonces atravesar Singapur en su automóvil descubierto, con Nehru a su lado. Una iniciativa que, según sus consejeros, no podía sino honrar a un adversario de Inglaterra.

—«¿Honrarle a él? —había exclamado Mountbatten—. Es él quien me honra a mí. ¡Algún día este hombre será Primer Ministro de la India independiente!».

Esta profecía se hallaba ahora casi realizada. En su calidad de Primer Ministro de una India sometida aún a la tutela británica, Nehru debía de ser el primero de los tres líderes indios que recibiría el virrey.