UNDÉCIMA ESTACIÓN DEL VIACRUCIS DE GANDHI:
«¿TENEMOS QUE DEJARNOS DEGOLLAR COMO CORDEROS?»

La amplitud de las matanzas que se producían en la capital constituyó para Gandhi una sorpresa y, a la vez, un shock fortísimo.

Gandhi nunca fue tan fiel a los ideales que habían guiado su existencia como en las trágicas horas del crepúsculo de su vida. Enfrentado con el desastre que presintiera, se aferraba a los principios que ya desde África del Sur siempre le habían inspirado: el amor, la no violencia, la verdad, una fe inquebrantable en un Dios universal. Pero su pueblo se volvía sordo a su mística.

Predicar el amor y la no violencia a las masas indias para luchar contra la dominación británica había sido ya una arriesgada apuesta. Predicar ahora el perdón y la fraternidad a hombres que presenciaron la matanza de sus hijos, la violación de sus mujeres, el asesinato de sus padres, a hombres y mujeres que lo habían perdido todo y que tocaban ya el fondo de la desesperación, parecía una quimera. Hubiesen tenido que ser todos santos para oír el mensaje que, no obstante, Gandhi consideraba la única posibilidad de escapar al engranaje del odio.

Sobreponiéndose a su extrema debilidad, el Mahatma visitó diariamente los campos de refugiados para intentar llegar al corazón de los desventurados que pedían venganza.

—Explícanos tú, apóstol de la no violencia, qué debemos hacer para sobrevivir —le interpelaron burlonamente un día varios hindúes—. Nos pides que entreguemos nuestras armas, pero en el Penjab los musulmanes disparan a bocajarro contra nuestros hermanos. ¿Tenemos que dejarnos degollar como corderos?

—Si todos los penjabíes consintieran morir el último de ellos sin arrebatar una sola vida —replicó Gandhi—, el Penjab se haría inmortal.

Gandhi suplicaba ahora a sus compatriotas que pusieran en práctica lo que antaño había aconsejado a los etíopes, a los judíos, a los checos y a los ingleses:

—Ofreceos voluntariamente en el altar del sacrificio. Aceptad ser los mártires de la no violencia.

Un clamor de burlas acogió este ruego.

—¡Vete al centro del Penjab a ver por ti mismo lo que está pasando allí! —le gritaron encolerizadas voces.

A pesar del «milagro» que había obrado en favor suyo en Calcuta, los musulmanes no siempre le reservaron mejor acogida. Una vez, a la entrada de un campamento, un hombre le arrojó a los brazos el cadáver de su bebé. El rostro de Gandhi expresó su dolorosa impotencia, pero se esforzó por consolar a la multitud que le rodeaba.

—Estad dispuestos a morir, si es preciso, con el nombre de Dios en los labios —exhortó—. No perdáis la confianza.

Su convicción era tan fuerte que calmaba a su auditorio.

Un día que penetraba sin escolta en el recinto del Purana Qila, unos musulmanes rodearon su automóvil y le escarnecieron. Alguien abrió brutalmente la portezuela. Imperturbable, Gandhi salió del coche y se enfrentó a sus adversarios. Como su voz era demasiado débil a consecuencia de su reciente ayuno destinado a salvar a otros musulmanes, alguien tuvo que repetir una a una sus palabras.

Explicó que, a sus ojos, no existía «ninguna diferencia entre los hindúes, los musulmanes, los cristianos, los sikhs. Todos son idénticos para mí». Pero su mensaje de amor no suscitó más que un general clamor de indignación.

Sin embargo, el adversario irreductible de la creación de un Estado musulmán separado no tardaría en ocupar el lugar de Jinnah en el corazón de los musulmanes que habían permanecido en la India y en convertirse en su bienhechor. Desde su llegada a Delhi, Gandhi había sido asaltado por un torrente ininterrumpido de delegaciones musulmanas abrumándole con el relato de todos los desmanes infligidos a su comunidad y suplicándole que se quedara en la capital, en la que sólo su presencia podría garantizar su seguridad. El Mahatma prometió «no abandonar la ciudad antes de que hubiera recuperado su calma de antaño».

Nada provocaría entonces tanta cólera entre numerosos hindúes como su solicitud por los musulmanes y su insistencia en afirmar que la desgracia y el sufrimiento no conocían religión. Si el «milagro de Calcuta» le había granjeado el agradecimiento de numerosos musulmanes indios, había alzado también contra él a muchos corazones hindúes. Pero Gandhi no era hombre que renunciase a sus principios por causa de las emociones que podían originar. En sus reuniones de oración pública, siempre había mezclado los cánticos cristianos con los mantras hindúes, la lectura de versículos del Corán, del Antiguo y del Nuevo Testamento con los del Gita. Se negó a modificar sus costumbres.

Una tarde, una furiosa voz se elevó de la asamblea de los fieles:

—¡Nuestras mujeres y nuestras hermanas han sido violadas y nuestros hermanos asesinados en nombre de ese Alá que tú nos cantas!

Gandhi Murdabad!.

—¡Muera Gandhi! —gritó otra voz.

La multitud se sumó a las protestas, cubriendo la voz del Mahatma. Tuvo que callar. Sus compatriotas consiguieron lo que ni los bóers en África del Sur ni los ingleses en la India habían logrado jamás. Por primera vez en su vida, Gandhi fue obligado a interrumpir su oración.

Para Madanlal Pahwa, el joven marinero hindú obligado a abandonar su tierra natal y cuyo nombre debía conocer un día toda la India, el camino del desquite comenzó en el despacho de un médico de Gwalior, ciudad situada a trescientos kilómetros al sur de Nueva Delhi.

Con su cabeza redonda, su cráneo calvo y su desdentada sonrisa, el homeópata Dattatraya Parchuré se parecía extrañamente a Gandhi. Su fama local derivaba de su sita phaladi, un tratamiento natural a base de granos de cardamomo, de cebolla, de turión, de azúcar y de miel, con el que curaba la bronquitis y la pulmonía. Pero no eran afecciones pulmonares lo que había llevado a Madanlal Pahwa hasta él.

La verdadera pasión de Parchuré era la política. Jefe local de la organización extremista hindú R. S. S. S., violentamente antimusulmana, mantenía una milicia de un millar de guerrilleros con la que se jactaría más tarde de haber expulsado de la India a sesenta mil musulmanes. La mayor parte de sus honorarios servía para dotar a su pequeño ejército de porras, cuchillos, «dientes de tigre», revólveres y fusiles. Siempre estaba en busca de nuevos reclutas, y el exaltado refugiado le pareció un candidato ideal. Parchuré prometió a Madanlal que le permitiría saciar su sed de venganza. Con un alistamiento en sus tropas, le ofreció albergue, comida y todos los enemigos que quisiera matar.

Madanlal aceptó. Durante el mes siguiente, recibió adiestramiento de un comando especializado en la exterminación de musulmanes que intentaban huir del Estado de Bhopal en dirección a Nueva Delhi. «La técnica era sencilla —cuenta—. Esperábamos en la estación. Deteníamos el tren. Saltábamos a los vagones. Matábamos a los viajeros».

Madanlal y sus compañeros cumplieron su misión con tanto celo que el eco de su salvajismo llegó hasta la capital. Gandhi fustigó sus crímenes en el transcurso de una oración pública. El maharajá hindú de Gwalior tuvo que pedir al doctor Parchuré que calmara el fanatismo sanguinario de sus hombres.

Frustrado, Madanlal salió para Bombay. Se inscribió en un campo de refugiados y reunió una banda de jóvenes guerrilleros decididos a todo, como él.

«Nos íbamos todos los días al barrio musulmán de Bombay —recuerda—. Entrábamos en un hotel, el mejor, pedíamos una buena comida, platos que nunca habíamos probado. Cuando nos traían la cuenta, decíamos que estábamos sin un céntimo, que éramos refugiados. Si no quedaban contentos, les dábamos una paliza y rompíamos todo.

»A veces, atacábamos a musulmanes en la calle y los despojábamos de su dinero. Nos apoderábamos también de las bandejas de los vendedores ambulantes y corríamos a vender sus mercancías. Todas las noches, mis muchachos venían a rendir cuentas y traerme lo que habían robado. Yo hacía el reparto. Buena vida aquélla».

Pero muy pronto Madanlal fue llamado a justificar su aptitud para el mando con acciones de más envergadura que simples raterías. Con ocasión de la fiesta musulmana de Bawiam, se fue a Ahmednagar con dos cómplices y tres granadas. Arrojaron éstas sobre una procesión de peregrinos. Aprovechando el pánico, Madanlal escapó por las callejuelas del bazar. Ondeando en el balcón de un destartalado hotel llamado «Deccán Guest House», vio un emblema familiar, el estandarte color naranja con la cruz gamada del R. S. S. S. Se precipitó en su interior.

—Escondedme —exclamó—, acabo de tirar una granada contra una comitiva de musulmanes.

Tripudo, de treinta y siete años, el propietario del establecimiento, Vishnu Karkaré, se puso en pie de un salto, juntó las manos en un gesto de gratitud y abrió fraternalmente sus brazos al fugitivo. Para Madanlal Pahwa, los caminos de la venganza habían dejado de ser solitarios.

El 2 de octubre de 1947, las naciones del mundo se asociaron a la India independiente para celebrar el septuagésimo octavo aniversario del más grande indio viviente. Millares de telegramas, cartas y mensajes llevaron al Mahatma Gandhi al afectuoso homenaje de su pueblo y de sus admiradores extranjeros. Dirigentes o refugiados, hindúes, sikhs y musulmanes, se sucedieron en Birla House con la ofrenda de frutas, de golosinas, de flores. Con su presencia, Nehru, Patel, los ministros, periodistas, embajadores, Lady Mountbatten, dieron al acontecimiento dimensiones de fiesta nacional. Sin embargo, nada en la habitación de Gandhi sugería una atmósfera de fiesta. Todos los visitantes quedaron sorprendidos por su extrema debilidad y, sobre todo, por el aire de profunda melancolía que se traslucía en su rostro, de ordinario tan alegre. El que decidiera un día hacer voto de vivir 125 años porque ése era «el tiempo que necesitaba un profeta de la no violencia para realizar su misión», había decidido señalar el paso de un nuevo año de su vida rezando, ayunando y consagrando la mayor parte del día a trabajar en su querida rueca. Quería que el aniversario de su nacimiento fuera ocasión para glorificar un renacimiento, el del ancestral instrumento y de las virtudes que representaba, virtudes que la India, en su locura homicida, parecía haber olvidado.

¿Por qué este diluvio de felicitaciones?, se asombró. Hubiera sido más apropiado presentarle «condolencias».

—Rogad a Dios —exhortó a sus seguidores— que tengan fin los enfrentamientos actuales o que Él me llame a su seno. No quiero que un nuevo aniversario me sorprenda en una India en llamas.

«Habíamos acudido a él llenos de exaltación —anotó esa noche en su Diario la hija de Vallabhbhai Patel—. Nos separamos de él con el corazón oprimido».

La radiodifusión de la India independiente había preparado un programa especial en honor de Gandhi. Pero él rehusó escucharlo. Prefirió meditar mientras hilaba, a fin de oír, a través del regular chirrido de la rueca, «el triste y suave lamento de la Humanidad».

La tragedia de la partición no habría sido completa sin la inevitable explosión de salvajismo sexual. Casi todas las atrocidades que afligieron a la desventurada provincia del Penjab se agravaron con una orgía de raptos y violaciones. De las columnas de refugiados, de los sobrecargados trenes, decenas de millares de muchachas y de mujeres fueron arrebatadas.

Una ceremonia religiosa santificaba, por regla general, el rapto de mujeres sikhs e hindúes, conversión forzada que las hacía dignas de entrar en la casa o el harén de sus raptores musulmanes. Santosh Nandlal, una joven hindú de dieciséis años, fue conducida tras su captura a la casa del alcalde de un pueblo próximo. «Me abofetearon —cuenta—, luego alguien llegó con un trozo de carne que me obligaron a tragar. Era atroz: yo no había comido carne en toda mi vida. Todo el mundo reía. Rompí en sollozos. Entró un mullah y recitó varios versículos del Corán. Tuve que repetirlos palabra por palabra». Después de lo cual, Santosh recibió un nuevo nombre: «Allah Rakki, Salvada por Dios».

La muchacha fue entonces ofrecida en subasta. Su adquiriente fue un leñador. «No era un mal hombre —reconocerá treinta años después—. Nunca me obligó a comer carne».

A finales del siglo XVII, el décimo guru Gobind Singh prohibió formalmente a los sikhs sostener relaciones sexuales con musulmanas lo cual había adornado a éstas con todos los atractivos de la fruta prohibida.

Las conmociones originadas por la partición del Penjab no tardaron en llevarse por delante esta ley religiosa, y muy pronto se vio florecer un verdadero comercio de jóvenes raptadas.

El campesino sikh Boota Singh, antiguo soldado de Mountbatten durante la campaña de Birmania, trabajaba su campo una tarde de setiembre cuando oyó gritos de terror. Vio a una adolescente correr desesperadamente arrancada a una columna de refugiados en marcha hacia el Pakistán. Agotada, la desventurada se echó a sus pies: «¡Sálveme, sálveme!», imploró.

Esta intrusión en su trozo de tierra ofreció a Boota Singh la providencial ocasión de resolver el problema que más le abrumaba: su soledad. A los sesenta y cinco años, este hombre tímido no se había casado nunca. Se interpuso entre la muchacha y su raptor.

—¿Cuánto quieres? —preguntó a éste.

—Mil quinientas rupias.

Boota Singh no pensó ni por un solo instante en regatear. Entró en su casa de barro y paja y regresó con la cantidad exigida.

Hija de un campesino del Rajastán, la joven musulmana tenía dieciséis años y se llamaba Zenib. Su llegada transformó la solitaria existencia de su bienhechor iluminándola con una presencia maravillosa. Boota Singh trató a su joven compañera como a una princesa, colmándola de todos los regalos que le permitía su modesta condición: un sari, agua de rosas, sandalias incrustadas con lentejuelas.

Para Zenib, que había sido arrancada de su familia, apaleada y violada, su tierna compasión y sus delicadas atenciones fueron tan reconfortantes como inesperadas. No tardó en sentir un vivo afecto hacia el viejo sikh. Éste se convirtió en el polo alrededor del cual gravitó en lo sucesivo su vida. Le acompañaba a los campos, ordeñaba sus dos búfalos a la salida y a la puesta del sol, dormía a su lado. A sólo unos kilómetros de la tormenta del éxodo, Boota Singh le ofrecía un puerto de paz y de amor.

Un día, mucho antes del amanecer, como lo exige la tradición sikh, sonó en el camino un alegre concierto. Escoltado por cantadores, flautistas y vecinos con antorchas, cabalgando una montura empenachada y engualdrapada de terciopelo, Boota Singh acudía para pedir su mano a la pequeña musulmana que había comprado. Un guru que llevaba un ejemplar del Granth Sahib, el libro santo de los sikhs, le siguió al interior de la casa, donde, temblorosa en su sari de boda entretejido de oro, esperaba Zenib. Resplandeciente de felicidad, tocado con un nuevo turbante de intenso color rojo, Boota Singh se sentó junto a su futura esposa en el suelo de tierra aplastada. El guru les recordó las obligaciones de la vida conyugal y leyó los versículos sagrados que ambos repitieron después de él. Luego, Boota Singh se levantó, tomó el extremo de un pañuelo bordado y tendió a Zenib el otro extremo. Unidos así uno a otro, realizaron juntos cuatro lawan, describiendo cuatro círculos místicos en torno al libro santo. El guru pudo entonces declararlos marido y mujer. Afuera, el sol se levantaba sobre los campos de Boota Singh.

Sinónimos de tantos sufrimientos para millones de penjabíes, los días venideros completarían la felicidad del viejo sikh. Su joven esposa esperaba un hijo. Esta bendición suprema parecía mostrar que la Providencia velaba sobre la tierra maldita del Penjab. Sin embargo, esta pareja feliz no se salvaría. Una cruel prueba habría de afligirles muy pronto. Para sus divididos correligionarios, Boota Singh y Zenib encarnarían la tragedia de la partición.

En los mapas del cuartel general de Louis Mountbatten, cada línea de alfileres rojos conducía ineluctablemente a un campo de refugiados. Los millones de hombres desarraigados que llegaban a la India y al Pakistán enfrentaban a los dos Gobiernos con problemas hasta entonces desconocidos. Anonadadas por la aflicción, estas multitudes esperaban ahora un milagro. Habían conquistado la libertad y creían que esta libertad concedía a sus dirigentes el poder de borrar su desgracia.

El periodista indio D. A. Karaka encontró un día en un campo de Jullundur a un anciano que agitaba una hoja de un cuaderno escolar. Había hecho que un escribano público relacionara en ella la lista de todos los bienes que había tenido que abandonar en el Pakistán su vaca, su casa, sus charpoy, sus utensilios, su arado con la estimación de su valor. La suma total ascendía a 4500 rupias. Iba ahora a presentar esta factura al Gobierno para que le rembolsara su importe.

—¿Qué Gobierno? —se asombró el periodista.

Mi Gobierno —respondió el anciano.

Luego, con conmovedora ingenuidad, añadió:

—Perdón, master, ¿puede usted indicarme dónde puedo encontrar a mi Gobierno?

Los ricos no fueron más privilegiados que los pobres. Un oficial sikh de Amritsar tuvo que albergar a varios de sus amigos con sus familias. Dos meses antes, todos eran millonarios en Lahore. Ahora lo habían perdido todo.

Un oficial de gurkhas —que escoltaba un tren hasta Nueva Delhi— quedó sorprendido al encontrar a un hombre, visiblemente acomodado, que lloraba a lágrima viva. El viajero le confió que estaba completamente arruinado.

—¿No le queda absolutamente nada? —se compadeció el oficial.

—Sólo quinientas mil rupias.

—¡Entonces, todavía es usted rico! —protestó el oficial.

El refugiado meneó la cabeza en señal de negativa y explicó:

—No, pues cada anna de cada rupia no debe servir más que para hacer asesinar a Nehru y a Gandhi.

Las dificultades sin nombre planteadas por la acogida de refugiados eran superiores a cuanto pudiera imaginarse. Faltaba de todo: mantas, vacunas, tiendas de campaña. Encontrar y distribuir víveres en cantidad suficiente exigía medios logísticos de incalculable amplitud.

Las condiciones de vida en los campos de refugiados no cesaron de empeorar, y cada día aportaba su aumento de bocas que alimentar. Un insoportable hedor a excrementos, a muerte, a putrefacción, ascendía de estos refugios en los que hormigueaba una población de condenados, «el olor de la libertad», observó con rencor un coronel sikh durante una inspección. La extrema indigencia añadía la sordidez al horror de estas antecámaras del infierno. Los más valientes montaban la guardia junto a sus parientes moribundos para estar seguros de recuperar sus exiguos bienes en el momento del último suspiro.

A excepción de Gandhi, ningún dirigente indio se haría tan popular entre los refugiados como una inglesa de uniforme caqui. Durante estos meses de pesadilla, Edwina Mountbatten no regateó esfuerzos, con una energía y una voluntad que su propio marido no habría podido superar. Aliviar la espantosa miseria era una tarea a la medida de esta generosa mujer. Su autoridad, su sentido de la organización, su incansable dedicación, su compasión profunda, convertirían a Edwina Mountbatten en un ángel de misericordia que decenas de millares de indios no olvidarían jamás.

Entregada al trabajo desde las seis de cada mañana, se pasaba el día corriendo de un campo a otro, de hospital en hospital, pasando revista a todo, buscando soluciones, dando órdenes, rectificando errores. No se trataba de visitas protocolarias. Ella conocía el número de puntos de agua necesarios por millar de refugiados, sabía cómo organizar una vacunación masiva, qué reglas de higiene imponer con prioridad a cualquier otra.

H. V. R. Iyengar, secretario particular de Nehru, recuerda haberla visto llegar una tarde a una reunión del comité de urgencia después de un agotador recorrido por los campamentos del Penjab bajo un sol de fuego. Mientras que su ayudante de campo se quedaba dormido de fatiga en la habitación contigua, Edwina, «fresca y sonriente, presentaba una concisa relación de sus observaciones y sugería la adopción de toda clase de medidas».

Propensa a marearse, detestaba viajar en avión. Sin embargo, no vaciló jamás en elegir este medio de locomoción cuando le permitía ganar tiempo, cuidando entonces de maquillarse un poco más a la llegada. En caso de urgencia, no dudaba en imponer despegues y aterrizajes acrobáticos en terrenos no balizados o totalmente sumergidos en la niebla.

«Lo más absurdo que se le hubiera podido decir habría sido: “Excelencia, temo que no sea adecuado que haga usted esto” —cuenta el capitán de corbeta Peter Howes—, pues podía uno tener la seguridad de que lo haría inmediatamente».

Ningún espectáculo era demasiado atroz, ningún contacto demasiado repugnante, ninguna tarea demasiado degradante, ningún ser demasiado miserable para no merecer su consideración. Peter Howes la vería siempre pateando hasta los tobillos en el barro y las inmundicias, en medio de hombres, mujeres y niños que morían a consecuencia del cólera —una de las agonías más espantosas—, inclinándose hacia ellos, acariciando sus frentes abrasadas de fiebre, endulzando sus últimos instantes con una sonrisa afectuosa.

El drama de la partición que vivieron la India y el Pakistán suscitó otros comportamientos admirables, sacrificio y heroísmo cuyos autores permanecieron generalmente en el anonimato. «La única manera de aferrarse a la razón era intentar salvar una vida cada día», diría el oficial de Policía hindú Ashwini Kumar, resumiendo así los sentimientos de numerosos indios que se negaron a dejarse arrastrar por la histeria colectiva. El propio Kumar arrancó a la muerte varios millares de refugiados musulmanes por los caminos del éxodo, no vacilando en abrir fuego contra aquellos compatriotas suyos que los atacaban.

Se vio a sikhs salvar a musulmanes de las multitudes enfurecidas que empezaban a lincharlos, a musulmanes ocultar hindúes y sikhs en sus casas durante meses. Un hindú desconocido salvó al ferroviario Ahmed Anwar gritando a los que se disponían a despedazarle: «¡Deteneos, es un cristiano!». Un capitán musulmán del Frontier Rifles cayó muerto cuando defendía una columna de refugiados sikhs. Fueron centenares las personas cuyo valor iluminó con un poco de esperanza esta larga noche de horror.

Poco a poco, emergió del caos una apariencia de orden. El comité de urgencia, cuya acción representaba para Nehru, «la mejor lección en el arte de gobernar que jamás haya recibido un nuevo Estado», recuperó un control parcial de la situación en el Penjab. Seguía habiendo allí millones de refugiados, pero las pasiones antagonistas empezaban a aplacarse. Esta mejora fue señalada por un comunicado lacónico anunciando que «parece decrecer la costumbre de arrojar a los musulmanes por las ventanillas de los trenes».

Sin embargo, una última maldición estaba reservada a los infortunados del éxodo. Del cielo, cuyo socorro habían implorado millones de refugiados en el infernal calor del verano, cayeron por fin las esperadas cataratas del monzón, pero con una violencia como no la había conocido la India desde hacía medio siglo. Parecía como si, en una brutal explosión de cólera, todos los dioses del Penjab quisieran castigar con una última calamidad al pueblo que los había irritado. Los cinco ríos del Penjab —esos ríos que habían dado su nombre a la provincia y hecho prosperar a sus hijos hoy desarraigados— iban a convertirse ahora en el instrumento final de su destrucción.

Bajo sus trombas, las lluvias hicieron derretirse las nieves del Himalaya y llenaron con fulminante rapidez los lechos secos de furiosos torrentes. La partición y el caos que le siguió habían desorganizado el sistema de alerta puesto a punto por los ingleses. Masas de agua tan altas como casas cayeron súbitamente el 24 de setiembre sobre el corazón del Penjab, ahogando en medio de un apocalíptico fragor a las decenas de millares de refugiados que se habían detenido allí para pasar la noche.

El campesino musulmán Abduraman Ali y los habitantes de su aldea habían instalado su campamento a orillas del Byas, entonces prácticamente seco. Una euforia particular parecía animarlos: el refugio del Pakistán no estaba muy lejos esa noche. Sólo unos pocos lo alcanzarían. Ali había estacionado su charabán en una loma. Despertado por los gritos y la violenta avenida, logró trepar a ella con su familia. El agua cubrió los ejes, luego el suelo, llegó hasta sus rodillas, ascendió hasta sus pechos. Durante dos horas, Ali y los suyos se aferraron al vehículo, sin alimentos, temblando de frío y de terror ante el espectáculo de las olas agitando en su derredor los despojos de los atalajes y los cadáveres hinchados de sus vecinos y de los animales.

Los puentes que habían resistido durante generaciones fueron arrasados, arrancados por la terrorífica potencia de las aguas. El mayor indio Ashwini Dubey vio al torrente engullir al que franqueaba el Byas cerca de Amritsar. Los charabanes, los bueyes, las personas fueron arrastrados en los torbellinos, proyectados contra las pilastras con una fuerza que «pulverizó las carretas como cajas de cerillas, triturando a hombres y animales».

La fotógrafo Margaret Bourke-White, durante el sueño, fue sorprendida por el fulgurante desbordamiento del Ravi y tuvo que luchar sumergida hasta la cintura en el agua y el barro antes de poder alcanzar un refugio. Cuando por fin se retiraron las aguas, volvió a aquel lugar de apocalipsis, una pradera entre el río y el terraplén de la vía férrea donde cuatro mil musulmanes se habían detenido esa noche. Más de tres mil se habían ahogado. La pradera «semejaba un campo de batalla cubierto de carretas volcadas, de cadáveres, de herramientas, de utensilios amontonados en una masa de fango y despojos». Para el oficial de Policía sikh Gurucharan Singh, el recuerdo indeleble de estas inundaciones asesinas sería la visión del «cuerpo de un soldado gurkha, suspendido de un árbol como un grotesco monigote y al que los buitres devoraban metódicamente a la sublime luz de la mañana».

Nadie sabrá jamás cuántos seres humanos perecieron en el Penjab durante las terribles semanas del verano y el otoño de 1947. Las matanzas se produjeron en ausencia de toda autoridad organizada y en medio de una confusión tal que fue imposible establecer con exactitud su balance. El número de víctimas abandonadas al borde de las carreteras, arrojadas al fondo de pozos, de las quemadas vivas en el incendio de sus casas y pueblos supera todo cuando pueda concebirse. Las estimaciones más sombrías oscilan de uno a dos millones de muertos. Una de las altas personalidades indias encargadas de investigar estos acontecimientos, el juez G. D. Khosla, da en su informe la cifra de quinientos mil[40]. Los dos eminentes historiadores británicos de este período, Penderel Moon que se hallaba a la sazón destinado en el Pakistán, y H. V. Hodson, señalan la cifra de doscientos a doscientos cincuenta mil[41]. Sir Chandulal Trivedi, el primer gobernador indio del Penjab oriental y uno de los personajes oficiales mejor informados de la situación, fijó en 225 000 vidas humanas la magnitud de la hecatombe.

La estadística de refugiados sería, en cambio, un poco más precisa. Durante todo el otoño y parte del invierno, continuaron llegando a un ritmo de entre quinientos y setecientos mil por semana, hasta alcanzar la cifra de diez millones y medio. Otro millón cambiaría de domicilio en Bengala, en circunstancias menos trágicas, sin embargo.

Inevitablemente los horrores del Penjab debían suscitar críticas al último virrey y a los dirigentes indios y paquistaníes. Desde Londres, Winston Churchill —el viejo adversario de la independencia de la India— fustigó con mal disimulada satisfacción el espectáculo de estas multitudes que habían vivido en paz durante generaciones bajo «la generosa, tolerante e imparcial dominación de la Corona británica», y que se arrojaban unas contra otras «con una ferocidad de caníbales».

A primeros de octubre, el Primer Ministro, Clement Attlee, preguntó a Lord Ismay si la Gran Bretaña «no había emprendido un mal camino y precipitado demasiado las cosas». Desde luego, era imposible responder a esta pregunta. Qué habría ocurrido si la política del virrey no hubiera sido dictada por su convicción de que sólo una solución de urgencia podía evitar un desastre, es algo que pertenece al terreno de la pura hipótesis. Una cosa, sin embargo, parece cierta: no solamente los dirigentes indios habían aprobado la decisión de Mountbatten de actuar lo más rápidamente posible, sino que todos —sin excepción— le habían impuesto la rapidez como norma de conducta. Jinnah no había cesado de repetir que la esencia del pacto radicaba en el ritmo de la operación. Nehru había advertido constantemente al virrey que todo retraso en la elección de una solución amenazaba originar una guerra civil. Incluso Gandhi, no obstante su oposición a la partición, impulsaba al virrey por un solo camino: la inmediata retirada de Inglaterra de la India. El predecesor de Mountbatten, Lord Wavell, había estado ya tan convencido de la necesidad de actuar rápidamente que en su famosa «Operación Casa de Locos» había recomendado una evacuación de la India «provincia por provincia y en el más breve plazo».

Considerando la dramática situación que encontró, Lord Mountbatten, por su parte, permanecería firmemente convencido de que cualquier otra política distinta de un acuerdo negociado para una partición habría sumido al país en un enfrentamiento fratricida de dimensiones sin par en toda la historia de la India, desastre que la Gran Bretaña no habría tenido ni la voluntad ni los medios de contener.

La ola de violencia que asoló el Penjab después de la partición alcanzó, sin embargo, proporciones que ni Mountbatten, ni los expertos consultados, ni ningún dirigente indio habían previsto nunca. Los cincuenta mil soldados de la Fuerza Especial de Seguridad movilizados para mantener el orden en la provincia fueron desbordados por este cataclismo sin precedentes. Mas, por terribles que fueran las consecuencias de la tragedia, quedaron limitadas a una sola provincia y a menos de una décima parte de la población total de la India. Y cualquier otra solución habría hecho correr el riesgo de exponer al país entero a horrores análogos a los del Penjab.

Para los supervivientes, la larga y dolorosa prueba de la reinstalación exigiría meses, años incluso. Habían pagado por la libertad de una quinta parte de la Humanidad, y este precio dejaría amargos recuerdos a toda una generación. Esta amargura encontraría su sorprendente expresión en un grito de rabia y frustración, un grito suplicante lanzado una tarde de otoño al rostro de un oficial británico por un refugiado en un campo del Penjab: «¡Decidles a los ingleses que vuelvan!».