DE LOS HÉROES DE KIPLING
A LOS LANCEROS DE BENGALA

El Ejército de la India: su solo nombre hacía surgir todo un universo de románticos relatos que inflamaban la imaginación. Había sido la última cita de las epopeyas, el club donde toda una juventud inglesa, sedienta de gloria y de espacio, había ido a buscar la aventura. Desde los héroes de Kipling hasta Gary Cooper galopando en las pantallas cinematográficas al frente de los lanceros de Bengala, toda una vasta imaginería celebraba las hazañas de estos gentlemen blancos arrastrando tras sus cascos de plumas a escuadrones de jinetes cubiertos de turbantes. Generaciones de hijos de esta Inglaterra que reinaba sobre la mitad del mundo habían venido a escribir la Historia en las hoscas soledades de los escalones del Imperio, escalando las vertiginosas pendientes del paso de Khyber, persiguiendo, entre la ventisca o bajo un sol implacable, a los feroces rebeldes pathans que apuñalaban sin piedad a sus prisioneros. Estas guerras a lo largo de la frontera afgana eran un juego mortal que los ingleses practicaban con el deportivo espíritu de las competiciones de estudiantes en Eton o Harrow. La mayor parte de las operaciones eran llevadas a cabo por pequeños grupos compuestos de un oficial y unos cuantos cipayos. Su finalidad era conquistar una loma, tender una emboscada, capturar un campamento, un género de combate que exigía valor, iniciativa, una confianza absoluta entre el jefe y sus hombres.

El regimiento era la célula del Ejército de la India. Oficiales ingleses y tropas indígenas ingresaban en él como se ingresa en religión. Los reclutas indios debían entregar cincuenta libras esterlinas para comprar el equipo, suma fabulosa para sus modestos bolsillos. Pero era tan prestigioso servir en este Ejército, que cada regimiento poseía una lista de espera de varios años. Ruda y peligrosa en las operaciones, la vida de los oficiales, al regresar a sus guarniciones, rebosaba de confort y de fastos. La abundancia de criados indígenas, el ínfimo coste de lo necesario y de lo superfluo, los privilegios de que gozaban los militares, todo permitía a estos jóvenes llevar una vida de sueño. Lord Ismay, el director del Gabinete de Mountbatten, no olvidaría su primer almuerzo en el comedor de su regimiento cuando llegó agotado por la travesía de media India entre el polvo y el tórrido calor. Sus camaradas, vestidos todos con el magnífico uniforme rojo, azul marino y oro, estaban sentados en torno a la mesa. Detrás de cada uno de ellos, permanecía un criado «con túnica de inmaculada muselina blanca realzada por un cinturón y un turbante con los colores del regimiento. Ramos de rosas rojas y una extraordinaria profusión de cubertería de plata decoraban un mantel de lino blanco adamascado. Sobre la chimenea campeaba el retrato de nuestro coronel honorario, el príncipe Alberto Víctor, hermano de Jorge V, y, a lo largo de las paredes, se alineaban las cabezas disecadas de tigres, de leopardos, de markhors y de íbices». Era la época en que los oficiales vestían como personajes de opereta. Llevaban uniformes color albaricoque, menta, plata. Una vez al año cada regimiento organizaba una cena de gala. Se esperaba de los recién llegados que se emborracharan por completo durante esa tradicional fiesta y que supieran presentarse puntualmente a la diana de las seis de la mañana siguiente. Un toque de trompeta anunciaba que la cena estaba servida. Centelleando en sus hombreras los dorados galones y las botas brillantes como espejos, los oficiales seguían al coronel hasta el comedor. A la luz de los candelabros, degustaban una cocina refinada como la de los mejores restaurantes europeos de Calcuta o Bombay. Después de los postres, llegaba una botella de oporto que daba religiosamente la vuelta a los comensales en sentido contrario a las agujas del reloj, empezando por el coronel. Toda infracción de este rito era considerada de mal augurio. El coronel proponía invariablemente tres brindis: por el rey-emperador, por el virrey, por el regimiento. En el 7.º Regimiento de Caballería ligera del Penjab, la tradición exigía que el coronel arrojara su copa por encima del hombro después de cada brindis. El sargento del comedor, situado en posición de firmes tras él, se apresuraba a pulverizarla con el tacón de su bota derecha antes de volver a ponerse firmes.

El bar y la bodega del comedor de oficiales del Ejército de la India estaban generosamente aprovisionados, y el honor de un oficial exigía que sus cuentas de bar fuesen superiores al importe de su sueldo. De todos modos, su situación financiera no se consideraba grave hasta que los intereses y gastos de su cuenta deudora excedían a su saldo en el Banco.

El bien más preciado de cada regimiento era la colección de trofeos de plata que contaba su historia. Cada oficial que servía en sus filas entregaba un objeto que llevaba su nombre y la fecha de su incorporación. Otros objetos señalaban sus victorias en los terrenos de polo y de cricket o celebraban sus hazañas en el campo de batalla. Todos ellos tenían alguna anécdota. En los años 30, se dio, así, en el 7.º Regimiento de Caballería ligera del Penjab un curioso sobrenombre a una copa, con motivo de una cena particularmente animada. Achispados como estudiantes después del examen, los tenientes del regimiento habían saltado esa noche sobre la mesa para orinar todos juntos en el prestigioso recipiente. No siendo lo bastante profundo para contener las cascadas de sus vejigas hinchadas de champaña, había sido instantáneamente bautizada como The Overflow Cup «La copa desbordante».

Como las maniobras y los ejercicios no ocupaban más que las mañanas, sólo existía una manera honorable de llenar las tardes libres: la práctica del deporte y de los juegos de equipo, ya fuera el polo, la caza de jabalíes con lanza, el cricket, el hockey, la caza del zorro. Los jóvenes ingleses debían gastar sanamente su energía juvenil, pues en la idílica existencia del Ejército de la India, el sexo estaba proscrito. Se estimulaba a los oficiales a que no contrajeran matrimonio antes de los cuarenta años. Desde la rebelión indígena de 1857, estaba mal visto sostener relaciones con una india, y las casas de prostitución no eran lugares que frecuentaran los gentlemen. Un gran galope a rienda suelta, tal era el recurso aconsejado.

Los oficiales tenían derecho a dos meses de permiso anual, pero con facilidad obtenían más cuando las fronteras estaban tranquilas. Se iban entonces a cazar el tigre y la pantera en las junglas de la India Central, el leopardo de las nieves, el íbice y el oso negro al pie del Himalaya, o a pescar el vivaracho mahseer en los transparentes torrentes de Cachemira. Ismay había pasado, así, sus primeras vacaciones en una casa flotante de Srinagar, en medio de la vistosas corolas de las flores de loto, mientras sus poneys de polo pastaban en la cercana orilla. Cuando llegaba la estación cálida, subía a Gulmarg, a 2700 metros de altura. «El campo de polo estaba hecho de verdadero césped inglés, y había allá arriba un club en el que nos pasábamos veladas enteras arreglando el mundo».

Los jóvenes oficiales del Ejército de la India no arreglaron jamás los asuntos del mundo. Pero, con sus fusiles, tan hábiles en abatir a los tigres de Bengala como a los rebeldes de las tumultuosas tribus de la frontera afgana, con todo el folklore que acompañaba a sus cabalgadas por las altiplanicies de Asia, con sus calabazas siempre llenas de whisky, con sus palos y sus mazas de polo, fueron los orgullosos y lejanos guardianes del imperio más grande de la Historia.

Sirviendo codo a codo en una cordial camaradería de armas, los soldados hindúes, sikhs y musulmanes del Ejército de la India habían dado durante generaciones, y bajo el mando de oficiales británicos, un bello ejemplo de fraternidad. Mezclaban su sangre en los campos de batalla, compartían los mismos peligros, los mismos deberes, las mismas alegrías. Bajo los pliegues de los estandartes británicos, reconciliaban sus atávicos antagonismos. La Segunda Guerra Mundial y sus inmediatas consecuencias habían, sin embargo, de modificar este equilibrio. Durante las últimas semanas de su existencia, el Ejército de la India empezó a verse contaminado, a su vez, por la oleada de odio que sacudía al país. Por primera vez, cipayos, sikhs y musulmanes se negaron a comer juntos. Este racismo, cuya ausencia había constituido el orgullo del Ejército de la India, iba a servir ahora para dividirlo[23].

Un simple formulario a multicopista, dirigido a principios de julio a cada uno de sus miembros, se convirtió en el agente de la destrucción del Ejército de la India. Les pedía que especificaran si quería servir en el Ejército paquistaní o en el indio. La elección no planteaba ningún problema a los sikhs ni a los hindúes: Jinnah no los quería en su Ejército, y todos sin excepción decidieron permanecer en el Ejército indio.

Para los musulmanes, cuyos hogares se encontrarían situados en la India después de la partición, esta hoja de papel planteaba, por el contrario, un terrible dilema. ¿Debían abandonar su tierra natal, la casa de sus antepasados, sus familias, e incorporarse al Ejército de un Estado que reclamaba su fidelidad, por la sola razón de que eran musulmanes? ¿O debían continuar viviendo en el país al que tantos lazos les unían y aceptar el riesgo de que sus carreras resultaran afectadas por la creciente animosidad hacia su comunidad?

Uno de estos indios musulmanes que más desgarrado se sentía por esta alternativa era un veterano de El Alamein, el teniente coronel Enaith Habibullah. Pidió permiso para ir a su casa familiar de Lucknow, donde su padre era vicecanciller de la Universidad y su madre una partidaria fanática del Pakistán. Volvió a pasearse por las calles de su ciudad, contempló las mansiones de sus antepasados, barones feudales del reino de Udh, y recorrió las ruinas dejadas por la gran sublevación de 1857. «Mis antepasados murieron por estas piedras —pensó—. Es en la India en quien yo pensaba cuando me encontraba en la escuela en Inglaterra y cuando caían sobre mí los obuses alemanes en el desierto de Libia. Yo pertenezco a mi casa, a esta tierra. Me quedo aquí[24]».

Para el comandante Yacub Khan, joven oficial musulmán que servía en la guardia del virrey, la decisión que debía tomar era la más importante de su vida. Para reflexionar sobre su elección él también regresó al Estado principesco de Rampur, donde su padre era el Primer Ministro de su tío, el nabab. Volvió a contemplar con emoción la bella mansión cercana al suntuoso palacio de su tío. Conservaba muchos y felices recuerdos de esta casa: los banquetes de cien cubiertos servidos en la vajilla dorada, las noches de fiesta, las cacerías y sus cortejos de veinte o treinta elefantes transportando a los tiradores hasta la selva, los fabulosos bailes que duraban hasta el amanecer al son de una docena de orquestas, la procesión de «Rolls-Royce» ante la escalinata, el champaña que corría a mares. Recordaba las jiras campestres bajo las tiendas decoradas con cojines multicolores y preciosos tapices de seda, con grandes mesas rebosantes de manjares. Se fue a soñar a los salones del palacio, volvió a encontrarse con nostalgia en la gran sala de cenas de gala, adornada con los retratos de Victoria y Jorge V, la piscina de mármol blanco, donde había pasado tantos y tan alegres días. Todo aquello pertenecía a otra vida, pensó, una vida llamada a desaparecer en la India socialista que iba a nacer con la Independencia. ¿Qué lugar podía ofrecer esa India a alguien como él, heredero de una familia principesca musulmana?

Yacub Khan sentía que no había para él otra opción que la de emigrar al Pakistán. Trató de explicárselo a su madre:

—Tú has vivido tu vida —dijo—. Yo tengo aún la mía por delante. No creo que los musulmanes tengan un futuro en la India después de la partición.

La anciana le miró, incrédula e irritada a la vez.

—No comprendo lo que quieres decir —se asombró—. Vivimos aquí desde hace tres siglos. Ham hawaké bankhön davara ayé. Hemos llegado a las llanuras de la India en alas del viento —continuó en urdu—. Hemos visto el saqueo de Delhi. Tus antepasados lucharon contra los ingleses por esta tierra. Tu bisabuelo fue fusilado durante la Sublevación. Nos hemos batido, rebelado, defendido. Y ahora, hemos encontrado un hogar libre. Nuestras tumbas están aquí.

»Soy vieja —concluyó—. Mis días están contados. No entiendo gran cosa de política, pero experimento los deseos de una madre, y son egoístas. Temo que tu decisión nos separe.

—No —protestó su hijo—. Será tan sencillo como si estuviese de guarnición en Karachi, en lugar de Nueva Delhi.

Salió a la mañana siguiente. Era un hermoso día de verano. Su madre llevaba un sari blanco —el color del luto para los musulmanes y para los hindúes—, cuyo resplandor recortaba su silueta sobre la fachada de greda rosa de la casa familiar. Hizo pasar a su hijo bajo un ejemplar del Corán que sostenía sobre su cabeza. Después le hizo tomar en sus manos el libro santo y le pidió que besara su portada. Recitaron juntos varios versículos a manera de oración de despedida. Luego, la madre sopló suavemente en dirección a su hijo para estar segura de que le acompañaría su oración.

Al abrir la portezuela del gran «Packard» que debía llevarle a la estación, Yacub Khan se volvió para hacer un último gesto con la mano. Erguida y digna en su tristeza, la anciana saludó con la cabeza. Desde las ventanas de la casa, criados tocados con turbantes enviaban sus salam. Una de esas ventanas era la de la habitación que Yacub Khan había ocupado de joven, habitación llena de palos de cricket, de álbumes de fotos, de las copas ganadas jugando al polo, de todos los recuerdos de su infancia. No había ninguna prisa, pensó. Una vez que se hubiera instalado en el Pakistán, volvería para buscar todo aquello.

Yacub Khan se equivocaba. Jamás regresaría a la casa de sus padres y nunca volvería a ver a su madre. Dentro de unos meses, al frente de un escuadrón del Ejército paquistaní, subiría por una nevada pendiente de Cachemira al asalto de una posición defendida por los hombres que habían sido compañeros suyos en el Ejército de la India. Entre las unidades que intentarían contener su avance, se encontraría una compañía del Garhwal Battalion indio. También musulmán, su jefe había hecho en julio de 1947 una elección inversa a la de Yacub Khan y decidió quedarse en el país en que había nacido. También él era originario de Rampur, también él se llamaba Khan, Yunis Khan. Era el hermano menor de Yacub.

La tarea más compleja, la más formidable que planteaba la partición correspondió a un famoso abogado, al que arrancó de los expedientes de su despacho londinense. Pese a sus enciclopédicos conocimientos, Sir Cyril Radcliffe lo ignoraba prácticamente todo acerca de la India. Este inglés tranquilo y regordete no había intervenido jamás en ningún acuerdo jurídico que se refiere a ella. Ni siquiera había puesto nunca los pies allí. Paradójicamente, fue por esta razón por lo que recibió una citación del Lord Canciller de Gran Bretaña para el 27 de junio de 1947 por la tarde.

El plan de partición de la India dejaba en el aire un problema capital, explicó a su visitante el Lord Canciller: las líneas divisorias de las provincias del Penjab y de Bengala. Sabiendo que, por sí solos, nunca podrían llegar a un acuerdo sobre su trazado, Jinnah y Nehru habían decidido confiar sus responsabilidad a una comisión de deslinde cuya presidencia deseaban encomendar a un eminente jurista británico. Éste no debía tener ninguna experiencia de la India so pena de ser recusado por una de las partes por no ofrecer plenas garantías de imparcialidad. Su reputación de hombre de leyes y su no menos famosa ignorancia de los asuntos indios hacían de él el candidato ideal, recalcó el Lord Canciller.

Estupefacto, Radcliffe se irguió en su sillón. Dividir el Penjab y Bengala era la última tarea que deseaba le fuera encomendada. Aunque lo ignoraba todo acerca de la India, tenía suficiente experiencia jurídica para saber que esta misión sería implacable. Sin embargo, como gran número de ingleses de su generación, poseía un profundo sentido del deber que dimanaba de la educación recibida. Estimó que, si en aquella crítica encrucijada de su historia, los dos adversarios políticos indios habían logrado entenderse para designarle, él, un inglés, no podía hacer sino aceptar.

Una hora después, un alto funcionario de la Secretaría de Estado para Asuntos Indios desplegó ante él un mapa geográfico. Mientras su dedo seguía el curso del Indo, rozaba la barrera del Himalaya, descendía a lo largo del Ganges y contorneaba las costas del Golfo de Bengala, Radcliffe descubría por primera vez los perfiles de las inmensas provincias que debería cortar en dos. Noventa millones de hombres, sus casas, sus arrozales, sus campos de yute, sus praderas y sus huertos, sus vías férreas, sus carreteras y sus fábricas…, decenas de millares de kilómetros cuadrados surgían ante sus ojos en la abstracción de una hoja de papel coloreado.

Sobre un mapa parecido, iba a tener que dibujar, con la misma seguridad que el bisturí de un cirujano, la línea que amputaría este trozo de Humanidad.

Antes de salir para Nueva Delhi, Sir Cyril Radcliffe fue recibido por el Primer Ministro. Clement Attlee observó, no sin orgullo, al personaje cuyas decisiones iban a influir en la vida de la India más que las de ningún otro inglés desde hacía tres siglos. En el sombrío cuadro de la escena india cargada de nubarrones, al menos experimentaba un auténtico motivo de satisfacción: era a un antiguo alumno de Haileybury, como él, a quien Jinnah y Nehru habían elegido para desmembrar la tierra natal de noventa millones de compatriotas suyos.

Apenas había tenido tiempo Louis Mountbatten de saborear su victoria, obtenida al arrancar a los dirigentes indios el acuerdo a su plan de partición, cuando se le vino encima un nuevo problema, más complejo aún. Sus interlocutores no serían esta vez un puñado de abogados formados en el foro londinense, sino los 565 miembros del dorado rebaño de Sir Conrad Corfield, los maharajás y los nababs de la India.

La actitud imprevisible, a veces irresponsable, de estos soberanos resucitaba una vieja pesadilla. Si sus jefes políticos podían revivir la India, sus príncipes podían aniquilarla. Su amenaza no era una simple partición, sino una explosión en una multitud de Estados. Arriesgaban hacer estallar todas las fuerzas de desintegración inherentes a las múltiples lenguas, razas, religiones, de regiones que dormían bajo la frágil superficie de la unidad india. Acceder a sus reivindicaciones de independencia no podría por menos que situar a la península en un proceso que conduciría ineluctablemente a su disgregación. La herencia del Imperio de la India no sería entonces más que un mosaico de pequeños territorios enemigos e indefensos, expuesto a la codicia del gran rival de la India, China.

El viaje secreto de Sir Conrad Corfield a Londres había obtenido ciertos resultados. El Gobierno reconoció la validez de su tesis: las prerrogativas que los príncipes habían cedido al rey-emperador como contrapartida de su soberanía debían serles devueltas directamente. Esto implicaba que, tras la marcha de Inglaterra, recuperarían todos los atributos de su soberanía, que serían entonces técnicamente independientes. Corfield no vacilaría lo más mínimo en incitar a los más poderosos a proclamar oficialmente esta independencia.

«Nadie me había dado a entender que el problema de los Estados principescos indios iba a ser tan difícil de resolver, si no más, que el de la India inglesa», deploró Mountbatten en un informe a Londres. Por fortuna, nadie estaba más calificado que él para tratar con estos soberanos. Después de todo, él era uno de sus iguales. Poseía lo que, a sus ojos, constituía la más segura de las referencias: lazos de sangre con la mitad de las casas reales de Europa y, por encima de todo, con la Corona que durante tanto tiempo los había protegido. Por otra parte, en compañía de algunos de estos príncipes —cuyos tronos se proponían ahora liquidar— había descubierto él, veinticinco años antes, el fabuloso Imperio de la India. Había sido su huésped. Había recorrido sus junglas y perseguido sus tigres encaramado sobre sus elefantes reales. Había bebido su champaña en sus copas de plata, saboreado sus festines orientales en sus vajillas de oro, bailado bajo las arañas de cristal de sus palacios con la muchacha que había de convertirse en su esposa. Sobre el césped de sus soberbios terrenos, se había iniciado en el juego del polo, en el que llegaría a alcanzar renombre internacional. Entre los pocos íntimos que le llamaban «Dickie» figuraban varios maharajás, convertidos en amigos suyos después de este viaje.

Pero, cualesquiera que fuesen sus conexiones reales y su simpatía personal, Mountbatten era, ante todo, un realista, profundamente apegado a sus principios liberales. Los padres de los príncipes indios habían sido, quizá, los aliados más fieles del Imperio; en la Era moderna que se iniciaba, la Gran Bretaña debería buscar sus nuevos amigos entre los socialistas del Congreso. Mountbatten nunca lograría atraérselos si subordinaba los intereses nacionales de la India a los de una pequeña y anacrónica casta de señores feudales.

El mayor servicio que podía prestar a estos herederos de una época extinguida era salvarlos de ellos mismos, de sus fantasmas y, a veces, de sus sueños de megalómanos que el dorado aislamiento de sus Estados había contribuido a alimentar. Una visión obsesionaba a Mountbatten desde la adolescencia, una escena que no había presenciado, pero que había imaginado muchas veces, el atroz espectáculo del sótano de Yekaterinburgo, en que su tío el zar, su tía y sus primos habían caído bajo las balas de los revolucionarios rusos. Sabía que ciertos maharajás se exponían a cometer actos irreparables susceptibles de convertir sus palacios en verdaderos depósitos de cadáveres. Y el camino que su secretario político, Sir Conrad Corfield, les incitaba a seguir era el más indicado para conducir a semejante tragedia.

Muchos de ellos creían, sin embargo, que Mountbatten iba a ser su salvador, que lograría ponerlos a cubierto, a ellos y a su privilegiada existencia. Se equivocaban. El virrey quería, por el contrario, convencer a sus queridos y viejos amigos de que la única salida aceptable era hundirse sin ruido en el olvido. Deseaba verles abandonar toda reivindicación de independencia y proclamar su voluntad de asociarse a la India o al Pakistán antes del 15 de agosto. Por su parte, estaba dispuesto a usar de su autoridad ante Nehru y Jinnah para obtener, en compensación a su cooperación, las mejores condiciones para su futuro personal.

Mountbatten propuso primeramente su trato a Vallabhbhai Patel, el ministro indio encargado de resolver los asuntos principescos. Si el Congreso permitía a los maharajás y a los nababs conservar sus títulos, así como sus palacios, sus listas civiles, su inmunidad principesca, su derecho a las condecoraciones británicas y su estatuto semidiplomático, él se comprometía a obtener su firma a un acta de adhesión transfiriendo pura y simplemente su soberanía a la India.

La oferta era tentadora. Patel sabía que en las filas del Congreso no existía nadie que gozara ante los príncipes de una influencia comparable a la de Mountbatten.

—Pero es preciso que estén todos de acuerdo —declaró al virrey—. Si puede usted traerme un cesto con todas las manzanas del árbol, acepto. Si no están todas las manzanas, me niego.

—¿Me concederá usted una docena de irreductibles? —rogó el virrey.

—Es demasiado —gruñó Patel—. Dos como máximo.

—Es demasiado poco —deploró Mountbatten.

Como dos mercaderes de alfombras, el virrey y el ministro indio se enzarzaron en una disputa a propósito de territorios tan poblados como la mitad de Europa. Finalmente, transigieron en el número de seis. No por ello era más leve la tarea que esperaba a Mountbatten. La totalidad menos seis equivalía, de todas maneras, a más de 550 manzanas que recoger antes del 15 de agosto.

La invitación de Jawaharlal Nehru era la más sorprendente que un inglés hubiera recibido jamás de un indio. Quedaría como algo único en los anales de la colonización. Sólo la atávica sabiduría de la India y la excepcional personalidad de los interlocutores podían explicarla. Nehru había acudido a pedir solemnemente al último virrey de la India que se convirtiera en el primer titular del cargo más elevado que podría ofrecer la India independiente: el de gobernador general.

Aunque profundamente sensible a la inmensidad del honor que se le hacía, Mountbatten mostró graves reticencias. Habían obtenido un brillante éxito durante sus cuatro meses en la India. Podría marcharse, como había esperado, «en una gran explosión de gloria». Conocía demasiado bien las dificultades que se avecinaban y temía que empañaran su triunfo. Para desempeñar válidamente un papel de árbitro era preciso, además, que Jinnah le hiciese la misma proposición.

El viejo dirigente musulmán, por su parte, no tenía ninguna intención de renunciar a las prerrogativas de la magistratura suprema del Estado obtenido después de tantos esfuerzos. Él mismo sería el primer gobernador general del Pakistán. Mountbatten le hizo notar que no había escogido el puesto adecuado: en el régimen de tipo británico que había elegido para su Estado, era el Primer Ministro quien ostentaba todos los poderes. El papel de gobernador general era honorífico, sin verdadera autoridad, como el de rey de Inglaterra, explicó.

Estos argumentos no conmovieron la postura de Jinnah.

—En el Pakistán —replicó secamente—, yo seré el gobernador general, y el Primer Ministro hará lo que yo le diga.

El rey, Attlee, Churchill, todos los que tenían conciencia de las dimensiones del homenaje rendido por Nehru a la Gran Bretaña, exhortaron al virrey a que aceptase.

Antes de dar su consentimiento, Lord Mountbatten deseaba, sin embargo, obtener una bendición. Parecía inconcebible que quien había conducido a la India a la independencia predicando su doctrina de no violencia consintiera a ver convertirse en el primer jefe de Estado de su patria liberada a un hombre que había consagrado su vida al arte de la guerra. En uno de los quijotescos impulsos habituales en él, Gandhi había dado ya a conocer al mundo la personalidad ideal que deseaba para este puesto: una barrendera intocable, «de corazón sencillo y animoso, incorruptible y pura como el cristal».

Pese a cuanto les separaba, una verdadera afinidad unía al viejo Mahatma y al joven almirante, treinta años menor que él. Mountbatten se sentía fascinado por Gandhi. Adoraba su malicioso humor. A su llegada, había decidido ignorar todos los clisés británicos que le condenaban e intentado honradamente comprenderle. Cada una de sus entrevistas había aumentado su simpatía, y la de su esposa, hacia este curioso personaje. Gandhi había sido sensible a esta cordialidad hasta el punto de responder a ella con un paso de sorprendente generosidad. Una tarde de julio, olvidando todos los años pasados en las prisiones británicas, el Mahatma acudió espontáneamente para rogar a Louis Mountbatten que fuera el primer jefe de Estado del país, que él había tardado treinta y cinco años en arrancar a los ingleses. Este ofrecimiento aportaba un inmenso tributo al último virrey, así como a la Gran Bretaña. Contemplando la frágil silueta perdida en el enorme sillón, Mountbatten estaba profundamente emocionado. «Le hemos encarcelado —pensaba—, le hemos humillado, le hemos despreciado. Le hemos desairado, y él todavía tiene la grandeza de alma de llevar a cabo este gesto». Dio las gracias a Gandhi. El anciano meneó la cabeza y continuó la conversación.

Con un ademán, señaló la hilera de edificaciones del palacio y de los jardines mogoles. Todo este conjunto, declaró, en el que amaba cada una de sus piedras y la fastuosa existencia que se desarrollaba en él, todo este espléndido e incomparable conjunto va a retornar a la India independiente. Su arrogante opulencia y el pasado que a él se asociaba constituían una ofensa para sus indigentes compatriotas. Los nuevos dirigentes de la India debían dar ejemplo, empezando por el gobernador general.

—Abandone este palacio —suplicó—, y váyase a vivir a una casa sin criados. Su palacio podrá servir de hospital.

Mountbatten hizo una divertida mueca ante esta idea. ¿Cómo podría el primer personaje de la democracia más grande del mundo recibir dignamente a jefes de Estado extranjeros en una humilde casa desprovista de comodidades? Mientras que Jorge VI, Attlee, Nehru, impulsaban al último virrey de la India a aceptar un cargo que le inspiraba las más vivas reticencias, aquel encantador hechicero le pedía que se convirtiese en el primer socialista de la India independiente, ¡el responsable del destino de más de una quinta parte de la Humanidad, en la espartana austeridad de una villa cuyos despachos limpiaría él mismo!

«No voy a necesitar un bisturí del cirujano para disecar el Penjab y Bengala, sino el hacha de un carnicero», se inquietaba Sir Cyril Radcliffe mientras Louis Mountbatten le precisaba los términos de su misión a su llegada a Nueva Delhi. Ante el eminente jurista que la partición de la India había arrancado de un despacho londinense, el virrey fue categórico: el trazado de la división debía estar preparado en el plazo de seis semanas. Lo más tarde, el 14 de agosto de 1947.

A menos de veinte kilómetros del palacio de virrey comenzaban las primeras llanuras de una de las dos grandes provincias que la mano de Cyril Radcliffe iba a despedazar irremediablemente: el Penjab. Jamás, «el granero de la India» había prometido cosechas tan abundantes como las que maduraban en sus dorados campos de trigo y de cebada, en sus ondulantes extensiones de maíz, de mijo y de caña de azúcar. Con su traqueteante paso, ya los bueyes avanzaban en largas caravanas por los polvorientos caminos, uncidos a los carros en que se amontonaban los primeros frutos de la tierra india más rica.

Los pueblos hacia los que se dirigían se asemejaban unos a otros. Recubierto por un musgo verdoso, se encontraba primero el aguazal adonde las mujeres iban a lavar la ropa y los hombres sus animales de tiro; luego, la maraña de casas de barro, con sus patinillos en que hormigueaban al sol perros, cabras, búfalos, vacas y toda una chiquillería con los pies descalzos y con los ojos pintados de khol; grandes búfalos arrastraban en lenta rotación pesadas muelas de piedra que trituraban el trigo y el maíz; las mujeres aplastaban en tiras el estiércol fresco y la paja que, una vez secos, servirían de combustible a sus hogares.

El corazón del Penjab era la antigua capital del Imperio de las Mil y Una Noches, Lahore, la predilecta de los reyes mogoles. La habían mimado y engalanado con una floración de monumentos y de tesoros: mezquita imperial de Aurangzeb, la mayor de Asia, con porcelanas que brillan como talismanes bajo el polvo de los siglos; cenotafio de mármol de Jehangir, adornado con los noventa y nueve nombres de Alá; murallas de greda rosa del apasionante fuerte de Akbar, con sus terrazas llenas de mosaicos y de incrustaciones preciosas; mausoleos de Noor Jahan, la princesa cautiva que se desposó con su carcelero y se hizo emperatriz, y de Anarkali, «Flor de Granada», perla de harén de Akbar, enterrada viva por haber sonreído a su hijo; fuentes diáfanas de los fragantes jardines de Shalimar. La ciudad entera vibraba con las nostalgias de un glorioso pasado.

Más cosmopolita que Nueva Delhi, más aristocrática que Bombay, más altiva que Calcuta, Lahore era para muchos la ciudad más seductora de la India. Su corazón era el Mall, una amplia avenida bordeada de cafés, de bares, de tiendas, de restaurantes y de teatros. Sus casas de placer eran las más refinadas de la península, y la ciudad gozaba desde hacía tiempo de la reputación de ser el París de Oriente.

El vestido tradicional era el khazanchi, esa graciosa túnica de seda que ciertas indias prefieren al sari, cuyos pliegues caen sobre largos bombachos ajustados a los tobillos, semejantes a los que llevaban las moradoras de los harenes de los emperadores mogoles. Pero, en este indiscutido centro de la elegancia, las mujeres de la sociedad gustaban vestir como cortesanas francesas del siglo XVII, las muchachas como maniquíes de la Rue de la Paix, los estudiantes como los protagonistas de las películas de René Clair, y los actores como los galanes del cine mudo.

Los ingleses habían establecido en Lahore las mejores instituciones, en las que formaban a la élite de las nuevas generaciones indias. Con los campanarios góticos de sus capillas, sus terrenos de cricket, estos colegios eran las réplicas exactas de sus modelos británicos trasplantadas a las ardientes llanuras del Penjab. En ellos, maestros de cuello duro enseñaban el griego y el latín a indios con chaqueta de franela cuyas gorras lucían nobles divisas: «La luz del cielo es vuestro guía», o «El valor del saber». Amarillentas fotografías cubrían los pasillos, mostrando a los equipos de rugby, de cricket y de hockey, hileras de muchachos de rostros oscuros bajo gorras redondas, agarrando orgullosamente los palos de hockey o las mazas de cricket. Hindúes, musulmanes o sikhs, estos jóvenes habían cantado juntos en la capilla los himnos marciales de una Inglaterra cristiana, aprendido de memoria las obras de los poetas y los novelistas británicos, curtido sus cuerpos en los campos de deporte a la conquista de las viriles virtudes de los dueños de la India, a los que ahora reclamaban las llaves de su patria.

Lahore era, ante todo, una ciudad tolerante. Las distinciones religiosas entre sus habitantes —seiscientos mil musulmanes, quinientos mil hindúes y cien mil sikhs— se manifestaban en ella menos que en ningún otro lugar de la India. En las pistas de baile del Gymkhana Club y del Cosmopolitan Club, se reducían a menudo al grosor de un sari mientras sikhs, musulmanes, hindúes, cristianos y parsis giraban juntos al ritmo de un tango o un fox-trot. Se mezclaban sin discriminaciones en las recepciones, cenas y bailes de la alta sociedad, y las suntuosas villas de los barrios residenciales pertenecían indiferentemente a los miembros de todas las comunidades.

Pero este idílico cuadro era un sueño que comenzaba a desvanecerse. Desde enero de 1947, los agitadores de la Liga musulmana celebraban reuniones secretas en los barrios habitados principalmente por musulmanes. Blandiendo fotografías de cráneos y de osarios, exhibiendo a veces a un superviviente horriblemente mutilado, acusaban a los hindúes de todas las atrocidades perpetradas en otros lugares, atizando el fuego del odio racial y religioso.

Un primer brote de violencia se produjo a principios de marzo cuando, al grito de Pakistan Murdabad, «¡Muera Pakistán!», un dirigente sikh cortó a hachazos el mástil a cuyo extremo ondeaba la bandera de la Liga musulmana. Sangrientas represalias respondieron a este desafío, causando más de tres mil víctimas, en su mayoría sikhs. Al sobrevolar una serie de aldeas devastadas, el general Sir Frank Messervy, comandante en jefe de la zona Norte del Ejército de la India, había quedado aterrado por las hileras de cadáveres, «alineados como faisanes después de una cacería».

La violencia había alcanzado las calles de Lahore cuando llegó a la ciudad la persona que, con un trazo de lápiz, iba a decidir su destino. Con la cabeza llena de todos los relatos oídos en Inglaterra sobre la deslumbrante ciudad, su brillante temporada de Navidad, sus bailes, su fiesta del caballo, su fastuosa vida mundana, Sir Cyril Radcliffe no encontró apenas ecos de todo aquello. En la capital del Penjab no descubrió más que calor, polvo, disturbios e incendios. Cien mil habitantes habían huido ya. Pese al intolerable calor, los demás habían renunciado a la vieja costumbre penjabí de dormir en las terrazas al aire libre. El peligro de que surgiera un cuchillo de entre las tinieblas se había tornado demasiado grande.

El sector más agitado de Lahore se encontraba en el interior de un cinturón de piedra de doce kilómetros, las antiguas murallas de Akbar que cobijaban una de las más densas concentraciones humanas. Trescientos mil musulmanes y cien mil hindúes y sikhs bullían allí en un laberinto de callejas, de suks, de tiendas, de talleres, de templos, de mezquitas y de casuchas miserables. Todos los olores, todos los ruidos, todos los gritos del Asia de los bazares envolvían este hormiguero en perpetuo movimiento. Con bandejas de cobre en equilibrio sobre la cabeza, vendedores ambulantes se deslizaban por todas partes, ofreciendo pirámides de frutas y golosinas orientales: halva y barji, buñuelos con pimientos, naranjas, papayas, plátanos, mangos, uvas y dátiles, con frecuencia negros de moscas. Con las pupilas blanqueadas por el velo del tracoma, los niños trituraban tallos de caña de azúcar en rústicas prensas y ofrecían el jugo a los transeúntes.

Las callejuelas de esta vieja ciudad componían un rompecabezas bizantino de tenderetes y talleres elevados medio metro por encima del suelo para protegerlos contra el monzón. Misteriosas fronteras compartimentaban en corporaciones rígidas esta confusión de barracas. Había la calle de los joyeros con sus relumbrantes muestras de brazaletes de oro, que constituían el adorno tradicional de muchos hindúes; la calle de los perfumistas, con sus bosques de varillas de incienso y sus viejos jarrones de China llenos de exóticas esencias que se mezclaban a gusto del cliente; mostradores centelleantes de babuchas bordadas de lentejuelas y cuya curvada punta recordaba una góndola; artesanos que exhibían una profusión de barnizados objetos incrustados de mosaicos, cajas de laca graciosamente realzadas con dibujos de colores, cofrecitos de madera de sándalo con tapas taraceadas de delicados motivos en panes de oro y marfil.

Había tiendas de armas, en las que abundaban los fusiles, las lanzas y los kirpans, el sable ritual de los sikhs. Había vendedores de flores, casi ocultos tras montañas de rosas y de jazmines que sus hijos ensartaban en un bramante como las perlas de un collar; más coloristas aún y llenos de aromas, las tablas de especias y los cestos de los herbolarios, la variedad de cuyas plantas medicinales podía curar a los enfermos de gota, así como picores, ahogos y anemias. Había vendedores de té que ofrecían una docena de hojas diferentes, desde un color negro como la tinta hasta el verde pálido de las aceitunas. Había mercaderes de telas, descalzos y sentados en cuclillas, sobre esterillas, como budas, en medio de los brillantes reflejos de su mercancía. Algunos solamente vendían arreos de matrimonio: sus mostradores rebosaban entonces de turbantes cubiertos de perlas doradas, de túnicas y de vestidos incrustados de vidrios de colores, las esmeraldas y los rubíes de los pobres.

Todo el Oriente de los fantásticos relatos desfilaba como en un grandioso espectáculo. Musulmanas ocultas bajo sus burqa, al acecho sus ojos tras la estrecha visera del velo, se deslizaban, como religiosas a la hora de vísperas, en el estruendoso torbellino de las tongas, los carritos, las bicicletas y los charabanes.

Desde el balcón finamente calado de una casa del barrio hindú, el hombre más rico de la vieja Lahore contemplaba con satisfacción esta bulliciosa agitación. La cuarta parte, o casi, de los granjeros del Penjab estaban presos de por vida en sus doradas redes. El viejo Bulagi Shah era el usurero más próspero de la provincia.

Las primeras víctimas del odio racial yacían ahora bajo sus ventanas, víctimas absurdas, matadas al azar porque llevaban un turbante sikh o un caftán musulmán.

Y, sin embargo, a pesar del odio y del miedo, continuaban produciéndose escenas de fraternidad. Por la noche, en los clubs, alrededor de los bares, hindúes y musulmanes de la alta burguesía intercambiaban apasionadas promesas. Si nuestra ciudad queda en territorio indio, os protegeremos, juraban los hindúes a sus amigos musulmanes en el caso de que la partición condujera a la situación inversa.

El inglés de quien dependía la futura nacionalidad de Lahore llegaba en medio de un tal desencadenamiento de violencias que el gobernador del Penjab no se atrevió a ofrecerle la hospitalidad de su residencia. Sir Cyril Radcliffe se instaló, como cualquier viajante de comercio, en el hotel «Faletti», fundado en 1860 por un napolitano enamorado de una cortesana local. Puso en juego toda su fuerza de convicción para obtener la colaboración de los jueces de la comisión de límites —dos musulmanes, un hindú y un sikh— que debían asistirle. Pero estos cuatro magistrados compartían las pasiones banderiles de sus compatriotas. Radcliffe comprendió que por sí solo debería llevar a cabo su abrumadora misión. Su llegada a Lahore había causado tal sensación que una escolta de inspectores tuvo que velar noche y día por su seguridad. Cada vez que salía del hotel, una multitud de indios vibrantes de desesperación se abatía sobre él al mismo tiempo que el infernal calor. Ante la idea de ver súbitamente destruidos por el trazado de su lápiz los frutos de toda una vida de trabajo, estaban dispuestos a ofrecerle cualquier cosa para obtener una frontera favorable a su comunidad.

Por la noche, a fin de escapar a estas patéticas gestiones, Radcliffe se refugiaba en el último bastión «sólo para europeos», el Punjab Club. Allí, saboreando un whisky and soda, sobre el césped, mientras criados vestidos con túnicas blancas pasaban en la sombra como fantasmas, el jurista inglés que lo ignoraba todo acerca de la India se preguntaba dónde, más allá de este jardín, en la ciudad enfebrecida de odio, existía la posibilidad de encontrar huellas del idílico Lahore de la leyenda. Por desgracia, actualmente la ciudad no era más que los ruidos y las sombrías visiones que le asaltaban por encima de las cercas del Punjab Club: los ramilletes de chispas de un bazar en llamas, los desgarradores gemidos de las sirenas de las ambulancias, los gritos de guerra de los adversarios, los Sat Sri Aka! de los sikhs, los Allah Akbar! de los musulmanes, el siniestro tam-tam de los fanáticos extremistas hindúes martilleando la noche hostil.

A cincuenta kilómetros al este de Lahore se yerguen los muros de la segunda gran ciudad del Penjab, Amritsar, cuyas callejas rodean al santuario más sagrado del sikhismo. Elevado en medio de las espejeantes aguas de un amplio estanque ritual, salvado por un puente, el Templo de Oro es un edificio de mármol blanco centelleante de adornos de cobre, plata y oro. La cúpula, enteramente recubierta de panes de oro, cobija el ejemplar manuscrito original del libro santo de los sikhs, el Granth Sahib, cuyas páginas envueltas en seda son cubiertas todas las mañanas con flores frescas y oreadas día y noche con un abanico de cola de yak. Sólo una escoba de plumas de pavo real es bastante noble para quitar el polvo a este lugar tan venerado.

En 1947, los seis millones de sikhs, para quienes este templo era el sanctasanctórum, practicaban con fervor una de las grandes religiones nacidas en esta tierra india habitada por Dios. Con sus luengas barbas y sus florecientes bigotes, su cabellera que no cortaban jamás y anudaban en moño bajo turbantes de todos los colores, con su porte altivo y su imponente estatura, no representaban sino un uno y medio por ciento de la población de la India, pero constituían —lo mismo que en la actualidad— la comunidad más vigorosa, la más unida, la más marcial.

El sikhismo procede del brutal encuentro en los campos de batalla del Penjab del Islam monoteísta con el hinduismo politeísta. Fundado a finales del siglo XV por Nanak, un guru hindú que intentó conciliar las dos religiones proclamando: «No hay hindúes, no hay musulmanes; no hay más que un Dios, la Verdad Suprema», el sikhismo había prosperado bajo los mogoles, extrayendo de su tiranía el fermento de su vitalidad. La crueldad de las persecuciones llevó al noveno y último sucesor del guru Nanak a transformar esta religión en una fe militante. Reuniendo a sus cinco discípulos más próximos, los Panj piyara, los «Cinco Bienamados», el guru Gobind Singh lanzó el nuevo estilo de sikhismo haciéndoles beber, en una copa común, agua y azúcar mezclados por medio de un sable de doble filo. Se convirtieron así en los fundadores de su nueva hermandad combatiente, los Khalsa, los «Puros». El guru los bautizó con nuevos nombres que terminaban todos en Shing, «León».

Para que pudiesen distinguirse de las multitudes y ser capaces de defender su fe a costa de la propia vida, el guru les obligó a observar la ley de las «Cinco K». Dejarían crecer sus pelos (kesh), barba y cabellos; colocarían un peine de marfil o de madera (kangha) en su moño; llevarían calzones cortos (kuchha), a fin de poseer la movilidad del guerrero; se pondrían un brazalete de acero (kara), en la muñeca derecha; y, por último, no se desplazarían nunca sin llevar un kirpan, un sable. Los sikhs, además, no debían fumar, ni comer carne procedente de animales degollados según el rito islámico, ni sostener relaciones sexuales con una mujer musulmana.

El derrumbamiento del Imperio mogol dio a los sikhs la oportunidad de crearse un reino propio en la tierra de su querido Penjab. La llegada de las guerreras escarlatas británicas puso fin a esta breve hora de gloria, pero, antes de sucumbir en 1849, los sikhs infligieron a los ingleses, cerca de Chillianwala, la peor derrota que jamás hayan sufrido en la India.

En julio de 1947, cinco de los seis millones de sikhs vivían todavía en el Penjab. No constituían más que el 13% de la población, pero poseían el 40% de las tierras y producían cerca de las dos terceras partes de las cosechas. Casi un tercio de los soldados del Ejército de la India eran sikhs, y casi la mitad de los hombres condecorados durante las dos guerras mundiales procedían de su comunidad. Dotados por naturaleza para la mecánica, estaban igualmente interesados en la industria del transporte, cuyo monopolio prácticamente ostentaban. En las ciudades y por las carreteras indias, los conductores sikhs de camión y de taxi eran figuras legendarias cuya prioridad nadie hubiera osado disputar.

La situación en el Penjab era un trágico resumen de la de toda la India: si bien los musulmanes y los sikhs habían podido vivir juntos bajo el yugo de Inglaterra, no podrían hacerlo bajo el de una u otra de las dos comunidades. Los recuerdos que los musulmanes conservaban de los sikhs estaban poblados de profanaciones de mezquitas y de sepulturas, de mujeres ultrajadas, de hermanos y hermanas asesinados, apuñalados, apaleados, despedazados, quemados vivos.

Los relatos de los sufrimientos que, por su parte, habían soportado los sikhs bajo la opresión de los soberanos mogoles estaban recogidos en un sangriento folklore que todo niño sikh aprendía como un evangelio cuando alcanzaba el uso de razón. El Templo de Oro de Amritsar cobijaba un museo cuya finalidad era mantener vivo el recuerdo de todas las atrocidades cometidas por los musulmanes. Una profusión de pinturas sanguinolentas representaban los cuerpos de sikhs partidos en dos o reducidos a papilla entre dos ruedas de piedra por haberse negado a convertirse al Islam. Otras mostraban a mujeres sikhs asistiendo, ante la puerta del palacio del Gran Mogol, a la matanza de sus hijos, decapitados por los soldados de la guardia pretoriana.

La ausencia de reacción por parte de los sikhs, después de las violencias sufridas por su comunidad en marzo de 1947, había sorprendido y tranquilizado a la vez a los musulmanes tanto como a los augures políticos de la capital. Los sikhs, se cuchicheaba, habían perdido su viejo ardor belicoso; la prosperidad los había reblandecido.

Grave error de juicio. A principios de junio, mientras el virrey y los dirigentes indios llegaban en Nueva Delhi a un acuerdo sobre la división de la India, los jefes sikhs se reunían en secreto en el hotel «Nedou» de Lahore. La finalidad de su consejo era perfilar una estrategia para el caso de que se hiciera irrevocable la Partición. Una voz dominó su asamblea, la del fanático tuerto que provocó los disturbios de marzo derribando a golpes de kirpan la bandera de la Liga musulmana. Tara Singh, a quien sus partidarios llamaban «Master» porque era maestro en una escuela maternal, había perdido a varios miembros de su familia en los excesos de violencia que siguieron a su acción. Desde entonces, sólo una pasión le animaba: la venganza.

—¡Oh, sikhs —exclamó en un discurso anunciador de la tragedia que se iba a abatir sobre el Penjab—, estad preparados para el sacrificio supremo, como los japoneses y los nazis! Nuestras tierras están a punto de ser invadidas, nuestras mujeres deshonradas. Levantaos para aniquilar una vez más al invasor mogol. ¡Nuestra patria está sedienta de sangre! ¡Saciemos su sed con la sangre de nuestros enemigos!

En realidad, los sikhs preparaban su desquite desde hacía meses, confeccionando la lista de los millares de ex combatientes que vivían en el Penjab, atiborrado de armas sus gurudwara, los templos a los que los policías británicos no tenían acceso.

Cuando las primeras oleadas de refugiados sikhs e hindúes, expulsados por los musulmanes del Oeste del Penjab, llegaron a su región, los sikhs de Amritsar se dedicaron a vengarse sobre los musulmanes que vivían junto a ellos. Unos cuantos hombres armados con fusiles abrían fuego a la entrada del barrio musulmán de un pueblo, lo que precipitaba a los aterrorizados habitantes en una desenfrenada huida hacia el otro extremo. Allí, esparcidos por los campos de caña de azúcar, esperaban centenares más de sikhs armados con horcas, sables y porras, y comenzaba la carnicería. Una particular forma de salvajismo caracterizó pronto las matanzas perpetradas por los sikhs. Los sexos circuncisos de los musulmanes se convirtieron en trofeos. Los asesinos los cortaban para hundirlos seguidamente en las bocas de sus víctimas o en las de las mujeres musulmanas asesinadas.

Al igual que en Lahore, los disturbios del campo llegaron pronto a Amritsar y perpetraron el ciclo atroz de la violencia. En ambas ciudades, los maleantes se pusieron al frente de las matanzas.

Una tarde de julio, un ciclista desembocó a toda velocidad en una callejuela de Lahore, ante el atestado café en que Anwar Ali, el jefe de la banda más célebre de la ciudad, tenía su corte. El hombre arrojó sobre la terraza una de esas grandes jarras de cobre utilizadas en el Penjab para recoger leche. Rebotando de mesa en mesa, el recipiente provocó el pánico entre los presentes, que huyeron en todas las direcciones. Al no producirse ninguna explosión, un camarero se acercó con precaución al objeto. Ni el propio y endurecido Anwar Ali pudo contener una mueca de horror al encontrar en él el mensaje que le estaba destinado, un regalo ofrecido al gángster de Lahore por sus colegas sikhs de Amritsar. Docenas de sexos circuncisos llenaban esta macabra urna.

De todos los problemas que asediaban a Louis Mountbatten, el más irritante era consecuencia de su apresurada elección del 15 de agosto como fecha de la independencia de la India. Un consejo de astrólogos acabó comunicando a los dirigentes indios que, si bien el viernes 15 de agosto de 1947 era un día extremadamente funesto para inaugurar la historia moderna de su país, el día anterior ofrecía, en cambio, una conjunción astral infinitamente más favorable. Aliviado, el virrey se apresuró a aceptar el compromiso que le ofreció Nehru: la India y el Pakistán se harían independientes el 14 de agosto de 1947 a medianoche[25].

Durante treinta años la bandera tricolor de algodón de khadi que no tardaría en remplazar a la Unión Jack en el cielo de la India había flameado sobre los mítines, las manifestaciones, los desfiles de un pueblo ávido de libertad. El propio Gandhi había dibujado este emblema. En el centro tres bandas horizontales color azafrán, blanco y verde, había colocado su sello personal, el humilde objeto que proponían a las masas indias para que sirviera de instrumento a su redención pacífica: la rueca.

Ahora, en vísperas de la independencia, en las filas mismas de su partido se alzaban voces que negaban al «juguete de Gandhiji» el derecho a ocupar el puesto de honor en la bandera nacional. Para un creciente número de militantes, esta rueca era una imagen del pasado, «un utensilio de vieja», la insignia de una India arcaica replegada sobre sí misma. La sustituyeron por otra rueda, el símbolo de la doctrina de Buda, que Asoka, fundador del primer Imperio hindú, había adoptado como signo de paz universal: el dharma chakra, la «rueda del orden cósmico», enmarcada por una pareja de leones que encarnaban la fuerza y el valor. Este noble atributo de poderío y autoridad se convirtió en el emblema de la nueva India.

Gandhi se enteró con profunda tristeza de esta decisión. «Cualesquiera que sean las calidades artísticas de este dibujo —escribió—, me negaré a saludar a la bandera que enarbole semejante mensaje».