EL PROFETA DE LA NO VIOLENCIA
DESPIERTA A UN CONTINENTE
Durante treinta años, estos pies martirizados habían llevado a Gandhi a los rincones más apartados de la India, hacia millares de poblados semejantes a los que visitaba hoy, en medio de sórdidas colonias de leprosos, a los arrabales más desheredados, a los salones de los palacios imperiales y las celdas de las prisiones, en búsqueda de la finalidad de su vida, la liberación de la India.
Mohandas Gandhi era un escolar de ocho años cuando la bisabuela de Jorge VI y de Louis Mountbatten había sido proclamada Emperatriz de la India en una llanura próxima a Delhi. Para él, esta grandiosa ceremonia estuvo siempre asociada a una canción que canturreaba entonces con sus compañeros en su ciudad natal de Porbandar, a orillas del mar de Omán, a 1200 km de Delhi:
Ved ese coloso de inglés
Reina sobre el pequeño indio
Porque es un comedor de carne
Tiene seis pies de estatura.
El muchacho cuya fuerza espiritual humillaría un día a los ingleses de seis pies y a su gigantesco imperio no pudo resistir el desafío de esta copla. A escondidas, coció un trozo de cabra y comió la carne prohibida. La experiencia fue desastrosa. El joven Gandhi empezó a vomitar inmediatamente y se pasó la noche soñando que una cabra saltaba dentro de su vientre.
Su padre era el diwan hereditario, el Primer Ministro, de un minúsculo principado de la península de Kathiawar, al norte de Bombay, y su madre una persona particularmente piadosa que observaba largos ayunos religiosos.
Curiosamente, el hombre destinado a convertirse en el más grande jefe espiritual de la India de los tiempos modernos no había nacido en la aristocracia hindú, la casta superior de los brahmanes, élite religiosa y filosófica del hinduismo. Su padre pertenecía a la casta de los vacias, la casta de los comerciantes dedicados a los negocios, que ocupa en la jerarquía social hindú una posición relativamente inferior, por encima de los sudras, artesanos y sirvientes, pero por debajo de los brahmanes y los chatrias, los príncipes y guerreros.
Según la costumbre india de la época, Gandhi fue casado a la edad de trece años con una niña totalmente analfabeta llamada Kasturbai. El que, más tarde, habría de ofrecer al mundo un símbolo de pureza ascética descubrió con admiración los placeres de la carne. Cuatro años después, Gandhi y su esposa se entregaban a estos placeres cuando una llamada en la puerta interrumpió sus retozos. Era un sirviente anunciando al joven que su padre acababa de morir. Gandhi quedó horrorizado. Adoraba a su padre. Hacía unos instantes, se encontraba junto al enfermo, intentando aliviarle dándole masajes en las piernas. Pero un violento acceso de deseo sexual le había apartado del lecho del moribundo para ir a despertar a su mujer encinta. A partir de entonces, un indeleble complejo de culpabilidad comenzó a acallar en él las pasiones de la carne.
Gandhi fue enviado a Inglaterra para estudiar Derecho, con la esperanza de que pudiera suceder a su padre como Primer Ministro del principado. Semejante viaje representaba considerables sacrificios para una piadosa familia hindú. Ningún miembro de su familia había ido nunca al extranjero antes que él. Gandhi fue solemnemente excluido de su casta de mercaderes, pues, a los ojos de sus mayores, su viaje al otro lado de los mares no podía por menos de mancharlo para siempre.
En Londres, Gandhi fue terriblemente desgraciado. Era tan tímido que el solo hecho de dirigir la palabra a un extranjero le hacía sufrir lo indecible. Su desmedrado aspecto y su atavío ofrecían un patético espectáculo en el mundo sofisticado del Foro de Londres.
Flotaba en el interior de su traje mal cortado y, a sus diecinueve años, parecía tan enclenque, tan trágicamente anónimo, que sus compañeros de Facultad le tomaban a veces por un recadero.
Gandhi decidió que el único medio de escapar a su calvario era transformarse en un gentleman británico. Abandonó sus ropas de Bombay, sustituyéndolas por una chistera de seda, un frac, botas de charol, guantes blancos y un bastón con puño de plata. Adquirió una loción para ordenar sus rebeldes cabellos y se pasó horas enteras ante un espejo contemplando su nuevo aspecto y ejercitándose en la tarea de hacer un nudo de corbata. Compró, incluso, un violín, se matriculó en un curso de baile, contrató un profesor de francés y un maestro de elocución.
Los resultados de esta empresa fueron tan desastrosos como lo había sido su experiencia con la carne de cabra. No logró arrancar más que vagos chirridos a su violín. Sus pies rechazaron la opresión de los botines de Bond Street, su lengua, pronunciar una sola palabra de francés, y todas las lecciones de elocución resultaron impotentes para liberar el espíritu que trataba de expresarse tras una abrumadora timidez. Incluso una visita a una casa de placer terminó en fracaso. Gandhi no pudo nunca pasar del salón. Renunciando entonces a copiar a los ingleses, decidió volver a ser él mismo. En cuanto obtuvo el título, se apresuró a regresar a la India.
Su regreso no tuvo nada de triunfal. Durante meses, vagó por los tribunales de Bombay en busca de una causa que defender. El hombre cuya voz levantaría un día a todo un pueblo se mostraba incapaz de articular las frases susceptibles de impresionar a un magistrado.
Este fracaso dio lugar al primer gran punto de inflexión en la vida de Gandhi. Decepcionada, su familia lo envió a África del Sur para que se encargase del proceso de un pariente lejano. Su viaje debía de durar unos meses. Permanecería ausente durante un cuarto de siglo. Allí, en aquella tierra hostil y remota, Gandhi descubrió los principios filosóficos que iban a transformar su vida y la historia de la India.
Nada en su actitud delataba la menor vocación a la ascesis o la santidad cuando en abril de 1893 desembarcó en el puerto de Durban. El futuro profeta de la pobreza hizo su entrada en África del Sur vestido con la elegante levita de los abogados londinenses y un blanco cuello almidonado para defender allí la causa del comerciante indio que lo había contratado.
La verdadera toma de contacto de Gandhi con este nuevo país se produjo durante un viaje en ferrocarril desde Durban a Pretoria. Al final de su vida, Gandhi todavía consideraba este viaje como «la experiencia más decisiva de su existencia». Hacia la mitad del recorrido, un blanco irrumpió en su departamento de primera clase y le ordenó que se fuera al vagón de equipajes. Gandhi, que llevaba un billete de primera, se negó. En la parada siguiente, el blanco llamó a un policía, y Gandhi fue expulsado del tren en plena noche. Completamente solo, tiritando de frío porque no se atrevía a reclamar sus efectos personales, que había depositado en consigna, Gandhi pasó una noche de profunda aflicción. Era su primer enfrentamiento con la injusticia racial. Como un joven caballero de la Edad Media velando sus armas antes de recibir el espaldarazo, imploró al dios del Gita que le diera valor y luz. Cuando los primeros albores del día aparecieron sobre la pequeña estación de Maritzbourg, el joven tímido y desmañado había tomado la decisión más importante de su vida. En lo sucesivo, Mohandas Gandhi diría «no».
Una semana después pronunciaba su primer discurso público ante los indios de Pretoria. El abogado principiante que había mostrado una enfermiza timidez en los tribunales de Bombay recuperaba de repente el uso de su lengua. Exhortó a sus hermanos a unirse para defender sus intereses, y, en primer lugar, a hacerlo en la lengua inglesa de sus opresores. Al día siguiente por la tarde, Gandhi comenzaba, sin darse cuenta de ello, la cruzada que habría de liberar un día a cuatrocientos millones de indios, enseñando la gramática inglesa a un tendero, un peluquero y un empleado. Y muy pronto logró su primera victoria. Obtuvo de las autoridades ferroviarias el derecho para los indios convenientemente vestidos a viajar en primera o en segunda clase en los trenes sudafricanos.
Cuando terminó el proceso que había motivado su viaje, Gandhi decidió quedarse en África del Sur. Se convirtió en el paladín de la comunidad india local y, a la vez, en un floreciente abogado. Leal al Imperio Británico, a pesar de sus injusticias raciales, participó junto a los ingleses en la guerra de los bóers dirigiendo un cuerpo de ambulancias.
Diez años después de su llegada, otro viaje en ferrocarril provocó el segundo gran punto de inflexión de su vida. En 1904, una tarde, al subir al tren Johannesburgo-Durban, un amigo inglés le ofreció un libro del filósofo John Ruskin titulado Unto This Last. Gandhi se pasó toda la noche devorando esta obra. Fue su revelación en el camino de Damasco. Antes de llegar a su destino a la mañana siguiente, había prometido renunciar a todos los bienes de este mundo y vivir conforme al ideal de Ruskin. La riqueza no era más que un arma para engendrar esclavitud, escribía el filósofo. Un campesino servía tan bien a la sociedad con su azada como un abogado con su talento oratorio, y la vida del que removía la tierra era la única que valía la pena de ser vivida.
La decisión de Gandhi era tanto más extraordinaria cuanto que, en aquel momento de su vida, era un hombre sumamente próspero que ganaba más de cinco mil libras esterlinas al año, cantidad enorme para el África del Sur de la época. No obstante, hacía dos años que sentía fermentar la duda en su interior. Se hallaba obsesionado por la moral de la privación que predica el Bhagavad Gita como condición de todo despertar espiritual. Él se había lanzado ya por este camino. Se cortaba el cabello, lavaba su ropa y vaciaba él mismo sus letrinas. Había engendrado su último hijo. Las páginas de Ruskin le confirmaron en esta actitud.
Pocos días después, Gandhi instaló a su familia y a un grupo de amigos en una finca de cincuenta hectáreas situada cerca del pueblo de Phoenix, a veinte kilómetros de Durban, en plena región zulú. Era un lugar triste y desolado, con una casucha en ruinas, naranjos, moreras y mangos, una fuente y serpientes en abundancia. Gandhi iba a adquirir allí los hábitos que le gobernarían hasta su muerte: en primer lugar, la renuncia a las posesiones materiales; luego, el esfuerzo para satisfacer de la manera más simple las necesidades del hombre; todo ello ligado a una vida en comunidad, en la que el trabajo de cada uno tenía el mismo valor y en que los bienes eran compartidos por todos.
Quedaba todavía por realizar un doloroso sacrificio: el voto de brahmacharya, el juramento de continencia que obsesionaba a Gandhi desde hacía años. La cicatriz que habían dejado en su memoria las circunstancias de la muerte de su padre, el deseo de no tener más hijos, su creciente fervor religioso, todo le llevaba a esta resolución. Una tarde de verano del año 1907, Gandhi anunció solemnemente a su esposa Kasturbai que había hecho voto de brahmacharya. Comenzado en un alegre frenesí a los trece años, el ciclo de su vida amorosa alcanzaba su conclusión a los treinta y siete.
El brahmacharya representaba para Gandhi mucho más que una simple represión de los apetitos sexuales. Quería lograr el dominio de todos los sentidos. Esto significaba el control de las emociones, de la alimentación, de la palabra, la supresión de la cólera, de la violencia y del odio, en resumen, la ascensión a un estado sin deseos próximos al ideal del Gita. Esta elección señaló su definitiva inserción en la vía de la ascesis, el último acto de su transformación. Ninguna de las decisiones que tomó Gandhi le obligaría a un combate interior tan violento como su voto de castidad. Estaba condenado a librarlo, bajo una u otra forma, durante el resto de sus días.
Al luchar en favor de sus hermanos que se encontraban en África del Sur, Gandhi elaboró las dos doctrinas que habrían de hacerle mundialmente célebre, la no violencia y la desobediencia civil. Curiosamente, fue un texto del Evangelio lo que le llevó a meditar sobre la no violencia. Se había sentido turbado por el consejo de Cristo a sus discípulos de que presentaran la otra mejilla a sus agresores. El hombrecillo había aplicado ya espontáneamente esta regla muchas veces al soportar estoicamente las humillaciones y los golpes de los blancos. La ley del talión —«ojo por ojo, diente por diente»— solamente podía conducir a un mundo de ciegos, estimaba, y no se modifican las convicciones de un hombre cortándole la cabeza, como tampoco se insufla el amor en un corazón perforándolo con una bala. La violencia engendra la violencia. Gandhi quería transformar a los hombres con el ejemplo del bien y reconciliarlos con la voluntad de Dios, en lugar de dividirlos con sus antagonismos.
El Gobierno de África del Sur le proporcionó la ocasión de experimentar sus teorías en el otoño de 1906. El pretexto fue un proyecto de ley que obligaba a todos los indios de más de ocho años a inscribirse en los registros de la Policía y a poseer una tarjeta de identidad particular con huellas dactilares. El 11 de setiembre de 1906, ante una multitud de encolerizados indios reunidos en el «Teatro del Imperio», en Johannesburgo, Gandhi tomó la palabra para alzarse contra esta ley. Obedecerla, declaró, es aceptar la ruina de nuestra comunidad. «No veo más que una sola posibilidad: resistir hasta la muerte, antes que someterse a esta discriminación». Por primera vez en su vida, arrastró públicamente a una multitud a asumir ante Dios el compromiso solemne de alzarse contra una ley inicua, cualesquiera que fuesen los riesgos. Gandhi no explicó a sus oyentes de qué forma iban a luchar. Sin duda, él mismo lo ignoraba. Sólo una cosa estaba clara: la resistencia se haría sin violencia.
El nuevo principio de combate político y social que acababa de nacer aquella tarde en el «Teatro del Imperio» recibió muy pronto un nombre: Satyagraha, la Fuerza de la Verdad. Gandhi organizó el boicot a las normas de empadronamiento e hizo que comandos pacíficos y piquetes de huelgas impidieran la entrada en los centros de inscripción. Esta campaña le valió la primera de sus numerosas estancias en la cárcel.
En su celda, Gandhi iba a descubrir la segunda obra profana que habría de ejercer una profunda influencia sobre su pensamiento: el ensayo del escritor americano Henry Thoreau El deber de desobediencia civil[5]. Thoreau se rebelaba en ella contra la complacencia de su Gobierno respecto a la esclavitud y contra la guerra injusta que libraba en México. Afirmaba que un individuo tiene derecho a no cumplir leyes arbitrarias y negar su sumisión a un régimen cuya tiranía se ha vuelto insoportable. Tener razón, decía, es más honorable que ser respetuoso con las leyes.
Esta obra sirvió de catalizador a las reflexiones que hervían desde hacía tiempo en el espíritu de Gandhi. Cuando salió de la cárcel, decidió ponerlas en práctica oponiéndose a la decisión del Transvaal de cerrar las puertas a los indios. El 6 de noviembre de 1913, con Gandhi al frente, 2037 hombres, 127 mujeres y 56 niños emprendieron una marcha no violenta hacia el territorio prohibido.
Contemplando esta patética multitud que le seguía con confianza, Gandhi fue iluminado por una nueva revelación. Aquellos pobres diablos no tenían otra cosa que esperar que los golpes y la cárcel. Milicianos blancos les aguardaban en la frontera del Transvaal. Y, sin embargo, electrizados por su determinación, ardiendo de fervor por la causa que él les había dado, avanzaban tras sus huellas, dispuestos, como diría él, «a fundir los corazones de los enemigos con su sufrimiento silencioso». Ante el espectáculo de su serena resolución, Gandhi comprendió lo que podía llegar a ser la acción de masas no violenta. En la frontera del Transvaal, advirtió el enorme poderío del movimiento que había provocado. Los escasos centenares de indios que marchaban tras él aquel día podían convertirse en millares, en una impetuosa marea a la que una fe inquebrantable en el ideal de no violencia haría invencible.
Persecuciones, apaleamientos, encarcelamientos y sanciones económicas siguieron a esta manifestación, pero nada podía quebrar ya el impulso lanzado por Gandhi. Su cruzada africana terminó en 1914 con una victoria casi total. Gandhi podía, al fin, regresar a su patria. Tenía entonces cuarenta y un años.
El hijo pródigo que volvía a su país no tenía nada en común con el joven y tímido abogado que, veintiún años antes, había desembarcado en África del Sur. En esta tierra inhóspita había descubierto a sus tres maestros: Ruskin, Thoreau y Tólstoi, un inglés, un americano y un ruso. Sus enseñanzas y las duras experiencias vividas en medio de sus compatriotas le habían permitido elaborar las dos doctrinas —la no violencia y la desobediencia civil— gracias a las cuales humillaría durante los treinta años siguientes al imperio más poderoso del mundo.
En Bombay, el 9 de enero de 1915, una enorme multitud le dispensó un recibimiento de héroe cuando su frágil silueta pasó bajo el arco imperial de la Puerta de la India. Su hatillo no contenía más que una sola riqueza: un grueso fajo de cuartillas cubiertas con su letra menuda. El título de la obra, Hind Swaraj (Autonomía de la India), revelaba que, para Gandhi, África no había sido más que un campo de maniobras antes de la verdadera batalla de su vida.
Gandhi se instaló cerca de la ciudad industrial de Ahmedabad, a orillas del río Sabarmati. Fundó en ella un ashram, una granja comunitaria a imagen de las que había creado en África del Sur. Como siempre, sus preocupaciones le orientaron primeramente hacia el auxilio a los débiles y los oprimidos. Organizó la resistencia de los pequeños plantadores de añil de Bihar contra las exacciones de los grandes propietarios británicos, la huelga del impuesto de los campesinos de la región de Bombay arruinados por la sequía, el combate de los obreros de las fábricas textiles de Ahmedabad contra los patronos, cuyas aportaciones financieras suministraban, sin embargo, a su ashram los medios de existencia. Era la primera vez que un líder se inclinaba sobre las desgracias de las masas miserables de la India. Muy pronto, Rabindranath Tagore, el gran poeta indio laureado con el premio Nobel, le confirió el título que habría de llevar durante el resto de su vida: «Mahatma, la Gran Alma, vestida con los harapos de los mendigos».
Al igual que la mayoría de los indios, Gandhi permaneció leal a la Gran Bretaña durante la Primera Guerra Mundial, convencido de que ésta sabría acoger con simpatía las aspiraciones nacionalistas de la India. Se engañaba. En 1919, Inglaterra votó la Rowlatt Act, una ley que reprimía duramente toda agitación tendente a la liberación de la India. Gandhi meditó durante largas semanas para encontrar una respuesta al rechazo de Gran Bretaña de las esperanzas de su país. La respuesta acudió a él durante un sueño, y era tan sencilla como extraordinaria. La India protestaría con el silencio, un silencio de muerte. Gandhi iba a llevar a cabo una experiencia que nadie había osado jamás intentar antes que él. Iba a paralizar al país entero en la calma glacial de una jornada de duelo, una hartal.
A imagen de tantas de sus iniciativas políticas, este plan reflejaba su genio para inventar ideas simples, ideas que podían resumirse en unas cuantas palabras, comprendidas por los espíritus más romos, puestas en práctica con los gestos más ordinarios. Para seguir a Gandhi, los indios no tendrían siquiera que violar la ley, ni desafiar las porras de la Policía. Deberían solamente no hacer nada. Cerrando sus tiendas, abandonando sus aulas, yendo a rezar a sus templos o, simplemente, quedándose en su casa, los indios mostrarían su solidaridad con el grito de rebelión. Gandhi eligió para su jornada de hartal el 6 de abril de 1919. Era el primer desafío abierto que lanzaba a las autoridades británicas. Que la India entera se inmovilice, suplicó, y que sus opresores oigan el mensaje de su silencio.
Desgraciadamente, las masas no se mantendrían silenciosas en todas partes. Estallaron disturbios. El más grave se produjo en el Penjab, en Amritsar. Para protestar contra las medidas de retorsión impuestas en la ciudad por los ingleses, millares de habitantes se congregaron el 13 de abril en una manifestación pacífica, pero prohibida, en una plaza llamada Jallianwalla Bagh. Sólo un estrecho paso daba acceso a esta explanada, que se hallaba rodeada por toda una fila de casas. Apenas se hubieron agrupado los manifestantes, cuando hicieron su aparición unos cincuenta soldados británicos mandados por el comandante militar de la ciudad, el general R. E. Dyer. Éste situó a sus hombres a ambos lados de la entrada y, sin la menor advertencia, mandó abrir fuego sobre la multitud indefensa. Mientras los indios cogidos en la trampa gritaban e imploraban piedad, las ametralladoras inglesas disparaban mil seiscientas cincuenta balas. Mataron o hirieron a mil quinientas dieciséis personas. Convencido de haber hecho «un buen trabajo», el general Dyer se retiró[6].
Este «buen trabajo» constituyó en la historia de las relaciones de Inglaterra con la India un punto de inflexión más decisivo de lo que había sido el gran levantamiento de los cipayos sesenta y tres años antes. Mas esta tragedia tenía un sentido particular para Gandhi. Le hacía perder definitivamente la confianza en aquel Imperio al que había sacrificado sus principios pacíficos en dos guerras. En lo sucesivo, dedicaría todos sus esfuerzos en tomar el control de la organización que encarnaba las aspiraciones nacionalistas de la India.
La idea de que el partido del Congreso pudiera convertirse un día en la punta de lanza de la agitación de las masas indias habría espantado ciertamente al respetable funcionario inglés que fundó esta asamblea en 1885. Actuando con la bendición del virrey, Octavian Hume quería crear un partido susceptible de canalizar las crecientes protestas de la clase intelectual en una formación moderada capaz de entablar un diálogo de caballero con los dueños británicos de la India. Y esto era exactamente lo que representaba el partido del Congreso cuando Gandhi hizo su aparición en la escena política. Decidido a hacer de él un movimiento de masas animado por su ideal de no violencia, en Calcuta, en 1920, presentó al partido un plan de acción que fue adoptado por aplastante mayoría. Desde entonces y hasta su muerte, ocupara o no un puesto en la jerarquía del partido, Gandhi fue la conciencia y el guía del Congreso, el jefe indiscutido del combate por la independencia.
Al igual que su organización de una hartal nacional, la nueva acción de Gandhi era de una luminosa sencillez. Su programa se contenía en una sola fórmula: la no cooperación. Los indios iban a boicotear todo lo que fuera inglés: los alumnos boicotearían las escuelas inglesas; los abogados, los tribunales ingleses; los funcionarios, los empleos ingleses; los soldados, las condecoraciones inglesas. Gandhi empezó por devolver al virrey las dos medallas que había ganado con su Cuerpo de ambulancias durante la guerra de los bóers. Su objetivo esencial apuntaba a minar el edificio del poder británico en la India atacando sus mismos cimientos, su economía. La Gran Bretaña compraba entonces, a precios irrisorios algodón indio que enviaba a las fábricas de Lancashire y que regresaba a la India en forma de paños vendidos con beneficios considerables en un mercado del que estaban prácticamente excluidos todos los géneros textiles no británicos. Era el ciclo clásico de la explotación imperialista. Para dar jaque a las máquinas de las fábricas inglesas, Gandhi erigió un arma que era su antítesis absoluta: la atávica rueca de madera.
Durante veinticinco años, con indomable energía, lucharía para obligar a la India toda a rechazar los tejidos extranjeros en beneficio del khadi de algodón crudo hilado en millones de ruecas. Persuadido de que la miseria de los campesinos indios procedía, ante todo, de la decadencia de los oficios rurales, veía en el renacimiento del artesanado la clave del resurgimiento de los campos. En cuanto a las masas urbanas, hilar era para ellas el camino de una verdadera redención espiritual, una constante evocación de su lazo con la India profunda, la India de las quinientas mil aldeas.
La rueca se convirtió en el símbolo en torno al cual predicó las doctrinas que tenía en tan alta estima. A esta cruzada se agregó una campaña de educación para incitar a los aldeanos a utilizar letrinas, a mejorar sus condiciones sanitarias, a combatir la malaria, a construir escuelas para sus hijos, a preconizar una alianza armoniosa entre hindúes y musulmanes. Era todo un programa de regeneración de la vida de la India rural lo que proponía así.
Gandhi dio el ejemplo dedicando personalmente con toda regularidad, media hora diaria a hilar y obligando a sus discípulos a hacer otro tanto. La sesión diaria de rueca adoptó la forma de una verdadera ceremonia religiosa, convirtiéndose el tiempo pasado en hilar en un intermedio de oración y de meditación. El Mahatma salmodiaba el nombre de Dios, «Rama, Rama, Rama», al ritmo del clic-clic-clic de su rueca.
En setiembre de 1921, Gandhi dio un nuevo impulso a su cruzada renunciando solemnemente, y para el resto de su vida, a todo vestido distinto de un taparrabo y un manto de algodón tejido a mano. La humilde tarea del hilado se convirtió entonces en un verdadero sacramento que unía con un rito cotidiano a los miembros de todas clases del partido del Congreso. Su producto —el khadi de algodón— transformóse en el uniforme de los combatientes de la independencia, vistiendo tanto a los ricos como a los pobres con un mismo trozo de grosera tela blanca. La pequeña rueca de Gandhi representaba el emblema de su revolución pacífica, el desafío al imperialismo occidental de un continente que despertaba, la insignia de la unidad nacional y la libertad.
Avanzando por el barro y sobre los hirientes guijarros de los caminos, pasando noches enteras en el tren, en los bancos de madera de tercera clase, Gandhi fue a difundir su mensaje hasta los puntos más remotos de la India. Hablaba cinco o seis veces al día, visitaba millares de aldeas. Era un espectáculo sorprendente. Gandhi caminaba al frente, descalzo, con un trozo de khadi en torno a la cintura, sus gafas de montura de acero en la punta de la nariz, apoyado en un bastón de bambú. Detrás iban sus partidarios vestidos de manera idéntica. Cerrando la marcha, llevada sobre las cabezas, avanzaba la silla agujereada del Mahatma, recuerdo concreto de la importancia que concedía al respeto a la higiene.
Su larga marcha obtuvo un éxito fantástico. Las multitudes acudían presurosas para ver al que se llamaba «La Gran Alma». Su pobreza voluntaria, su sencillez, su humildad, hacían de él un hombre santo llegado de algún lejano pasado para hacer nacer una India nueva.
En las ciudades, repetía a las masas urbanas que, si la nación quería obtener su autonomía, sería preciso que empezara renunciando a todo producto de origen extranjero. Invitó a la población a deshacerse de las ropas inglesas. Zapatos, calcetines, pantalones, camisas, sombreros, abrigos se amontonaron pronto en un enorme montón ante él. En su entusiasmo, un hombre se quedó completamente desnudo. Con embelesada sonrisa, Gandhi prendió entonces fuego a aquella pirámide de ropas «made in England».
Los ingleses no tardaron en reaccionar. Si bien vacilaban en encarcelar a Gandhi por miedo a hacer de él un mártir, no se abstuvieron de golpear duramente a sus partidarios. Treinta mil personas fueron detenidas, reuniones y desfiles dispersados por la fuerza, las oficinas del Congreso registradas.
El 1 de febrero de 1922, Gandhi escribió cortésmente al virrey comunicándole que había decidido intensificar su acción. De la no cooperación iba a pasar a la desobediencia civil. Aconsejó a los campesinos que hicieran la huelga del impuesto, a los habitantes de las ciudades no respetar las leyes británicas, a los soldados dejar de servir a la Corona. Era una declaración de guerra no violenta la que Gandhi lanzaba al Gobierno colonial de la India. «Los ingleses quieren obligarnos a situar la lucha en el terreno de las ametralladoras, pues ellos tienen armas y nosotros no —anunció—. Nuestra única posibilidad de derrotarlos consiste en llevar el combate a un terreno en el que nosotros poseemos armas y ellos, no».
Miles de indios respondieron a su llamamiento. Miles fueron encarcelados. Aterrado, el gobernador de Bombay calificó esta empresa como «la experiencia más colosal de la historia del mundo y que estuvo en un tris de triunfar». Fracasó, no obstante, a causa de un estallido de sangrienta violencia en una pequeña aldea situada al nordeste de Nueva Delhi. Contra los ruegos de casi todos los miembros de su partido, Gandhi interrumpió el movimiento: tenía la sensación de que sus partidarios no habían comprendido plenamente el ideal de la no violencia.
Considerando que este cambio de postura le hacía más vulnerable, los ingleses lo inculparon. Gandhi se declaró culpable del cargo de sedición y reclamó la máxima pena en un conmovedor llamamiento a sus jueces. Fue condenado a seis años de reclusión en la prisión de Yeravda, cerca de Poona. No lamentaba nada. «La libertad —escribió— debe ser con frecuencia buscada en las prisiones, a veces en el patíbulo; nunca en los consejos, los tribunales o las escuelas».
Por razones de salud Gandhi fue puesto en libertad antes de que expirara su condena y reemprendió inmediatamente sus peregrinaciones a través de la India, inculcando a las multitudes los principios de la no violencia a fin de impedir la reproducción de los sangrientos acontecimientos que le habían obligado a interrumpir su acción.
A finales de 1929, estaba preparado para dar un nuevo paso hacia delante. En Lahore, a medianoche, cuando finalizaba la década, persuadió al partido del Congreso para que formulara el voto solemne de obtener el swaraj, la independencia total de la India. Millones de militantes del Congreso repitieron este juramento durante reuniones celebradas por todo el país. Se hacía inevitable un nuevo enfrentamiento con los ingleses.
Gandhi reflexionó largamente, esperando de su «voz interior» que le indicara la manera más favorable de llevar a buen término esta confrontación. La respuesta así obtenida era el producto más sutil de su genio creador, la más desconcertante política provocadora de los tiempos modernos. Su concepción era tan sencilla, y su puesta en práctica tan espectacular, que Gandhi conoció inmediatamente una popularidad mundial. Su desafío se dirigió, paradójicamente, a un artículo alimenticio al que el Mahatma había renunciado desde hacía años en su lucha por la castidad, la sal. Si bien Gandhi lograba privarse de ella, la sal continuaba siendo en el tórrido clima de la India un ingrediente vital en la alimentación de cada habitante. Se la encontraba en largas dunas blancas al borde de las costas, don de la Providencia eterna, el mar. Pero el Gobierno británico retenía el monopolio de su distribución, y su precio estaba gravado con un impuesto. Aunque modesto, este impuesto representaba para un campesino los ingresos de unas dos semanas.
El 12 de marzo de 1930, a las seis y media de la mañana, con su bastón de bambú en la mano, la espalda ligeramente curvada, el habitual pedazo de tela blanca en torno a la cintura, Gandhi salió de su ashram a la cabeza de un cortejo de 79 discípulos y se puso en marcha hacia el mar, situado a cuatrocientos kilómetros de allí. Millares de simpatizantes se apiñaron para saludarle a lo largo de su camino, que cubrieron con una alfombra de hojas. Periodistas llegados del mundo entero siguieron el avance de la extraña caravana. De pueblo en pueblo, las multitudes se relevaban, se arrodillaban al paso de la «Gran Alma». Como un imán pasando por entre limaduras de hierro, Gandhi arrastraba decenas de millares de personas. La imagen casi charlotesca de la insólita silueta semidesnuda caminando hacia el mar para desafiar al Imperio británico ocupó día tras día la primera plana de todos los periódicos del mundo y llenó los noticiarios de todas las salas cinematográficas. El vigésimo quinto día, a las seis de la tarde, Gandhi y su cortejo llegaron a la costa del océano Índico, cerca de la ciudad de Dandi. El día siguiente al amanecer, tras una noche de oración, el grupo entró en el mar para darse un baño ritual. Luego, en la playa, ante millares de espectadores, Gandhi se inclinó para recoger un puñado de sal. Con expresión grave y resuelta, agitó el puño en el aire antes de abrirlo para mostrar a la multitud el montoncito de cristales blancos, ese regalo prohibido del mar que se convertía en el nuevo símbolo de la lucha por la independencia.
En menos de una semana, la península entera entró en ebullición. De un extremo a otro del continente, los partidarios de Gandhi se dedicaron a recoger sal y distribuirla. El país se vio inundado de octavillas explicando cómo purificar en la propia casa la sal de la mar. Por todas partes se encendían millares de hogueras de alegría para quemar, en una especie de kermesse heroica, todos los productos importados de Inglaterra.
Los ingleses replicaron con la batida más gigantesca de la historia de la India y encarcelaron a millares de personas. Gandhi era una de ellas. Antes de quedar reducido al silencio de su celda de Yeravda, logró enviar un último mensaje a sus seguidores. «El honor de la India —les decía— ha sido simbolizado por un puñado de sal en la mano de un hombre de la no violencia. El puño que ha sostenido esa sal puede ser roto, pero la sal no será devuelta».
Durante tres siglos, en estos muros de la Cámara de los Comunes del Parlamento inglés, habían retumbado las voluntades del puñado de hombres que habían edificado y guiado al Imperio británico. Sus debates y sus decisiones regían los destinos de quinientos millones de seres humanos esparcidos por toda la superficie del Globo e imponían la dominación cristiana blanca de una pequeña élite europea sobre más de un tercio de las tierras emergidas. De generación en generación, los constructores del Imperio habían subido a esta tribuna para explicar en ella las grandiosas empresas que hacían de Inglaterra la nación más poderosa del mundo. Testigos silenciosos de estas grandezas pasadas, los altos artesonados de encima habían oído sucesivamente los discursos de William Pitt anunciando la anexión del Canadá, del Senegal, de las Antillas, de Florida, la colonización de Australia y la salida para un viaje alrededor del mundo de un velero con bandera británica fletado por el explorador James Cook. Habían oído de Disraeli anunciar la ocupación del canal de Suez —la vital arteria que unía a Inglaterra con su Imperio de la India—, con la conquista del Transvaal, la sumisión de los zulúes, la derrota de los afganos y la apoteosis del Imperio, su decisión de hacer proclamar a Victoria emperatriz de la India. Habían oído a Joseph Chamberlain presentar el famoso proyecto de encerrar a África en un cinturón de acero británico merced al ferrocarril desde el Cabo hasta El Cairo.
En esta triste tarde de febrero de 1947, los miembros de la Cámara de los Comunes esperaban en la sombra glacial y melancólica de su prestigioso recinto sin calefacción a que el Primer Ministro subiera a la tribuna para pronunciar la oración fúnebre por el Imperio británico. En los bancos de la oposición destacaba, como un mascarón de proa, Winston Churchill, pesada masa granítica envuelta en un gabán negro.
Durante los casi cincuenta años transcurridos desde que, joven oficial de Caballería ingresado en el periodismo y la política, había pasado a formar parte de esta asamblea, su voz había encarnado en ella el sueño imperial, al igual que durante la Segunda Guerra Mundial había sido conciencia de Inglaterra y el catalizador de su valor. Hombre político de rara clarividencia, pero inflexible en sus convicciones, Churchill profesaba al Imperio una devoción apasionada. Y, de todos los vastos y pintorescos territorios que lo componían, ninguno ocupaba en su corazón un lugar comparable al de la India. Churchill amaba a la India con todas las fibras de su ser. Siendo muy joven, había servido en ella como oficial del 4.º Regimiento de Húsares de la reina, y en ella había vivido todas las aventuras de los personajes de Kipling. Había jugado al polo en los céspedes de sus maidan, perseguido jabalíes con lanza y cazado el tigre. Había escalado las pendientes del paso de Khyber y galopado contra los pathans de la frontera del Noroeste. Un gesto simbolizaba la solidez de los lazos que le unían a ese país: cincuenta años después de su marcha, continuaba enviando todos los meses dos libras esterlinas a un antiguo criado de Bangalore.
A esta pasión sentimental se añadía una fe inquebrantable en la grandeza imperial. Había afirmado sin cesar que la posición de Inglaterra en el mundo dependía de su Imperio. Se adhería sinceramente al dogma Victoriano según el cual «esos pobres pueblos privados de leyes» eran infinitamente más felices bajo la autoridad de Inglaterra que bajo el yugo de una banda de déspotas locales.
Nada podía alterar la fuerza de su convicción. La dominación de la Gran Bretaña en la India había sido siempre justa, ejercida en beneficio de los intereses del país; las masas profesaban a sus amos afecto y gratitud; los agitadores políticos que reclamaban la independencia constituían solamente la ínfima minoría educada, y no reflejaba ni las aspiraciones del pueblo ni sus intereses. Pese a toda la lucidez de que había dado pruebas con ocasión de tantas crisis mundiales, Churchill permaneció ciego y sordo ante el drama de la India. Desde 1910, había combatido todos los esfuerzos destinados a conducir a este país hacia su independencia. Despreciaba a Gandhi y la mayoría de los políticos indios, a los que consideraba como «hombres de paja».
Churchill era consciente, más que ninguno de los demás diputados presentes aquel día, de la premura dada por el Primer Ministro que le había remplazado a aquella desmembración del Imperio de la que siempre se había negado a ser instrumento. Pero, aunque —para asombro del mundo entero— había sido derrotado en las elecciones de 1945, el viejo león controlaba todavía una mayoría absoluta en la Cámara de los Lores, y esta ventaja le otorgaba el poder retrasar el trágico fin durante, por lo menos, dos largos años. Apretando los labios, contempló cómo subía a la tribuna su sucesor socialista.
La breve declaración que Clement Attlee se disponía a leer había sido redactada por el joven almirante que enviaba a la India y cuyo nombre iba a revelar ahora. Con su audacia habitual, Louis Mountbatten había logrado sustituir por su propio texto el largo discurso que prepara Attlee. El nuevo texto definía en concisos términos la misión del virrey. Contenía además una precisión que el almirante consideraba fundamental y sin la cual, pensaba, el rompecabezas indio no tendría la menor posibilidad de ser resuelto. Mountbatten había discutido durante seis semanas con Attlee para obtener la mención de este punto concreto.
La friolenta asamblea se puso rígida cuando Attlee comenzó a leer su histórica declaración. «El Gobierno de Su Majestad desea hacer saber claramente que tiene la firme intención de adoptar las medidas necesarias para proceder al traspaso de la soberanía de la India a manos de una autoridad india responsable en fecha no posterior al mes de junio de 1948».
Un atónito silencio cayó sobre los diputados mientras cada uno medía el alcance exacto de estas palabras. Tenían consciencia de las convulsiones de la Historia, conocían la orientación política deliberadamente emprendida en la India por Gran Bretaña, pero nada atenuaba la melancolía que se apoderó de ellos ante la idea de que el Imperio británico de la India no tenía más que catorce meses de vida. Concluía una época del destino de Inglaterra. Lo que el Manchester Guardian denominaría al día siguiente «el más grande desentendimiento de la Historia» estaba a punto de realizarse.
La imponente silueta se levantó del banco de la oposición cuando le llegó el turno de pronunciar un último alegato en favor del Imperio. Estremeciéndose de frío y de emoción, Churchill denunció «la maniobra del Gobierno, que se servía de ilustres de la guerra para encubrir una melancólica y desastrosa transición». Fijando un plazo tan próximo al abandono de la India, Attlee se sometía a «una de las más demenciales exigencias de Gandhi» al pedirle a gritos a Inglaterra que se vaya y «abandone la India a la gracia de Dios… Con profundo pesar —deploró—, asisto al desmantelamiento del Imperio británico con todas sus glorias y todas sus obras realizadas por el bien de la Humanidad. Son muchos los que han defendido a Gran Bretaña contra sus enemigos. Nadie puede defenderla contra ella misma… Guardémonos de añadir una huida vergonzosa, un hundimiento apresurado y prematuro. Guardémonos, al menos, de añadir a los abismos de tristeza sentida por tantos de nosotros el perfume y el sabor de la vergüenza».
Estas palabras eran las de un maestro de la elocuencia, pero no constituían sino un vano intento de impedir que se pusiera el sol. A la hora del escrutinio, la Cámara de los Comunes ratificó la marcha de la Historia. Por aplastante mayoría, la Cámara votó el final del reinado de Gran Bretaña, en la India, con la fecha límite del mes de junio de 1948.