Epílogo
Una sensación de tormenta flotaba en el aire cuando el inspector de policía Artur Delov aparcó en el camino de grava que había delante de la quemada casa de Gorodishche, al noroeste de Volgogrado. No quedaba muy claro por qué ese incendio había causado tanto revuelo.
Nadie había resultado herido, y el edificio no era gran cosa. Todo el barrio era pobre y se encontraba en mal estado, y ni siquiera había aparecido nadie que reclamara la propiedad de esa casucha. Aun así, allí se encontraban varios peces gordos, gente de los servicios de inteligencia, también algunos gánsteres —creía—, y luego unos cuantos chavales que deberían estar en el colegio o en casa, con sus madres. Tras echarlos de allí, se quedó mirando la ruina. No quedaba más que una vieja estufa de hierro y una chimenea medio caída. Todo lo demás había sido devorado por las llamas. El suelo estaba cubierto de brasas, ya apagadas. Todo el solar era un paisaje negro, devastado por el fuego, y en medio de todo se abría un agujero, como una puerta al inframundo. Cerca de allí había unos árboles chamuscados, fantasmagóricos, con ramas que se asemejaban a dedos carbonizados.
Unas ráfagas de viento levantaron del suelo ceniza y hollín que dificultaban la respiración. El aire estaba como envenenado, y Artur sintió una presión sobre el pecho. No obstante, se la sacudió de encima y se volvió hacia su colega Anna Mazurova, que estaba agachada entre los escombros.
—¿De qué se trata? —dijo.
Anna tenía hollín y ceniza en el pelo.
—Creemos que se trata de una advertencia —contestó ella.
—¿A qué te refieres?
—La casa se compró hace una semana a través de un bufete de abogados de Estocolmo —dijo—. La familia que vivía aquí se mudó a Volgogrado, a una vivienda mucho mejor y más moderna, adonde se llevaron todos los muebles. Pero anoche, tras unas cuantas explosiones, toda esta casa empezó a arder y se quemaron hasta los cimientos.
—¿Y por qué eso preocupa tanto a la gente?
—Alexander Zalachenko, el fundador del sindicato Zvezda Bratva, pasó aquí sus primeros años. Al morir sus padres, lo trasladaron a un orfanato de Sverdlovsk, en los Urales. Anteayer, ese edificio se quemó hasta los cimientos, lo que, al parecer, causó inquietud entre algunos peces gordos, sobre todo considerando que, últimamente, el sindicato ha sufrido algún que otro revés.
—Es como si alguien quisiera quemar las raíces del mal hasta lo más profundo —dijo el inspector antes de sumirse en sus pensamientos.
El cielo tronaba sobre las cabezas de los dos policías. Una ráfaga de viento levantó un remolino de ceniza y hollín de entre las ruinas y se lo llevó más allá de los árboles y del barrio. Poco después cayó la lluvia, una lluvia liberadora que pareció limpiar el aire, y Artur Delov sintió cómo se le aliviaba la presión del pecho.
No mucho tiempo después, Lisbeth Salander aterrizó en Múnich. Cogió un taxi en el aeropuerto y, al mirar el móvil, descubrió la serie de mensajes de Mikael. Decidió contestarle. Le escribió:
He puesto el punto final.
La respuesta no se hizo esperar:
¿El punto final?
Es hora de volver a empezar.
Luego sonrió, y Mikael también sonrió en su casa de Bellmansgatan, aunque eso ella nunca lo sabría. A Lisbeth le pareció que había llegado el momento de empezar algo nuevo.