Capítulo 18

Noche del 26 al 27 de agosto

La inspectora Ulrike Jensen se puso al mando del primer interrogatorio que se realizó, en el Rigshospitalet de Copenhague, a una víctima que se llamaba Thomas Müller y que había acudido al hospital a las once y diez de la noche con quemaduras en los brazos y el tórax. Ulrike tenía cuarenta y cuatro años, era madre de dos niños y había estado mucho tiempo trabajando en delitos sexuales. Pero ahora la habían trasladado a la brigada de violencia, donde a menudo se encargaba de los turnos de noche —de momento, esa era la mejor solución para la familia—, razón por la cual se había topado con su buena dosis de testimonios confusos y testigos borrachos. Sin embargo, de todo cuanto había oído, esa historia se llevaba la palma.

—Ya sé que le duele mucho y que está bajo la influencia de la morfina —dijo—. Pero hagamos un esfuerzo por concentrarnos en la descripción de la agresora.

—Nunca había visto unos ojos así —murmuró.

—Sí, eso ya me lo ha dicho. Pero ha de darme algo más concreto. ¿Tenía esa mujer alguna característica especial?

—Era joven y bajita. Tenía el pelo negro y hablaba como un fantasma.

—¿Y cómo habla un fantasma?

—Sin sentimientos, o más bien… como si pensara en otra cosa. Como si estuviera ausente.

—¿Qué ha sido lo que le ha dicho? ¿Puede repetirlo para que nos hagamos una idea un poco más clara de lo sucedido?

—Me ha dicho que ella nunca planchaba su ropa, y que por eso se le daba mal, y que era importante que me quedara quieto.

—Qué cruel.

—Una loca.

—¿Nada más?

—Sí, que vendría a por mí de nuevo si yo no…

—Si usted no, ¿qué? —lo ayudó Ulrike Jensen.

Thomas Müller se revolvió y la miró con impotencia.

—Si usted no, ¿qué? —repitió la inspectora Jensen.

—… dejaba en paz a mi mujer. Que ni se me ocurriera volver a verla. Y que tenía que pedirle el divorcio.

—Me ha dicho que su mujer está de viaje, ¿no?

—Sí, ella…

Murmuró algo inaudible.

—¿Le ha hecho usted algo? —continuó la inspectora.

—Yo no le he hecho nada. Es ella la que…

—¿La que qué?

—La que me ha dejado.

—¿Y por qué cree que lo ha dejado?

—Es una…

Estaba a punto de decir algo terrible, pero tuvo la suficiente cordura como para no concluir la frase, aunque Ulrike Jensen sospechó que allí había una historia que no era muy bonita. No obstante, de momento lo dejó estar.

—¿Alguna otra cosa de la que se acuerde que nos pudiera ser útil? —preguntó.

—La mujer ha dicho que yo tenía «mala suerte».

—¿Y le ha explicado por qué?

—Solo que se había pasado el verano acumulando mierda en su interior sin llegar a resolver nada, y que al final eso la había vuelto más o menos loca.

—¿Y qué ha querido decir con eso?

—¡Y yo qué sé!

—¿Cómo se ha ido?

—Me ha quitado la cinta de la boca y me lo ha repetido todo una vez más.

—¿Que se mantenga alejado de su mujer?

—Sí. Y lo voy a hacer. No quiero volver a verla en mi vida.

—Muy bien —le respondió—. De momento creo que es lo más sensato. Entonces ¿tampoco ha hablado con su mujer esta noche?

—¡Pero si no sé ni dónde está, ya se lo he dicho! ¡Joder, me cago en…!

—Diga.

—Tienen que moverse ya, hacer algo… Esa persona está fatal de la cabeza. Es peligrosísima.

—Haremos todo lo que esté en nuestras manos —contestó Ulrike Jensen—. Se lo prometo. Aunque por lo visto…

—¿Por lo visto qué?

—Todas las cámaras de seguridad del barrio se hallaban fuera de servicio en esos momentos, de modo que no contamos con muchas pistas —prosiguió ella, tras lo cual se sintió, de repente, muy harta de su trabajo.


Era poco más de la medianoche y Lisbeth iba en un taxi, camino de Arlanda, buscando información sobre una abogada matrimonialista que Annika Giannini le había recomendado, cuando recibió un mensaje encriptado de Mikael. Sin embargo, se encontraba demasiado fatigada y desanimada para leerlo. De pronto, dejó de investigar a la abogada y se limitó a mirar fijamente por la ventanilla. ¿Qué le estaba pasando?

Paulina le gustaba. Hasta era posible que se hubiera enamorado de ella, a su retorcida manera. ¿Y cómo se lo había manifestado? Mandándola a Múnich, a casa de sus padres, cuando se encontraba totalmente desesperada, y luego encargándose de su marido, como si el propio acto de vengarla compensara las carencias de su amor. No era capaz de matar a su hermana —que había causado tanto daño—, pero podría haberle quitado la vida a Thomas Müller sin pestañear.

Cuando estaba sentada sobre él, con la plancha en la mano, desfilaron por su cabeza recuerdos de Zalachenko, y del abogado Bjurman, y de todos los hijos de puta de este mundo, como Teleborian, el psiquiatra. En ese momento, fue como si algo se rompiera dentro de ella. Como si quisiera vengar toda su vida, y solo con una enorme fuerza de voluntad consiguió impedir que la cosa se descontrolara por completo. A la mierda toda esa historia. Ahora tenía que concentrarse.

Si no, seguiría siempre así: dudando cuando necesitaba resolución y volviéndose loca cuando lo que se exigía era calma.

En todo eso que comprendió en el bulevar Tverskoi había algo que la había desequilibrado. No solo el hecho de haberse quedado como paralizada, sin hacer nada, cuando Zala iba en busca de Camilla por las noches, sino también que su madre no hubiera movido ni un solo dedo. ¿Llegó a saber algo? ¿Cerró también ella los ojos ante la verdad? Era un pensamiento que la corroía por dentro cada vez más, y que la hacía tener miedo de sí misma, miedo de su indecisión; miedo de ser una pésima guerrera en aquello a lo que se vería irremediablemente abocada: la gran batalla de su vida.

Desde que Plague la había ayudado a hackear las cámaras de vigilancia de los alrededores de Strandvägen, sabía que los de Svavelsjö MC habían visitado a Camilla. Supo, así, que su hermana la estaba buscando por todos los medios y que era difícil, si es que se le presentaba la oportunidad, que dudara en cumplir su cometido. De modo que sí, joder, tenía que centrarse. Tenía que ser fuerte y resuelta de nuevo. Pero lo primero era buscar algún sitio en el que alojarse.

Como ya no poseía ninguna casa en Estocolmo, pensó en varias alternativas. Y, a pesar de todo, leyó con rapidez el mensaje de Mikael: hablaba de Forsell y del sherpa, una historia muy interesante tal vez, pero ella no tenía fuerzas para ponerse con eso ahora. Se limitó a responderle, en una repentina ocurrencia que hasta a ella le sorprendió:

Estoy en la ciudad. ¿Nos vemos ahora? En un hotel.

No se trataba tan solo de una proposición indecente, pensó, o de una reacción provocada por haberse sentido muy sola y desesperanzada, sino también… de una medida de seguridad, porque no era del todo improbable que Camilla y sus compinches, a falta de pistas sobre ella, fueran a por sus amigos; así que no era mala idea encerrar a Kalle Blomkvist en la habitación de un hotel. Claro que, por otra parte, que se encerrara donde le diera la gana, y como no contestó ni en diez, ni en quince, ni en veinte minutos, Lisbeth bufó, cerró los ojos y sintió que podría dormir una eternidad, y quizá se quedó algo traspuesta, porque cuando Mikael, por fin, respondió, se sobresaltó como si la hubieran atacado.


Su hermana, Annika, le había dado ropa nueva y zapatos, y lo había llevado a Bellmansgatan en su coche. Mikael creyó que iba a caer rendido en la cama. Sin embargo, se sentó delante del ordenador y buscó información sobre Stan Engelman. Engelman tenía en la actualidad setenta y cuatro años, se había vuelto a casar y estaba siendo investigado por delitos de soborno y amenazas relacionados con la venta de tres hoteles en Las Vegas, y, aunque no se sabía nada a ciencia cierta —él, como era evidente, lo negaba todo—, su imperio parecía estar tambaleándose. Se comentaba que les había pedido ayuda a los contactos que tenía en Rusia y Arabia Saudí.

Stan Engelman no se había pronunciado ni una sola vez sobre Nima Rita. En cambio, había irrumpido en violentos ataques contra el fallecido guía Viktor Grankin, que había contratado a Nima como sardar, además de haber demandado a la empresa de Grankin, Everest Adventures Tours. Las dos partes litigantes llegaron a un acuerdo en un juzgado de Moscú, lo que, de inmediato, causó la quiebra de la empresa de Grankin. Allí había, sin lugar a dudas, una rabia dirigida contra la expedición en la que Nima Rita había participado. Pero no explicaba por qué el sherpa, de entre todos los lugares del planeta, apareció, de buenas a primeras, en Estocolmo. Mikael lo dejó estar, de momento —se encontraba demasiado cansado como para ponerse a investigar minuciosamente todos los negocios inmobiliarios de Engelman, sus líos de faldas y sus estúpidas declaraciones—, y buscó información sobre Svante Lindberg, quien, como era lógico, debía de ser el hombre que más sabía de lo que le había sucedido a Forsell en el Everest.

Svante Lindberg era teniente general a la vez que antiguo soldado de élite de la infantería de marina, y hasta era probable que también oficial de los servicios de inteligencia, al igual que Forsell, del que era amigo desde su juventud. Svante Lindberg era un experimentado alpinista. Antes del Everest había escalado otras tres cumbres de más de ocho mil metros: el Broad Peak, el Gasherbrum y el Annapurna. Quizá fuese por eso por lo que Viktor Grankin dejó que él y Johannes Forsell ascendieran hasta la cumbre antes que los demás, cuando, esa mañana del 13 de mayo de 2008, el ritmo del grupo se ralentizó. Pero ya intentaría más tarde —con toda probabilidad al día siguiente— llegar al fondo de lo que en realidad sucedió en la montaña. De momento, se limitó a constatar que Svante Lindberg también había sido víctima de la campaña de odio que se orquestó contra Forsell.

En varios sitios se afirmaba que Lindberg era quien de verdad dirigía el Ministerio de Defensa. Sin embargo, rara vez concedía entrevistas, y lo más personal que Mikael encontró sobre él fue una amplia semblanza que le habían hecho en la revista Runner’s World hacía ya tres años, y es posible que Mikael también la leyera. Después se acordó de la frase «Cuando te sientes completamente rendido, te queda aún el setenta por ciento», pero debía de haberse quedado adormilado.

Se despertó delante del ordenador, con temblores por todo el cuerpo y una imagen en la retina: la de Johannes Forsell hundiéndose en el agua, y entonces se dio cuenta de que no solo estaba exhausto, sino que también se hallaba en estado de shock. Tuvo que hacer un enorme esfuerzo para llegar hasta la cama: allí —creía él— pillaría otra vez el sueño al instante, pero había demasiados pensamientos revoloteando por su cabeza, por lo que acabó cogiendo el móvil y vio que Lisbeth le había contestado:

Estoy en la ciudad. ¿Nos vemos ahora? En un hotel.

Se encontraba tan cansado que tuvo que leerlo dos veces. Luego sintió… ¿qué? ¿Vergüenza?, ¿incomodidad? No lo sabía. Solo sabía que quería hacer como si no lo hubiera visto, algo que, tratándose de Lisbeth, seguro que no funcionaba. Ella ya tendría, sin ninguna duda, la confirmación de que lo había leído. ¿Qué iba a hacer? Se sentía incapaz de decirle que no. Pero tampoco se veía con fuerzas para decirle que sí. Cerró los ojos e intentó organizar sus pensamientos. De modo que Lisbeth estaba en Estocolmo y quería verlo en ese mismo momento en un hotel… ¿Significaba eso algo más que la simple idea de que quería encontrarse con él en un hotel?

—Joder, Lisbeth —murmuró.

Acto seguido, se levantó y se puso a deambular nervioso por la casa, como si ella hubiese alterado aún más todo su sistema, y en algún momento de su deambular miró por la ventana y vio, junto al Bishops Arms de Bellmansgatan, la figura de un hombre al que reconoció enseguida: era aquel tipo con coleta que había visto en Sandhamn, y entonces se sobresaltó, como si le hubiesen propinado un puñetazo en el estómago, porque ahora ya no cabía ninguna duda.

Lo estaban vigilando, y volvió a soltar una palabrota y a maldecir su suerte. Le palpitó el corazón y se le secó la boca. Pensó que debería contactar con Bublanski o con alguien de la policía de inmediato. Sin embargo, le escribió a Lisbeth:

Me están siguiendo.

Ella le respondió:

Culpa mía. Te ayudaré a quitártelos de encima.

Mikael quiso gritar que él no tenía fuerzas para quitarse de encima a nadie, y que lo único que deseaba era dormir y continuar con sus malditas vacaciones y olvidarse de todo lo que no fuera sencillo o tranquilo.

Aun así, escribió:

De acuerdo.