Capítulo 19
27 de agosto
A Kira no le habría importado cortar por lo sano con Svavelsjö MC. Le habría encantado largar a esos putos delincuentes con sus ridículos chalecos y sus tachuelas, sus capuchas y sus tatuajes… Pero los necesitaba de nuevo; por eso los había bañado en dinero, les había hablado de Zalachenko y se lo había descrito todo como una manera de honrar su memoria.
Sin embargo, estaba hasta el moño de ellos, y quería echarles un buen rapapolvo por ser unos cutres y unos perdedores, y mandarlos a la peluquería y al sastre. A pesar de ello, mantuvo la frialdad y la dignidad, y volvió a alegrarse de que Galinov se encontrara a su lado. Ese día llevaba un traje de lino blanco y unos zapatos marrones de piel, y se hallaba sentado en el sillón rojo que había frente a ella, leyendo un artículo sobre el parentesco que hay entre la lengua sueca y el bajo alemán o lo que fuese, como si todo eso solo fuera una excusa para profundizar en sus estudios lingüísticos. Pero él le daba tranquilidad, la vinculaba con el pasado y —lo que era mejor— intimidaba a los moteros.
Cuando se enfrentaban a ella porque tenían problemas en aceptar órdenes de una mujer, Galinov solo necesitaba bajarse un poco las gafas de leer y lanzarles, con esos ojos azules, una gélida mirada para que se callaran y obedecieran. Ella suponía que ellos sabían muy bien de lo que era capaz, y por eso el hecho de que él mostrara tanta pasividad no la preocupaba demasiado: ya le llegaría el turno de realizar su cometido… Y, además, la caza de Lisbeth la llevaban Bogdanov y la banda de criminales.
Hasta el momento no habían encontrado nada, ni rastro. Era como si persiguieran a una sombra, y esa noche, por si fuera poco, se les había cerrado otra puerta, motivo por el que habían llamado a Marko Sandström, el presidente de Svavelsjö MC, que ahora entraba en el salón acompañado de otro de sus esbirros, Krille, creía ella, aunque lo cierto era que su nombre le daba lo mismo.
—No quiero excusas —se adelantó a decir Kira—. Lo único que quiero es que me informéis lisa y llanamente de cómo es posible que esto haya ocurrido.
Marko sonrió con inquietud, cosa que a ella le gustó. Era un tipo igual de fornido y con el mismo aire intimidatorio que los demás miembros de Svavelsjö, pero tenía el buen gusto de no haberse dejado barba ni llevar el pelo largo. Tampoco era barrigudo, y su cara aún conservaba la belleza de antaño. Además, seguía luciendo un tórax en el que ella todavía podía imaginarse clavando las uñas igual que antes.
—Nuestra misión es imposible —sentenció Marko en un intento de mostrar algo de autoridad, aunque no pudo evitar mirar de reojo a Galinov, quien ni siquiera alzó la mirada, cosa que también le gustó a Camilla.
Ella dijo:
—¿Y por qué la consideras imposible? Solo quería que la vigilarais, nada más.
—Ya, pero veinticuatro horas al día —apostilló Marko—. Eso requiere contar con mucho personal. Además, no estamos hablando de ninguna mindundi precisamente.
—¿Cómo… ha podido… ocurrir? —insistió ella, acentuando cada palabra.
—Ese cabrón… —empezó a decir el hombre que Camilla creía que se llamaba Krille.
Marko lo interrumpió:
—Déjame a mí. Verás, Camilla…
—Kira.
—Perdón, Kira —se corrigió Marko—. Ayer por la tarde, Blomkvist cogió rápidamente su fueraborda y desapareció. No tuvimos ninguna oportunidad de seguirlo y, encima, todo se complicó en muy poco tiempo. La isla se llenó de policías y militares, y como no sabíamos adónde se había ido, nos vimos obligados a dividirnos. Jorma se quedó en Sandhamn y Krille se fue a Bellmansgatan, a esperar.
—¿Y Mikael apareció allí?
—Por la noche, pero tarde. En un taxi. Parecía estar hecho polvo. No había nada que indicara que no se quedaría a dormir en casa, y creo que debemos aplaudir a Krille por haber aguardado allí. Mikael apagó la luz. Pero a la una de la madrugada salió con una bolsa en la mano y puso rumbo a Mariatorget. No se volvió ni una sola vez. Se metió en el metro y, ya en el andén, permaneció sentado en un banco con la cara apoyada en las manos.
—Parecía estar enfermo —añadió Krille.
—Exacto —continuó Marko—. Y eso hizo que nos relajáramos, que bajáramos la guardia. Una vez dentro del vagón, apoyó la cabeza contra la ventana y cerró los ojos. Se lo veía completamente agotado. Pero luego…
—¿Sí?
—En Gamla Stan, justo antes de cerrarse las puertas, salió disparado como una bala y desapareció. Lo perdimos.
Kira no pronunció palabra. Tan solo intercambió una mirada con Galinov y vio que Marko lo advertía. Luego se miró las manos y se mantuvo inmóvil. Una de las primeras cosas que había aprendido era que el silencio y la quietud asustan más que cualquier arrebato de rabia, y, aunque quiso gritar y echarles una tremenda bronca, se limitó a decir con un tono neutro:
—¿Hemos identificado a esa mujer que Blomkvist se llevó a su casa de Sandhamn?
—Sí. Se llama Catrin Lindås y vive en el número seis de Nytorget. Es famosa, es una de esas zorras que salen en la tele.
—¿Significa algo para él?
—Bueno… —terció Krille de nuevo.
Krille tenía coleta, barba y unos ojos pequeños de mirada acuosa, y no parecía precisamente un experto en relaciones amorosas. Pero, aun así, por lo visto quiso hacer un intento.
—A mí me pareció que estaban enamorados. Cuando estaban en el jardín no podían quitarse las manos de encima —continuó.
—Vale, muy bien —dijo Camilla—. Entonces, quiero que la vigiléis también a ella.
—Joder, Camilla…, perdón, Kira, nos pides mucho. Son ya tres las casas que tenemos que vigilar —se quejó Marko.
Ella volvió a quedarse en silencio. Luego les agradeció que hubieran acudido y se llenó de satisfacción al ver que Galinov se levantaba con su largo y esbelto cuerpo para acompañarlos a la salida, y hasta era posible, en el mejor de los casos, que les dijera un par de palabras de esas que en un principio parecen una cortesía, pero que, al final, cuando se asimilan, producen un miedo atroz.
Galinov era experto en ese tipo de cosas, lo cual era necesario, creía Camilla, porque ella había vuelto a perder la iniciativa. Enfadada, recorrió con la mirada la vivienda: era un piso de ciento setenta metros cuadrados que había comprado a través de testaferros hacía dos años, aunque todavía estaba poco amueblado y le faltaba personalidad. Sin embargo, era lo que había, así que tenía que valer. Acto seguido, soltó una palabrota, se levantó y, sin llamar a la puerta, entró en una pequeña habitación que había al fondo, a la derecha, donde Yuri Bogdanov, apestando a sudor, estaba pegado a sus ordenadores.
—¿Cómo vas con el ordenador de Blomkvist? —preguntó.
—Depende.
—¿Y eso qué significa?
—He conseguido entrar en su servidor, como te dije.
—Pero ¿ninguna novedad?
Al rebullirse en la silla, Camilla intuyó que él tampoco tenía buenas noticias.
—Ayer, Blomkvist buscó en Internet a Forsell, el ministro de Defensa, y eso, claro está, resulta interesante, no solo porque Forsell sea un blanco del GRU y haya tratado con Galinov, sino también porque ayer el ministro intentó…
—Me importa una mierda Forsell —le espetó enfadada—. Solo me interesan los enlaces encriptados que Blomkvist haya recibido o enviado.
—No he conseguido romper el encriptado.
—¿Cómo que no? Pues tendrás que seguir intentándolo.
Bogdanov se mordió el labio y bajó la mirada.
—Ya no estoy dentro.
—¿Qué me estás diciendo?
—Anoche, alguien echó a mi troyano.
—¿Cómo coño ha hecho eso?
—No lo sé.
—Se supone que no hay nadie que pueda con tus troyanos.
—Ya, pero…
Se quitó un padrastro con los dientes.
—¿Qué pasa?, ¿que es un puto genio? —le soltó furiosa.
—Eso parece —murmuró, y entonces Kira enloqueció, pero luego se le ocurrió otra cosa: en lugar de pegarle gritos y armar jaleo, le mostró una sonrisa.
Entendió que Lisbeth estaba más cerca de lo que se habría atrevido a soñar.
Mikael se encontraba tendido en la cama del hotel Hellsten de Luntmakargatan, mientras Lisbeth, sentada en un sillón rojo frente a la ventana, que tenía las cortinas corridas, le dirigía una mirada ausente. Mikael no había dormido más que un par de horas. No estaba seguro de que hubiera sido una buena idea ir allí. No habían pasado una noche muy romántica que digamos, ni siquiera había sido un reencuentro de amigos. Ya en la puerta, todo se había ido al traste.
Ella se había quedado con la mirada fija en él, como si quisiera arrancarle la ropa de inmediato, un hecho ante el que él, a pesar de haber pensado en Catrin mientras se dirigía al hotel, tal vez no hubiese podido contenerse. Pero no era él lo que a ella le interesaba, sino su móvil y su ordenador. Prácticamente se los quitó de las manos y, tras encerrarse entre unas negras pantallas que había desplegado antes en el suelo, se puso en cuclillas en una extraña posición. No obstante, permaneció un buen rato sin moverse; solo los dedos trabajaban a un ritmo frenético mientras el tiempo pasaba, hasta que Mikael no aguantó más. Se desquició y le soltó que había estado a punto de ahogarse en el mar. Le había salvado la vida a un puto ministro. Tenía que dormir o al menos hablar de qué coño estaba haciendo ella.
—Cállate —le espetó Lisbeth.
—¡Y una mierda!
Se estaba volviendo loco; lo único que deseaba era largarse de allí y no volver a ver a esa mujer en su vida. Pero al final lo mandó todo al garete, se quitó la ropa, se metió entre las sábanas en uno de los lados de la cama de matrimonio y se durmió, cabreado como un niño. En algún momento de la noche, casi al amanecer, Lisbeth se acostó junto a él y le susurró al oído, como un truco de seducción de lo más enfermizo:
—Tenías un troyano, listillo. —Y con esas palabras se fastidió la noche.
Se asustó. Se preocupó por sus fuentes, y le exigió que le contara de inmediato lo que estaba pasando, cosa a la que ella, aunque a regañadientes, accedió. Y poco a poco Mikael comprendió toda aquella locura o, mejor dicho, casi toda, porque Lisbeth, como de costumbre, no fue muy prolija en palabras, y además se le cerraban los párpados. Y, tras recostar la cabeza en la almohada, se levantó y lo dejó solo y alterado en la cama. Entonces él soltó una palabrota y se convenció de que no podría conciliar el sueño. Pero lo cierto es que, de un modo u otro, acabó haciéndolo a pesar de todo y, cuando se despertó, hacía un momento, Lisbeth estaba sentada en ese sillón rojo, en bragas y con una camisa negra demasiado grande, absorta —se le antojó—, en un estado comprendido entre el sueño y la realidad. Asombrado, le miró los músculos de las piernas y las ojeras para, acto seguido, dirigir la vista hacia la puerta. Y entonces oyó su voz:
—El desayuno está ahí fuera.
—Muy bien —dijo él, y un instante después entró con dos bandejas que depositó sobre la cama.
Preparó café en la Nespresso que había junto a la ventana. Luego se sentó en la cama y ella lo hizo frente a él. La miró, como si fuera una extraña y una amiga íntima al mismo tiempo, y entonces lo vio más claro que nunca: la entendía y no la entendía.
—¿Por qué dudaste? —le preguntó él.
A Lisbeth no le gustó nada la pregunta de Mikael. Ni tampoco la cara que puso. Quería salir de allí o echarlo sobre la cama y, de este modo, cerrarle la boca, y entonces pensó en Paulina y en su marido, y en lo que le había hecho con la plancha, y en otras cosas mucho peores que ya quedaban lejos, cosas de su infancia. No estaba nada segura, ni siquiera de que le fuese a responder. No obstante, le dijo:
—Me acordé de una cosa.
Mikael clavó la mirada en ella, y Lisbeth se arrepintió enseguida de no haberse callado.
—¿De qué?
—De nada.
—Venga, dímelo.
—De mi familia.
—¿Y de qué te acordaste exactamente?
«Déjalo ya —pensó—. Déjalo».
—Me acordé de… —empezó como si no pudiera remediarlo, o como si hubiera algo en su interior que, a pesar de todo, quisiera contar.
—¿De qué? —preguntó Mikael.
—Mi madre sabía que Camilla nos robaba y que mentía a la policía para proteger a Zala. Sabía que Camilla hablaba mal de nosotras a los servicios sociales y que había contribuido a crear el infierno que vivíamos en casa.
—Ya lo sabía —dijo Mikael.
—¿Lo sabías?
—Holger me lo contó.
—¿Y también sabes que…?
—¿Qué?
¿Se lo iba a decir?
Lo escupió:
—¿Que al final mi madre no pudo más y amenazó con echar a Camilla de casa?
—Eso no lo sabía.
—Pues así fue.
—Pero Camilla era tan solo una niña.
—Tenía doce años.
—Aun así…
—Tal vez solo fuese un arrebato y no significara nada. Mi madre siempre se ponía de mi parte, eso lo sé. Camilla no le gustaba.
—Eso sucede en muchas familias: uno de los hijos se convierte en favorito.
—Pero en mi familia tuvo consecuencias. Nos cegó.
—¿Ante qué?
—Ante lo que estaba pasando.
—¿Y qué estaba pasando?
«Para ya —pensó—. Para».
Quiso gritar y salir corriendo de allí. Sin embargo, continuó hablando, como impulsada por una fuerza incontrolable:
—Creíamos que Camilla iba con Zala. Que éramos dos contra dos en esa guerra: mi madre y yo contra Zala y Camilla. Pero no fue así. Camilla estaba sola.
—Todas estabais solas.
—Para ella fue peor.
—¿Por qué?
Lisbeth desvió la mirada.
—A veces, Zala entraba por las noches en nuestra habitación —le explicó—. En su momento no entendí por qué. Pero tampoco me paré mucho a pensar sobre ello. Él era malo y hacía lo que le daba la gana. La situación era la que era, y en esa época yo solo pensaba en una cosa.
—Querías poner punto final a los malos tratos que sufría tu madre.
—Quería matar a Zala, y sabía que Camilla se había confabulado con él. No tenía ningún motivo para preocuparme por Camilla.
—Es comprensible.
—Pero, sin duda, debería haberme preguntado por qué cambió Zala.
—¿Cómo que cambió?
—Por las noches se quedaba cada vez más en casa, y eso no encajaba mucho con la imagen que yo tenía de él. Estaba acostumbrado al lujo y a todo tipo de atenciones. Y, de buenas a primeras, nuestro apartamento le valió, lo que sin duda tenía que deberse a que había una nueva ficha en juego, y estando en el bulevar Tverskoi lo comprendí: se sentía atraído por Camilla, como todos los hombres.
—Así que por las noches iba a buscarla a ella…
—Siempre le pedía que fuese con él al salón, y cuando los oía hablar sonaban como si estuvieran urdiendo alguna mierda contra mí y mi madre. Pero es probable que también oyera otras cosas que, en esa época, fui incapaz de interpretar. A menudo salían a dar una vuelta con el coche.
—La violaba.
—La destrozaba.
—No te lo reproches —sentenció Mikael.
Ella tuvo ganas de gritar.
Dijo:
—Solo he contestado a tu pregunta. Ahora sé que ni yo ni mi madre movimos un dedo para ayudarla. Esa fue la cosa de la que me di cuenta y que me hizo dudar.
Mikael permaneció en silencio, sentado en la cama frente a ella; parecía que estuviera tratando de asimilar lo que acababa de oír. Luego puso una mano en el hombro de Lisbeth. Ella se la apartó y miró hacia la ventana.
—¿Sabes lo que pienso? —le preguntó él.
Ella no contestó.
—Creo, sencillamente, que tú no eres una persona que vaya matando a gente así como así.
—No digas chorradas.
—No lo creo, Lisbeth. Nunca lo he creído.
Ella cogió un croissant de la bandeja y murmuró, más para sus adentros que para Mikael:
—Pero debería haberla matado. Porque ahora viene a por nosotros, a por todos nosotros.