Capítulo 25

27 de agosto

Catrin Lindås aún no había comido, solo había bebido un poco de té mientras leía sobre Forsell y el Everest, y no había hecho más que volver a recordar, recurrentemente, su encuentro con el mendigo de Mariatorget. Como si fuera un enigma que había que resolver. Las palabras de ese pobre hombre se le antojaban cada vez más desesperadas.

Sin embargo, hubo otras cosas que también acudieron a su mente: recuerdos, momentos de dolor, el final del viaje a la India y a Nepal de su infancia, cuando la miseria no hacía más que aumentar y cuando por fin abandonaron Katmandú para subir a Khumbu. Aunque no llegaron muy lejos, pues el síndrome de abstinencia de su padre se agravó. No obstante, tuvieron tiempo de conocer a la población local y, tras haberle dado muchas vueltas al mensaje que le había enviado Mikael, se preguntó si en realidad habría reconocido al mendigo no tanto por Freak Street como por su visita al valle de Khumbu. Por eso le envió otra pregunta a Mikael, a pesar de que él no había contestado a la anterior:

¿El mendigo era un sherpa?

La respuesta llegó enseguida:

No debería hablar contigo :-) Perteneces a la competencia.

 

Te pusiste bastante en evidencia en tu anterior mensaje.

 

Soy un idiota.

 

Y yo soy el enemigo.

 

Exactamente. Deberías concentrarte en criticarme en tus artículos de opinión.

 

Estoy afilando mis cuchillos.

 

Te echo de menos,

escribió Mikael.

«Déjalo ya —pensó ella—. Déjalo». Y, sin embargo, fue incapaz de reprimir una sonrisa. ¡Por fin! Pero no pensaba contestarle, en absoluto. Se dirigió a la cocina a recogerla un poco y puso música de Emmylou Harris a todo volumen. Cuando volvió al salón y vio el móvil, descubrió que Mikael le había escrito otro mensaje:

¿Podemos vernos?

«Ni hablar —pensó ella—. Ni hablar».

Pero escribió:

¿Dónde?

 

Lo hablamos por Signal.

Lo hablaron por Signal.

Nos vemos en el hotel Lydmar,

propuso él.

Vale,

contestó ella. Nada de «¡Oh, qué bonito, qué elegante!», nada de eso, solo un simple «Vale».

Luego se cambió y, tras pedirle al vecino que se encargara del gato, empezó a hacer la maleta.


Camilla se encontraba en el balcón, sintiendo cómo la lluvia le caía sobre los hombros y las manos. Iba a haber tormenta. Aun así, ansiaba salir de casa. En Strandvägen y en los barcos de la bahía se vivía una vida que debería haberle pertenecido y que ahora le recordaba sin cesar todo aquello de lo que se la había privado. «Esto no puede seguir así —pensó—. Esto tiene que terminar».

Cerró los ojos y sintió cómo las gotas de lluvia le mojaban la frente y los labios. Intentó perderse en sueños y esperanzas, pero el pasado la arrastraba y siempre la llevaba de vuelta a Lundagatan, con Agneta gritándole que la iba a echar de allí y con Lisbeth, que se limitaba a callar. Como si quisiera matarlos a todos con su silencio, con su rabia contenida.

De pronto notó una mano en el hombro: era Galinov, que había salido al balcón. Se volvió y lo miró; se quedó contemplando su dulce sonrisa y su bello rostro… Él la apretó contra su pecho.

—Mi niña… —dijo—. ¿Cómo estás?

—Estoy bien.

—No me lo creo.

Camilla dirigió la mirada hacia el muelle.

—Todo se arreglará, ya lo verás —comentó él.

Ella examinó sus ojos.

—¿Ha pasado algo?

—Tenemos visita.

—¿Quién es?

—Tu encantadora banda de criminales.

Ella asintió con la cabeza, entró en el piso y vio a Marko y a otra triste existencia que llevaba vaqueros y una barata americana marrón. Se trataba de un tipo que estaba todo magullado, como si le hubieran dado una buena paliza. Debía de medir unos dos metros y se lo veía repulsivamente fofo y paliducho, y, al parecer, se llamaba Conny.

—Conny quiere contarte algo —indicó Marko.

—Pues que me lo cuente.

—Estaba vigilando la casa de Blomkvist… —empezó explicando Conny.

—Y, por lo que se ve, te ha ido muy bien —dijo Camilla.

—Es que lo han atacado —terció Marko.

Camilla miró el labio partido de Conny.

—¿De verdad?

—Salander.

Camilla dijo en ruso:

—Ivan: el tío este, Conny, es más alto que tú, ¿verdad?

—Más gordo, en todo caso —respondió Galinov—, y peor vestido.

Camilla siguió en sueco.

—Mi hermana mide un metro cincuenta y dos centímetros, y está como un palillo. No irás a decirme que te ha dado una paliza…

—Es que me ha pillado por sorpresa.

—Le ha cogido el teléfono —intervino Marko— y les ha mandado un mensaje a todos los del club.

—¿Y qué les ha puesto?

—Que debemos escuchar a Conny.

—Pues te escucho, Conny.

—Salander ha dicho que, si no dejamos de vigilar a Mikael Blomkvist, vendrá a por todos nosotros.

—Y luego ha añadido algo más —apostilló Marko.

—¿El qué?

—Que de todos modos vendrá a por nosotros, y que destruirá nuestro club.

—Estupendo —soltó Camilla sin perder la calma.

—Lo que pasa es que… —continuó Marko.

—¿Qué? —dijo ella.

—Es que en el móvil que le ha robado había información sensible. La verdad es que estamos preocupados.

—Y hacéis muy bien en estarlo, me parece a mí —contestó ella—. Aunque no por Lisbeth, ¿verdad, Ivan?

Él asintió con la cabeza mientras Camilla continuaba poniendo una cara sarcástica y amenazante; aunque lo cierto era que por dentro se hallaba descompuesta. Luego le dijo a Galinov que siguiera hablando con los chicos y se fue a su habitación, donde dejó que las sucias aguas negras del pasado la arrollaran por completo.


Rebecka Forsell no podía creer que hubiera hecho lo que acababa de hacer. Pero había oído susurrar a Johannes «Que no me vea», y en una ocurrencia que nunca llegaría a entender del todo, le puso la zancadilla a Svante Lindberg. Después salieron corriendo por las puertas giratorias y buscaron un taxi bajo la lluvia.

Johannes eligió uno independiente, uno de esos vehículos que no pertenecen a ninguna empresa y que suelen tener un taxímetro que avanza con una implacable avaricia.

—¡Vámonos, arranca! —le espetó, y entonces el conductor, un hombre joven y moreno con el pelo rizado y unos ojos somnolientos, se volvió.

—¿Adónde? —preguntó.

Rebecka miró a Johannes, que no dijo nada.

—Vamos hacia el centro, por el puente de Solna —contestó ella mientras pensaba que ya lo decidirían más tarde.

Pero también notó algo que le resultó inesperadamente tranquilizador. El conductor no se había sorprendido al ver a Johannes, algo que quizá fuese justo lo que este esperaba al montarse en un taxi independiente: que se tratara de un conductor que viviera tan ajeno a lo que sucedía en Suecia que ni siquiera supiera qué cara tenía el hombre más odiado del país. Ahora bien, tampoco es que eso supusiera un gran avance, y mientras pasaban por delante del cementerio de Solna, Rebecka intentó comprender el alcance de lo que acababan de hacer.

Algo que, a pesar de todo, no debería resultar tan llamativo, se dijo al tiempo que intentaba convencerse de ello. Su marido había sufrido una crisis, y ella era médica y podría haber llegado a la conclusión de que él necesitaba paz y tranquilidad lejos del bullicio del hospital.

—Tienes que contarme lo que está pasando. Si no, no podré seguir haciendo este tipo de locuras —le susurró ella.

—¿Te acuerdas de aquel catedrático de relaciones internacionales que conocimos en la embajada francesa? —le preguntó él.

—Janek Kowalski —contestó ella.

Él asintió con la cabeza y ella lo miró sin entender nada: Janek Kowalski no era nadie en su vida. Ni siquiera se habría acordado de su nombre si no fuera porque hacía poco tiempo que había leído un artículo suyo en el que hablaba de los límites de la libertad de expresión.

—Exacto —respondió él—. Vive en Dalagatan. Podemos dormir en su casa.

—¿Y por qué diablos vamos a ir allí? ¡Si apenas lo conocemos!

—Yo lo conozco —dijo Johannes, algo que a ella no le gustó.

Rebecka se acordó de que él y su marido se habían saludado como dos desconocidos en la embajada y de que no habían intercambiado más que unas frases de cortesía. ¿Solo había sido un juego? ¿Un poco de teatro? Le susurró:

—Iré a la casa que sea con la condición de que me lo cuentes todo.

Él la miró.

—Te lo contaré todo. Y ya decidirás lo que quieres hacer —contestó.

—¿Cómo que ya decidiré lo que quiero hacer?

—Si todavía quieres estar conmigo.

Ella no respondió. Se limitó a mirar hacia delante por el puente de Solna y dijo: «Dalagatan. Vamos a Dalagatan», mientras pensaba en los límites, quizá también en los de la libertad de expresión, pero sobre todo en los del amor:

¿Qué tendría que pasar para que ella lo abandonara?

¿Qué clase de cosa —si es que existía alguna— acabaría con su amor?


Catrin Lindås dejó a su espalda la plaza de Nytorget y, tras desembocar en Götgatan, sintió cómo recuperaba un poco las ganas de vivir. Aunque, ¡madre mía, qué chaparrón! Llovía a cántaros, pero ella avanzaba maleta en mano con pasos apresurados. Llevaba demasiadas cosas, sí, como siempre, como si tuviera que pasarse fuera varias semanas. Claro que, por otra parte, ignoraba cuánto tiempo iban a estar en el hotel. Lo único que sabía era que Mikael no podía volver a su casa y que, por desgracia, además debía trabajar un poco, algo que, a decir verdad, ella también tenía que hacer.

Eran las nueve y media de la noche y se dio cuenta de que estaba hambrienta. Apenas había comido nada desde el desayuno. Pasó por delante de los cines Victoria y de Göta Lejon y, aunque se sentía realmente mejor, el malestar no había desaparecido del todo. Dirigió la mirada hacia Medborgarplatsen.

Una multitud de jóvenes hacía cola bajo la lluvia, quizá con la intención de comprar entradas para algún concierto. Ya estaba a punto de bajar la escalera del metro cuando, de improviso, se sobresaltó y, tras volverse, miró a su alrededor. No vio nada por lo que debiera preocuparse: ninguna sombra de antaño, nadie con pinta de ser de esos que dirigían su odio contra ella en Internet…, nada. Bajó corriendo la escalera, pasó los torniquetes y llegó al andén intentando convencerse de que todo estaba bien. No tardó mucho en tranquilizarse.

Hasta que se apeó en T-Centralen y salió a Hamngatan no volvió a inquietarse. Bajó la calle andando deprisa y pasó frente a Kungsträdgården. Ya en Blasieholmen, aligeró el paso un poco más hasta llegar casi a correr. Entró jadeando en el vestíbulo del hotel y subió una curvada escalera que la condujo a la recepción. Una chica morena muy joven, no tendría más de veinte años, le mostró una sonrisa de bienvenida. Ella le correspondió con un «Buenas noches» y, al oír unos pasos en la escalera, por detrás de ella, se quedó en blanco: no se acordaba del nombre al que Mikael había reservado la habitación. Solo sabía que empezaba con B: Boman, Brodin, Brodén, Bromberg…

—Tenemos una habitación reservada a nombre de… —dijo antes de dudar un rato y darse cuenta de que debía comprobarlo en el teléfono, lo que resultaba sospechoso, pensó, o sórdido, como si Mikael y ella estuvieran metidos en algo sucio; y cuando lo miró y vio que era Boman, pronunció el nombre en una voz tan baja que la recepcionista no lo oyó, por lo que tuvo que repetírselo más alto. Se acordó entonces de los pasos que había oído a su espalda y se volvió.

Pero no había nadie. Sí vio, no obstante, a un hombre con cazadora vaquera y pelo largo que estaba saliendo del hotel, y mientras se registraba pensó: ¿habría estado ese hombre allí arriba aunque solo fuera un instante? Parecía poco probable, ¿no? O tal vez lo hubiera hecho, pero luego pensó que el hotel tenía aspecto de ser demasiado caro… O quizá no le hubiera gustado. No le dio más vueltas al tema.

O, al menos, lo intentó. Cogió la llave y, tras subir en el ascensor y entrar en la habitación, se quedó contemplando la enorme cama de matrimonio con sus sábanas azul celeste, para, a continuación, preguntarse qué iba a hacer. Decidió darse un baño, beberse una pequeña botella de vino tinto del minibar y pedir una hamburguesa con patatas fritas al servicio de habitaciones. Pero nada la ayudó a disminuir su inquietud. Ni la comida, ni el alcohol, ni siquiera el baño. No había sido capaz de bajar sus pulsaciones, y empezó a preguntarse cada vez más a menudo por qué Mikael tardaba tanto.


Janek Kowalski no vivía en Dalagatan. Pero se introdujeron en un portal de Dalagatan para luego pasar por un patio hasta Västeråsgatan, donde se metieron en otro portal y subieron en el ascensor hasta la quinta planta. Entraron en un piso muy grande y lleno de encanto, aunque un poco caótico: la casa de un soltero, un intelectual algo anticuado al que no le faltaban ni dinero ni buen gusto, pero que ya pasaba de tenerlo todo recogido y ordenado.

Allí dentro había demasiadas cosas: demasiados cuencos, objetos de decoración, cuadros, libros y carpetas. Estaban por doquier. El propio Kowalski se encontraba sin afeitar y con el pelo enmarañado, hecho un bohemio, sobre todo ahora que no llevaba puesto el traje con el que lo habían visto en la embajada. Tendría unos setenta y cinco años y vestía un fino jersey de cachemir al que las polillas le habían hecho un par de agujeros.

—Queridos amigos: He estado muy preocupado por vosotros —comentó antes de darle un abrazo a Johannes y dos besos a Rebecka.

Era evidente que se conocían. Luego, los dos hombres se dirigieron a la cocina y, tras pasar veinte minutos cuchicheando, se presentaron en el salón con una bandeja de sándwiches, té y una botella de vino blanco. Miraron a Rebecka con rostro serio.

—Querida Rebecka —dijo Kowalski—: Tu marido me ha pedido que sea sincero, cosa que he aceptado a regañadientes. Debo confesar que es algo que no se me da muy bien. Pero intentaré hablar sin tapujos, y te pido disculpas desde ya si ves que me ando con rodeos.

A Rebecka no le gustó nada su tono de voz, se le antojó triste y estudiado al mismo tiempo. Pero tal vez se hallara nervioso, porque al servir el té le tembló la mano.

—Creo que debo empezar por contar mi verdadera hazaña —continuó él—. Si os conocisteis fue gracias a mí.

Ella lo miró asombrada.

—¿Qué estás diciendo?

—Fui yo el que envió a Johannes al Everest. Algo terrible por mi parte, sí, pero es lo que Johannes quería. Incluso me insistió en ello. Por algo es un hombre de las salvajes tierras nórdicas, ¿verdad?

—No entiendo nada de lo que me estás contando —contestó Rebecka.

—Johannes y yo nos conocimos en Rusia por motivos laborales y nos hicimos amigos. Y vi enseguida que poseía muy buenas cualidades.

—¿Como cuáles?

—Todas, Rebecka. Es posible que a veces fuera un poco lanzado y demasiado impaciente, pero por lo demás era un oficial brillante.

—¿Tú también eras militar?

—Yo era… —dio la impresión de que le costaba pronunciarlo— un polaco que se hizo inglés de niño. Mis padres eran refugiados políticos y recibieron ayuda de la vieja Inglaterra, motivo por el que tal vez sintiera que formar parte del Foreign Office era casi una obligación.

—¿En el MI6?

—Bueno, no hablemos más que de lo estrictamente necesario. Fuera como fuese, lo cierto es que tras mi jubilación acabé aquí, no solo por mi amor al país, sino también por ciertas complicaciones que, de alguna manera, están relacionadas con lo que nos traíamos entre manos en aquellos momentos. Porque has de saber, querida Rebecka, que Johannes y yo teníamos un interés común no exento de riesgos. Y no me refiero solo al Everest.

—¿A qué te refieres entonces?

—A los desertores y a los topos del GRU, tanto a los ya existentes como a los futuros, y también a los que nos imaginábamos que lo eran, debo añadir, y a raíz de todo eso empezamos a unir nuestras fuerzas. Mi grupo se enteró de que una pequeña sección de la policía sueca de seguridad le había echado el guante a un miembro de considerable importancia dentro del GRU que, al morir, adquirió una fama excesiva debido a una persona con la que vosotros habéis tratado hace poco.

—¿Por qué no hablas claro y te dejas de adivinanzas?

—Ya te he dicho que me cuesta expresarme. No se me da muy bien… Pero me refiero a Mikael Blomkvist, que destapó el así llamado «Asunto Zalachenko», un caso del que ya se han comentado demasiadas cosas, excepto lo que tal vez sea lo más importante, que es justo lo que se nos susurraba al oído por aquel entonces.

—¿Y qué es lo que se os susurraba?

—Mmm, bueno… A ver cómo te lo explico… Primero debería ponerte un poco en antecedentes. Resulta que una sección especial de la policía sueca de seguridad protegía, con casi todos los medios de que disponían, a Alexander Zalachenko, que había desertado del GRU, porque les ofrecía información valiosa, o eso creían ellos, sobre los servicios de inteligencia rusa.

—¡Ah, sí! —exclamó Rebecka—. Tenía una hija, ¿verdad? Lisbeth Salander. La pobre sufrió mucho…

—Exacto. A Zalachenko le dieron prácticamente carta blanca. Podía hacer lo que quisiera (maltratar a su familia y construir un imperio criminal) mientras revelara lo que sabía de los rusos. La decencia tuvo que ceder ante el bien superior.

—La seguridad nacional.

—Yo no lo expresaría con tanta solemnidad. Yo hablaría más bien de una sensación de exclusividad, un grado superior de información que hizo que ciertos caballeros de la Säpo no cupieran en sí de orgullo. Pero quizá, y eso fue lo que sospechamos en mi grupo, no existiera ni siquiera eso.

—¿Qué quieres decir?

—Se nos llegó a informar de que Zalachenko se mantenía fiel a Rusia. Que siguió siendo un agente doble hasta su muerte y que le dio mucha más información al GRU de la que le proporcionó a la Säpo.

—¡Madre mía! —soltó Rebecka.

—Sí, eso mismo pensamos nosotros. Pero no eran más que sospechas, de modo que intentamos confirmarlas, y al cabo de un tiempo nos llegó cierta información sobre un hombre, un teniente coronel que, de puertas para fuera, era civil, un asesor de temas relacionados con la seguridad turística, pero que en realidad trabajaba en secreto en la investigación interna del GRU y que había descubierto una enorme red de corrupción.

—¿Qué tipo de corrupción?

—Las conexiones que tenían una serie de agentes del GRU con el sindicato del crimen Zvezda Bratva. Pero de él se comentaba, sobre todo, que estaba enfadado, cabreado de que se permitiera que esas conexiones continuaran. Se llegó a decir que dimitió de su cargo en el GRU para dedicarse a su gran interés, la escalada de gran altura.

—¿Estás hablando de Grankin? —preguntó Rebecka excitada.

—Sí, en efecto, del difunto Viktor Grankin. Una personalidad extremadamente interesante, ¿no?

—Sí, sí, por supuesto, aunque… —murmuró ella.

—Tú fuiste médica de su expedición. La verdad es que nos sorprendió.

—A mí también me sorprendió —dijo ella pensativa—. Pero en esa época yo tenía ganas de aventuras, y estando en un congreso en Oslo me hablaron de Viktor.

—Lo sabemos.

—Bueno, continúa.

—Grankin parecía un hombre con los pies en la tierra, ¿verdad? Directo y sencillo. Aunque en realidad era un hombre muy inteligente y complejo, y muy apasionado. Se encontraba en un dilema, entre dos lealtades: entre el amor a su país y la necesidad de ser honrado y decente. En febrero de 2008 empezamos a estar bastante seguros no solo de que Grankin estaba al tanto del doble juego de Zalachenko y de sus conexiones con la mafia, sino también de que era vulnerable, de que le tenía miedo al GRU y necesitaba protección y nuevos amigos, y por eso se me ocurrió la idea de mandar a Johannes a la expedición del Everest. Creíamos que una aventura de ese calibre podría generar una amistad, una relación casi fraternal.

—¡Dios mío! —exclamó Rebecka. Acto seguido, se volvió hacia Johannes—: Entonces ¿fuiste allí con la idea de reclutarlo para Occidente?

—Ese era el objetivo ideal —dijo Kowalski.

—¿Y Svante?

—Svante representa la parte triste de esta historia —continuó Kowalski—. Pero eso no lo sabíamos entonces. En aquella época, llevarse a Svante solo era una condición altamente razonable que ponía Johannes para ir. Por supuesto, habríamos preferido que nos llevara a alguno de nosotros. Pero Svante conocía muy bien Rusia y había trabajado cerca de Johannes en el Must, y, sobre todo, era un experimentado escalador. Parecía el apoyo perfecto. Por suerte (cosa que, en especial, nos alegra ahora), no le ofrecimos toda la información. Nunca se enteró de mi nombre ni de que se trataba de una operación británica más que sueca.

—No me lo puedo creer —dijo ella, como si hasta ese momento no lo hubiera asimilado por completo—. ¿Así que todo fue una misión de espionaje?

—Se convirtió en muchas otras cosas también, querida Rebecka. Johannes te conoció a ti. Pero bueno, sí…, él estaba en una misión y nosotros lo vigilábamos muy de cerca.

—¡Qué locura! No tenía ni idea.

—Siento que te hayas enterado en estas circunstancias.

—¿Y cómo fue la misión? —preguntó ella—. Quiero decir…, antes de que todo se fuera a la mierda allí arriba.

Johannes hizo un gesto con las manos como si no supiera qué decir. Fue de nuevo Janek el que contestó:

—Por lo que se refiere a ese punto, Johannes y yo no nos ponemos de acuerdo. Yo considero que hizo un trabajo fantástico. Se ganó su confianza, y aquello prometía. Pero es verdad que la situación se volvió cada vez más tensa, y además ejercimos una enorme presión sobre Viktor. Nos aprovechamos de él en un momento muy sensible de la escalada. Así que…, bueno, es posible que Johannes también tenga razón. Nos arriesgamos demasiado. Pero sobre todo…

—Carecíamos de información decisiva —completó Johannes.

—Sí, por desgracia —reconoció Janek—. Pero ¿cómo podríamos haberlo sabido? Nadie en Occidente lo sospechaba por aquel entonces, ni siquiera el FBI.

—¿De qué demonios estáis hablando? —replicó ella.

—De Stan Engelman.

—¿Qué pasa con él?

—Él estaba vinculado a Zvezda Bratva desde que empezó a construir hoteles en Moscú en los años noventa, y eso lo sabía Viktor, pero nosotros no.

—¿Y cómo pudo enterarse?

—Fue algo que averiguó cuando estuvo trabajando para el GRU, pero, como ya he dicho, formaba parte de su trabajo jugar a dos bandas, y por eso fingía llevarse bien con Stan. Aunque en su fuero interno lo considerara una persona detestable.

—Por eso le quitó a su esposa.

—Eso fue más bien algo inesperado.

—O una condición indispensable —terció Johannes.

—¿Podéis hablar claro para que os entienda? —se quejó Rebecka.

—Creo que lo que Johannes quiere decir es que la relación romántica y lo que le contó Klara fue lo que impulsó a Viktor a querer actuar —continuó Janek.

—¿Cómo?

—Si no podía llegar a sus colegas del GRU, al menos podría acabar con un estadounidense corrupto hasta la médula.